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Sucesos de un día cualquiera (Historias que vuelan) -acabada-

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Samuel17993, 19 de Agosto de 2013. Respuestas: 3 | Visitas: 1832

  1. Samuel17993

    Samuel17993 Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Debajo de los cielos de nubes plomizas, encaramadas como una coraza, los hombres caminaban bajo la terrorífica premonición de la lluvia, por la que no parecían preocuparse demasiado; iban unos hacia todas partes, otros a ninguna. Vidas diferentes, hermanas, ajenas; algunas enlazadas, otras totalmente lejanas. Pero a todos les unía aquella ciudad pucelana, o su nacimiento, o su pueblo, o su planeta.

    Mientras, en un cuartucho de la calle Mirabel jugaban al póker unos hombres que arriesgaban el dinero conseguido con el sudor de sus frentes. Todos ellos estaban silenciosos, mirándose las caras y sin decir una sola palabra; calculaban las jugadas del adversario mediante sus ademanes, donde creían ver una premonición o un falso amago; comprobaban el farol “del roba-ciegas”; entreveían el teatro de uno de ellos, que fingía todas sus jugadas. Hervía la tensión por cada poro de los jugadores.

    Se podía conocer a las personas por sus jugadas; por las manos, su suerte, por el estilo de juego, el carácter; sus victorias significaban que era un buen jugador, y sus derrotas, que no conocía las reglas ocultas, no escritas en el papel, y que se leen en las caras de los hombres que juegan.

    Uno de ellos llevaba unas gafas de sol, estaba cubierto por ropas oscuras, marrones y de un verde oscuro como un militar; había a su lado un gracioso, chistoso, con orejas de soplillo, que era muy hablador a pesar de saber que no tenía gracia ni interesaba a los demás, pero eso sí, que desconcertaba al resto; también un señor de mucho dinero, que le gustaba el póker por eso de la sensación de victoria, y que estaba harto de las parlotadas del segundo y que maldecía las siete vidas del felino de su izquierda; este de la izquierda, el “felino”, era un jugador ocasional, necesitado de pasta y lleno de esperanzas, y el que, por entonces, más fichas tenía —aunque pronto le llegaría la mala suerte, y con ella, la de sus hijos—; y, por último, un jugador nervioso, tan metido en el juego, que parecía habitar un mundo paralelo, y que, en esos momentos, por lo bajo, se cagaba en las cartas, en la diosa Fortuna y en todo lo que se pudiera cagar.

    Casi ninguno se conocía salvo el señor de dinero, que podía reconocer, de otras partidas, al militar y al nervioso, aunque estos dos no lo recordaban a él. El militar pensaba que los otros no le conocían las jugadas al no verle los ojos ni sus gestos gracias a la gafas; pero “el señor” sí que se las sabía, porque eran fáciles de intuir; en cambio el nervioso no las conseguía vislumbrar, estaba tan metido en las cartas que no podía ver más que éstas. Al “señor”, a pesar de todo, le importaba una mierda perder o no; tenía dinero para dar y tirar; si perdía, se iría y se recuperaría pronto; en cuanto tuviera money, volvería, se lo jugaría, y si ganaba, lo recuperaría y tan a gusto; si volvía a perder, no pasaba nada: las cartas son así, caprichosas; no les echemos la culpa a ellas; si tal caso, echásemos a la Fortuna, siempre disponiendo como si fuera una señorita hilarante.

    El chistoso ya había pillado el tranquillo al militar y le había hecho un “olin`”. El militar le miró a los ojos por sus gafas; sólo pudo ver en él una sonrisa: ésta no decía nada aparentemente; en cambio, para el militar, esa careta sólo le parecía que escondía a un pardillo, a un bromista sin gracia, a un estúpido inútil, a un imbécil con retraso mental.

    Se empezó a reír y se apostó todo, ¡con dos cojones!; se puso las manos sobre la nuca y esperó el final del chistoso. No le tenía ni una pizca de miedo. El chistoso no hizo nada, sólo esperó, al igual que el militar.

    Salieron las cartas.

    Y el militar se iba, muy enfadado y maldiciendo la puta buena suerte del—no le salieron las palabras—...

    Así eran, y son y serán, las cartas. Son inmutables, son las reglas.

    El “felino” tuvo como un acto de solidaridad mental con el militar: “Uff… Menos mal que ése no soy yo”. Pronto se contentó y pensó en su buena fortuna, pues Ella le acariciaba amorosamente; aunque justo, a la siguiente jugada, le empezaría a fenecer la buena suerte, como si le engañase o ya no le amase la Diosa. “Bueno, sólo es una mala jugada”, pensaba calmado pero con un cierto nerviosismo a punto de estallar .Y entonces llegaron las demás y el señor del dinero le dio para el pelo en una última jugada, cutre hasta para un novato como él. “Por carta alta… Por carta alta…” Eso iba repitiéndose cuando ya se marchaba. La suerte estaba echada: tenía que haber aprendido de César.

    Sólo quedaron el nervioso, el risas y el señor del dinero. El risas perdió varias jugadas debido a las cargas de las ciegas, que, como cegatas, hacían daños inconscientes a la economía de los jugadores. El nervioso esperó el devenir, muy incómodo. El dinero siempre iba hacia donde hubiese más de sus iguales, hacia donde estuviesen sus compañeros monetarios, en donde se sentían más fuertes. Por eso el señor se contentó y se sintió pétreo; y, en dos tortas, el nervioso le derribó todas las finezas y los esparcimientos, creados en las opulencias de las fichas de póker.... Entonces se iba el “señor”, también.

    El risas naturalmente no pudo evitar reírse del ricachón, que había tenido que irse, por supuesto. Y empezó a contar chistes hasta que la risa se desvirtuó y se convirtió en miedo. El nervioso, naturalmente, se cagaba en sus santos, en sus muertos y en la mujer que le dio la vida, que podía ser una santa pero su hijo un...

    El chistoso dejó de hacer chistes y cambió su táctica; ahora no paró de contar sus cosillas, líos de cabeza: habló del Gobierno, de sus temas de médicos y de tonterías varias e incoherentes que decía por decir. El otro ya no lo escuchaba y parecía que, en cambio, le calmaba que siguiera parloteando (irracionalmente —uno, que se acostumbra a todo…, o posiblemente estaba tan centrado en el juego que ni siquiera lo escuchaba—).

    El chistoso dio con unas buenas jugadas y se animó a hablar… más; se le metían moscas en la boca pero continuaba hablando. Por el mundo había de todo, o eso se imaginaba el nervioso. Iba a perder y se cagó en su jodida madre y el parlón le contestó con un “tranqui, chico”. Eso sí que le estaba jodiendo, que se burlase de él…

    El encargado se pasó a ver qué pasaba; el chistoso contestó que nada, pero el nervioso replicó con un marcado acento madrileño que el otro era un pedazo de “pesao” del cuidado. Entonces, el encargado, bien vestido, con su corbata mal puesta, sus ademanes de castellano norteño, estepario y con manchas propias de la ruralidad, dijo que menos hablar y a jugar: “¡Qué pa`eso han venido ustedes, señores!”, exclamó bien marcial, correcto y con ademán de culto: ¡Como debía ser! El póker es un juego de señores de clase, no de mindundis, por mucho que hagan creer lo contrarios esos forrados del póker electrónico.

    El encargado se dirigió a ver las diferentes habitaciones. ¡Qué bien había hecho aquel buen hombre en convertir la casita de la señora, una herencia del tío-abuelo, en ese hogar del juego! Estaba contentísimo. Iba a explotar de alegría con la pasta que ganaba sin hacer casi nada. ¿Y su buena mujer? Uff… Ahora tenía hasta orgasmos cuando lo hacían. Eso sí que lo divertía: al pensar en ello puso cara de diablillo y se le movió hasta el bigotillo.

    Pasó a ver otra partidilla. Más gente, más gente que no conocía y que no le importaban nada. ¿A alguien le importan las sombras? ¿A quién importa lo que no se conoce, lo que le es lejano, lo que nunca se llegó a conocer? A él le parecía como algo ajeno: si se perdía, ya se sabía: a la puta calle. Él tenía que salir adelante. Adelante, sin mirar atrás… Como todos.

    En la partiducha ésta se veía mucho esnobismo. Uno de ellos iba con bufanda de Channel, o de alguna otra marca supuestamente buena, ¿quién podría saber qué marca era? Quizás era hasta falsa. Eso estaban oliéndose los más versados en póker, y por tanto, en mundología y sicología de calle: la que casi todos conocemos. Al poco rato perdió éste de la bufanda y se fue ofendido en su orgullo, amanerado, pero orgullo igualmente.

    En la partida también había tres estudiantes; dos de ellos, amigos; el otro, un buen conocedor del mundillo subterráneo del póker, que iba allí por necesidad. El primero de los amigos era un chavalote de veinte y alguno, chulo, falso, que pasaba de la hilaridad a la ira en un momento y a veces no podía controlar sus propios impulsos, aunque sabía cómo dirigirlos por buen camino: con los labios y con la picardía de una víbora. El otro amigo era un parásito, una buena persona a los ojos de todos; siempre estaba necesitado de alguno a su lado para tener, lo que todos nosotros llamamos, de personalidad —salvo cuando iba con mujeres, con las que se envalentonaba—. Este parasito no tenía ni idea de jugar y se había compinchado con el otro, el bipolar; le había convencido de que ganarían mucho: pasta para él y para el proyecto ése sobre no sé qué que hacía —a él se la soplaba en realidad—. Y ya de paso, ganarse él algo para su novia, un regalo bonito y tal. O bueno, para ella… O para él. ¡Que estaba muy necesitado después de que papá no le diera pasta!

    El parásito se las jugaba todas, no dejaba una sin perder, y el otro, mientras, se ponía irascible y, por debajo de la mesa, le daba pataditas. Él había puesto más dinero que el otro lumbreras, y eso le jodía mucho. Cuando salieran, le daría una buena; aunque primero deseaba dársela al otro estudiante. Los dos se conocían y se odiaban mutuamente. El odio mutuo se palpaba sólo de una manera muy lívida; el bipolar no parecía tenso ni quería mostrar todo su odio hacia él, pero en su interior…, en su interior había un deseo tan grande…; mientras, el otro estaba muy tenso y lo miraba de reojo, nervioso y sin esa ira que emanaba del otro.

    Este otro chaval, el otro estudiante, era un solitario, un chico silencioso. Era bastante conocido por buen estudiante entre algunos de los propios profesores, que le tenían en gran estima aun siendo todavía un alumno; conocía mucho y poco a la vez, pues sobre el juego de la vida pasaba de largo. Y es más, sobre su vida social, sus raíces, etc., esas cosas no las conocía ni Dios, al que ni se confesaba por si era el Yahveh cátaro y resultaba ser Satanás. Nadie conocía de sus líos de faldas, salvo que era un popurrí de conocimientos; que conocía poemas medievales y temas de los que a nadie les importaba, aunque fueran parte de su carrera y que, en opinión del estudiante, deberían amar todos sus compañeros de carrera. Él era así. Siempre metido en el trabajo y su carrera. Salvo el póker, que le era una manera de contactar con la humanidad y de sobrevivir.

    El primero de los estudiantes, el bipolar, se la quería jugar al solitario. El otro lo olía, no siendo, sin embargo, bueno en jugarretas y en picardías. Se conocieron porque los dos iban a la misma facultad. El chico del carácter bipolar tenía un grupito de gilipollitas, listillos y progresillitas; también algo cultos, del montón eso sí; se las daban de inteligentes, y a pesar de sus ideíllas de modernillos y humanitaritos, no darían la mano a nadie: si eso, como mucho, alguna pedorreta con la que reírse. Y, lo peor, era que el bipolar tenía una facha con la que hacía parecer el chico bueno-sabio-líder de todos ellos y que caía bien a todo mundo: todo era pura mentira teatral.

    El solitario le había criticado ferozmente una vez, y éste, enfadado naturalmente en el ego, le replicó que no era especialista ni na`, sólo un puto estudiante de mierda que iba de listo. Desde entonces le había cogido ganas, ganas de las buenas.

    El grupo del bipolar se reían de él, y el solitario les metía puñaladas traperas atacando su profesionalidad (no la tenían, eran estudiantes, ¡coño!, repipi de cojones). Por mucho que fuera un repipi, le jodía al señor bipolar, le jodía... Y mucho. Era un jodido calculador, y le quería echar un pulsito y destrozarlo. Y en público, además: eso quedaría mejor que con los puños, que aun cobardes, por lo menos tienen el sustento del valor y de la furia.

    Lo miraba, no paraba de mirarle; los dos se echaban miraditas rápidas y llenas de ira. El solitario estaba al juego sin más, el bipolar estaba a jugársela y había perdido su control mental; no lo manifestaba, pero era así. El solitario ganaba poco a poco. Pronto sólo quedaron el bipolar, el solitario y otro tipo: éste era un experto y dejó que los otros jugaran entre sí, para ver qué pasaba. Sabía que algo sucedía entre ellos dos; lo intuía como buen sabueso.

    Se notaba cierta tensión. El bipolar se sentía seguro y fingía desánimo: tenía dos ases. Salió en el “flo” un as y se sintió ganador e hizo parecer a todos que jugaba por jugar mediante sus gestos y su faz.

    El solitario estaba serio. Se la siguió. Le daba mala espina, pero con sus cartas iba bien la cosa para poder ganar… o perder. Con suerte le daba en los morros. Pero necesitaba mucha, mucha suerte. Pero, tuvo esperanzas por una vez. Y eso le hizo seguir.

    Otra carta. Jo, llevaba trío y el otro no debía de llevar nada, pensaba el bipolar a pesar de las cartas en la mesa…

    Pero, ¡ay! el solitario llevaba escalera de color. Y la siguiente carta no salió nada al bipolar. A pesar de ello, por la cara del otro, se imaginó que éste iba de farol. Y apostó todo.

    Y se río el Solitario. ¡Qué tonto el culo!

    Cartas arriba.

    Todo para el Solitario. La cara del perdedor seguramente sería guardada en los anales del tugurio. Quiso matarlo. “Sal, sal, cabrón; a la salida te espero, hijoputa”, pensó con la mirada. Él otro le dijo adiós con la mano, con sorna.

    El Solitario y el otro restante decidieron repartirse el premio. El Solitario salía de allí contento: el premio le iba a costear una de las cuotas de la Universidad, y todo gracias al soplapollas del otro. Luego se lo encontró fuera. No le hizo nada: “Perro ladrador, poco mordedor”. Le miró con furia simplemente, como el perro que era.

    Al poco rato de salir éste del piso donde jugaban al póquer, la pasma llegó con sus estridentes sirenas, llamando la atención de los transeúntes, entre ellos nuestro ganador de la partida de póker. Vio cómo entraban en el piso: era una redada. A los casinos les jodía demasía que la gente jugase, que jugasen (me refiero) fuera de su esfera, sus casinos, donde ganaban, antes de Internet, muchísimo dinero. Eran muy influyentes; se notaba cuando las leyes los favorecían y la policía daba mucho en el culito a los “ilegales” —ser ilegal, aunque sea en un sistema corrupto, te puede dar muchos problemas. Si beneficias a los caciques de los políticos, perfecto, pasan por el aro y les importa una mierda; si causas problemas, vas jodido, porque te dan por culo, y bien dado por el culo además.

    El Ganador pensó: “Menos mal. La diosa Fortuna está conmigo. ¡Qué raro!”.

    Caminó por la manzana y se tomó una copa en su honor en el Olmedo, un bar de allí cerca. Era un bar muy hospitalario y con su estilo: le gustaba. Pagó con el dinero del póker, marchó y se sintió, por un día, afortunado del todo.

