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Satisfecha el hambre.

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por elseneka, 2 de Septiembre de 2006. Respuestas: 1 | Visitas: 713

  1. elseneka

    elseneka Poeta fiel al portal

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    26 de Agosto de 2006
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    Satisfecha el hambre

    Llueve.
    Llueve más dentro que fuera. Lluvia roja, espesa. Lluvia de plaga bíblica, agobiante, lenta, interminable, cotidiana.
    Por imaginado mimetismo detesta también la lluvia de fuera. Sólo ve en ella alfilerazos que golpean inmisericordes las indefensas hojas de los árboles que puede divisar desde su ventana.
    Ya no puede, como hacía cuando era niña, liberarse del encierro obligado de los días de lluvia, aplastando su nariz contra el cristal para que, con el contacto y a través de la discontinuidad que el vaho de su aliento producía en el vidrio, su imaginación tuviese un camino de escape hacia el mundo exterior.
    Ahora es incapaz de volar hasta la torre de Alcántara, esquivar al guardián del puente de madera verde —aquel que sólo dejaba pasar a los niños los días de eclipse y los 29 de febrero de los años no bisiestos—, para ir a jugar con los pequeños y, sin embargo, poderosos Bups. Insustituibles al ser los únicos que conocían el escondrijo del interruptor de la luna.
    De aquellos Bups sólo quedaban esqueletos impalpables, machacados por la realidad, en algún recóndito lugar de sus recuerdos.
    Había pasado tanto tiempo encerrada en aquel castillo de cristal líquido, de muros abiertos y diáfanos, pero impenetrables, que cuando pudo salir se dio cuenta de que en el mundo ya no había nadie. Había figuras, sí. Las veía pasar y moverse. Incluso, en ocasiones, creía poder oír sus voces. Pero debían ser sólo fantasmas, reflejos de sus propias proyecciones mentales, porque cuando intentaba hablar con alguna, desaparecía de inmediato.
    Y tuvo que regresar a su encierro, donde la lluvia era roja y espesa.
    En realidad nunca había salido de él. Las intangibles paredes la seguían, rodeándola, donde quiera que fuese.
    El convencimiento de la inviolabilidad de su aislamiento la hubiese llevado a renunciar a la vida de no haber sido por el Musidream.
    Lo había encontrado por casualidad en un rincón de una de las salas negras del castillo. Mejor había descubierto su utilidad, porque verlo lo había visto en ocasiones anteriores. Pero siempre le había parecido el arpa, vieja y ya en desuso, en la que su padre componía sus melodías.
    Simplemente pasó los dedos sobre las cuerdas, sin pensar siquiera en lo que hacía, abstraída en los recovecos de su melancolía. Y aquel mundo, extraño y desconcertante aquella primera vez. Inquietante en la posterior. Maravilloso, sin perder la anterior cualidad, o tal vez por ella misma, en las ocasiones siguientes, apareció de improviso ante sus ojos.
    Su primera impresión, propiciada por el deseo, fue que había encontrado la vía de salida de su aislamiento. Allí había gente. Gente extraña con la que, entonces, no sabía como comunicarse, pero que no eran los fantasmas casi incorpóreos que los transparentes muros del castillo le permitían ver.
    Le costó trabajo aprehender la filosofía de aquel mundo. No era un mundo, eran infinitos mundos posibles, dependientes de la combinación y secuencia de cuerdas que pulsase. Semejantes, pero diferentes.
    Sólo podía, en un principio, aceptar las vivencias del mundo aleatorio que sus torpes manipulaciones le presentaba. No era poco, pero era insuficiente. Aprendió a seleccionar el entorno que quería en cada momento. Memorizó las particularidades que cada combinación propiciaba. Y supo cómo encontrarse en el universo que quería cada vez.
    Todos, no obstante tenían algo en común: en ellos podía ser quien quisiese. Reina o cortesana. Recatada o atrevida. Moralista o pecadora. Incluso vio que podía librarse de la servidumbre del sexo que le había sido asignado por la naturaleza. Podía ser hombre o mujer a voluntad.
    La curiosidad le hizo explorarlos todos. Al menos todos los que estaban al alcance de su capacidad de composición de algoritmos, que nunca eran sonoros, susceptibles de crear uno de aquellos mundos.
    Era como soñar, pero más real. Era como la libertad, pero más posible. Era como un milagro, pero más asequible.
    Le bastaba, en las primeras aproximaciones, ser uno más de los pobladores de aquellos lugares. Cierto que podía presentarse en ellos con el disfraz que le apeteciese en cada ocasión. Los demás aceptaban el papel que hubiese elegido. Pero sabía, que en el fondo, todos intuían lo que había debajo de cada personaje.
    Al final, aquellos mundos también eran competitivos. Las posiciones reales en ellos había que ganárselas. Había fracasos y éxitos, pero se permitía cualquier intento. Y eso era algo de lo que no disponía dentro de su castillo.
    A medida que iba descubriendo sus interioridades, se pasaba más y más tiempo aferrada a las cuerdas del arpa, viviendo aquellas imaginarias existencias. Desconectada totalmente de su auténtica realidad.
    En alguno de aquellos mundos había lo que ella dio en llamar vigilantes. Como todo allí totalmente atípicos, puesto que no era su misión impedirle el acceso, si no, por el contrario, hacer todo lo posible porque permaneciese en ellos el mayor tiempo posible.
    Intuía que aquello debería tener algún coste como contrapartida. Estaba atávicamente enseñada a que las cosas que proporcionan felicidad siempre lo tienen. Pero ni siquiera intentaba, porque no lo deseaba, descubrirlo.
    El atractivo anímico que ejercía sobre ella el Musidream era tan fuerte que hizo dejación de las, ya de por sí escasas, obligaciones que su aislamiento acarreaba. Tampoco le importaba.
    Se enfrentaría a su castigo, si era merecedora de él. Pagaría el precio de sus momentáneas felicidades cuando le fuese presentado.
    Pero allí, ante aquello que siempre le había parecido un arpa, ¡vivía!
    ***
    Cuando el hombre abrió los ojos por primera vez en aquella isla desierta, primero buscó alimento, luego un lugar donde cobijarse. Satisfecha el hambre, intentó encontrar...

