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Romulo el pronosticador

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por josepanton, 18 de Mayo de 2014. Respuestas: 2 | Visitas: 394

  1. josepanton

    josepanton Poeta recién llegado

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    21 de Marzo de 2010
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    Una cosa es cierta: que de cada ciento
    gana uno. Pero eso ¿a mí qué me importa?

    El Jugador, II, 12



    Nadie desconocía - en su entorno- que Rómulo portaba un arma, salvo su tío Pedro.
    En principio, el hecho no revestía mayor gravedad; como, así también, la circunstancia de que, Rómulo, era el hijo de Alfonzo Veichstein.
    Un atributo de lo trivial suele ser, a veces, su mudanza hacia lo profundo.
    Los hechos ulteriores de este relato, parecen confirmarlo.
    Rómulo orillaba los 30 años oriundo de San Telmo (Buenos Aires), de complexión más bien esmirriada, pelo rubio rizado y azules ojos acerados-como su padre-
    Si no fuera porque contar las costillas de alguien es una injuria; cualquiera se las habría ya computado, con sólo posar la mano sobre ellas. Sus facciones denotaban inteligencia, y, a pesar del tics nervioso que le aquejaba y de su extrema delgadez, se podría decir que la naturaleza, había sido indulgente con él.
    Rómulo actuaba como si su deseo de jugar fuese una necesidad orgánica básica como respirar, pasear por una alameda, comer o saciar la sed.
    Orondo, sólo pensaba en: deudas, peligros, enredos, algún juego ganado, cientos perdidos…, y esa sensación de estabilidad emocional a la hora de apostar.
    ¿Jugador compulsivo? ¿Truhán? ¿Víctima de quién?
    Algunas de sus apuestas eran inverosímiles. Una de ellas consistía, mediante un ardid previo, en forzar a un sujeto a expresar una determinada frase. Frase que él pronosticaba de antemano.
    Para él se trataba de un juego, y en el intervenían, un apostador ocasional, el sujeto indagado y Rómulo mismo.
    Si la persona consultada acertaba a decir dicha frase, el apostador de turno perdía, y Rómulo se alzaba con la apuesta.
    Lanzaba sugerentes retos que pagaba 10/1.
    Un buen día concibió una apuesta que retribuía $5.000 a $500. La misma consistía en lograr que un camarero de restaurante, se vea impelido a decir: “A usted no hay nada que le venga bien”
    Salió a la búsqueda de un posible apostador…, y el destino se decantó por Alberto, amigo de la infancia, sobrio, pero empedernido jugador.
    Su amigo aceptó el desafío de inmediato, y acto seguido se dirigieron a un restaurante cercano.
    Ambos pidieron el primer plato del menú: consomé de pollo con espárragos.
    A los pocos minutos de haber sido servidos; Rómulo llamó al camarero y le reclamó:
    - Disculpe pero considero que mi consomé está frío. Sería tan amable de recalentarlo por favor.
    El camarero le retiró el plato, y, al cabo de poco tiempo, se lo volvió a servir.
    Rómulo dejó pasar unos instantes, para llamarlo y volver a insistir:
    -Perdón, lo siento. Sería tan cordial de enfriarlo; ahora lo noto muy caliente.- clamó con cierto aire socarrón-
    Y el camarero apretó los dientes, y retiró su dichoso consomé…; unos minutos más tarde retornó con el caldo.
    Rómulo, sin siquiera darle un sorbo, lo llamó y le recriminó:
    -Sabe que ahora lo encuentro frío, podría…
    No había terminado aún la frase, cuando el camarero, mirándolo con inquina, le espetó indignado:
    - ¡A usted no hay poronga que le venga bien!
    Rómulo fijó en él una mirada; pagó la cuenta y se retiró con el amigo.
