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Tienes nombre de revolución

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por AlmaDeLeón, 13 de Abril de 2015. Respuestas: 0 | Visitas: 269

  1. AlmaDeLeón

    AlmaDeLeón Poeta recién llegado

    Se incorporó:
    15 de Septiembre de 2014
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    Puede que la libertad sea tan solo un concepto, que augure la sensación básica de la

    existencia. Puede que vaticine su oposición, una condena. Puede, probablemente, ser una

    utopía, con la que todos soñamos, a la que todos queremos huir y reencontrarnos con ella…

    Para muchos, la libertad forma parte de la historia, la que tantas veces se ha alzado,

    histriónica, visceral; en voces de tantas luchas, detrás de tantos muros, y de altas llamas. Ha

    quebrado gargantas, con gritos roncos, ahogando sus voces en silencio…

    La casa del laberinto, como yo la llamaba, era una casa abandonada, llena de largos

    pasillos, con suelo de madera antigua, que crujía con cada pisada, la que se encontraba a las

    afueras del vecindario, cuyos inquilinos, decidieron marcharse tras unos sucesos

    extraños que se acontecieron un verano de los que nadie tuvo noticias, allá por 1980.

    Sin embargo, ese verano no sólo fue insólito para ellos, pues, para mi familia también, ya

    que mi abuela falleció, y yo, con diez años, no entendía aún el significado de la muerte.

    Una tarde lluviosa, decidí adentrarme en aquella profunda y lóbrega casa, ya que sabía

    que no habitaba nadie, para poder estar a solas, con tantos recuerdos y, aún con esperanzas

    de poder verla, porque pensaba, que quizá, ella aún podría consolarme. Me llevé un viejo

    espejo que, tras generaciones, ha pertenecido a todas las mujeres de la familia, un obsequio

    especial, que me regaló mi abuela cuando cumplí los ocho años; un diario, y una colección de

    postales de todos los lugares en los que he veraneado.

    Subí a la buhardilla, temerosa, y en un rincón de su inmenso vació ahogué mi llanto

    custodiada por sus paredes silenciosas. Se hizo de noche, y no vino a verme, me enfadé por

    ello, y mis esperanzas se marchitaron. Al marcharme, pisé un tablón suelto en el que no había

    nada y decidí guardar allí todos sus recuerdos. Volví a ese rincón cada día, durante cinco años.

    Cuando cumplí los treinta, ya que mis padres se habían marchado a vivir su jubilación en una

    casa al lado de la playa, decidí irme de mi casa familiar, y empezar una nueva vida, lejos de

    ese vecindario, que tanta añoranza me traía. Sin embargo, una extraña sensación se adueñó

    de mí y recordé aquella casa, aquel escondite, y decidí ir por última vez, despedirme de todo

    lo que allí aguardaba y recoger aquello que su suelo había escondido tantos años para mí.

    Pero, para mi sorpresa, encontré algo que yo no había depositado, algo viejo, polvoriento, con

    un leve olor a jazmín… Lo cogí, extrañada, y me di cuenta que era una colección de cartas,

    atadas con un cordel trenzado de color rojo vino. La primera carta que leí, estaba datada en

    1940, recién impuesto el régimen, y en plena postguerra:



    Quizá sea una nueva batalla,

    contra ti, contra mí,

    contra el mundo,

    que no entiende,

    que no tolera,

    que no reconozco.

    Quizá sea una nueva batalla,

    junto a ti, junto a mí,

    cuando por fin sonrías,

    y yo esté contigo,

    cuando quizá llore,

    y tu estés conmigo.

    Cuando la vida nos dé la oportunidad,

    y estemos juntos de nuevo,

    como ayer,

    sin miedos,

    como niños.
    Libertad, 2 de Mayo 1940

    Mi primera reacción, honesta y espontánea, fue echarme a llorar, como antaño, sin miedo,

    como una niña de diez años. Libertad… Mi abuela. Siempre había pensado que he sabido poco

    de ella, de su historia y sus vivencias, de sus amores, de la guerra…Sin embargo, parecía que el

    destino, después de veinte años, había decidido ponerme en mi camino aquellas cartas, y

    como consecuencia seguir apegada a ese lugar, con mucha más fuerza.

    Tras leerla varias veces, y pensar con sensatez, recapacité. Puede que tan solo fuera una

    casualidad. ¿Cómo era posible que esas cartas, en esa casa abandonada, en el mismo

    escondite en el que yo mantuve tantos años aquellos objetos, encontrara después de veinte

    años, ese regalo que el destino me había dejado?

    Primero pensé en mi madre, en su afán de intentar que superara la muerte de mi abuela, y en

    quitarme aquel sentimiento de culpa por no haberla conocido tal y como me hubiera gustado.

    Sin embargo, ella no podía saber que yo había mantenido ese escondite desde que ella

    falleció.