    I
    Aún podía ver los límites del espacio exterior. De un mundo gris, plomizo, concreto y sin colores al que nunca querría acceder, pero del que en realidad procedía. Aquel era totalmente distinto.
    Caminaba desnuda bajo un cielo blanco azulado. Aplastaba la hierba verde, cuyos tallos se alzaban para acariciar sus pies desnudos, sin tratar de retenerla.
    De los árboles, abundantes pero no opresores, que distinguía a su alrededor, pendían los frutos, sin forma definida, en plena sazón, como un mudo ofrecimiento de sus previstas y soñadas delicias.
    Estaban ahí para ser consumidos. Todos a su disposición. Sin límites ni impedimentos.
    Las leyes no escritas de aquel mundo no prohibían su utilización. Más bien la propiciaban como algo apetecible, aunque sin imposiciones.
    Y ella tenía hambre. Hambre existencial. Hambre de años. Hambre de nuevos sabores que ampliaran su, hasta entonces, constreñido horizonte.
    Con la dulce impaciencia de retrasar la consecución de aquello que tienes al alcance de la mano, pasaba ante los árboles, saboreando sus manjares con los zarcillos del deseo, postergando el ansiado momento de alargar la mano, tomar uno de aquellos frutos y llevárselo a la boca para ir saciando su hambre poco a poco, muy despacio, impregnándose del gozo de la realización de un anhelo.
    Los árboles no permanecían estáticos. Alargaban las ramas a su paso para poner ante sus ojos, intentando atraer su atención, las delicias de sus ofrecimientos. Todos parecían desear el privilegio de ser los elegidos por ella.
    Y ella los quería todos. Tanto aquellos que le resultaban vagamente familiares, de los que tenía una irrazonable idea de su sabor, como los absolutamente nuevos, desconocidos, misteriosos, con la única destilación visible de la aventura. Incluso aquellos cuyo aspecto le parecía, en un examen superficial, ligeramente desagradable.
    “Tengo tiempo”, pensó. “Comeré de todos. Me saciaré de todos los sabores. Pero empezaré por algo de aspecto amigable”.
    Al fin se detuvo, decidida, ante uno. Sus frutos, de color amarillo rosado, tenían un remoto parecido a diminutas ciruelas.
    El árbol, al darse cuenta de que había sido el elegido, la rodeó con sus ramas formando a su alrededor como un capullo, sin rozarla. Era un cobijo confortable, tal vez algo posesivo. Pero ella sabía que, a diferencia de su propio castillo —del que ahora apenas si vislumbraba su existencia—, permitiría que saliese de él a la más leve indicación de su voluntad.
    Quería sentir el contacto del árbol antes de comer de sus frutos. Fue súbitamente consciente de que su hambre no se satisfaría sólo comiendo. Necesitaba conocer también la esencia del alimento.
    Observó, con cierto esperado asombro, que el resto de los árboles le resultaban invisibles tras el momento de hacer su elección. Sabía que estaban ahí, donde siempre, disponibles para ella. Pero había dejado de interesarle. Ahora sólo existía un árbol: “su árbol”.
    Alargó la mano para tocar su corteza. Donde la ponía, se transformaba para ofrecerle un tacto sedoso, aterciopelado. Transmitía un calor suave que transcendía las yemas de sus dedos para acariciar su cerebro.
    Las ramas se aproximaron a ella un poco más. Rozaron su piel. Cada contacto de cada hoja: suave. De cada nudo: firme. De cada espina: indoloramente lacerante. Activaba una sensación distinta en sus terminaciones nerviosas.
    El árbol acusaba su propio contacto. Toda su estructura se estremecía ligeramente cuando sus manos la recorrían. Y aumentaba, dulcemente dolorosa, la sensación de hambre.
    Se dejó mecer, durante un tiempo, en la armonía de la necesidad.
    No tuvo que coger el fruto. Estaba ante sus labios. Iba a entrar en su boca como una consecuencia natural.
    Y comió de él.
    Relámpagos dorados cegaron sus ojos. Lenguas de fuego cristalino recorrieron su piel. Corrientes musicales tensaron sus músculos. Vientos de algodón erizaron sus cabellos. Seísmos florecientes abrieron su cuerpo para que la vida se vertiese al exterior en furia de sensaciones...
    Y el vació.
    El árbol había perdido todos sus frutos. Sus ramas, rodeándola aún, estaban yertas y sin vida.
    Volvió a tocar el tronco. Era áspero y rugoso como correspondía a su naturaleza.
    El protector capullo se había desmoronado. Los otros árboles se habían hecho visibles de nuevo.
    Avanzó lentamente. Ya no la llamaban. Sí lo hacían, pero ella no sentía esas llamadas.
    Había saciado su hambre. ¿La había saciado? No lo sabía. Quería comer más, pero ahora comprendía que tendría que ser de un árbol determinado, concreto, que tenía que estar en alguna parte.
    Casi añoraba los tonos oscuros de su encierro, fatigada de tanta exuberancia de colores.
    Ordenó a sus dedos pulsar las cuerdas que la devolvían a su entorno real.
    Sentada allí, ante el arpa, en aquella estancia negra, se sintió segura.
    De inmediato comenzó a echar de menos el mundo que acababa de dejar. Gozoso, sensitivo, decepcionante.
    Tenía que volver, pero más tarde.
    Un espejo, al pasar, le devolvió su imagen. Se vio como siempre. ¿Sí? Aún no lograba intuir el precio del Musidream.