    Quizás hoy fuera un buen día. O sólo fuera casualidad y habría ganado de chiripa. ¡Ah!, ¡¿quién sabía qué mareas le llevarían, y adónde…?!

    Luego se fue hasta la Facultad. Hoy había una conferencia muy interesante sobre Historia Medieval; a él no le tocaba directamente, pero le gustaba el tema; además, el profesor que la daba le conocía personalmente: era bueno como persona, como profesor y como intelectual. Merecía la pena escucharle.

    Cogió el camino hacia Chancillería, por donde está la Residencia Blanca de Castilla. Luego torció en la Chancillería y se dirigió hacia la vieja prisión, donde estaba la Facultad de Filosofía y Letras, surcada en su cabecera por el río Esgueva. Al rato de una buena caminata, entró en ésta y se dirigió al segundo piso. El edificio parecía simétrico, hecho, ladrillo a ladrillo, centímetro a centímetro, una copia del otro idéntico lado opuesto, prácticamente, simétrico en todas sus proporciones e igual de aburrido e inservible.

    Pasó al salón de actos: uno enorme y que parecía un escenario de teatro. A pesar de lo grande de éste, no había ni siquiera una fila ocupada por completo. La gente de esta universidad si no se le obligaba, no iba, en la gran mayoría de los casos, salvo excepciones. Sobre todo eran personas las personas mayores, profesores e interesados de verdad en el tema los que acudían.

    Entre el gentío pronto pudo localizar a alguien objeto de su deseo: el de sus ojos, de sus manos, el de su… ¡Ay, cuánto tiempo llevaba sin éxito en el mercado amoroso que temblaba su mente con solo verla! Así eran las cosas. No había tiempos para esas cosas. Pero esas cosas seguían ahí; no se iba a ningún lado; la electricidad no se podía destruir, en todo caso se transformaba…

    Ella era una chica simple, delgada y pequeñita, pelo negro y melena larga, que poseía una cara inexpresiva. Albergaba un carácter luchador y liberal, y provenía, como él, de un ambiente cerrado. La chica hablaba poco y era tímida, sobre todo con los que no conocía o le eran extraños. Sacaba buenas notas, no paraba de leer novelas de misterio y amaba a un autor que hasta entonces desconocía. A él, que en un principio no le gustaba ese estilo, le había cogido tal cariño al autor y no podía dejar de releerlo. ¿Influencia suya? ¿O era locura? –A veces esas cosas se confunden…

    Se parecían y ella no lo sabía. Quizás por eso le gustase. No era guapa en sentido estricto —el gusto del deseo o el amor es diferente al de la casquería, tanto para este chico como para el resto de la humanidad, por mucho que más de uno diga lo contrario—. Una cosa estaba claro: compartían ese deseo de ser más, de conocer más y subir en sus vidas a algo que no fuera asqueroso, mediocre… También pensaba que compartían algo de soledad; aunque no era tal como él lo pensaba: él se metía en el mundo de los desamparados y los desarraigados; ella era de ciertos aíres superiores a él.

    Él era de una familia de clase media-baja venida a menos con los años, aunque de abolengo nobiliario, que había sido de la más importante de aquella ciudad donde el Pisuerga muere al unirse con el Duero como una mantis religiosa. Ella, en cambio, era de una clase burguesa media-alta, no demasiado rica ni poderosa, pero que le había dado la mejor educación y las mejores condiciones posibles: una familia nacida de la lucha y el dinero, en cierta manera desagradecida. Él había tenido que educarse con los libros: tuvo pocos profesores buenos; se había metido a la Filología por un profesor de Lengua y Literatura: si no fuera por él se habría quedado en cualquier lado.

    El profesor inició su charla y todos quedaron expectantes, sobre todo la chica. Era increíble, magnífica… La chica estaba alucinada; aquel ambiente era el que deseaba; era el de la gloria intelectual, superior al del resto de los hombres, obreros o burgueses, anquilosados en sus deberes, sean del jornal, sean del dinero. Desconocía las desgracias, como las hay en todos los lados, de los hombres que se metían a ese gran mundo sin alcanzar ese paraíso, tan difícil como lo fue para Dante. Por el camino uno podía quedarse en el limbo o peor aún, en el Infierno.

    A su lado estaba una amiga suya: estaban unidas desde siempre; se había metido en la carrera por su amistad con ésta, que amaba la Filología desde muy niña: no se sabía cómo pues la Filología era totalmente aburrida para su amiguita, ¡y con cojones! —cosa que decía cuando no estaba la otra—, además.

    A esta amiga, por tanto, no le gustaba la Filología; lo hacía porque según ella no “había otra cosa”. Su carácter insípido era lo que le había hecho acoplarse a la otra. O mejor dicho, se había obligado a colocarse a su lado. Así había hecho toda su vida: con su novio, con sus amigas, con todo el mundo… Al rato se había quedado dormida en mitad de la conferencia, y su entusiasta amiga ni se percató en su éxtasis intelectual.

    El profesor tardó dos horas en acabar. Todos, menos la dormida, aplaudieron y, al hacer esto, despertaron a ésta, a la señorita que estaba a falta de almohada donde reposar la cabeza.

    Había sido genial, un éxito; una pena que nadie le diera el mérito merecido, se dijo el conferenciante. Así era la vida. El chico del póker se acercó al profesor, que le sonrió al instante de verlo caminar hacia él. El estudiante le dio la enhorabuena: había sido una exposición magnífica; el profesor le deseó que pudiera, en un futuro más afortunado materialmente, estudiar Historia porque lo valía y por otros argumentos de eruditos…

    Sin dudas, sí, sí, si pudiera…sí… Sabía el profesor lo que significaba. Él había conocido esa sensación, cuando también devoraba libros, como deseaba hacer con la propia vida. La vida es más nebulosa en los libros, o quizás la vida es más nebulosa cuando se escribe; pensamos que podemos reescribir, como en nuestra historia, las líneas que ocupan los acontecimientos del universo. En su tiempo lo pensó; ahora era otra cosa.

    El profesor le dijo que tampoco hacía falta: aquello, y como estaba la Educación Universitaria con Bolonia, era puro formalismo. Sabía que conocía el medievo como si hubiera estudiado Hª Medieval en alguna clase del Grado. Y ostras que sí: ¡Vaya cabecita loca! Se rio para sus adentros. En sus interioridades era un cachondo, irónico a pesar de que hablara tan fríamente. No se reía nunca en clase o en una conferencia; nadie conocía esa faceta de encubierta hilaridad.

    La chica de antes se les quedó mirando. Sintió intriga por la escena. Sin dudas conocía al chico: era un tipo extraño y eso le había hecho tratarlo con aspereza; de todas formas la llamaba atención y no sabía qué pensar de él, pues en realidad era tímida y no solía hablar ni decir nada.

    No se había percatado todavía de que lo “extraño”, a veces, es lo que nos gusta mientras no se salga fuera de lo humanamente posible (claro); porque lo que es raro, se convierte en algo muy cercano, nos percatamos de las semejanzas, y esa sensación, después de algunas meditaciones, se abre paso como cuando se tira un muro. Cuesta tirarlo, eso sí. Al acabar de caer, las cosas que le duelen al otro, te llegan a doler a ti…

    Quizás fuera buen día para los dos. Los dados ya fueron tirados antes de cruzar el Rubicón ¿O quizás fue después de cruzarlo? O las dos cosas. La Suerte no tiene tiempo ni espacio; quizás hasta supere las normas del espacio-tiempo, para ser soberana del saber qué sucederá y ser, a la vez, el mismo producto que se maneja en las manos de los jugadores.

    No se percató de nada la de la almohada, que abría la boca sin ningún tipo de tapujos. Sólo le faltaba levantar los brazos para desperezarse. Su amiga le dijo que iba a hablar con el académico. Ella le dijo que vale y salió afuera, ya más despierta. Allí le esperaban dos amigas suyas.

    Las saludó. Ellas sonrieron. Tenían las dos ojeras y una cara de haberlo pasado muy bien aquella noche. Las preguntó que qué tal la noche: bien, bien; no recordaban casi nada, pero bien; se lo habían pasado bien.

    La más alta era de un semblante resplandeciente; también hablaba resplandeciente, casi de una manera pastelosa, como casi toda ella; aunque, de todas formas, albergaba un carácter fuerte y decidido. A la otra se le notaba que era más bruta y por mucho que guardara las formas, en su cuerpo lívido y su habla suave e infantil, se la veía que venía de pueblo; se le apreciaban los típicos rasgos de chica rural.

    La chica deslúmbrate era de grandes pechos, redondos y sugerentes; su rostro estaba formado por una carita de amazona, una nariz romana acabada en una especie de forma de canica, y su pelo era castaño, colocado en una coletita igual de dulce que ella; además, poseía unas piernas largas, cuadradas y muy marcadas por los pantalones. La pueblerina tenía un rostro ovalado, una sonrisa luminosa, piernas menos robustas pero con más masa, elásticas y sensuales; en cambio no poseía un pecho sugerente, sus senos existían pero no se marcaban en la ropa. Tenía su qué, la pobre, pero estaba a la sombra de su dulce compañera de piso, de bellos y abultados pechos, de los que, con sus pezones, en alguna de sus divagaciones, pensó que debían hipnotizar a todos los hombres, salidos o no tan salidos, que no la dejaban de mirar ni por un momento.

    Se despidieron y fueron a casa. La amazona no paró de hablar en todo el trayecto, sin darse cuenta de lo que ocurría; la pueblerina estaba preocupada; algo la pasaba, algo pasaba entre ellas, y su amiga no se daba cuenta: desde hace tiempo existía y, hasta entonces, no había podido vislumbrarlo con gran claridad… Y eso la atemorizaba, y la ponía temerosa de pronto, o callada y pensativa como estaba en ese momento; pero, sobre todo, la hacía parecer fuera de lugar, alejada de aquella naturaleza afable, desinhibida y feliz que siempre las caracterizaba, tanto a ella como a su compañera: en eso parecían idénticas.

    Llegaron a su apartamento, que estaba cerca de la Facultad. Allí vivían muy bien. No se podían quejar. Su casera era una anciana vecina suya, muy amable y que ya no le importaba una mierda esta vida y se preocupaba más de la otra, de la Ultratumba.

    La buena mujer las había puesto un alquiler muy bajo: lo había hecho sólo para poder verlas vivas como en algún tiempo pretérito lo estuvo ella a sus años; pues, vivían al lado suyo, y así con ello podía “disfrutarlas” todo el rato. Las traía comida, las hacía regalos, se preocupaba por ellas: las tenía en palmitas, en fin; y por su parte, ellas la cuidaban mucho y, alguna vez, la invitaban a comer o a cenar, cuando ni siquiera sus propios hijos se preocupaban de su cumpleaños. Daba pena la buena mujer. Buena mujer, buen espíritu, mala fortuna, mala familia… Eso tampoco las desanimaba. Su espíritu alegre que solían poseer nunca se apagaba, aunque no se podía negar que las enfadaba esa situación, y mucho. Por lo demás todo era perfecto. “La buena fortuna”, decía habitualmente la chica amazona, “nos ha sonreído”.

    Al llegar a casa la pueblerina se metió en su habitación. Cerró la puerta y se quedó mirando el armarito de al lado de su cama, donde podía ver su propio reflejo gracias a un espejo. Lo que vio la impactó en demasía.

    La costaba verse en el espejo, y era ella: no lo podía negar; pero lo peor no era que fuera aquella chica que se veía al espejo, sino que no consiguiera ver cómo había acabado en esa ella que no era ella: ¿Era la que había deseado ser alguna vez? ¿De verdad ella había hecho o provocada aquella trasformación? Y sobre todo, ¿era culpa suya? ¿Culpa…? ¿…Culpa?

    No se podía quejar, hubiera dicho su amiga…

    Ella, claro…

    Suspiró y se desnudó frente al espejo. Sintió la libertad del cuerpo sin el ropaje encima.

    No tenía un cuerpo bonito, pensaba. Sus manos delicadas toquetearon su cara; luego pasaron por su cintura y sus senos, pequeños y delicados como una princesita de dibujos o de cuento, pero no lascivos ni maduros como los de su compañera; después se desplazaron entre la entrepierna y la pelvis. Tanteó la zona, sólo eso; la tanteó, sin más; paró y se quedó mirando fijamente el espejo y su reflejo.

    De pronto notó recordar algunas cosas, tontas, nimias, sin valor, a las que daba sin razón una gran importancia. Nunca había sido feliz: lo disimulaba muy bien. No se había dado cuenta y se había puesto a llorar sin querer. Nunca lloraba, siempre era fuerte a pesar de su apariencia y su carácter de niñita de porcelana. Se derrumbó de pronto, como si el espejo se hubiera caído sobre ella y los cristales se la hubieran clavado en la carne, penetrando hasta los nervios. ¿Al final quién era la muñeca de porcelana?

    Acercó su cara al espejo. Su cara estaba roja, irritada, cansada, harta. Hubiese querido romper el puto reflejo que tenía encima. Detrás, en el espejo, aquella chica, falsa e incierta, se bamboleaba y disfrutaba de la hilaridad que escondía toda la escena, como si el Mundo, buen demiurgo lógico, no estuviese a su alcance; este alter ego era parte del sitio cavernícola que ya se debían de haber percatado los primeros cromañones y al que se habían asomado, con anterioridad, los neandertales, y el que en realidad hablaba Platón. Ése era. Un mundo acuoso, como la Atlántida, que siempre estaba allí aunque no lo pareciera.

    Por la ventana de la vecina, mientras limpiaba ésta, empezó a sonar (o a resonar) Sabina a todo volumen; cantaba muy susurronamente, quién le había robado el mes de Abril, con un desafino y un modo de cantar sólo semejante a una loca. Daba algo de risa, bastante risa. Nuestra chica en frente del espejo no se percataba ni remotamente de lo que sucedía en el otro lado, al igual que nuestra pequeña cantautora sabiniana; ni una ni otra sabían, de verdad, qué sucedía en el otro lado. Eran mundos separados que, simplemente, colisionaban por pura casualidad.

    Empezaron a emanar sustancias cristalinas de sus ojos; se empezó a desgañitar del letargo de sus pensamientos y pasó su mano por éstos, en los que se entreveían el llanto emergiendo sigilosamente.

    Su vida era fácil: claro.

    Sí, se dijo. Todos tenemos una cruz, se dijo, más o menos; sólo que algunos eran tan imbéciles de no darse cuenta y no preocuparse de ello. ¿O era al revés? Podía ser que fueran tan listos, tan puramente instintivos, como para no percatarse de su inutilidad, y su ser tan duro y pétreo era lo que les evitaba no darse un piñazo con la cabeza en la pared, de pura rabia. La puta realidad.

    Nunca la habían querido. Siempre había sido la chica estudiosa, de matrículas, como casi todas (eso es verdad), de felicidad innata y buena reputación; nadie la tenía en mala consideración, pero eso sí, nadie la conocía de verdad, aunque a ella le importase poco o nada. Había tenido pocas amigas, y éstas nunca tuvieron carácter: eran débiles mentales (cualquier tío las anulaba, o las anulaban las propias amigas, o quien fuera…), solitarias, y las importaba un bledo el resto de amigas. Así había sido. Sic erat scriptum.