    Aquí es conveniente aclarar que ambos mantuvieron un diálogo, no exento de tensión. Juan reconoció que, en esencia, el camarero había estado cerca de pronunciar la frase en juego, pero que, al final, su expresión exacta fue otra.
    Rómulo le pagó a Alberto los $5000 acordados, y se retiró mascullando rabia.
    No pudo conciliar el sueño durante los próximos días.
    Cierta mañana, Rómulo, vio pasar el cortejo fúnebre de un vecino del lugar. La fila interminable de coches se había parado, unos instantes, frente a la casa del occiso, cumpliendo con un ritual típico del lugar.
    Se acercó al último automóvil de la comitiva, donde generalmente suelen ir : algún hijo no reconocido, odiado por sus medios hermanos, pero amado en vida por el difunto; alguna ex amante; los que no tienen más remedio que ir porque cedieron al pudor, más que a la pena; o los que aborrecen a los deudos de adelante.
    Se paró frente a la ventanilla y le hizo señas al conductor para que la bajara.
    El hombre, desorientado primero, preocupado después, accedió a su pedido.
    Al punto, Rómulo le dijo:
    - Caballero; si yo lograra hacerle decir al señor que conduce el primer coche fúnebre, la frase: “Perdón, aquí solo viajan los familiares directos”, o una expresión equivalente…
    Rómulo estaba ilusionado, ya que había logrado introducir una nueva cláusula, que le asegurara acercarse más al resultado que esperaba.
    Ahora bastaba con que el sujeto indagado diga la frase literal o una semejante, para que Rómulo ganara el juego.
    El desconocido sólo atinaba a observarlo con cierta aprensión.
    -¿Pero a qué viene todo esto? ¿Quién es Usted? ¿Pero hágame el favor?– le recriminó a Rómulo, mientras enfocaba su atención en su mujer que viajaba con él-.
    -.Pues mire- siguió insistiendo, Rómulo, con una apremiada dicción fruto de su ansiedad - como le venía diciendo. Si yo lograra hacerle decir la frase que le comenté o algo semejante, yo ganaría $1.000 en caso contrario usted percibiría la no despreciable suma de $10.000- duplicando el monto de la puesta-.
    - ¡Dale papi, total que pierdes! -dijo su mujer mofletuda y de enormes pechos; mientras le dirigía una mirada sonora y dulce.
    El hombre musitó una especie de locución ahogada, imprecisa; pero, al final, terminó aceptando el envite.
    Rápidamente, los tres se dirigieron al primer coche del cortejo.
    Allí, Rómulo le propuso al chofer:
    -Soy un vecino; sería tan atento de llevarme hasta el cementerio-
    -Lo siento pero la empresa me prohíbe trasladar a más de cinco personas - le respondió un hombre calvo, de cara ajada, como el dedo índice de una pobre costurera.
    - ¡Hurra! -gritó el apostador de turno.
    Rómulo había perdido el juego nuevamente, y no tuvo más remedio que pagarle la apuesta; mientras la barrigona, del circunstancial apostador, contaba el dinero con asquerosa avidez.
    Los próximos días, Rómulo, los dedicó a reflexionar…Pensó seriamente en abandonar tan ridículo juego, que sólo le traía ruina y sufrimiento.
    Al cabo de unas semanas recibió la visita de su tío Pedro que, a poco de llegar, no dudó en invitarlo a concurrir al casino.
    Al principio dudo; pero luego, aventado por un deseo irrefrenable, aceptó la proposición.
    Fue con la idea de no jugar, ni apostar nada que pusiera en juego su paz y su economía.
    De pronto se vio en medio de una sala repleta de luces y una gigantesca multitud, de nocturnas aves.
    Sintió la frialdad de su esqueleto frio; la indiferencia de la gente; por momentos se sintió un intruso. Hay lugares que, como el alcohol o un recuerdo fugaz, tienen la virtud de mostrar lo mejor o lo peor del ser humano.