    II
    Nada parecía haber variado mucho. Había árboles nuevos, a otros creía recordarlos, algunos habían cambiado de sitio.
    Recordaba las sensaciones de la vez anterior. No recordaba el árbol.
    Bajo sus pies sentía la hierba. No bajo sus pies, alrededor de ellos. Bajo sus pies había algo húmedo, áspero, vital.
    Lo comprendió de pronto: adaptación.
    Ella era un árbol como los demás. Tendiendo sus ramas llenas de frutos hacía otros árboles que ya no lo eran, si no entidades hambrientas como ella.
    Podía ser árbol o persona, pero no dependiendo enteramente de su voluntad, sino de las interacciones con el resto.
    Era árbol si deseaba dar y encontraba un receptor. Persona si deseaba recibir. Siempre había alguien haciendo su oferta.
    Aquel mundo no admitía espectadores ni turistas. Todos eran habitantes de él, sujetos a sus leyes no escritas.
    Una excepción: los vigilantes.
    Los vieses como los vieses, siempre eran árboles. No carecían de la capacidad de transmutación inherente a la naturaleza del mundo, pero nunca la ejercían.
    Fieles a la misión esencial de los vigilantes, siempre intentaban retenerte. Si eras persona te ofrecían sus mejores frutos. Si eras árbol podías establecer otro tipo de comunicación con ellos.
    Estaban también como un último recurso. Podían ser anecdóticos o transcendentales, pero siempre lo contrario de lo que deseases que fuesen.
    Era difícil distinguirlos. Sólo los muy expertos, los habitantes casi fijos, podían reconocer su condición.
    Ella los descubrió muy pronto.
    Le gustaba ofrecer sus frutos. Comer de los de los demás. Pero le desagradaba profundamente la posterior, e inevitable, sensación de vacío.
    Por eso, a veces, se pasaba toda su estancia allí en comunicación con ellos. Logró establecer unos fuertes lazos. Sobre todo con uno que participaba de su misma condición femenina. Tenía una peculiaridad: siempre hablaba cantando.
    Siempre estaba allí. Y siempre sabía como encontrarla, pese a sus constantes cambios de aspecto y ubicación.
    Había conseguido la armonía casi perfecta. Tenía lo que quería cuando le apetecía. Comía cuando tenía hambre. Y había encontrado una amiga con la que compartir inquietudes.
    Pero todo cambió en un instante.
    Alguien a quien no había visto antes tocó su tronco. La había elegido a ella y ella quería ofrecerle sus manjares.
    Todo muy normal, cotidiano, establecido. Pero él no quiso comer de sus frutos.
    —¿Qué quieres de mí entonces? — Preguntó ante su negativa.
    —Quiero conocerte mejor — Fue su respuesta.
    —¿Por qué a mí? Hay cientos de árboles como yo.
    —No hay ningún otro como tú. Soy nuevo aquí, pero puede percibir el aura que emana de ti, como una radiación.
    —Come de mis frutos. Luego decide.
    —Muéstrame antes su contenido. Dime de que están hechos. Con qué materia los formas. Con qué los sustentas.
    —No puedo. Busca otro árbol.
    —No puedo. Te quiero a ti.
    —Me tienes. Aliméntate.
    —Lo estoy haciendo.
    Volvió a mirarle. Ya no era una persona, sino un árbol de hojas grandes, ramas fuertes, frutos ásperos, espinosos, polvorientos, poco tentadores.
    —No tengo lo que deseas.
    —Lo tienes. Desarraiga tus raíces y ven a mí.
    —No eres más fuerte que yo.
    —No lo pretendo.
    —Déjame. No me agradas.
    —Vete. Te inquieto. Volverás.
    Buscó la combinación de notas que la sacaban de aquel mundo. Huía, aunque no sabía de qué. Escapaba de lo desconocido.
    No vio su imagen en el espejo.
    Esa noche soñó con un árbol de ramas retorcidas y frutos ácidos, rodeado por una cerca de alambre espinoso. No era de aquel mundo. Allí no existían las cercas.
    Supo que volvería para buscarle. Supo que no podría evitarlo. Quería saber qué era la cerca. Quería derribarla.