    Se rio al venírsele a la mente la imagen de una de sus amigas, una verdaderamente alucinada con el estudio, una pura empollona. Según algunos, se hacía dedos todos los días, puesto que era tan “yo, yo y mis notas”, que no se acercaba a ninguno por si la trastocaba “sus notas” (como notas de música que pudieran distorsionar su son formidable, divina, por culpa de esa corrupción). Ni siquiera el único que la tenía aprecio, un amigo suyo de la infancia, la tocaba. Virginal como la diosa Razón. Ella no quería ser una chica así, ida de la cabeza, sin amor, sin corazón. Bueno, tenía su corazón: recordó que una vez la ayudó, cuando y como nadie hubiera imaginado de ella o del resto de sus amigas; y pensó que hasta la señorita Razón tenía su corazón—pero se debía de esconder por miedo a la Verdad Terrenal.

    En esa vida de pueblo sólo había podido tener un novio; y éste no la había querido. Ni ella a él, ni él a ella. Él la ponía los cuernos constantemente; ella se cabreaba y le amargaba la vida. Aun así tuvo sus cosas buenas. Sobre todo al principio, cuando sentía o creía, que se amaban recíprocamente: sólo sueños, cristales como los del espejo. Aquellos recuerdo dolían, profundamente. ¿Para qué engañarse? Ella quería hacerlo, como todo el mundo hacía, al fin y al cabo; su consciente era muy poderoso, y reflexivo e imaginativo, lo que la debilitaba; el mundo no estaba hecho para una quijotesca como ella.

    En Valladolid no había “amado” de verdad por lo que desgañitaba; quizás había tenido cariño, en amantes de una noche. Sólo la “amazona” de su amiga había sido una amistad de verdad; con ella tenía el cariño que necesitaba y la hacía sentir viva como nadie...

    ¿Eso era lo que buscaba? Vida. Eso es lo que buscaba. Sentirse viva. ¿Acaso no es lo que buscamos todos?

    Eso era vida. Su vida ahora era ésa. ¿Es que era estúpida? ¿Quién la iba a insuflar fuerza, quién la iba a decir lo que tenía que hacer, coño? Ella debía ser lo que quería. Ella debía ser fuerte. Serlo y luchar, y no dejar de bailar…

    Las posibles lágrimas ya no volvieron ni a tentarse en los ojos. Se miró otra vez. “Soy esta mujer y nada más. Lo demás, paparruchas”.

    Sus dedos empezaron a abrirse paso por aquella zona por la que el hombre nace y también mata. “Lo demás, paparruchas”, se repitió.

    Entonces la vinieron a la cabeza los acontecimientos de la noche anterior. Ella sí que la recordaba: su amiga pensaba que era una principiante en eso de beber, por eso de ser pueblerina, pero conocía mejor que ella, los licores de Baco, y los soportaba aún mejor. Lo recordaba todo. Sólo que hasta entonces, había temido rememorarlo.

    Todo aquello se inició con una acaricia en bromas; luego el calor chiscó la llama del fervor, redoblaron los tambores, y acabaron besándose en medio de risas y bromas. Pero a ella le gustaba; quería más; dame, dame, parecían decirse la una a la otra. Para su compañera sería una broma, pero para ella no lo era tanto.

    Su amiga la agarró del culo y bailaron muy juntas poniendo cachondos a todos los perritos falderos. Los hombres no tenían suficientes con acariciar a una mujer, que fantaseaban con las dos chiquillas embriagadas por Baco, el dios que siempre quiere ganarse los favores de Venus y la lira de Apolo para que lo acompañen en la magia de los galanteos. La música —no la del local, que era bastante pobre— estaba en el movimiento de caderas de las chiquillas, sáficas e idolatrantes de los versos de la pedagoga Safo. Hermosas, como flores rojas en un jardín nocturno.

    Era una…

    Ni siquiera, por un solo momento, pudo definirse.

    Sabía lo que significaba; no le dolía eso sino las repercusiones; no podría nunca evitar atenuarlas: la deseaba. La deseaba, se repitió.

    Pero no podía evitarlo. Lo mejor no era evitarlo, era afrontarlo. No valía de nada acobardarse. Y supo que ya era hora. ¡Hora de actuar por una jodida vez!

    Salió de la habitación totalmente desnuda, con sus piececitos también desnudos; paseó por un trecho de pasillo y, casi al lado, allí estaba la puerta. Entró por ella y se encontró con la amazona de espaldas; ésta no se percató de su presencia; se la abrazó, alterándola a su compañero, que pegó un bote, se giró y se dio cuenta de que era la otra, desnuda, y sin preámbulos, ya la estaba besando. No la había dejado ni pensar. Y cayeron las ropas de la chica amazona. Como hojas de otoño.

    Por un momento, no pudo creer que era ella su amiga y se transformó (en su mente) en una diosa que se representaba en la chica rural, quizás, como una diosa romana e hispánica y castellana. Se convirtió en el Amor.

    Al acabar se percató de quién era la otra, su amiga, la chica de pueblo, y no era algo mítico, onírico o ficticio. Besó a la diosa mientras ella medio dormía y la sonreía como un angelito. No la importó mucho en aquel momento. Sentía que todo levitaba como en un sueño. Sentía eso que dicen que sienten los enamorados: mariposas en el estómago. Y el esfínter alterado.

    Se vistió con la ropa que se había puesto antes; se puso las medias y los pantalones y la camisa, donde, ahora de pronto, quedaba más marcados sus pechos. Se percató de que en su cuerpo había algo como una libación; al poco supo que era el producto del sexo de su “compañera”, y le recorrió por toda su linfa algo así como un escalofrío de gusto: casi echó un respingo o una especie de risa nerviosa, algo extraño que no se sabría describir. No podía saber si era gusto, placer, o si era asco u otra cosa… Las sensaciones se confundían en su cabeza.

    Se volvió a acercar un momento a ella. La volvió a besar la boca. Y no notó más que placer. Pero un momento después volvió el otro sabor. Lo otro.

    Sí. Lo había notado antes, recordó. Había estado allí desde hace tiempo, era algo que no había podido liberarse hasta entonces y así poder ir hacia las sombras, ahora más claras, grisáceas, en donde danzaban las dos, como indias en torno a una hoguera (al igual que éstos cuando clamaban al dios para que proviniese con aguas).

    Ella estaba dormida. Podía escuchar su respiración apacible. Había quedado su cuerpo hacia abajo. Se la podía ver la espalda, e insinuarse sus senos de no demasiado tamaño, que por culpa de la presión con la almohada, parecían a los ojos de cualquiera tener mucho más de lo que tenía en realidad.

    Salió de casa, dejando dormir a la princesa durmiente. El cielo estaba negro como un portugués esbozado, las sombras invadían todos los espacios, los coches dejaban miguitas acuosas de color azabache, y todo parecía sacado de Paint it, Black de los Rolling Stone, o de la versión de M-Clan de Todo Negro. ¿Quién había robado los colores con los que estaba pintada la vida?, se habría podido preguntar la amazona, de muy semejante manera a lo que se preguntaba la canción de Sabina.

    Quería estar tranquila y la temblaba todo el cuerpo; tenía pequeños temblores en las manos; parecía una loca o una bruja si la hubieran puesto escoba. Una bruja buenorra, en todo caso. Bueno, había alguna malicia en su baúl de los recuerdos, cerrado a llave, fuera quien fuera el que quisiera abrirlo.

    Su madre y ella habían quedado en que la llamaría para tomar algo; la había dicho que tenían que hablar. No sabía de qué, y no tenía tampoco ganas. La llamó con la esperanza de que pudiera aplazar su charla. No estaba para ello. Pero no la dejó excusa alguna. Quería verla ya. Nada de excusas. Ya llevaba varias semanas con excusas. Antes habían sido excusas reales: había estado ajetreada con exámenes y trabajos de clase. Ahora pensaba que era mentira.

    Para una vez que mentía… Había que tocarse los ovarios…

    Quedaron en un bar de la Rondilla. Estaba lejos. Eso la extrañó. Su madre no solía ir por aquel barrio, no eran sus lares: la Rondilla hacía tiempo que ya no tenía aíres señoriales, ¿acaso alguna vez lo tuvo?, y pululaban mala gente para la amazona, sobre todo de noche. Una chica como ella en un barrio como ése… Carne de cañón para algún salido, se decía.

    Cogió el bus y la dejó justo al lado prácticamente.

    El Bar Olmedo. La sonaba, allí había estado con la peña de la Uni. El barrio parecía tener menos apariencia de peligroso y de decadente con bares como ése, que no era gran cosa pero tenía apariencia de bar decente; muchos universitarios iban allí alguna vez para tomarse un café, y un buen número vivía alquilado por las cercanías.

    Dentro estaba su madre, con una sonrisa muy forzada. No sabía por qué, pero no le gustaba aquella escena. Se sentó a su lado. Ella se estaba tomando un café solo. Iba a levantarse, pero la hija no la dejó y fue a pedirse un café para ella. Además, ella pagó los dos cafés. Tuvo la sensación de que ese día no iba a ser su mejor día. A veces los deseos no son tan buenos: ella deseaba a su compañera de piso… Y ahora, ¿qué eran? ¿Amigas o amantes? ¿O qué coño eran —hablando de bollerismo—?

    Su madre seguía sonriendo. Malo. Era una mujer sería. Si sonreía era porque algo la quería decir, y aquello no iba a ser, precisamente, lo que le ayudase a quitarla el maldito dolor de cabeza de encima. ¡Con lo bien que había estado —¿se refería al polvo o a su vida anterior?—¡

    “Hija, papá y yo nos separamos. Bueno, yo me voy a separar de él; él no quiere”.

    Se quedó asombrada. Aunque tampoco fue para tanto. A pesar de que, si la hubiera dicho que tenía cáncer, que su padre había tenido un accidente y se había quedado más imbécil de lo que lo era, o que incluso se había quedado preñada, y todas aquellas posibilidades hubiera tenido muchísimo impacto en ella, por el día que llevaba encima la situación se le asemejó a alguna de las opciones que habría imaginado como “terroríficas”. Y ella no sabía que una de ellas era verdad, y que por esa razón la decía que se iba a separar de su padre…

    Se quedaron calladas un rato; después de la pequeña pausa, su hija la dijo que la entendía, que lo debía haber hecho antes. Su madre la cogió de la mano y la contestó que no dijera eso; eso no se desea, la replicó por mucho que pensara igual que ella. Porque había querido a su padre, la dolía: por cómo había acabado, queriéndose divorciar y lo demás… “Lo demás”, que no lo sabía el susodicho: ya lo sabría… Aquello la daba miedo por un lado; por el otro la hacía reír. Si hubiera podido representar con una postura facial aquella sensación, lo habría pintado con una faz dividida en dos, una parte en la amargura y la otra en una risa, que nadie habría podido quitar. Una mujer con dos facetas, con dos rostros.

    A la hija la alivió un poco. Pensar que no era la única que tomaba decisiones “difíciles” o “que creasen dudas”, la aliviaba. Eran dos situaciones semejantes, las hacía confraternizar. Siempre lo estuvieron. Ahora menos, pero esas cosas nunca se podrían cortar. Eran los lazos madre-hija.

    Quiso contarla lo que la hacía temblar. ¿Por qué no podía dejar posar la mano derecha sobre la mesa? ¿Por qué no podía hacerla dejar de temblar? ¿Por qué la latía el corazón y la hacía respirar ahogadamente, cuando lo único que quería era volver a casa y volver a besar a su amiga-amante y hacerla el amor, para joder todos esos temores que la iban rodeando en ese momento? Estaba hasta los cojones. Nunca se habría permitido el lujo de estar en ese estado. La hacía ridícula. Habría querido poder gritarla a la mano: “para, puta”. Y con ello, que ésta la dijese: “A sus órdenes, mi general”, como en las películas de dibujos, donde uno puede viajar a mundos fantásticos en cualquier cama. En el mundo real no sucede eso. Sólo en el mundo de los sueños y en la cabeza, ese lugar, sí, que está en otra dimensión en la que las reglas físicas y racionales, pues son la génesis de la misma Razón, no funcionan. Allí las cosas funcionan diferentes. Allí las chicas lesbianas siguen siendo heterosexuales aunque se follen a otras chicas. Allí esas cosas son normales. ¿No follan los pobres solitarios con damas y ellas están a unos cien kilómetros como para poder realizar un coito? ¿Por qué ella no? En la mente puede haber hasta mundos paralelos. Por ejemplo, puede aparecerse de repente un fantasma, una diosa… En otros tiempos era natural pensar que éstos se aparecieran como si se tratasen de fuerzas síquicas que, conectadas de alguna manera con el propietario de la visión, se materializaban antes sus ojos. Eso eran otros tiempos, cuando era natural que conviviesen.

    En ese momento sentía algo así. De pronto estaban ella (un alter ego) y su amiga-amante haciéndolo sobre una cama, igual de ficticia, delante de su madre. Iba a gritarlas para que parasen; iros, iros de mi mente, las decía a las perturbaciones. Iba a verlas su madre. Estaban montando un espectáculo: gritaban como dos locas, y a ella le estaba a punto de estallar la cabeza. Venus, señorita tejedora de sentimientos como las Parcas del destino —aunque éstas estaban, al parecer, subcontratadas por la diosa en ese momento—, jugaba con los pensamientos de la pobre amazona.

    Su madre notó que algo la pasaba. Tenía mala cara. Estaba blanca, totalmente blanca.

    “¿Qué te pasa, cariño?”, la preguntó. “Cosas mías, mama. Que no sé qué me pasa”, contestó. “¿No te habrás quedado embarazada, hija? Lo que faltaba”. “No, no. No es eso, precisamente”. “¿Y qué te sucede, hija?”, preguntó interesada y preocupada la madre. Su hija suspiró.

    ¿Se lo decía o no? “Soy bollera”, la podía decir. Pero no era buena presentación para su nueva acera. “Mami, me gustan las tetas y los coños”. Demasiado… infantil e impúdico. ¿O mejor: “Me he tirado a mi compañera de piso”?

    Al final la contestó: “Es que mi compañera de piso y yo tenemos ciertos…, ¿cómo decirlo?”, quedó dubitativa. “¿Os habéis peleado?”, preguntó la madre, “Pero si es una ricura”. “Por eso mismo, mamá, porque es una ricura”, murmuró. “¿Cómo?”, preguntó la madre; había leído sus labios. “Es una cosa complicada”, replicó la hija. “¿No te habrá quitado a algún chico?”, apostó su madre, Y continuó: “Por esas cosas no te pelees. Lo importante es estar con quien te quiere. Ella te aprecia mucho por lo que sé”. “Y tanto que me aprecia…”, volvió a murmurar. “Deja de murmurar, y di lo que me quieras decir. ¿Tan mala es la cosa?”, protestó la madre. “Hombre, mala, mala, no es”. “Pues entonces ni te preocupes”. “Ya, la cosa es más complicada. Lo malo es lo que significa”. “¿Qué quieres decir? Ay, vete al grano”. La estaba poniendo muy nerviosa la amazona a su madre.

    “Nada, mamá, no es nada”, la dijo resoplando. “Joder hija, ni que te hubieras acostado con ella”, soltó sin conocimiento de causa, amargada de tanta vueltas.

    Se puso más blanca aún. Y su madre también. Sabía lo que significaba. Ahora sabía el significado.

    Habrían querido reír, pero no podían. Esa situación no era de risa. Eso sí, cualquier espectador se habría reído, así que ustedes —queridos lectores— imagino que se estarán riendo..

    “Me he enrollado con ella. Llegó, me besó y todo fue rodado. Y es que… —paró su discurso y se quedó pensativa, con cierta melancolía y un nudo en la garganta— nunca me había sentido tan bien. No te imaginas lo bien que me sentí. Y no es plan de contarte todo,” medio sonrió con amargura. Ahora su hija empezaba a parecer un reflejo de la mujer-bifaz que se sentía su madre.

