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Sísifo, el del tercero derecha

Tema en 'Prosa: Filosóficos, existencialistas y/o vitales' comenzado por Pessoa, 18 de Septiembre de 2024. Respuestas: 2 | Visitas: 133

  1. Pessoa

    Pessoa Moderador Foros Surrealistas. Miembro del Equipo Moderadores

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    En mis comienzos, hace ya muchs años y en otro foro, comencé a escribir en prosa. Redacté muchos cuentos y relatos que, por desidia, he perdido. Desde entonces seguí escribiendo poesía, o eso pretendo. Un nuevo impulso me trae de nuevo a la prosa. Encuentro mi escrito denso, pesado, poco ágil, puede que no esté a la altura de otros muchos relatos que aquí se publican. Pero dejadme intentarlo...

    SISIFO, el del tercero derecha.


    Un nuevo atardecer iba apagando las luces del sol y encendiendo las de las farolas de la calle. En ambos casos la iluminación, la intensidad de la luz era pobre; la del sol, porque el día estaba nublado y las nubes, ahora rojizas, filtraban avaramente los escasos rayos que conseguían alcanzar aquellas casas pobres, deslucidas, mugrientas en las calles tortuosas y húmedas del barrio en el que vivía Sísifo; la otra causa se debía a la pobre iluminación municipal, agravada por el visible e intencionado deterioro de las escasas farolas: al barrio le convenía la penumbra.

    Avelino Agúndez, era llamado Sísifo desde que sus compañeros de la escuela pública en la que cursó sus escasos estudios, así lo calificaron en un alarde inusitado de conocimiento de la mitología griega. Aunque llevaban razón en una cosa: Avelino era listo, muy listo, y sus astucias se hicieron populares en aquel ambiente de pillos, macarras y gentes de mal vivir que formaba la población de aquel barrio. Trilero, tramposo, artero en sus negocios, era, sin embargo, simpático, atractivo, lo que se dice ahora empático y envolvente.

    Avelino había conocido tiempos felices, de una felicidad entendida a su manera: nunca le había faltado una compañera femenina que atendía cumplidamente sus necesidades materiales y sexuales; compañera que solía cambiar con frecuencia y solía ser causa de conflictos con la policía. Siempre había tenido las pequeñas, o medianas, cantidades de dinero que le permitían una vida sin demasiadas estrecheces. O, si estas llegaban, se las ensanchaba con ingeniosos artilugios. Este dinero “de supervivencia” le llegaba de timbas, partidas de juego clandestinas, y algún que otro pequeño atraco a los descuidados que entraban a visitar el barrio, famoso por su tipismo y por una iglesia románica que, avatares de la vida, había llegado incólume hasta esa actualidad descreída, aunque estaba cerrada y en desuso.

    Avelino Agúndez tuvo, en tiempos pasados, aspiraciones a ser algo grande en la vida. Aspiró a ser hombre de negocios, a vivir y a brillar en una sociedad que desconocía, pero se le antojaba capaz de albergar a personas como él, dotadas de inteligencia y habilidades como las que presumía tener. Reconocía, sin embargo, que había perdido encanto; la edad, la vida disoluta, varios fracasos sonados y con consecuencias, habían apagado aquel brillo juvenil que le permitía triunfar en los sórdidos ambientes donde transcurrieron sus años mozos.

    En su rodar por el reducido y sórdido ambiente del barrio marginal en el que siempre vivió y que tan bien conocía, fue a parar envuelto en los encantos de una joven prostituta, recientemente aparecida en uno de los locales de alterne que estaban prodigandose con los nuevos tiempos, hasta un tal Antonelli, inmigrante italiano que pronto se hizo conocer como organizador mafioso de todas las actividades ilegales que, toleradas en su pequeño impacto por la policía local, pronto, en las manos de Antonelli, adquirieron otra dimensión; tolerada también, sobornos mediante por dicha policía local. Avelino pasó a ser uno de los colaboradores más eficaces de Antonelli, pero segundón al fin y al cabo.