    III
    No estaba cuando llegó. Era igual, sabía que aparecería.
    Ramas en su camino cargadas de tentaciones. Las rechazó. Tenía hambre y no quería comer. Esperaba.
    Buscó a su amiga la vigilante. Habló con ella. Esperaba, pero no se lo dijo. Adoptó el mismo aspecto y se puso en el mismo sitio que el día anterior. Quería ser reconocida.
    Tocaron su tronco. Era él. No se parecía al de ayer, pero era él. El mismo tacto, el mismo olor, la misma suficiencia.
    —Has vuelto.
    —Tengo aquí a mis amigos. Encuentro aquí mis placeres. Estoy casi siempre aquí.
    —Me mientes con la verdad. Has vuelto para encontrarme.
    —Aquí estoy. Es suficiente. ¿Deseas mis frutos?
    —Sí, pero no los quiero. Háblame de ti. ¿Cómo eres?
    —Como me ves.
    —No te veo. No veo a nadie en este sitio. Háblame del lugar de donde procedes. De ti, no de tus fantasías.
    —No hay ningún otro lugar. Tú eres mi fantasía. No existes fuera de aquí.
    —Todavía no, pero...
    —No existen los milagros.
    —El diablo puede hacerlos.
    Se encontró contándole todas sus vivencias en el mundo real. Detectaba constantes señales de peligro. Sus sentidos estaban alerta. Existía la cerca. Pero se estaba abriendo a él. Quitándose sus disfraces. ¿Por qué no se limitaba a tomar los frutos que le ofrecía? ¿Por qué la conturbaba queriendo entrar más adentro en su vida?
    —¿Tú no preguntas nada? — Inquirió él cuando hubo terminado con su exposición.
    —No soy curiosa.
    —Sin embargo, hay preguntas en tus ojos. Hazlas. Haz al menos una. ¡Pregunta por favor!
    —¿Qué es esa cerca que te rodea? — Se decidió al fin.
    —Esa era la pregunta. La cerca son mis obligaciones, mis compromisos, mi estatus, mis ligaduras. Tú también tienes una.
    —Yo no la tengo.
    —Me había parecido verla. ¿Te decepciona la mía?
    —Lo hubiese hecho ayer. Hoy no tengo capacidad para decepcionarme. Creo que estoy atrapada en alguna especie de trampa de la que no quiero salir. Sólo una pregunta: ¿Qué te falta dentro de tu cerca?
    —Nada. No me falta nada. No eres el sustitutivo de una carencia. Ni un complemento. Algo en ti me ha fascinado haciéndome odiar la cerca. ¿Querrías saltarla?
    —Querría derribarla.
    —Es difícil. Hay partes muy sólidas. Se pueden rodear, dejarlas a un lado, pero no hacerlas desaparecer.
    —Quiero estar a tu lado, quiero saltar la cerca. Pero podría conformarme con estar siempre a este lado de ella.
    —Yo no. Presiento que hasta las partes más sólidas podría derribarlas por ti en un momento determinado.
    —Te impediría hacerlo. Aún contra tu propia voluntad.
    Fue el comienzo. Algo empezó a crecer en ella como un tumor inextirpable.
    Aquel mundo había perdido la razón natural de su función. Ya sólo era válido como lugar de encuentro con él. No tenía otro. Como tal, lo amaba. Y por su propia inevitabilidad, lo odiaba.
    Se pasaba más tiempo allí que en su entorno real. Esperando su aparición, que no siempre sucedía.
    Atenuaba sus esperas entrando en comunicación con su amiga, la vigilante cantora. Ya no ofrecía sus frutos a nadie. Ni se acercaba a otros árboles para saborear los suyos.
    Y tenía hambre. Un hambre cada vez más intensa, más lacerante. Pero era dichosa padeciendo esta tortura.
    Su amiga, la vigilante, llegó a estar al tanto de todo lo que le estaba pasando. Tanto que a veces era ella quien le avisaba de la llegada de él —sobre todo cuando lo hacía con uno de sus irreconocibles disfraces—, con un “El ha llegado. Me retiro a otro sitio”.