    Eso sí que había sido una sorpresa, y no la suya. “Bueno, hija. Si eres feliz así…” y sonrió su madre, y eso le quitó el nudo de la garganta. “Yo ahora estoy con otro hombre y creo que me hace sentir así. Te entiendo, de alguna manera. Aunque a mí no me gustan…”. “A mí tampoco”, contestó ella, “pero ella es… diferente”. “Todos (o todas —corrigió—) lo son. ¿Crees que tú padre no lo era cuando lo conocí?”. “¿Y ese hombre por cierto?”, interrumpió su hija. “Lo conocí hace poco. Ya estaba harta de tu padre y…”, contestó animada y nerviosa. “No me tienes que dar explicaciones. Buena explicación es tener que aguantar a ese simio toda una vida, y por mí seguramente…”. “No, hija. No siempre fue así, y además, es tu padre”. “No deja de ser un simio”, soltó la hija sin pena ni gloria. “Pues para haber nacido de un simio no has salido tan mal”, la reprochó enfadada la madre. “Ya, porque lo heredé todo de ti. Menos mal”. “¿Y qué vas a hacer tú con tu `amiga´?”, preguntó inofensivamente pero que la parecía como una puñalada a la chica amazona…

    No lo sabía ni ella. “No lo sé; pero sé que le gustó, y ella me gusta a mí. Así que ya se verá. Nos follaremos, nos querremos, y seamos lo que seamos, ya se verá. Es mejor no darle más vueltas. Es amargase la vida”, la dijo su hija, y su madre continuó: “En eso te pareces a tu padre”. “¿En qué?”, preguntó la hija. “En amargaros la vida cuando lo tenéis todo muy claro”. “Puede ser. Pero yo no soy una vaga y una cuasimachista, o machista directamente, que nos hacía fregar porque él era el que traía la pasta. Y cuando no la traía, también. Tócate las napias” “Pero te repito que es tu padre”. “¿Y oye, el tío con que estás…?

    La espina de su madre. Fue entonces cuando deseó haberle llamado y traído allí y que lo hubiera conocido su hija.

    Una pena que no estuviera allí. A ella no se la aparecían la gente en la otra dimensión mental, como a su hija: los años, que perfeccionan la tramoya de la sique. Pero aun así, sonrió como si estuviera ahí acariciándola la espalda.

    “No lo conoces”, le dijo. “Ya lo sé. Oye, no soy tonta” “¿Ésa es manera de hablar?”, la replicó de mala manera. “Joder, es algo lógico”, la contestó con una risa seminerviosa, entre la hilaridad y el miedo. “Cómo eres. Ahí eres como tu padre; y te quejas de él…” “Mamá, por favor… Deja de decir tonterías, joder, joder: estoy que… voy a explotar. Me dices que te vas a separar y que tienes pareja el mismo día que me enrollo con mi compañera de piso. Que, ¡joder! no sé qué cojones me pasa, no sé si es que soy boyera o qué, o qué me pasa, o quién ha hecho que la tierra cambie su rotación y toda la Tierra se desoriente. ¿Vale, mamá? Eso es lo que me pasa; estoy atacada, he intenta-do ser “normal”, si es que lo puedo ser. ¿Crees que puedo hablar de una manera, también, “normal”. No puedo. No puedo…”, se calló cuando iba a decir: “…estoy harta de que me tenga que comportar; quiero gritar; no soy tan fuerte, ni soy una roca: a veces las rocas tienen sus heladas y sus erosiones; los demás pueden no tenerlas, o mejor dicho, no parecer tenerlas. Yo en cambio, estoy que me voy a perforar; me voy a romper por mitad” Pero eso era demasiado detallismo.

    Su madre, que no era tampoco una metomentodo y pesada, simplemente se quedó en silencio, y así, la miró en silencio, sin hacer más: en silencio absoluto.

    Había cambiado mucho. Por primero vez se fijó en su anatomía física, como mujer y no como hija; ahora tenía unos senos que cualquier hombre desearía acariciar y circunrodear con sus brazos de simio posesivo y territorial; así también sus formas de hablar eran ya no de una suplicante niñita, sino de una chica de veintitantos, que como tantas otras, tenían sus “rollos”, sus dudas (existenciales a veces), sus “ardores vitales” como ése”, sus deseos, fueran sexuales, fueran laborales, fueran como fueran; era claro que no era su chiquita, y entendió que no era día para complicar más la cosa. Y no se lo contó lo suyo.

    La pasó la mano por el brazo, en señal de consuelo. “Bueno, ¿mañana nos vemos?”. “Sí, claro. Pero tráete a… cómo-se-llame”. “¿Y tú a tu amiguita?”, bromeó, después de la tensión. “Mamá, no es plan”. “En mi época eso era lo normal”. “En tu época no había lesbianas ni mujeres separadas y con novio”. “¡Pero vamos, ¿cómo que no?! A dos manos”. “Pero no hacían exhibición, no iban por la calle morreándose: ni las lesbis, ni las separadas. Dos grupos femeninos bastante apreciados por el “Paquito”. “Eso sí; y eso está bien”. “Sí, porque si no fuera así, yo estaría ya quemada y/o rapada al cero”, puntualizó la amazona. “Antes me mato que verte rapada, hija; tenlo claro. Mejor boyera que en el armario”, dijo la madre y luego sonrió; las dos sonrieron.

    La madre se encaminó por la Rondilla esperando encontrarse con su amante. Había quedado con él para dentro de una hora, pero le había salido un imprevisto: su marido, que quería complicar la separación. Tenía prisas por ese motivo y quería hablar y estar con él antes de ir al encuentro del “cenutrio”.

    Tuvo suerte: estaba en casa, y más solo y aburrido que la una. La vio y una sonrisita sincera y de criminal confeso que se está redimiendo saltó de su cuerpo para engatusar a la madre, que sus senos maduros se hacían notar más que de costumbre, en coalición maligna con su pelvis y sus caderas.

    De pronto le apareció un estertor de algo que él no solía conocer, por mucho que algunos insinuaran lo contrario: el ansia, no de posesión como el de su marido, sino una posesión distinta, de hacerla el amor. Hubiera agachado la cabeza y no habría hecho nada si se hubiera ido por su marido. Pero se habría cabreado como lo hacía su marido ahora —todos amamos, ¿no? Lesbianas, poetas, estudiantes solitarios… Todos.

    Y sí, aquello era un amor cortés del s. XXI: algo que hubiera parecido patético, y en cierta manera lo era; pero los seres humanos, todos, sin distinciones, lo somos por vivir, por ser seres vivos; todos tenemos un pathos, que se vuelve y nos vuelve, de feos seres a bellos cisnes, en una sola línea, en un reglón de un verso de un poema...

    …y él estaba dentro de los versos de aquella mujer. Los dos ya tenían bastantes años; ella más, claro estaba. Él rondaba los treinta y tenía más relaciones en su haber, pero no era tan experimentado, en el corazón, como esa mujer de cuarenta que parecía tener treinta y, a veces, hasta veinte: el amor la había rejuvenecido. Él había madurado a pesar de todo; pero se sentía inseguro y sin armas cuando la tenía allí, sola e imperial, para él solo, sin tapujos, sin vestido... Podía haber sido un mandón, un egocéntrico, un hijoputa…

    …y aunque parecía un pasota, una persona que no le importara el resto de la humanidad, él no era el hombre que se conoce y hace su papel de macaco y lo usa para servirse de un “harén”. Podía tener ese ardor tan árabe y latino; podía sentir los versos del poeta que necesita eyacular en los aposentos más secretos de su amada; podía percibir cómo se acrecentaba…

    …y todos los reglones se quedaron en suspensión, en el mismo rincón que habían quedado, para poder oír su voz que sonaba y lo enamoraba. Éstos eran los mejores versos.

    …y entonces ella habló, se acojonó y, a la vez, algo que no se podría ni descifrar por él mismo.

    ¡Sorpresa! ¡Felicidades papá!

    “Estoy embarazada, cariño”, le dijo con ese apelativo, de “cariño”, con el que intentaba aliviar la carga que conllevaba la frase. Una carga que, luego, aumentaría, ya no sólo físicamente en el vientre de ésta y, después al parir, fuera de ella, sino en las cuentas imaginarias de lo que había sido un hogar monoparental, ahora convertido en familia sui generis. ¿Qué harían, cómo vivirían? ¿Qué hacían con ese marronazo?

    Bueno, marronazo… ¿Cómo podía ser tan tonto? Quería abrazarla, besarla, amarla aún más… Un hijo. Había gente que ni siquiera podía decir que podía tener hijos; había gente que los pedía al Imperio Chino como antes se los pedían a la cigüeña —y es que ahora ya no vienen de París, sino de Pekín.

    No la dijo nada, no la dijo que “eso era un marronazo”, ni se lanzó como un loco a besarla. Se acercó a ella lentamente y la abrazó, igual de lentamente. Se abrazaron y la apretujo contra él.

    “Sea como sea, no pasa nada. Tiraremos como podamos”, la dijo al oído. Ella no lo necesitaba, pero la alivió. Significaba que la quería, al fin y al cabo. ¿Y si hubiera sido una mujer estéril de veinte años, la habría dicho lo mismo, que daba igual? Sí, seguro. La vida ha de ser natural; tenemos que tirar con lo que hay, querer a quien se desea de verdad: ser como es uno y punto.

    Podía haber fracasado en casi todo, pero por lo menos podía decir que ella tenía a alguien protegiéndola en la alcoba, de posibles pesadillas, como esos protectores indios que se ponen en las habitaciones por mucho que se sepa que no hacen nada para quitar los miedos.

    Así somos los seres humanos. A veces somos idiotas. A veces estamos borrachos, de ira, de amor, de risa, de ganas de vivir… Porque morir, suicidarse y no vivir, eso sí que es un pecado, y no los de la Señora Madre Iglesia. No vale de nada decir: “Yo no sé qué hago; yo no sé cómo seguir, estoy cansado, estoy roto; me voy a dejar cazar por el hombre-toro del laberinto”. Hay que ser Teseo y engañar al propio tirano-bestia alimentado por el padre cuasidivino y el Rey-Dios Zeus. Pero como nosotros no tenemos espada, habrá que escapar de él, del monstruo. En el camino dejamos marcas de por dónde pasamos; allá queremos volver para salir del laberinto. Es como un sueño. El Dédalo darwinista no dejó resquicio ninguno para salir; sólo quedaran las estelas en la mar, en las que mirar y creer que podemos volver a todas esas cosas que un día, sí, fueron reales…, y mientras, luchar contra el monstruo. Éste se dirige contra ti sólo porque es la voluntad con la que fue forjada, la misma con la que el hijo de Zeus se despeñó del cielo Y nosotros somos como él. No culpes al Minotauro. Ponte ante él: verás tu rostro; verás tu oscuridad; verás tus ganas de pelear contra ti mismo; verás el temor contra ti mismo; verás el amor, cuando te veas en él a ti mismo y te quedes preguntándote quién eres; verás que el Minotauro y Teseo no son más que lo mismo. Por eso, la mayor victoria es conseguir que Ariadna nos conceda una mano. Nunca matarás al monstruo; pero bueno es tener quién te consuele cuando sabes que un día te pillará el monstruo…

    …y ella era el amor en ese laberinto, como Ariadna. Llegaba tarde y de aquella manera, ¿pero, ¡ay!, quién cuestiona al Hado? Han tirado los dados y ha salido un doble uno. Por lo menos puedes tirar otra vez. ¿Qué más da la tirada? Tira otra vez y cállate.

    Durmieron un buen rato: unos veinte o treinta minutos, y parecieron toda una eternidad. Todas las cosas levitaban como en un sueño. Los armarios parecían árboles milenarios, y sus pomos, flores; sus ropas, capas de protección de madera que protegían la sabia del cuerpo; la ventana con vistas al mundo de afuera, una muralla frente al este del Edén, al igual que la de los simios de hace siete u ocho millones de años saliendo de las selvas al Caos de la Vida: ella era Eva, él Adán. ¿Y quién se podía quejar por la Creación? Porque así estaba escrito, y la Vida es Palabra Divina: Adaptación, Conservación, Cambio…

    …y sus ojos se abrieron aún más y todo el aspecto de sueño se fue despejando, al contrario de lo que pasaba en el cielo de fuera, fuera de lo que se veía por la ventana, donde el cielo plomizo continuaba encapotado como oscuro dragón de azul oscuro.

    Ella se tenía que ir. Un beso. Un adiós. “Nos veremos”. “Sí, cariño”. La sujetó la mano. Se tenía que ir. “Vale. Luego nos vemos”, siguió. No le gustaba que no se cumplieran los planes, nunca salían como él se había imaginado. Así era la vida. ¡Qué el Minotauro está en todos lados, amigo!

    Él tenía que irse también. Recordó de pronto, como si hubiera ya despertado de un largo sueño, que tenía que ir donde su hermana y sus pequeños renacuajos. Se rio cuando pensó que él pronto sentiría lo que ella sentía; y se dijo que también se pondría de los nervios y se enfadaría con sus propio renacuajos, pero que los querría de idéntica manera...

    No tenía ni jodida risa aquello, pero a él le hacía gracia. Porque era la vida. Como si se hubiera encontrado con el Minotauro y lo hubiera asustado con una gran risotada.

    Tardó un poco en ponerse en orden, vestirse y demás temas del aliño. Salió a la calle. Hasta que llegó el bus y se subió en éste, el cielo se había encapotado como un gran escudo de escamas con salientes puntiagudos, y con algunos claros, semimísticos y supervivientes de la falsa noche formada por la tormenta que iba a caer. La oscuridad y los rayos del sol de la tarde se juntaban en un baile de luces y nubes o competencias, algo así como un combate entre líderes políticos en que cada uno intentase imponer sus aspiraciones, que emanasen bajo éstas las presiones de los lobbies, y al final fueran parte de lo mismo: parte de la Natura.

    Pasaron los edificios de Valladolid por sus ojos, a través del cristal del autobús, igual de monótonos. Sus pensamientos se debatieron en duelo entre la duda y la esperanza, que eran primos hermanos pero estaban enfrentados como Caín y Abel. Salió del bus y suspiró por un momento.

    Le dio el sol en la cara; no le dejaba ver. El sol se había dispuesto a atacarlo justo en uno de los pocos vanos de las nubes, que parecían pétreas escamas azabaches combatiendo al sol a punto de morir en el horizonte, con esa luz de realidad onírica, mientras nacía la noche, creada en ese manto azul-oscuro que iba surgiendo, a punto de llegar a la grotesca catarsis de la oscuridad.

    Caminó por los Pajarillos, algo miedoso. Su aspecto era amenazante. La luz del sol enseñaba las caras deshechas, cansadas, trabajadoras y olvidadas; la oscuridad dejaba a las sombras bailar, haciéndolas temblar a éstas, por las que, entre ellas, siempre podía haber un diablo; y en cualquier momento los edificios, horribles cavernas de ladrillo y hormigón, se podían caer sobre él como los muros de Jericó. Todo se abocaba como un escenario apocalíptico a sus ojos.

    Paseando por allí se encontró con que habían acordonado lo que debía ser una escena de un crimen o algo así: allí vio el cuerpo de un gitanillo, acuchillado como un cerdo.

    A la luz del sol uno veía un cacho de cuerpo, mezclado con cuero y sangre, como un cerdo, destripado, arrancada la vida, arrancada la sangre (eso parecía) de su ser, arrancada hasta la sonrisa, desencajada en una mueca que, en otro contexto, sonaría a chiste pero que así daba miedo. Tiritó de terror.