    En aquel final del día, Avelino iba arrastrando la fatigosa roca de su cuerpo, pesado y obtuso, envuelto en los vahos del alcohol ingerido, con la mente torpe y los andares cansinos. Dubidativo ante el dilema de entrar en su vivienda, miserable, sucia y maloliente; o seguir su peregrinar por los garitos que empezaban a abrir sus tentadoras puertas, con las monótonas luces rojas y azules y alguna mujeruca apoyada en las jambas de la puerta, ante las cortinas tan ajadas como ella. Avelino no era consciente, no podía serlo, de que era una simple masa de carne, un semoviente habituado ya por la rutina y la falta de estímulos, a una vida desarraigada de cualquier emoción o estímulo.

    Todavía alguna de las mujeres mercenarias más antiguas del lugar lo recordaban en sus tiempos jóvenes, recordaban su chulesca apostura, su arrogancia y su ingenio burlón y dicharachero. Y le ofrecían, generosas, sus favores. Un cierto rudimento de amor, de lástima por el caído, geminaba en aquellas turbias almas.

    Pero una serie de desavenencias con el capo Antonelli habían precipitado y profundizado su ocaso. Avelino era ya casi un pobre de pedir. Por alguna extraña circunstancia se le permitía seguir viviendo en el cuchitril que ocupaba; tal vez porque el dueño del inmueble fue compadre y amante de su madre, tal vez porque Avelino, n sus tiempos mozos, sacó de algún apuro a su hoy casero. Avelino no sabía, pero tampoco se lo preguntaba; él seguía volviendo a su morada, señalada en la calle con una farola sin luz, junto a un local de indudable dedicación: trata de blancas.

    Aquella tarde Avelino sentía una extraña desazón; volvía cansado, hambriento, con un extraño sentimiento que le azoraba. Temía la oscuridad de su vivienda, el olor a verduras mal cocidas, las broncas voces de los vecinos en sus permanentes disputas. Temía no ser capaz de ascender los cuarenta y ocho escalones que separaban el portal de su piso, el tercero derecha. Se sentía extrañamente pesado, como si una pesada roca sobre sus hombros le quisiera empotrar en el suelo húmedo. Lentamente, como quien sin ninguna convicción, ha de cumplir un trabajo ineludible, Avelino comenzó la ascensión hasta el tercer piso, salvando uno a uno, los cuarenta y ocho escalones que le separaban de su cuchitril.

    Abajo, en la calle, la noche iba cuajando, borrando límites y formas, haciendo fugaces las escasas formas humanas que todavía deambulaban entre los charcos y los reflejos de las escasas farolas. En el imperio de la noche aquel miserable barrio adquiría su vida de obscena impudicia. En muchos de los tabucos que constituían ese habitat marginal muchos seres miserables, postergados se evadían de la consciencia por unas horas, en su lacerante soledad o en compañía del lenitivo alcohol, hasta que un nuevo día los devolviese al mundo que les rechazaba. Avelino Agúndez, el del tercero derecha, era uno de ellos, un Sísifo moderno que arrastraba su cuerpo como una roca pesada sin saber ni el porqué ni hasta cuando.



     
    #1
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  2. Alde

    Alde Miembro del Jurado/Amante apasionado Miembro del Equipo Miembro del JURADO DE LA MUSA

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    Me gustó mucho esta personalización y sus aspiraciones.
    Líneas elocuentes.

    Saludos
     
    #2
  3. Pessoa

    Pessoa Moderador Foros Surrealistas. Miembro del Equipo Moderadores

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    Muchas gracias, Alde. Pensaba que el texto no había llegadoa publicarse; pero tu perenne presencia en mis trabajos me lo ha aclarado. Un fuerte abrazo, compañero.
    miguel
     
    #3
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