    Como era de esperar, tras encontrar esas cartas, no podía marcharme hasta saber, si,

    realmente, eran de mi abuela o había sido una inoportuna casualidad. Cogí todo lo que dormía

    bajo ese tablón y me marché a casa. Estuve días y días sin dormir, leyendo cada palabra, una y

    otra vez, intentando averiguar todo de aquella Libertad

    Las viejas cartas, ensobradas, pero sin destinatario, contaban la historia de una mujer

    que vivía en un pequeño pueblo de montaña, en León. Narraba las experiencias de su

    juventud, y podía notarse una felicidad humilde tras esas sagaces historias…

    En cambio, a partir de la décima carta, datada en 1936, contaba de disparos, muerte, exilio,

    guerra… Parecían escucharse los gritos, la gente escondida en sus sótanos, el silencio de las

    pisadas, el llanto de los niños, el estrépito de armas… En esas cartas, sin embargo, no escribía

    con esa aparente felicidad de años atrás, sino que se denotaba cierta ira y desolación. Las

    fechas de las mismas se alejaban con frecuencia entre unas y otras; con grafía ruda, las letras

    se leían más gruesas, como si hubiera apretado la pluma con tanta fuerza que sentía el papel

    resquebrajarse.


    Sé que esta carta nunca llegará a tus manos, ojalá pudieras tirar las armas y

    volver a mi lado. Lucha y sobrevive. ¡Inténtalo con todas tus fuerzas! Yo te las

    mando desde aquí, tu hogar, el que crece en mi vientre. Sigo luchando como

    puedo, en la taberna, donde los que quedamos nos seguimos reuniendo. Siguen

    hablando de estrategias tras el desastre de Teruel, de planes militares…

    ¡Militares dicen!

    No dejaré de luchar por ti, por nuestros sueños, y que todo esto acabe pronto.
    Libertad, 1 de Marzo de 1938

    Tras esta declaración, supe que Libertad estaba llevando a cabo una lucha clandestina,

    embarazada, y esperando a que, aquel muchacho, inmerso en batalla, volviera a su lado.

    Pensaba en ella, en la sensación de impaciente espera, por si, aquella terrible guerra se ganaba

    otra vida más, o en cambio, aparecía en un día soleado, mientras ella tejía, sentada en su

    mecedora, cantando una nana a ese bebé que estaban esperando, lleno de vida, inocente y

    ajeno a toda esa barbarie.

    ¿Sería ella? Nunca imaginé ni por un instante, la gran fortaleza que, tras leer esta carta, supe

    que la alumbraba. Por eso, me planteaba que, si fuera ella la protagonista de esta historia,

    acerté todos estos años, en los que me invadía ese sentimiento de culpa por no haberla

    conocido.

    Pasan tantas personas por delante de nuestros ojos, formando parte de nuestras vidas, de las

    que no somos capaces de ver más allá de lo que son, en apariencia, guardando en el fondo de

    sus mentes cada lucha, cada sacrificio, cada fracaso. En cambio, si todo ese mundo interior,

    fuera plasmado, escrito, escribiríamos el mejor libro de la historia; de la esencia básica de la

    existencia, de la supervivencia.



    Pequeña:

    Te escribo esto desde el horizonte, donde veo partir al sol, y con él, mí

    vida se esfuma… Estoy refugiado entre matojos, esperando la huida,

    la huida que siempre te prometí. Pero, esta vez, tengo que marcharme

    sin ti. Sueño con la cara de nuestro niño, al que nunca conoceré, pero sé

    que le hablarás de mí, y sabrá quién es su padre. Lucha hasta el final,

    os aguarda un buen futuro, aunque tarde en llegar. Por ello lucho y por

    ello muero.

    Y recuerda:

    - Libertad, tienes nombre de revolución.

    En Ebro, 15 de Noviembre 1938

    Tienes nombre de revolución… Resonó en mi cabeza durante días. Era la última carta. Ese

    muchacho, desfallecido, escribiendo sus últimas palabras, dedicadas con tanto amor. La

    historia más trágica y más bonita nunca escrita, y sé, lo presiento, esas palabras estaban

    destinadas a que ella las leyera; ofreciéndola un hueco de esperanza desdeñada, puesto que

    su lucha, a pesar de haber caído, significaba una gran victoria, ya que, había muerto batallando

    por el futuro que ellos anhelaban, del cual, su hijo podría disfrutar cuando creciera.

    Imaginaba a Libertad, frente a la puerta de su hogar, recibiendo esa carta en manos de alguien

    que había sobrevivido, y temiéndose que el peor sueño que jamás tuvo, se hiciera realidad.

    Podía verla leyendo la carta, mientras de la cornisa de sus ojos caían lágrimas, cómo pétalos de

    amapola, tras finalizar el verano. Sus lágrimas chocaban con fuerza contra el papel, y sus

    manos lo agarraban con rabia, postrándoselo contra su pecho, y con los ojos cerrados,

    vislumbrando el rostro de aquel muchacho, recordando la pícara sonrisa que la dedicó antes

    de partir; jurándose a sí misma, no olvidarla nunca.