    Las sombras y los contrastes de oscuridad de aquel mundo le dejaban, en cierto sentido, levitando de la buena fantasía de su amor, le cogían y le bajaban de las nubes; aquello tenía algo de tristeza, de ruin o de fatal, o de típico tema de drogas. Quizás había querido ser bueno, y por ello le habían matado; quizás le habían matado los suyos, por chivato; quizás había sido una banda rival, quizás un ajuste de cuentas; quizás un tema de amor; quizás lo habían matado las terroríficas paredes de los edificios colindantes, que se habían acercado a él poco a poco y le habían ahogado, como había imaginado antes; o quizás le había matado Fuenteovejuna, o como Ulises a Polifemo, que había sido Nadie. Aunque en este caso Ulises había sido asesinado por Polifemo; David había sido derrotado por el tirano y los judíos caían en las manos del gigante: Nadie era el gigante, que era aquella ciudad.

    Así morían los perros de los barrios que los niños pijos de “Paraíso” piensan que son mutantes, y que más que judíos, parecen palestinos: los cananeos siempre estarían, por siempre, para condena del Señor, en la oscuridad de aquella cloaca iluminada por la luz de cada mañana, luz fuerte y llena de libélulas, volando como lágrimas del sueño de la vida. Siempre acuchillarían a alguno que intenta huir de la cárcel sin muros, porque a veces las cárceles no tienen barrotes, y que, para algunos, la mejor de ellas es la de los libros, a la que se va para huir de esta primera.

    Los policías que estaban allí no le daban mucha importancia; hablaban de algo que él no podía escuchar. A ellos no era algo más que de costumbres por allí y, ¿por qué les iba a importar lo que no conocían, a pesar de vivirlo día a día? ¿A quién importa lo que no se conoce, lo que le es lejano, lo que nunca se llegó a conocer? Ellos ya miraban sin impactarse: se habían acostumbrado.

    La vida de aquel hombre era totalmente ajena; no lo conocían de nada; era otro cuerpo más que caía en la acera de Valladolid. No era muy diferente de los miles que podían morir en la tierra: porque los muertos superaban ya a los vivos en la Tierra, por mucho que estuviera superpoblada; pues así era la vida de hoy, deslizándose hacia un tope desconocido de muertos o de vivos….

    Lo que no podía oír, era que hablaban de un cuerpo de mujer, encontrado en San Nicolás. Había sido un asesinato muy claro, a vista de todo el mundo. El asesino había sido el marido: algo pasional, machista y con cuernos de por medio, además. Ella se estaba separando de él y, encima, tenía un amante. El marido, en una vena sanguínea y sanguinaria, había decidido que como no era suya, no sería de nadie; ni siquiera la quiso dejar que fuera feliz: las mujeres no tenían corazón, no sentían; para el machista una mujer siempre sería un objeto de su ajuar. Los parientes no sabían ni el nombre del amante. Nadie podía decirle a aquel desconocido, por lo menos por decencia o algo así —si es que se le puede llamar “decencia”—, que el ser más querido para todos ellos había muerto por un hijoputa al que le ponían, reiteradamente, unos cuernos bien grandes y que así “habían conseguido” humillar su ego varonil. Eso no era decencia: era insultar pero sin querer. La realidad es así, un insulto la mayoría de las veces. Aparte, cojones, ¡el amante! ¡Push, ése era cómplice! En esta vida no se ama, se sobrevive y punto.

    Pasó por delante y no le dio muchas vueltas. Aquel, gracias a los dioses, no era su mundo; había estado cerca, pero gracias al Hado no había padecido la enfermedad de los barrios marcados, de los que se ponen un muro de pragmatismo social.

    Los gitanos, unos navajeros; los obreros, unos mugrientos y sin cultura; las niñitas adolescentes, unas golfas, una frescas; los chavales, unos vagos; y los inmigrantes unos apestados intocables. Sujetos así, mejor apartarlos de todo; apartarlos de los modales, de la Educación, del saber, de todo: no vaya a ser que se rebelen…

    ¿Y uno qué hace? Mirar. Los gitanos siguen siendo navajeros, los incultos no van a la escuela; las frescas no se quitan de enseñar las señoras tetas, que quien las ven no las puede dejar de mirar, los guajes se divierten en la canasta, sin dejar a nadie más jugar, sin cesar en encestar una y otra vez más, sin obtener ni victoria ni derrota, porque juegan solos; y esos hombres de lenguas de cuento, diremos que a nadie le gusta que se les acerquen salvo si se les cuentan un cuento triste a sus hijos o a ellos mismos, niñitos grandes.

    Llamó al timbre de su hermana. Sonaron la voz de ella y, a coro, las de sus hijos. Las vocecitas no dejaban oír la voz de la matriarca, y ésta se ponía furiosa y los gritaba pero no hacían ni puto caso.

    Al final tuvo que soltar el auricular, mientras esperaba su hermano, acostumbrado pero cansado de ver la escena habitual. Se podía percibir un murmullo, que eran los rugidos de la madre poniendo en firme a la tropa díscola.

    Suspiró. Luego, por fin, se abrió la puerta.

    Su hermana le sonrió y le abrazó en cuanto le vio. Siempre estaba allí, a su manera, pero ayudándolos. La tropa se paseó a su lado; le abrazaron como los militares, de uno en uno y con desgana. La madre de la tropa le hizo pasar hasta el espacioso salón, lo único espacioso. Los tres pequeñuelos siguieron peleándose. Después uno de ellos dejó de pelear con el resto y le enseñó un libro.

    A su tío le encantó el libro, elegido por su madre; el niño había heredado, sin saber cómo, el gusto por la lectura, aunque sin dejar de ser un alocado rebelde como sus hermanos. Le dejó leyendo al chaval, en su habitación, y la madre le comentó lo de siempre. Su marido seguía por ahí, jugándose los cuartos.

    Ludópata. “Maldito ludópata”, “el puto Póker…”, se le vinieron tales palabras a la cabeza.

    Los dos pequeños seguían luchando en batallas imaginarias sin saber que se estaban entrenando en aquellas peleas para nada, absurdamente. Porque las peleas no se guerrean, la mayoría de ellas, en la vida real, se aguantan, y si se llega a sobrevivir el camino, entonces sí se consigue “ganar” en la Lid de la Vida; pero la furia y los puños sólo consiguen asemejarse al animal irracional y no al racional, que no obstante, a veces nos es necesario sacar...: pocas veces uno puede desahogarse y pegar un buen puñetazo; entonces sí que es una batalla “racional” y necesaria. Pero pocas, pocas veces. Casi ninguna o ninguna. Y cuando nos acercamos a una, casi siempre nos tocara aguantar ver cómo esa partida de ajedrez se desenvuelve en derrota. Jaque. Jaque mate.

    Se quedaron en silencio, mirando la chiquillería. “¿Qué voy a hacer?”. Pues seguir. Mirar hacia adelante. Él la ayudaría. Y seguiría la vida, con sus voyerismo vital. Mirar y aguantar el chaparrón. Jodidos, pero no vencidos. Una batalla: pero no hemos perdido la guerra.

    Ella se recogió la cabeza sobre sus hombros. Como cuando eran pequeños. Dos hermanos que, como todos, se peleaban o se insultaban, o se enfurecían o se dejaban de hablar, o…; pero se querían: nunca habían dejado de estar el uno con el otro. Unidos siempre. Unidos para lo bueno y para lo malo. Y a pesar de todo lo malo, que siempre parecía pesar más que lo bueno, ahí estaban; y eso era lo más bonito de todo. Aguantar. Aguantar. Estar en píe y orgulloso de ello, que ya es bastante.

    ¿Qué futuro…?, pensaron. No pudo evitar confesárselo. Estaba muy ofuscado; a la vez feliz, a la vez agotado; deseoso de seguir, temeroso de poder caer y que las cosas fueran mal. Y se lo contó. ¿Qué podía hacer? Acaso no se lo contaban todo. Eran gemelos, sin serlo. Como Apolo y Diana.

    Ella no supo qué hacer en primer instante, pero al final le sonrió, y le abrazó y le besó y le dijo: “¡Ay hermanito! ¿Pero qué vamos a hacer si cargas con todos nosotros?” No lo supo; y aun así la contestó: “Como sea”. Y continuó fríamente: “Si hace falta me pongo como esos relatos del Zafón: a escribir como un loco, noche y día, hasta que se confunda y se fundan, y yo me vuelva loco. Por vosotros lo que sea. Sois mi familia”. Siempre así de serio y tan a lo suyo y, a pesar de ello, aquello era verdad; lo haría, por sus cojones.

    No quiso tomar nada, ni un poco de alcohol. “A ver si nos quitan un poco las penas”, le bromeó. “No, no quiero”, la replicó. “¿Quieres pasártelo bien sin anestesia?”, ironizó. “Me gusta que el desafío sea de verdad, sin juegos oníricos o grotescos”, contestó con una sonrisa, “Nada de `drogas´”.

    Al poco se dispuso a irse. La dio a ella un beso y se despidió de los peques dándose la mano, pero de manera cómica, como si fuera una película antigua, de comedia absurda y payasa. Al salir de allí, suspiró y se dijo: “¿Qué nos vendrá?”.

    Siempre en la brecha, en la única lucha, la del día a día, y sin una sola clemencia.

    Poco después oyó ruidos en el piso de arriba. Se peleaban, otra vez más, marido y mujer, por temas de dinero. Su hijo estaba en la universidad, sin vocación pero como quien dice, vamos a hacerlo bien ya que vamos.

    Su marido acababa de perder el trabajo y la mujer se había puesto a chillar que cómo coño lo harían ahora con el chaval, que tenía el “sueño” de ser x graduado —lo que antes era licenciado, pero ahora enseñada para hacer catetos y no “licenciados”—, por mucho que no tuviera, en realidad, ni puta idea ni ilusión por “aquel sueño”. Y aquel sueño era así como si en este sueño, el cerebro de este chaval estuviese en tabula rasa y sólo se le crease una especie de niebla negra o blanca, o en todo caso, imágenes de necesidades fisiológicas como comer, beber, etc. Es decir, que estaba en blanco total… Un tonto sin más.

    Aun así la madre estaba llorando y echando, de manera indirecta, la culpa al pobre hombre. La estaba prometiendo en ese momento que iría al sindicato, a ver qué podía hacer. Pero él sabía que nada, que no conseguiría nada: ellos habían pactado los despidos, y no iría sino que se tomaría una copa y, si le daba valentía, se suicidaría como aquellos de los desahucios. Él no tenía valor. Aunque nunca se sabía, quizás le salía el valor y cogía una cuerda y, ¡zasca!, al paraíso. Fuera todo. Fuera problemas.

    Parecía, entonces, la única salida. El suicidio.

    Esa idea es la viene cuando todo parece imposible; el mundo se ha alejado tanto que uno se pasa navegando por el cosmos ahogándose, y quizás cayendo temporalmente en un planeta interesante, para luego darse cuenta que sólo es un sueño producto de la cercanía de la muerte. Entonces, hasta los sueños parecen pesadillas y Serezade espera para adormilar y, luego, clavarle el cuchillo al rey que la está atrapando en sus viles fantasías. Se podía decir que ésta era la metáfora de su vida…

    Le estaba cayendo una de tres pares de cojones encima y no le importaba. Después se fue de casa: ¡que la jodieran a la mujer!; paseó como un fantasma hasta el bar y se preguntó cómo había acabado así: con una mujer que lo odiaba y que un día le había querido como una loca; con un hijo que conocía cada vez menos y que, en su interior, sabía perfectamente que no valía para nada, ni para trafullero; y despido del trabajo que llevaba desde los veintitantos —periodo por el que se había casado con su señora, la que ya no le quería, y en el que, además, ésta se había quedado en cinta del hijo que no valía para nada.

    Le miraba fijamente una joven de unos veintitantos. La conocía de vista. Era guapita; le había apagado mucho la vida trabajadora; se deslomaba por vivir y nadie la quería. No era, para los ojos de los chavalotes, un conejito dulce para cazar. Y a pesar de ello era hermosa. Se miraban como se miran dos condenados a muerte. Como un cuadro francés de dos bebedores de absenta.

    ¡Vaya dos! ¡Qué vida, qué puta vida! ¡Un idiota sin empleo y una chica joven y en años de merecer sin un… que le alegrará la vida! Así era la vida. Dados. Dados. Jugamos nosotros, pero los resultados no los conocemos; tampoco, muchas veces, nos dejan decidir ni cuándo los lanzamos; quizás el modo sí, y aun así pocas veces nos salen como queremos. Claro que decidimos. Claro que sabemos qué nos arriesgamos, y siempre están ahí; somos unos ludópatas vitales; nos da igual que se nos rompa el alma jugando así, pero continuamos jugando. A veces es mejor dejarlo. Y pensó en suicidarse de verdad, dejar de tirar los dados para siempre.

    Pero no pudo, pidió otra copa y volvió a casa, mientras la otra chica lo miraba, pensando que, como decía Murakami, “en estos momentos beben los adultos”. Bebemos como los niños tienen necesidad de soñar, de imaginar, de jugar. Ella llevaba sin jugar a los juegos adultos mucho tiempo. Y se mezclaba el deseo de amor, como el que tienen los propios infantes, y el deseo de los adultos, el del sexo. La picaban las interioridades de tanta soledad; el no pasearlas con el flúor del deseo tenía sus consecuencias. La picaba el conejillo y no había nada para evitarlo: quizás unos dedillos juguetones…

    Hoy la tocaba trabajar. Se ganaba el jornal en un barucho aledaño a un Telepizza o empresa pizzería de cuyo nombre no recordaba, que estaba cerca del paseo Zorrilla, por donde se iba hacia la estación, entre la Casa India y la estación de buses. Allá le tocaba ir. Coger el C1 o C2. Ni siquiera ahora recordaba cuál tenía que coger: uno era para volver, otro para ir. Lo sabría al ir, por pura lógica e inercia.

    Estaba como mareada. Un mareo vital, diríamos. Bueno, lo que es tener varias copitas en el cerebro y en el estómago. La afectaba tanto a uno, a sus pensamientos, que se volvían líquidos, movibles, convertibles en otros estados, gaseosos, helados…, como al otro, al estómago, el que causaba en el cuerpo un desosiego fisiológico y con él, el de los sentidos, y después, el de los sentimientos —ya que al fin y al cabo los sentimientos vienen de la interpretación sensitiva.

    Vamos, que se sentía una mierda por culpa del bajón. Una jodida mierda.

    Al subir al bus —lo cogió correctamente, aunque parezca imposible—, el movimiento del vehículo enorme, dando trompicones, casi la hizo echar toda una soberana marca de pota, en recuerdo de la buena noche de aquel día, que ni recordaba cuál era. ¿Y a quién le importaba? A ella no le importaba…

    ¡Menos mal que tenía paraguas! Llovía como el Gran Diluvio. Parecía que nunca se fuera acabar ¡Cómo caía! Y hacia abajo… ¡eh! Porque es física pura. Siempre para abajo. Todo caía para abajo. Fuera bueno o malo. ¡Ah, podía un día volverse loco el mundo, que todo cayera hacia arriba! ¡Qué todo se vuelva loco!

    Pero todo seguía igual; pero todo iba hacia donde debía ir (o eso nos dicen, o creemos); pero la Fortuna siempre caía hacia abajo; pero siempre había alguien que sufría más; pero yo no podía consolarme; pero todos sufrían, pero todo seguía igual, pero ninguno podía decirme: “Tranquila. Lo sé. Te entiendo”. No había nadie que se arrimase por la espalda y te diera la mano para sujetarte y no caer en un abismo bien grande. Así pensaba. Se creía un poco única; acaso con la misma necesidad que cualquier persona en una situación parecida. Porque ella era como cualquier persona. Su Yo y sus Circunstancias.