    Porque desde aquel primer día, ella siempre había adoptado la misma forma, se había situado en el mismo sitio. No quería correr el riesgo de pasar desapercibida para él.
    Muy pronto aquel mundo les resultó agobiante. Era muy difícil soportar las presiones del resto de los habitantes, que no eran capaces de entender que hacían ellos allí, totalmente fuera de contexto. Después de todo, la estancia seguía siendo enteramente voluntaria. Se tejieron intrigas en torno suyo. No encajaban allí y los demás pretendían que volviesen a la normalidad.
    Tan sólo la vigilante-cantora parecía ser su aliada y confidente. La interrelación entre los tres llegó a ser muy intensa.
    Fue él quien empezó a quejarse. A decir que le cansaban tanto acoso. El tener que estar defendiendo constantemente su individualidad.
    Fue él quien dijo un día:
    —Te quiero fuera de aquí.
    —¿Cómo? No disponemos de otro lugar —Respondió ella—. Nos hemos creado aquí. No sabemos si existiríamos al tiempo en algún otro sitio.
    —Tú tienes una identidad independiente. Yo también. Podemos intentarlo.
    —Propón una solución.
    —Accedamos a otro mundo distinto.
    —Será semejante a este.
    —Pero podemos ser desconocidos para el resto. Sólo estaremos tú y yo.
    —Probemos. Pero, si no nos encontramos volveremos aquí. Ya no puedo estar sin tu presencia.
    Sin embargo, le producía una sensación de pérdida tener que abandonar aquel mundo donde, a su manera, había sido feliz durante un tiempo. Dejar a sus amigos los vigilantes, sobre todo a la vigilante-cantora. Era una renuncia, pero la asumiría por él.
    Lograron encontrarse en otro lugar. Descubrieron que si se transmitían la combinación de notas —el medio de acceso de él era un viejo órgano de tubos, por lo que tenía que “traducir” sus pulsaciones de cuerdas a notas—, y lograban hacerlo sincronizadamente, podían pasar de un mundo a otro al mismo tiempo y juntos.
    Exploraron algunos. Por fin encontraron el ideal: uno en el que parecí ano haber nadie más que ellos.
    Allí comenzó una idílica relación. Un intenso intercambio de ideas, emociones, vivencias anteriores, sueños.
    No obstante, los temas y situaciones empezaron a agotarse, a repetirse. Cierto que al principio no se daban cuenta de estas repeticiones. Lo hicieron cuando empezaron a ser reiterativas.
    Introdujeron un elemento nuevo. Los recuerdos comunes del mundo que habían abandonado. En el que se habían conocido.
    De alguna forma reflejaban así la añoranza que ambos tenían de aquel lugar.
    Y decidieron volver. No para siempre. Este seguiría siendo su mundo particular, el que les pertenecía sólo a los dos. Aquel el de la curiosidad. Ella sabía que entrañaba un riesgo, pero pensaba que los lazos que les unían eran más fuertes que la presión ambiental.
    Alternaron su estancia en ambos mundos. Uno era la intimidad, el otro se había convertido en su entorno social.
    La dicha de su relación pareció incrementarse con esta fórmula. Pero estaban acercándose a los umbrales del desastre.
    Fue su amiga la vigilante-cantora quien, sin pretenderlo, dio el primer empujón serio a la estructura de su edificio al decirle que él había seguido hablando con ella durante mucho tiempo, tras su marcha.

