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Sabor a mí

Tema en 'Prosa: Melancólicos' comenzado por ivoralgor, 23 de Septiembre de 2014. Respuestas: 0 | Visitas: 421

  1. ivoralgor

    ivoralgor Poeta asiduo al portal

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    La tarde se prestaba para recordar viejos amores. Suspiré. En el jardín jugaba mi viejo perro con su carnaza. En el aparato reproductor de música se oía la voz de Lila Downs: Sabor a mí. Recordé los labios de Elena, su risa nerviosa y lo franca que era conmigo. Jamás me olvidaras, me decía de cuando en cuando y no le hacía mucho caso. El tiempo dirá, le respondía asiéndola a mi cuerpo. La conocí en un baile, para gente mayor, en el parque Morelos. Hacía tres años que había enviudado y Carmita la había convencido de ir al baile para que se distrajera un poco. La vi muy seria en su asiento, de una risa lejana y ojos tristes. A Carmita la conocía desde hacía seis años, cuando iba con mi difunta esposa a los bailes. Me levanté de mi asiento y fui a preguntarle a Carmita quién era esa mujer con la que había llegado al baile. Se llama Elena y enviudó hace tres años, me comentó. Se ve muy triste, le dije al oído. Se encogió en hombros y me dijo: así es ella. Ese sábado no bailó con nadie, sólo se quedó mirando. Carmita se lucía con sus pasos, yo la seguía con dificultad. Antes de irme las invité a un refresco. Gracias, dijo Elena con un media sonrisa de agradecimiento. Sonreí discretamente en respuesta.

    El cielo se estaba empezando a llenar de nubarrones. El aroma del chocolate caliente me llegó de pronto. Sandra, mi hija, lo estaba preparando en la cocina. Le chiflé al perro para que entrara a la casa. Abrí la puerta y entró moviendo la cola. Me lamió la mano y se acostó en la entrada. No soy nada, yo no tengo vanidad, se escuchaba. Qué te pasa, papá, me preguntó Sandra acariciándome el hombro. Es la canción, ¿verdad? No le respondí, simplemente suspiré de nuevo. Sus ojos tristes y sus labios pintados de carmín me enamoraron. La vi sentada, el sábado siguiente, y, no resistí más. Quieres bailar, le pregunté. Carmita no daba crédito a mi acción, no se lo esperaba de mí, su pareja de baile. Titubeó un poco. Se levantó y dejó su bolso en la silla. El señor del sonido puso canciones lentas. Mis manos temblaban un tanto. Nos movíamos lentamente, como caminando en las olas de un mar en calma. No me miraba a los ojos. Me llamo Arcadio, le dije. Me miró rápidamente y dijo: Elena Grajales. Su aliento tibio me hizo suspirar en mis adentros.

    La lluvia empezó a caer, parecía un diluvio. Me dolía recordarla, envidiar la eternidad de un amor. Mi nieto me agarró la mano. Vamos, abuelito, me dijo mi mamá que te viniera a buscar. Sonreí y le acaricié la cabeza. Vamos, dije, tu mamá es impaciente. El sábado se volvió mi día favorito de la semana. Después de un baile invité a Elena a cenar pachuchos y caldo de pavo. Ya nos teníamos más confianza. Nos contamos las peripecias de nuestras vidas y la de nuestros hijos. Nos reíamos mucho. Tienes una risa contagiosa, me decía, me alegras los momentos. Me sonrojaba como adolescente. Por fin me decidí a pedirle que viviéramos juntos los años que nos restaban de vida. Pero quiero que sea en tu casa, me sugirió. La mía está llena de recuerdos que no soportaríamos juntos. Accedí sin chistar. Sandra casi se desmaya cuando se lo dije. Es muy pronto, papá, me reclamaba, apenas tienen tres meses conociéndose. Tiempo es lo que menos tenemos, le repliqué. Resopló molesta. Perla y Fabián, mis otros hijos, no dijeron nada, ellos vivían, después de la muerte de mi esposa, sus vidas muy lejos de mí y Sandra. Los hijos de Elena no la visitaban muy seguido, decían que estaban muy ocupados con sus cosas. A veces lloraba la ingratitud de sus hijos.

    Por las mañanas nos levantábamos con nuestros achaques: pásame ese frasco de pastillas, úntame la pomada en la espalda, sóbame los pies. Con ella aprendí a cocinar huevos revueltos. Sólo pones un poco de aceite en la sartén, rompes los huevos y bates lentamente, me explicaba, es todo, es sencillo. No faltábamos los sábados a los bailes. Siempre le pedía al señor del sonido que pusiera Sabor a mí. Ya tengo sabor a ti, le decía al oído. Se reía y me besaba los labios. Toma tu chocolate, el huevo se va a enfriar, dijo Sandra. Le di un sorbo pequeño al chocolate y me levanté de la mesa. Me fui al cuarto a llorar en silencio. Me acosté en la cama, cerré los ojos. Se acercaba el sábado: otra vez no iría al baile. Dejé de comer, y, la vida también. Espero que la eternidad tenga amor.

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