    Pedro, con el ademán de un hombre resuelto, se dirigió a la primera mesa que encontró; esperó unos instantes; murmuró algo enrevesado, una especie de cábala mística, y se decidió a jugar.
    Apostó un pleno de $100 al seis, colocó $300 sobre la tercera columna, y le colocó $50 al cero, por si las moscas.
    Los jugadores de turno arriesgaron una, dos, tres apuestas, y salió…
    -¡Colorado el siete! - gritó el crupier.
    Pedro ni se inmutó.
    A su vez, los ojos de Rómulo se movían al compás del rastrillo del crupier.
    Volvió a la carga; esta vez apostó $1.000 al color rojo y $2.000 a la primera columna.
    Sobre la ruleta rojinegra se escuchaba el cacareo de la blanca bola que, en todas las direcciones, bailaba.
    Pedro permaneció firme y convencido de su suerte.
    -Cero. Anunció el crupier con acento hipócrita, como si su voz se arrastrara sobre el paño de la mesa.
    Rómulo después de observar a Pedro, algunos segundos, le dijo nervioso:
    -¡Te propongo un juego!
    Al principio su tío lo miró con apatía. Pero como Rómulo volvió a insistir…
    - Está bien, dime – dijo, Pedro, entre dientes.
    - Te daré $30.000 si no logro que alguna víbora –autoridad- de esta mesa-, diga la frase: “saltó la banca” o su igual; en su defecto, yo ganaría $3.000.
    -¡Estás loco! …No, no. Es imposible. Limítate a verme jugar. Hace más de 3 años que nadie ha hecho saltar la banca aquí – berreó Pedro - No tienes ninguna chance. Estás apostando contra todo pronóstico. ¿Acaso seré yo quien me abuse de tamaño disparate?
    - Mejor no me hables de estadísticas. Me niego a escuchar tus sensiblerías... ¿Aceptas o no?
    Inesperadamente el tics nervioso de su ojo derecho, comenzó a manifestarse mediante ciertos espasmos, que lo forzaban a cerrarlo completamente; el mismo iba acompañado de un leve giro lateral de su cabeza, en la misma dirección.
    No obstante, había mucha convicción en la expresión de su rostro, que alguien podría tomar, incluso, hasta por enfado.
    Pedro, pese al patético cuadro, dudó un instante, y luego exclamó:
    -Pues bien, acepto.
    Antes de comenzar a jugar, Rómulo, arrastrado por una corazonada, se dirigió a su tío y le encomendó:
    -Ora vaya ganando, ora perdiendo. Ora siempre por mí.
    Y sin pérdida de tiempo, Rómulo, comenzó a apostar.
    Tenía un total de $35.000. Jugó un pleno de $1.000 al 22. Giró la ruleta y salió el 2.
    Pedro cerró los ojos en un gesto de dudosa aflicción.
    Rómulo volvió a arriesgar $3.000 al 22.
    -¡Hagan sus apuestas señores! - clamó el crupier; enardeciéndolo aún más.
    Instintivamente, apostó $5.000 a la primera columna, $1.000 al color negro, y le puso, a último momento, $ 1.000 a la segunda docena, y esperó...
    - ¡No va más!... ¡Negro el 22! - exclamó el crupier.
    Rómulo sintió temblar sus piernas.
    Le pagaron en fichas grandes la suma de $128.000. Un sentimiento de poder se adueñó de todo su ser, conminándolo a apostar con más furor.
    Jugó un pleno de $5.000 ---máximo permitido--- al 15, no levantó lo ganado con el negro, y remató el juego apostando $2.000 a la segunda docena, para triangular y reforzar la apuesta.
    Giró la bola, y esta vez…
    - ¡Negro el 15! -gritó el crupier.
    Rómulo clavó su mirada en esa esfera quieta y muda. Para él no había pradera más grande que esa ruleta.
    Lo recordó todo. Recordó el beso a una negra de Harlem, hace ya muchos años, la primera vez que robó, la pobreza padecida en su infancia, por la adicción al juego de Veichstein. Veichstein, Alfonzo Veichstein, su padre, revivió –penosamente- las humillaciones sufridas por su madre.