    IV
    Había buscado una justificación, y la había encontrado. Tenía que hacerlo. No podía permitir que nada, ni siquiera una sombra mental, enturbiase el cristal de la perfección que creía haber logrado.
    Pero tuvo que buscar más. Siguió inventándolas. Cuando no lo conseguía se las pedía a él. Las daba. Las aceptaba. Aceptaba hasta lo absurdo para velar la evidencia.
    Pero el paraíso se empezó a convertir en infierno. Infierno de dudas cuando estaban en el mundo arbóreo y de desazón cuando era en el otro.
    Aún así, logró mantener la ilusión durante mucho tiempo. Todo el que pudo hasta que se sintió evidentemente utilizada.
    El sacó a relucir la cerca como motivo de sus actitudes. Sabía que era el argumento que ella siempre iba a aceptar. La cerca era para ella el último símbolo de ética que le quedaba. Ética de su propio comportamiento. Si respetaba la cerca conservaba un apoyo moral.
    Desde el principio, sus pesadillas habían girado en torno a un final, que sabía inevitable, auspiciado por la cerca. La asunción de este final, que deseaba lejano, confería aura de nobleza cualquiera de sus actos.
    Así logró mantener viva la llama durante otro gran período de tiempo.
    Intentos vanos. No era la cerca la causa. La vigilante-cantora había hecho cambiar de dirección las corrientes afectivas de él.
    Doble decepción.
    Él lo negaba. Ella no lo confirmaba. Aquello pasó a ser una lucha de voluntades en la que el triunfo parecía decantarse cada vez a un lado.
    No podía renunciar sencillamente. No si no era a causa de la cerca. Y la cerca seguía en su sitio.
    Sus encuentros en el mudo descubierto por ellos seguían siendo diarios. Pero ya había en ellos un gran componente de reproches, preguntas, desconfianzas.
    En el mundo arbóreo era diferente. Su presencia empezó a ser cada vez más esporádica. La vigilante-cantora seguía siempre allí. Su condición no le permitía abandonar aquel mundo.
    Esto pareció tranquilizarla un tanto. Hasta que se dio cuenta de que no podía controlar todo su tiempo. Ni explorar todos los mundos posibles.
    Lo que había sido creerlo todo pasó a ser desconfiar de todo. El infierno se había trasladado de cualquier sitio a su propio espíritu. Ahora la acompañaba a todas partes, como los muros de su castillo.
    Y se encontró con un encierro dentro de otro. Si el primero era amplio, el segundo era estrecho y asfixiante.
    No podía soportar tantos muros.
    Pensó pedirle que renunciasen a cualquier otro mundo que no fuese el suyo propio. Se dio cuenta de que no serviría de nada. De que él haría fácilmente esa renuncia, pero ella no lo creería.
    No podría estar segura ni aunque se pasase el resto de su vida en el Musidream.
    Mezcla de realidades y fantasmas de su propia mente fue la desesperada decisión: no acceder nunca más a ningún lugar donde pudiese encontrarle.
    Le comunicó su decisión. Hubo protestas, súplicas, promesas. Pero no hubo alternativas.
    Todavía pasó algún tiempo en el mundo arbóreo. Nunca volvió al que era sólo de los dos.
    Descubrió el sabor del llanto. El velo gris de la resignación. Un nuevo vació, mucho más intenso que el que ya conocía.
    Tuvo la entereza de cumplir su propósito.