    Paseó por la gran avenida, preciosa y con olor parisino, aunque a su medida: una escala menor, castellana, más pobre y menos estilizada. Caminaba en la realidad, pero estaba en una burbuja; como una cosa extraña, como la de la chica amazona, ella se paseaba entre aquel lugar y uno diferente, a veces uno mental lleno de recuerdos, lleno de disgustos, de desamor, de deseo, o eran, incluso, el lugar de sus propias fantasías.

    Si se pudiera formar un cajón de sastre con todos esas monstruosidades mentales —monstruosidades me refiero como sueño de la Razón, a entendimiento goyesco—, quizás se hiciera una comedía muy buena; pero también, su drama. Cuasimodo era benigno después de ser considerado, ante todos, como un monstruo —porque el monstruo es algo social: no, mejor dicho, el Monstruo Común es el que crea las Sociedades, pero los hombres somos, como individuos, los que creamos y luego extendemos esa idea del monstruo como verdaderas enfermedades malignas (además de venéreas; sífilis mentales y contagiosas, comunicantes e imparables).

    Ella habría sido considerada un bicho; habría salido en algún relato kafkiano con forma de gusano, y todos sus pretendientes, reunidos por ausencia de Odiseo, su novio bello, aguerrido y demás epítetos gallardo, se habrían largado horrorizados: para cuando hubiera llegado el héroe salvador, con todas sus batallas, sus dudas existenciales —memeces humanas que todos tenemos a punto de ser exterminados—, etc., etc., no la habría reconocido, y para cuando se diera cuenta de que era ella, no sabría cómo reaccionar, y si reaccionará en algún momento, sería muy tarde: alguna esclava la habría barrido, literalmente, y matado a base de cachavazos. Una muerte muy asquerosa, zafia y cruel: una muerte al fin y al cabo; es la muerte, toca y toca, no queda otra. Hemos elegido, hemos luchado; pero, a veces, reitero, la Fortuna tira hacia abajo, porque es pura física. Todo lo que ha subido, cae. A veces cosas tan estúpidas, como las puras esperanzas, hacen subir hacia ese lugar, y caemos de las nubes. Porque es así, y uno, compresiblemente, se siente inútil, un monstruo más de aquel gaytrinar de la fantasía zafia antes descrita… ¿Y qué cojones se le va a hacer? ¿Y a quién le importa? A nadie, señores. A nadie.

    Vio cómo todo seguía rodando. Sonaban los ruidos de las ruedas de los coches. Eran sonidos estridentes y, a la vez, silenciosos, porque eran sonidos ambientales, como los cantos de los gallos, el de la alondra o el de cualquier animal. Los edificios eran los mismos que otros días veía, y, a pesar de ello, se les podía ver deshojarse el cambio del tiempo en ellos: poco, pero habían cambiado… ¡Y seguían, ahí, igual, día tras día! ¡Eso era magia! Y no lo era en realidad. Pero eso sí era magia metafóricamente y no la de la fantasía.

    La gente iba dispersa, solitaria, sin apenas un momento para verse el rostro; todos idos en su propio mundo, quizás, y lo más probable, vacío puesto que no tenían ni tiempo para un pensamiento, ni una luminosa ocurrencia con la que iluminar el rostro con una risa. Todos caminaban, sin importarse de nada, cerca del de al lado. Paseaban los jóvenes estudiantes, los ancianos, los trabajadores, los pequeños propietarios de una tienda, pequeños artesanos; también hombres de grandes negocios, policías, chicas que tendrían novios que las querían aunque no las quisieran de verdad, chicas que no eran como ella, que poseían una vida normal, que no tenía ella y serían felices…

    Todas esas gentes eran tan cercanas que en cualquier momento se podrían llegado a conocer: todas ellas se sabían de sentimientos, de haber perdido, de haber ganado, admirado a alguien, querido o deseado… Y después de todo, ninguna se sabía el nombre del otro, ni su historia particular.

    ¿Y a quién le importa? Todo está inventado. Otra más, ¿no? Otra historia más. Otra jodida telenovela.

    Aquella parte del mundo, la Valladolid castellana y leonesa, mitad de aquella bifaz castellana, reconocible pero olvidada, y mitad leonesa, aquella León, la otra “Castilla o Castilla-León o Castilla y León”, que estaba en el exilio prácticamente —salvo en Asturias tercamente—; en aquella tierra ibérica, que no recordaba su pasado de gloria más que para epítetos y se olvida de su orgullo y de decir: “no, no, no pasarán, no pasará el olvido, no derribarán nuestro pasado”; en aquella tierra misma, decaía el sol con sus luces oblicuas parecidas a manos que sujetarán la Realidad o el mismo Día o la Vida misma. Con su caída, caería todo. Y no existiría ya nada después de aquello. La noche dejaría otro ser diferente: otra Valladolid.

    “El Valle Donde la Lid” se trasformaba; la lid se encubría en las artimañas de Dionisios o de Yam —aquel dios de la Biblia que está entre el viejo Poseidón y el terrible Cronos, aunque también sea irónico y risible como Dionisios—. Dulce noche, noche eterna, bajo los ojos de Diana. Ella empezaba a nacer como una especie espejismo; pronto brillaría sus altas galas, cuando la Noche viniera a propagar los frutos de su padre, el Caos; entonces Diana, en el momento en que algunos no tuvieran refugio en los brazos de una divinidad, en Morfeo, en Venus, en Marte, en Baco…, los consolaría a todos, porque ella es así, como la María de los juerguistas, de los Sabinos —adoradores del cantante— y otros acólitos de la vida nocturna, donde todo es posible, donde todo vive.

    Las cosas parecían igual. Los coches seguían fluyendo. La gente caminaba por las calles, yendo a casa, yendo a trabajar, como nuestra pobre curranta; mientras ella laburaba, otros se emperifollaban con la vestimenta y el bagaje adecuado para ir con la señorita Noche, coqueta e hilarante. Los papeles cambiaban; salían asuntos tabúes, se sonreía por cualquier cosa cuando antes se lloraba; lo que se presumía, se veía que era falso, aunque se hacía “épico” a los ojos de los hipnotizados por el alcohol; el gran amor se hacía estrafalario; se jodía con la fea, y la fea, para más inri, ¡había que joderse ¡—hablando del tema—, ¡cómo jodía, de tan jodida todo el día, todas las horas, toda la vida!, amaba como ninguna, por muy pequeñas que tuviera las tetas—lo que le daba cierto dinamismo sexual además—, por muy de pequeña de estatura que fuera—¡ay de las pequeñas! ¡Lo que dice el refrán!, pudiera ser cierto…—, por muy que... Se volvía todo de un néctar misterioso. ¡Era la Noche con la Locura! ¡Era la Noche y el Caos, Diana, Venus y todo una pompa en el Circo Máximo de Valladolid! ¡Corrían los lobos, los perros, los conejos, todos los animales de Diana!

    La Noche hacía su magia perversa, como el Día, en su Realidad, que engaña con su onírico sueño de verdades; la Noche todo lo distorsionaba, y la Realidad se destilaba con el juego de las sensaciones embotelladas por su calor; el Día tenía la serenidad que guardaba lo reprimido, la Noche sacaba el desorden, lo esperpéntico, lo expresionista, y su frío creaba el deseo de sacar toda esa frialdad en abrazos de otra persona, o como fuera…

    Pero aquella noche no sería para ella. Algunos tenían que desperdiciar su encanto para sobrevivir; tener que sobrevivir era lo que tenía que hacer, se tenía que ganar el jornal para poder tener sus placeres, como pagar el alquiler, comprar un día de esos un libro o pagarse una copa. Además, unos tienen que trabajar para que otros tengan que vivir, ¿no? Bueno, quizás en un futuro de robots no. Pero, mientras, algunos trabajan y otros hacen culto a la Noche. Unos se ponen, otros despachan. No hay frutos para todos; no hay diversión para todos; no hay amparo para todos. Algunos deben de llorar por la noche; algunos deben sufrir; algunos deben ver cómo sus sueños se hacen pesadillas.

    A la pobre proletaria le tocaba la parte de observar cómo trascurre esta señorita, con su juerga; a veces podía ver cómo vomitaban, cómo se peleaban por asuntos banales, algunos carnales, algunos de dinero. Pues, eran estas cosas las que pasaba en esa noche; la Noche disfrutaba, sin ella, de su historia… El Mundo: un nudo de historias, que son una historia; éste nudo, nudo de nudo, como un ovillo, que corre y corre, y se olvida de sí mismo… ¿Quizás, haya un gato moviéndolo?...

    Llegó hasta el garito. El jefe no dijo nada, gruñó simplemente y ella entró a la barra. Empezábamos bien…

    Unos niñatos estaban bebiendo, y aguantarlos, tener que ser una niñera, y además, servirles más alcohol… Era como si una madre le diera al hijo una espada, para aprender a usarla, y le riñese cada vez que la blandiese frente a algún dragón imaginario.

    Los guajes se lo pasaban de puta madre, aun siendo las nueve de la noche; ya ni querían volver a casa a cenar; iban a quedarse pedo enseguida, y encima tendrían que llamar al Samur porque esos subnormales la habían liado desmayándose sobre la improvisada pista de baile, que servía de tal cosa la parte central del garito, por esa necesidad de bailar que causa el alcohol.

    Y lo peor era que alguno le tiraba los tejos. Y la chica, necesitada, se decía que qué patética era. Y todo se parapetaba como una sucesión de estupideces y otras memeces y rodaba, rodaba, rodaba, y rodaba, así, al son de las guajerías de los pequeños adultos…

    Entró un chaval que conocía de su barrio y que, a pesar de que fuera un patán, le caía bien, le gustaba un poquito…. Él buscaba a alguien. Ella no lo conocía. Sonrió. Era lo mejor de toda aquella noche. ¡Qué cosas más absurdas de la vida! Luego sería alguna otra cosa, como la soberana hostia de uno de la chavalería, que bailaba y jugaba como si fuera señor del mundo y pudieran comérselo. Pero, lo que estaba claro, que lo nimio podía ser lo más grandioso en un escenario precario y lleno de malos actores. Suspiró —Los suspiros, como alguno habrá apreciado en la vida, no son más que rezos humanos, implorando la llegada de un paraíso deseado.

    El chico se fue del Telepizza a un garito del mismo estilo y se vio con una chica, y ésta le dio el móvil del que quería ver.

    “¿Tan urgente es?”, preguntó la piba. Estaba de muy buen ver; si no tuviera prisas, se la hubiera trabajado. “Más o menos. Relativamente, vamos. Pero lo que le tengo que dar es muy importante para él”. “¿Qué es?” “Bah, una tontería que quiere regalar a alguna tía” “¿Ah, sí?”, le preguntó retóricamente; puso una mirada pícara; entreveía una especulativa pulsión, que a todos, pero sobre todo a este tipo de chicas, las pone más que cuando las suceden a ellas misma, como unas voyeurs del Deseo. Debe ser cierto que la vida es energía, y cuando la energía de los sentimientos nos toca, de las formas más diferentes, nos provoca una reacción: igual que seres químicos. Somos muñecos vudú de la Química…

    Salió de allá, del local ruidoso, con el número de teléfono y lo llamó. “Ya lo tengo. Tarde pero justo a tiempo”. “¡Joder, qué bien!”, le contestaron desde el otro lado; éste parecía eufórico con la contestación.

    “Sabes que soy un “ezperto” en esto de las antiguallas; el menda conoce”, le sopló tímidamente. “Sí, muchas gracias; tráemelo a casa, anda; lo quiero ahora mismo; se lo voy a regalar hoy mismo”. “¿Quién es la pava afortunada de tales obsequios?”. “No la conoces. Pero es “especial” y…”. “Todas lo son, chico; todas lo son…”. “Ya, ya…”. “Todas las tías son especiales para el tonto que la ronda. Cosas de la Vida, de la Química. ¿Sabes?, los hombres somos química”, filosofó el pequeño traficante de reliquias. Se rio el chico del otro lado y le contestó: “Ya, ¿y la Física? Tenemos Física…”. “Claro, chaval. La Física se encarga de mantenerte en el suelo; si a la chica le sale novio, éste te suelta un soplamocos: entonces ya verás la jodida física en la puta cara. Aunque no es su única función… Si te contará…”. “Mejor que no me cuentes”, le aconsejó. “Pues te gustaría… ¡Qué cosas hace! Y lo que hace una chica que va todos los días a pilates…”. “Cómo eres, tío”. “Soy natural. Soy yo. Soy irremplazable”. “Lo de único, vale, pero irremplazable…”. “Ahora mismo para ti sí; como no vaya con esto, a la chiquilla… no le vas a gustar; no vas a mojar y vas a amargarte; te amargarás y te…”, fue cortado: “Ya, ya, y me suicidaré. Es una cadena”. “La vida es una cadena. Bueno, es más explicativo decir que es un chicle”. “Vaya expresión”, “No hay otra, hermano”. “Bueno, ven ya”. “¡Ay, qué ganas de follar, amigo!”, le contestó antes de que éste colgara.

    “Ufff… cómo está el patio. El chico debe tener un calentón del quince. No está mal, de vez en cuando, echar una canita al aíre. Y lo que es una, que puedan ser dos, tres, cuatro…”, se dijo y sonrió, quedándose quieto, pensando que así le creaba más congoja al otro: qué gran cosa eso de ser parte de ese chicle químico, y más si uno puede tirar de él y provocar un poco de fricción. Eso se llama vida. Lo demás, es teatro.

    A los escritores les encanta el teatro; no nos hagan caso; si eso, hagan caso a sus personajes. O hagan caso, en tal caso, al “personaje” del escritor, ¡por los dioses! Ya estamos jugando; como ronda la noche en el escenario, nosotros nos ponemos a jugar con los hilos del Deux ex Maquina. Perdónenme la disertación, soy un narrador muy pesado: como un chicle que se pega y se pega...

    Les confieso que ha sido adrede; ahora quieren saber qué es eso que desea el pobre chico, y yo les hago lo mismo que nuestro pequeño traficante hacía. No seamos demasiado juguetones y no queramos emparentarnos con tales sujetos, porque eso de empatízar puede ser malo: a uno le encasillan y le marcan. El chicle de la vida. Pero en medio de la ficción: la ficción es un chicle imperfecto enjaulado en tinta.

    Se encaminó a su destino. Pasó por la estación, aquel edificio renacentista, serio y geométrico, pero que tiene su cierto encanto por las noches, como cuando los guardas terciaban con el criminal, con un vagabundo o un borracho, o el puro y simple tedio. Al pasar delante de ella, por las vías pudo ver un tren deslizándose solitario, pasando por el hierro, haciendo un pequeño ruidito familiar para todos, pero que era idéntico al de hace diez, veinte, cincuenta o cien años, como si fueran ecos del pasado…

    En el parque de al lado no había nadie, salvo algún amo con su perro en la rutinaria expedición de salida dada a éste, como si fuera al prisionero o como al niño para ir recreo. Se deslizó como yendo hacia las Delicias, pero se torció correctamente hacia Plaza España, y llegó hasta “Paraíso”, donde los chavales ya estaban parapetados para la juerga. Un pardillo camello daba, en secreto, unas pastillas de colores con una figurita ilustrada —sello-marca de la empresa—. Pero, la policía, que pasaba por allí en la ronda, como por costumbre, le pilló. Y el traficante de reliquias, también adorador de Hermes, pensó: “Tonto, tonto. ¿Si es que a quién se le ocurre? Si sabes, tonto el culo, que puede pasar la pasma en cualquier momento, ¿por qué cojones lo haces, subnormal? Si no te pillaban, ya les llamaba yo; pero por gilipollas, chaval, por gilipollas extremo; eso, chaval, por extremo gilipollas… Mira que yo no soy un camello, pero mejor que esos lerdos, cualquiera. El mundo ta` mu` mal para que los que rulen pastis sean estos tipejos. En un mundo en sus cabales serían gente más lista, coño. Por lo menos, más discretos; no digo que las manden por correo, o por wifi, ¡que un día lo van a conseguir hacer y todo…! Pero, mientras, tontos del nabo, trapichear la “mercancía” más discretitamente… Yo qué sé: en algún descampado. Tiras un poco más pa`lante y tienes uno con él que puedes hasta formar cola. El mundo ta` mu` mal”.