    Inesperadamente, las autoridades de la mesa cambiaron al crupier.
    Sabemos que cada crupier tiene su propia firma: el momento, el ángulo y la velocidad con que lanza la bola.
    Rómulo advirtió la maniobra, pero no le importó… esperó y esperó confiado en su suerte.
    Pedro se acercó y le aconsejó que se retirara.
    Rómulo lo miró profundamente a sus ojos, con cara de hereje, y le manifestó:
    -Mi madre solía decirme: “Antes de aceptar el consejo de alguien, averigua primero sus necesidades”
    - ¿Vos sabés, realmente, a qué estoy jugando? ¡Yo no estoy aquí solamente para ganar! ¡Yo estoy aquí para jugar mi jodido juego! Déjame alentar la única esperanza que impulsa a todo jugador: el vano anhelo de conseguir a través del juego, lo que nos quitó la vida. Si pierdo tal vez mañana llore mis pérdidas. – articuló a viva voz, mientras su tics nervioso se acentuaba de forma enérgica, ampliando, aún más, el ángulo de giro de su cabeza.
    Pedro, ante tan dantesco panorama, se llamó a silencio.
    Entretanto, Rómulo, siguió apostando.
    Le abonaban con fichas de gran valor con las que construía, a su alrededor, pequeñas torres multicolor.
    Daba igual el lugar donde las colocara: plenos, mayor, docena, color,…jugada tras jugada, ganaba siempre.
    A juzgar por los secreteos y movimientos extraños, entre los funcionarios de la mesa, era evidente que había hecho saltar la banca.
    En un abrir y cerrar de ojos, se vio rodeado de apostadores que venían de todas las mesas gritando desaforadamente: “¡saltó la banca!… ¡la banca!… ¡saltó la banca!...”
    Algunos le vociferaban imprecisos cumplidos, como si fuera un ídolo; otros lo curioseaban sumidos en la mayor de las quietudes- no en vano, la peor envidia del hombre es la que se revela a través del silencio-
    Repentinamente, un hombre lánguido y alto, se acercó a la mesa, y les comunicó, en tono flemático, a todos los apostadores:
    -Damas y caballeros: desde hace tres meses que el reglamento de esta casa no admite cerrar una mesa en juego, aun, cuando carezca de fichas para seguir pagando sus apuestas. Si en este caso se procede a su clausura, es porque es la hora de cierre.
    De pronto, Rómulo se estremeció; sintió como si un sudor frio le estucara el alma.
    Es difícil prever, a veces, la conducta del jugador compulsivo. ¿Qué lo lleva a jugar desaprensivamente sabiendo que al final perderá siempre? ¿Qué sentimientos encontrados de, culpa, frustración, placer, o depresión, lo llevan a seguir apostando? ¿Qué juego no pudo jugar de pequeño, que ahora, sin valor para confesarlo, lo lleva a ser niño?
    Rómulo le pagó a Pedro su deuda, y extrajo de una de sus medias, ante el asombro de todos, una diminuta pistola belga que descerrajó sobre su sien.
    Con su último halito de vida, intentó -en vano- abrazar el humo y alguna que otra ficha ensangrentada.
     
    #1
  2. Pierlewis

    Pierlewis Poeta recién llegado

    Se incorporó:
    18 de Diciembre de 2012
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    Hay algunas personas que encuentran el sentido, sólo al apostarlo todo en una jugada, y eso está bien, después de todo "el que no arriesga no gana" o mejor aún "el precio de todo es todo". Me ha gustado mucho esta prosa. Muchas gracias por compartirla.
    Saludos, y que tenga un buen día. :D
     
    #2
  3. josepanton

    josepanton Poeta recién llegado

    Se incorporó:
    21 de Marzo de 2010
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    Gracias amigo. Un saludo cordial para ti.
     
    #3

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