    V
    Deambulaba de nuevo por el viejo castillo.
    Cualquier mundo que pudiese crear era igual que el que le pertenecía. Injusto, cruel, sin consideraciones morales, inhumano.
    Había añadido más grosor a los muros de su encierro. Se sentía desgraciada, víctima de un castigo que no merecía. Engañada y traicionada por las propias criaturas de su imaginación.
    Se compadeció de si misma. Se reveló inútilmente contra la iniquidad de los demás. Contra su maldad intrínseca.
    ¿No existía la nobleza ni tan siquiera en los sueños?
    Pasó ante el espejo. Quiso detenerse a contemplar su imagen. Podía sentirse más desgraciada compartiéndose conmigo misma...
    Los ojos se le inundaron de asombro. ¡Su imagen no estaba en el espejo! ¡Lo que vio fue la figura inconfundible, entrañable, añorada y denostada de ÉL!
    ¡No podía ser! ¡Estaba soñando de nuevo!
    Se apartó de la azogada superficie. Volvió. Lo que el cristal reflejaba era lo mismo.
    No quería creerlo. Pero no podía eludirlo. Allí estaba la imagen que tan bien conocía. Y tenía una cerca mayor y con más altura de la que recordaba.
    ¡Luego era aquello! ¿El Musidream sólo sacaba a la luz las propias miserias interiores? ¿No había nadie más? ¿Estaba sola también allí?
    “Conócete a ti mismo”, escuchó en su interior.
    Tembló, lloró, se aterrorizó... Antes de que el espejo le devolviese el horror de una sonrisa. Su sonrisa.
    Y aún no había descubierto el precio real del Musidream.
     
    #1
  2. scarlata

    scarlata Poeta veterano en el portal.

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    17 de Febrero de 2006
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    Genial... amigo... de lo mejor en relatos que he leído por aquí... lo digo de corazón.

    Un beso grande.
     
    #2

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