    Se alejó del espectáculo. El policía había esposado al camello, que como buen animal nietzscheano iba cargar ahora, en vez de drogas, con el poder de la Justicia; los otros niñatos estaban neuróticos, sin saber si iban también, para su desgracia, con el sujeto, que había sido su amigo y que en ese momento les era un desconocido. Finalmente se los llevaron a todos para la comisaria, con el lloriqueo de los chavales, quejándose de por qué les llevaban, que no habían hecho nada malo, y acojonados por la repercusión que tendría en sus padres, mientras el camello, callado, se cagaba mentalmente en todos los muertos de los dos niños pijos y su furia interior se podía ver que iba a explotar en cualquier momento, para aplastar el cráneo de los dos púberes de diecisiete años.

    Patético, observó analíticamente nuestro, más legal, traficante de antigüedades. En esta vida hay que ser más vivo. En cualquier momento las cosas podrían torcerse; la gente de este estilo debería saberlo al rozar con la ilegalidad. Pero ni siquiera eso. Lo que había que ver, debió pensar nuestro buen pícaro. “La policía no es tonta, chavales”.

    Cerca de un soportal de la calle que va hacia la Facultad de Filosofía y Letras estaba una pareja joven en medio de un “inicio de negociaciones bélicas”. El chico la tenía contra la pared; ella le comía el cuello mientras él hacía idénticamente lo mismo con su mejilla; era un milagro de torsión de sus cuellos; se deseaban de gran manera; querían pasar a la siguiente fase, al del cuerpo a cuerpo. Los dos eran viejos conocidos nuestros, queridos lectores, pues ya habían aparecido con anterioridad… Nuestro comerciante se dijo: “¡Joder, cómo está el tema esta noche! Chaval, trabájatela bien, que la vida son cuatro días, sin contar los que te jodes con el tabaco. Y ten en cuenta que un cigarrito siempre cae al acabar el coito…”. Resbalaban los pies de la parejita por culpa del todo el agua caída anteriormente; en cualquier momento hubiera podido predecirse que uno de ellos, o los dos, caerían al suelo. No sucedió la previsible caída, quizás por magia, y siguieron con aquella escena erótica, no muy perfecta, pero es que no hay nada perfecto en la vida.

    Siguió, y dejo a los enamorados que se hicieran lo que hubieran de querer hacerse, como es de previsible en jóvenes con ganas de… besarse. Le dio un poco de envidia. Y empezó a surgir una necesidad de un poco “de mandanga”. Pensó en recurrir a “su amiga”, conocedora de buenas artes amatorias, y que no desechaba nunca una buena oportunidad para seguir perfeccionarlas. Después de darle esto al “colega”, se pasaría por su casa. Un poco de vino, una película, unas palomitas; un besuqueo por aquí, una acaricia; un sujetador volando, unos calzoncillos sin lavar varios días caídos por el suelo; gritos que despiertan a la vecindad, un orgasmo, uno femenino y masculino simultáneo como coro.

    Era un plan atractivo, sí. Mejor plan no había, eso estaba claro. Pues venga. “Se lo entregó y la hago un apaño a ésta. Esperemos que su amiga ésta la pueblerina no se oponga; aunque si se apuntara… Un trío. Eso sí que molaría”, fantaseó. Como si las mujeres fueran tontas o unos objetos. A algunos hombres eso le parecería imposible, a pesar de que a todo hombre, sea más listo o tonto, siempre ha de tener una fantasía irracional alguna vez: todos soñamos, todos soñamos mundos como este chico; podemos soñar con damiselas, podemos soñar con princesas, podemos soñar con señoritas, femme fatale con cabeza y modales de etiqueta. Así somos los hombres, varones o féminas. Si no, ¿qué quedaría de la vida?

    Llamó al timbre: entonces contestó la voz de un pavo que no era la de su amigo. Su hermano, seguro. Le dijo que era un amigo de su hermano; que venía para darle una cosa que le había pedido; que, si por favor —era un tipo educado, ilustrado también, incluso—, le dejaba subir. Le contestó que sí. Subió y le abrió su amigo.

    Sonrió. Se lo enseñó: le brillaron los ojos, como si viera el tesoro desenterrado de unos piratas. Le dio la pasta y se introdujo en su cueva para venerar su tesoro, ya solo.

    No se lo podía creer. Le iba a encantar. Amaba ese tipo de reliquias de estilográficas. En un lateral ponía: “Esta pluma fue propiedad de Víctor Hugo”. Lo más probable es que no lo fuera, pero eso era secundario. Aquella estilográfica era hermosísima; hasta su caja, donde residía, era como un hotel de lujo. Sólo le faltaba ser engarzada en piedras preciosas, y entonces ella se caería en sus brazos, como en los libros que suelen leer las mujeres trasnochadas —pero que los hombres también tenemos en versión masculina—.

    “¡Vaya pasada!”, le dijo su hermano. “Sí”, respondió completamente sincero. Una auténtica maravilla. “Uhmmm… Cómo la cuidas…”, soltó su hermano, propinando una oleada silenciosa de presunciones sobre lo que sucedía entre comprador y receptora de tal encantador regalo.

    “Eso ni con mama. ¡Ni conmigo, por dios!”, le espetó de nuevo. “Bueno, es que… quería, quería ser… bueno, ser…”. “Ya, ya, hermanito. Que te pierdes por sus huesos. Ay, como para no conocerte, si somos de la misma sangre”. “No es lo que tú te piensas…”. “Ya, sí, eso decía yo de la mía. Y mira, porque hubo antes unas cuantas, pero llevábamos ya tres años juntos y vivimos juntos desde hace uno”.

    De pronto se inmiscuyó la madre: “¿De qué habláis?”. “Nada, mamá, que tu hijo pequeño se va a echar novia”. “¿Con quién, hijo?”, preguntó pícara, “Ya sabes lo que tardó tu padre en darme un simple beso, y mira que no era época de Franco, precisamente… Siempre tan modosito pero con sus aíres de revolucionario, indignado todo el rato y deseoso de ser un intelectual, y no sabía siquiera qué hacer para que le hiciera caso”. Entonces le preguntó el hijo mayor a la madre: “¿Y qué te hacía? Me refiero, ¿cómo te rondaba?”. “Uff… Pues no dejaba de mirarme a los ojos y si me pasaba algo, era el primero en preocuparse por mí. Me hacía la trece-catorce en toda regla”. “Vamos, lo mismo que tu hijo, mama. Mira lo que la ha comprado a quien tú sabes —guiñó su hermano mientras lo decía—”.

    Y sorprendida la madre, dijo: “Ah, ostras, qué preciosidad. ¿Pone lo que pone? Será de mentira… Pero… Si fuera de verdad, vamos. Ahora mismo te digo que te olvides de la chiquilla, que de ésas hay muchas, pero madres pocas, y que me lo regales ahora mismo, ¡Dios!, ¡Víctor Hugo! Como lo vea tu padre… Jaja —Echó a reírse—. Si tiene un libro sobre él, que lo escribió después de rapiñarse toda su obra y las biografías y uff….”. “Papa y Víctor Hugo… Me hacía leerle junto a Darwin. Así salí yo: biólogo”, soltó el hermano mayor. “Y a ver si nuestro hijo pequeño se nos hace historiador como dice. Así completamos una familia universitaria. Y me refiero a nosotros, porque vuestros abuelos, excepto vuestra abuela materna… Ni uno. Tuvimos suerte, y hay que aprovecharla”. “¿Y tardará mucho, papa?”, preguntó el “pequeño”. “No. Lo deje en el despacho. Líos burocráticos, o como dice él: “Burrocráticos”. Ya sabéis”. “¿Qué me vas a contar, mama? A mí me pasa siendo profesor de secundaria”, se sinceró el mayor.

    La madre siguió cocinando, pero después de un rato, como si lo hubiera debatido consigo misma, le contestó: “Este país es un país de burros. Por mucho que lo diga vuestro padre y parezca cansino, es verdad. La gran obra de Juan Ramón era Platero y yo. Es un símbolo”. “Yo me tengo que ir en un rato, mama”, le recordó el pequeño. “Vale, vale. Si no viene, cenaremos más pronto y así te vas con tu Guiomar, hijo; tranquilo, que va a seguir en este mundo, para que la comas la boca”, contestó la madre. “Todo porque mi hermanito moje… Anda y disfruta, que la chavala es un poco… un poco seca. Yo diría que tiene algo de autista”, dijo el hijo mayor. “Es S.A: Síndrome de Asperger”, concretó la madre. “¿En serio?”, preguntó asombrado el hermano mayor. “Sí”, contestó el hermano pequeño, como intentando que no hablasen así, como si no estuviera, y hablasen de ella de aquella manera en la cara.

    La madre, luego, tranquilamente cocinando, siguió: “Lo raro es que no salga neurótica la chica por culpa del régimen matriarcal de la madre… Es una dictadora. Todo ordenado, milimetrado… Pobre chica. Si no es un defecto físico de la genética, es ambiental, culpa de la señora madre. No es normal”. “Ya”, soltó, simplemente el chico, el pequeño. “Pues va a ser complicado. Los S.A a veces no quieren ni que los toquen. A lo mejor no te deja ni rozarla. Va a ser difícil, hermano. Te gustan los desafíos”. Su hermano, ante aquella cosa, se le subió por la garganta algo, algo desagradable, como un pensamiento desilusionador…

    Hubiera querido hacer una broma para destensar aquella situación, pero no podía; y eso le jodió mucho, pues su hermanito pequeño debía de estar preocupado. Se quedaron en silencio y mirando el reloj. ¿Alguien había dejado en mute el aíre o quitado el aíre del ambiente, dejándolos en esa postura como piezas de cera? Pero sí que soplaba el aíre, un aíre congelado. Habían sacado un tema espinoso.

    “Bueno, como no viene vuestro señor padre, iremos comiendo. Estará discutiendo sobre lo de los sobres. A ver si nos dan a nosotros uno de ésos. Papá se compraría una mansión para poder poner sus libros. Y, claro, nos haría viajar por media Europa”. “¿Y a nosotros?”, preguntó el mayor. “A vosotros… A ti te compraría una casita buena, para los dos y para que tengáis nietos, que dice que no pero le encanta la idea. A este peque le haría estudiar en cualquier universidad que le guste y sea buena. Nosotros no tuvimos las mismas oportunidad, aunque las aprovechamos, no como ahora que…”. “Bueno, bueno, mamá, ya estás…”, le replicó el pequeño, “todos los mayores decís lo mismo: que antes tal o demás. Mira cómo está ahora la educación”. “El pequeñajo tiene razón, mamá”, convenía con una sonrisa el hermano. Y la madre sólo pudo replicar: “Sí: pero algo de verdad tengo; pero cierto, todo es relativo. Ahora la educación “españoliza”: es decir, hace burros, y como Goya en lo de “El Sueño de la Razón crea monstruo”: en este caso, convierte personas en burros… Es todo muy wertiano”.

    Luego suspiró, y dejo que su hijo mayor pusiera todo en el lavavajillas. Antes podía ser una revolucionaria, como su marido, pero ahora no podía. Había sido siempre, en cierta medida, una mujer patricia. Una señora de modales. Ahora era, más bien, o eso se sentía, como una mujer que empezaba a tener su edad. Tenía cincuenta, pero se sentía como si envejeciera mucho, muchísimo más que, por ejemplo, su marido; notaba que ni el sexo era lo mismo; tampoco el amor se asemejaba a la pasión: para ella el deseo era invisible o estaba desaparecido en combate, porque eso del “deseo” no tenía ni la pizca de lo que un día había sido enrollarse, de noche, en un coche en la increíble París, ciudad de las luces y, dicen, del amor.

    El mayor notó lo mismo que su madre: ya no era la misma, y no debía seguir así. Quizás fuera bueno que un día se llevase a su casa a su hermano y que disfrutaran su padre y ella de una velada romántica, o algo así por lo menos. Su padre estaba en su punto álgido: la verdad, se lo merecía, en su vida había tenido bastantes baches hasta conseguirlo. Los dos lo habían hecho, pero a él le venían las glorias ahora, por fin. No era el profesor de universidad más cotizado, pero era “más valorado” que antes. Su madre había soportado la muerte de su hermana poco tiempo atrás; lo había pasado muy mal, aunque sin llorar delante de todo el mundo, ya que a ninguno de los dos era de ésos, sino más a la japonesa, silenciosamente. La reconcomía por dentro el miedo a la vejez y a la muerte, pasaba el tiempo y no podía evitarlo. En su trabajo, en cambio, no era tampoco brillante, trabajadora pero no una revolucionaria, como en casi todo… Pero, aun así, era muy trabajadora. La que más. Había sido la que siempre estuvo con ellos, en el yunque, porque fueran los mejores estudiantes, los mejores en todo; su padre también, pero se preocupaba más porque leyeran y fueran más “librepensadores”, cosas más livianas y metafóricas que reales. Ella era el esfuerzo, él el ingenioso. Y a ella se le había apagado las llamas del fuelle…

    Su madre se fue al salón y los dejó solos a los dos, mientras se disponía a continuar su lectura matutina, la de por “diversión”: un Galdón, un Delibes, un Capote..., clásicos, en fin.

    Su hermano le sonrió. Una sonrisa enorme de lado a lado. Y el pequeño también sonrió, como cuando eran críos y el mayor enseñaba al pequeño todas las astucias de pícaro que había aprendido.

    La vida seguía; el río se hendía en la tierra, una vez más, yendo al desconocido mar donde descansaría, sin que nadie pudiera saberlo, por temor o por imposibilidad, hacia dónde llevaban esas aguas: todos podrían pensar qué sentido tenía aquel río, qué lugar ocupaba en el Cosmos, qué valía para la humanidad, o la vida, o los dioses, o el Destino, o…; y quién sabía de verdad lo que se escondía bajo aquel agua cristalina, tan cristalina como el que se bebe todo los día.

    Se preguntó el hermano mayor cómo había sucedido aquello. El tiempo había ido tictagueando como una mariposa, a la que la sucediera siempre otra a su muerte, iguales todas ellas pero a la vez cambiantes, poquito a poco. Algo o algún tipo de ser había jugado con su hermano, le había moldeado como un molde de barro, jugando a ser dios, sin saber él mismo qué realizaría. Todo aquello era la cosa más extraña, más escalofriante, y encima, más estúpida del mundo: estaba claro que la Vida dejaba factura a todos.