    Me quedé un par de meses más de lo planeado en mi casa familiar, hasta que, un día de otoño,

    recibí la inesperada visita de mis padres. Llevaba sin verles un año, desde mi pasado

    cumpleaños, y entonces recordé, el motivo de su visita. Había estado exactamente un año

    sumergida en esa historia, y me veía bastante desmejorada. Por lo tanto, habían regresado

    para celebrar mi cumpleaños. Trajeron un par de regalos; un cuadro que abordaba tantos

    colores llamativos que me hacía daño en las retinas , y una vajilla, para mi nueva casa. En

    cambio, mi madre aún guardaba algo, que con cuidado sacó de su bolso, me miró, y en su cara

    se dibujó una pequeña sonrisa, intuyendo todo lo que había ocurrido. Antes de darme aquel

    papel doblado, de un color amarillento, me dio un tierno beso, limpiando con sus labios, la

    lágrima que recorría mi mejilla:

    - Esta es la última.

    Sofía:

    Sé que crees que me marcho pronto para ti, no tienes más que diez años. Sin

    embargo, yo he vivido mucho, ha llegado la hora de partir. No te enfades,

    aprenderás que la vida son pérdidas, tú no tienes la culpa. Me marcho feliz,

    puesto que he estado a tu lado en muchas ocasiones especiales, en momentos

    que sé que recordarás siempre, aunque me hubiera gustado tener las fuerzas

    necesarias para lidiar con ese nerviosismo que te caracteriza ¡cómo me

    recuerdas a mí!. Te he visto crecer, cometer errores, cogerte una llantina por no

    saber cómo arreglar la situación, pero finalmente , hacerte fuerte y

    solucionarlo. Estoy orgullosa de ti y en la mujer en la que, como esperaba, te

    has convertido. Ojalá hubiéramos tenido más tiempo de compartir

    experiencias, de contarte mil batallas, pero he hecho lo posible para que eso

    ocurra, aunque no me encuentre contigo.

    He dejado a tu madre la tarea de darte mis cartas, de la forma que ella eligiera,

    pero tan solo con una condición; tenía que esperar a que crecieras, a que

    te hubieras hecho mayor, y así, entender, con más nitidez, todo lo ocurrido en

    lo narrado en las cartas.

    Por lo tanto, sé qué si estás leyendo esto, encontraste todas las demás; la

    historia de mi vida.

    En primer lugar, como sabes, Julián, tu abuelo, al que no te dio tiempo a

    conocer, ha sido mi marido durante treinta años, al que he querido con toda

    mi alma, y fruto de ese amor nació tu madre. No me arrepiento de la vida que

    he tenido, he sido feliz, acompañada de un hombre que ha sabido cuidarme,

    protegerme, y arroparme en las noches en las que la oscuridad se apoderaba

    de mi sueño.

    En cambio, habrás leído que escribí cartas a un hombre inmerso en batalla, de

    las cuales él nunca tuvo conocimiento, sólo eran retazos de la añoranza que

    sentía, para intentar llenar el vacío que me producía su ausencia.

    Le conocí cuando tenía dieciséis años, en 1929, en la fiestas patronales de mi

    pueblo, Vegacervera. Él era vocalista de la orquesta que tocaba una noche en

    la Plaza Mayor. Era un amigo de la familia, y pasamos todas las fiestas juntos,

    sumergidos en las luces destellantes, y la magia de la noche. Pasamos seis años

    maravillosos, aprovechando cada ápice de nuestra juventud. Hasta que

    comenzó la guerra.

    Un año después, decidió que tenía que partir para luchar por nosotros, y yo, por

    mi parte, le entregué mi corazón, los mejores años de mi vida, y mi espera. Se

    marchó sabiendo que yo estaba embarazada, en cambio, prefirió luchar por la

    causa, y yo acompañándole en la lejanía.

    Pasaron meses hasta que recibí la única carta que él me escribió, llena de dolor

    y desesperanza.

    Debes saber que, finalmente perdí al bebé que estaba esperando, en una

    emboscada que sucedió en la taberna, de la cual no todos salimos con vida… Lo

    único que me quedaba de él, el único que podría calmar mi desazón… Pude

    notar como su alma se marchó con él , y ambos se unieron en el horizonte.

    Con todo esto, quiero hacerte cómplice de mi historia, y pienses, cada vez que

    te acuerdes de mí, que conocías a tu abuela, sincera e incondicionalmente.

    Te quiere;

    Libertad, 3 de Junio de 1980.

    Conseguí desprenderme de todas aquellas sensaciones que me invadieron durante tantos

    años, me despedí de todos los momentos en los que creí ser una niña para poder convertirme

    en lo que era en realidad. La pude decir adiós, y de mí salió un suspiro de alivio, una nueva

    brisa, un toque de aire fresco recorrió mi cuerpo, y en mi cara se dibujó una sonrisa, sincera,

    sin complejos, y por fin pude marcharme…


    REBECA
     
    #1

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