    Su hermano pequeño se ponía como alguna vez él, cuando iba a hacer de gallito, de guaperas. ¡Si ellos eran unos pardillos! ¡Vamos, que les hubiera importado poco ir con bolsas de plásticos, a lo Diógenes, con la casa encima a todos lados! Ellos eran unos cínicos de andar por casa, prácticos y sin florituras. ¿Qué hacían maquillándose como mariquitas? Parecía que eso era producto de un camaleón. ¿Seguían siendo los hombres como los primitivos, que debían echarse de sus argucias para sobrevivir? Lo peor era que todo aquello era por una chiquilla. “Coños tienen todas, hermanito…”, le decía hacia años continuamente, “pero alguno te gustara más que otro, aunque parezca uno más…, o incluso muy… —hacía un gesto de asco—. Pero como es un conejín, bello a su manera… Entonces…” Se quedaba parado y con una sonrisita: “ ¡ay, hermanito!, date por jodido. Te ha cogido para bien. Aunque eso sí, no lo sueltes, es un alucinógeno de los que no te encuentras por ahí; y además, es sano. No como esa mierda que pudieras querer probar por ahí. Un buen polvo es un buen polvo, y le alivia hasta al más romanticón amariconado”. Y se echaban a reír como tontos, con ese halo de virilidad estúpida, que en este caso, como en muchos, esconde una verdad trascendental: que todas las mujeres tienen aparato reproductor, y eso está aprobado por la Ciencia…

    “Pásatelo bien, y esperemos que la chavala le guste. Ah, ¿y que no se te olvide la protección?”. El chaval se esperó lo peor; incluso esa referencia a que se llevase condón era lo más suave de sus insinuaciones ácidas, encubiertas con la dulce risa de la realidad. “Sobre todo ponte casco. Porque como la toques las tetillas y la dé porque eso es de Dios hasta el matrimonio, la hostia va a ser legendaria, y no de legendario como quisiera Barney Stinson… O si la tocas lo que tú ya sabes… Bah, seguro que es una guarrilla —imitó al personaje de la tele que más odiaba, y le sacó una sonrisa—. Vamos, que si puede, te quita la ropa con los dientes; todas son así… Que van de finas, pero son las peores”. “¿Y la tuya también?”, le preguntó su hermano pequeño. “Toche. Todas tienen sus cosas. Como nosotros”. “Si es que, te voy a superar. Ya no eres lo que eras…”. “Cierto. El aprendiz vence al maestro”. Lo miró saliendo de casa, preguntándose qué cosas vendrían a sus vidas. No tenía ni puta idea; pero fuera lo que fuera, ahí estaría él. Y sabía que su hermanito podría fracasar, cambiar, fracturarse una pierna, cagarla con alguna chiquilla o que le dieran una bofetada del quince o le metieran tan chupetón que su madre se asustase: también estaría ahí, dispuesto para lo que fuera. Había que ser fuerte.

    Salió a la calle y pudo ver que seguía lloviendo; se encaramó donde pudiera cubrirse, para no mojarse ni mojar su traje de diseño; nada podía ir mal, y estaba tenso y medio alelado. Tenía algo de épica. En cualquier momento podía salir un dragón y cogería la chaqueta, la liaría ésta como una cuerda y lo estrangularía como se estrangula a una vil lagartija. Porque cuando estamos en esos estados, parecemos gilipollas y algo patéticos: siempre soñando, siempre en esta tierra, donde recuerda (querido lector) poco podrás soñar. ¿Qué es sueño y qué es real en esos momentos? No es más que una Morning Glory, y Oasis está cantado para que pienses que el desierto no existe.

    No sabía que su dama estaba en casa. Se estaba cepillándose los dientes en ese momento, delante del espejo, rodeado de una retahíla de objetos de higiene bucal, peines, el jabón, etc., todo bien colocado, ordenado, clasificado, dispuesto en su pequeño espacio, como si fuera una cárcel. Se miraba al espejo. En él se veía un rostro triste pero serio, cansado pero no de pasión sino de aburrimiento vital. Conocía alguna intención de su caballero, pero su madre hoy decía que en exámenes nada de salir. Y ella no se oponía, no podía. Entonces se notó totalmente sola, extraña. Mientras, su caballero iba a lo que creía que era su encuentro.

    Toda la gente se movilizaba para sus respectivos planes nocturnos. En la noche todo se podía distorsionar para que hasta lo más inverosímil pasara por ser posible. Todo era posible porque nada era conocido, todo podía ser cumplido, todo lo que se pensó durante el abrasador sol.

    Venga, en marcha. Salía a la calle a comérsela. Hello. Estoy aquí. Vamos a jugar, que la noche es corta y larga a la vez. Venga, en marcha.

    Él se movía en marcha, firme y a paso ligero. Dejarse llevar hacia lo que debía hacerse. Ella esperaba. Había pensado mucho; había hecho muchos deseos, muchas cosas; había sentido y escondido todo eso; y hoy era el día que quería decirla: ¡Aquí estoy, me dejo llevar y vamos a bailar este noche hasta que se quiebre! Que viniera la cara desconocida de la felicidad, que se abriera una puerta a la cara oculta de la luna, donde todo pudiera ser lo imposible.

    Se encontró con los colegas. Ahí estaba el mamón de su mejor amigo, mamón que siempre podía sacar una risa. Aún tenía sobre él un muro maravilloso, el de la esperanza. La gente en masa. No podía verla. Se encontró con las otras, el grupito de las chicas. No estaba allí. Creyó verla allí, donde un tío metía mano a una. Se acercó disimuladamente, y no era ella. Ahora había muchas iguales que ellas, y ninguna era como ella y ninguno era él, el que la besaba.

    Había volado tanto que iba caerse. No sabía qué era eso que sentía; nadie podría saber lo que, en esos momentos, como otros miles de subnormales de criajos, él sentía. Las luces de la bola no dejaban de brillar y bailaba mientras la buscaba. Sabía que si en algún momento la encontraba, se quedaría agilipollado y se desearía meter un puto tiro; y aun así se sentiría como en la cumbre del Cielo de Dante.

    Al final tuvo que darse cuenta de la verdad. No estaba. Vino su amigo y le dijo, sincero como siempre: “Ay, que no vino; ya sabes cómo es su madre —dijo con voz de ogro—”. Se rio.

    No mires atrás con furia, ni con odio: adelante siempre. Ojalá pudiera estar aquella noche con ella, y no ser un estúpido: como lo somos todos alguna vez que otra. Todos tenemos derecho a ello. Buscar un lugar bonito a donde ir. Pero a veces todo se desvanece, como cantos de sirena. Oasis decía: “Revoluciones desde la cama”, quizás con ironía y con certeza. El amor es una religión tan buena como mala. Hace arder todo, porque la vida, como decían los neoplatónicos, es una llama donde queremos refugiarnos todos. “Venga, que hoy no es día de ésas. Ya la verás cuando volvamos el Lunes a la cárcel”, dijo su amigo refiriéndose al instituto.

    Y pidieron algo muy cargado, y fueron a la pista y vieron cuerpos bonitos y se acercaron y una chica empezó a bailar cerca de él, como queriendo llamar la atención de todos, aunque parecía que al que le quisiera llamar fuera a él, precisamente. Pero, ¡ah!, todo sonaba como si ya toda fuera a fracasar. Se acercaba la chica, más insinuante. Y no hizo nada ni casi habló. Y porque ahí no hacía falta. Un beso. Otro beso. Y pensó que era la chica a la que le quería regalar una pluma de Víctor Hugo. Y la acarició el cuello como si fuera el de Leda. Y cantaron sus cánticos en un lavabo donde todo el mundo también hacía cantar de aquella manera… Champán de amor y deseo. Truenos. Fuera y dentro. En las calles volvía a llover; el amor fingía su verano, en un yerto invierno.

    Después del sexo todo parecía asqueroso. Todo tan fácil y tan banal. Su amigo decía que la noche seguiría, que iba a ser la puta hostia: como siempre. Pero sabía que no sería así. Gloria en la noche.

    ¿Dónde estaba su sombra? Con tanta gente bailando, divirtiéndose, riéndose, bebiendo, gritando, viviendo… No podía ni siquiera discernirla. ¿Se la habían robado? ¿Le habían robado el alma? ¿O estaba libre? Libre porque su cuerpo se pudría. Su amigo estaba preocupado. Se puso a cantar la canción que sonaba; hasta parecía buena; se pusieron a cantar: todos cantando. Sus otros amigos se pusieron a cantar a coro. Se le caía el orgullo, pero el resto de sus amigos podía sostenerle sin él: era lo bueno de la amistad, y de poder vivir con gente que te sostenga. Los pesos llegan a pesar menos.

    La vida era electricidad; ellos debían ser eléctricos en esa loca familia de amigos. Podía surgir cualquier cosa; podían reírse de la jodida vida y pasárselo bien, como nunca, a pesar de no ser la mejor noche del mundo. Porque la vida y la música son electricidad y hay que correr por los mejores conductores, por la utopista de la felicidad.

    Todo aquel día había sido de esperanzas. De una matutina oleada de esperanzas. De deseos. Una morning glory. Y lo iba a ser, por narices. Una morning glory. Y rieron. Y vieron más cuerpos más bonitos aún. Y parecía un sueño. Y parecía una pesadilla que Satán había enmarañado como en un cuento griego, en el que uno se queda engañado sin reconocer el hechizo y no se puede huir y volver a casa. ¿Y quién iba a despertar? ¿Quién quería despertar cuando llegase la morning glory? Porque no podían esperar un minuto parados; estaba al llegar la morning glory. Y Oasis, aunque fuera por una vez, sonaba como si le cantase a él. Una morning glory. El champán salía con su bella espuma. Que sí, no todo sucedía como uno quería, pero el fin del mundo podía venir cualquier día y a uno le podía pillar con la vida en pañales; había que vivirla, aunque fuera poco a poco. La vida, como había visto su hermano, se estaba caminándose. Todo cambiaba y salía de su envoltorio, se salía el bello edulcorante, el alcohol de seguir viviendo; y ni sabía por qué se movía, pero se movía. Las malas cosas habían de irse, de escapar. Nada era para siempre. Y si hacía falta, un fénix debería resurgir de los escombros de sus cenizas. Y más rápido que una bala de un cañón. Y así lo creía, y así seguiría creyéndose. La vida es un sueño, pura creencia. Pura superchería. Y si hacía falta, sacaría a esa monjita de su templo particular…

    Se fue solo después, bolinga. Se movía haciendo eses, sin rumbo. Estaba muy borracho. El agua le hacía resbalar por el sueño, y casi estuvo a punto de caerse. El alcohol lo tenía embriagado, excitado y lleno de ganas, energías y fuerzas, para hablar, para seguir bailando, para vivir…

    La noche empezaba a morirse. Se alejó de la ciudad lo más que pudo. Pudo ver, a lo lejos, los edificios hechos nuevos que casi nadie habitaba: casi ninguna luz se vislumbraba en esas torres de babel de cuerpos humanos; todos estaban casi vacíos, solitarios y sin vida, con su hormigón y algunos cristales donde poder ver el exterior desde allí; eran torres que parecían ocultar, como en los cuentos, a una princesita o algún horror sobrenatural; y en realidad no escondían nada, quizás algún cuerpo humano (pero pocos). Podía ver, también, cómo las farolas iluminaban todo ese paisaje yerto de edificios inhabitados, de esperanzas especuladoras y sin belleza; podía ver, más lejos, una naturaleza huidiza, incluso quizás, el cerro de San Cristóbal, con su antena como si fuera un árbol grisáceo. La cadena de luces, bellas, iluminaban aquella atroz desolación, y la hermosura se tornaba una hermosura horrorosa, que las aguas caídas reflejaban desde sus pequeños lagos en el suelo.

    Parecía que aquellas aguas iluminaran otra cosa. Otro mundo. Quizás uno donde todo fuera mejor; un reflejo de la belleza que se suponía estaba en las estrellas, hecho realidad sobre las aguas, sustancia comunicantes de la vida. El agua alienígena y salvadora, casi como si aquella idea fuera propia de una secta peligrosa. Ahí todo era más sencillo, más perfecto, más como todo debía ser; pero todo eran imaginaciones de él, y quizás, de toda la humanidad.

    Pensó: “Todos somos unos sin nombres, nombres sin sombra propia, con la que nunca podremos volver sobre nuestros pasos; a nadie le importa lo que nos pasé, nadie sabrá nada de nosotros; sólo somos números o ideas incluso. ¿Y a quién le importa lo que suceda un día cualquiera? Pura rutina. Otras personas. Todos iguales, salvo yo, claro. ¿Y a quién le importa?” Y continuó reflexionando: “Los nombres están reservados para los héroes; para los mundos que están bajo el reflejo de la lluvia, para esa gente que se mira en el espejo como héroes; para los que hacen historia, para los que salen en la televisión, para los que firman libros… Los demás están arraigados aquí, a la tierra” Quizás no sabía que lo bueno era que los nombres se olvidarían y quedarían, como muchos otros, restos de sombras, también.

    Ellos eran sombras sobre un escenario a oscuras que levantaría su telón y encendería sus focos para continuar la obra del día a día. Lo que pasaba es que nadie iba a ver a las sombras…

    Volvió a mirar sobre la luz de las farolas, que lo iluminaba todo. Parecían oníricas, irreales, mentirosas; pero eran reales… Subió los ojos a las alturas. Las estrellas no podían ser vistas desde allí; la polución lumínica, la demasiada luz y los nubarrones de lluvia, impedían ver las estrellas; sólo brillaban, solitarias, astros parias y rebeldes que querían resonar sobre los invasores que los ocultaban. Hasta aquello tenía su belleza, pero una belleza algo horrible (para él)… y esperanzadora (quizás para el resto)…

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    #1
    Última modificación: 31 de Octubre de 2014
    A Évano y (miembro eliminado) les gusta esto.
  2. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

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    Tiene aquí medio libro, señor Samuel, casi sesenta páginas jajaja... Y quiero serle franco (de franqueza, no del otro, de aquel caudillo jajaja...). Posee usted un extenso vocabulario, excelencia a la hora de organizar los signos de puntuación, ve el espacio-tiempo con buen ritmo, es detallista y con imaginación... Pero, creo, sinceramente, que con la edad que usted tiene, con todo ese tiempo, poco a poco puede aprovechar para incrementar la técnica literaria, pues es como el buen especialista que sin herramientas pierde mucho, y las herramientas del escritor son las técnicas, y para ello leer mucho y, si se puede, hacer algún cursillo de escritura cerativa, donde se pulen muchos de los fallos que cometemos, como por ejemplo: no escribir nada que no sea necesario para el desarrollo de la novela o el cuento, trazar las tramas y la historia principal claramente, usar las escenas para que la historia vaya avanzando, crear antagonistas poderosos, meter al personaje en apuros, contra mayores mejor, crear antes del final un clímax, al principio "algo" que saque de la rutina al personaje, que este vaya cambiando... En fin, usted es joven y con futuro, pero este se ha de ganar y solo hay un camino: trabajar, trabajar y trabajar, tomándose uno todo el tiempo necesario para el relato y darle mil vueltas. No haga como yo que los escribo en dos o tres días y luego casi ni repaso (y que sé mucha teórica y no la pongo en práctica). Las grandes obras requieren grandes esfuerzos. Espero no haberle molestado, pero como creo que usted tiene futuro me he permitido hablarle claramente y no alabarle sin más. El relato en sí me gustó, "pero deriva por muchos caminos a la vez". Un placer haber pasado y saludarle, y feliz cumpleaños, amigo.
     
    #2
  3. Samuel17993

    Samuel17993 Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Muchas gracias Évano. Sabes que uno de mis problemas que no me gusta ir por el camino directo, ni lo "correcto"; soy el rebelde que se cae por el precipicio jeje. Este relato es como un monstruo pequeño, que lo he llenado de todo (no enllenar... como una pariente dice con aíres de "cultismo" :D y hay que oírla que está "enllenada"...), aunque más bien, sí, acá sería correcto decir enllenar: llenar hasta el borde, a veces hasta que sobresale...

    Un saludo de Samuel.
     
    #3
  4. Samuel17993

    Samuel17993 Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Ya podéis leer este largo... relato en el nuevo formato del foro... Además, puse un enlace al PDF, para que podáis descargarlo o leer en este formato.
    Un saludete de Samuel.
     
    #4

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