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Tomás

Tema en 'Prosa: Obra maestra' comenzado por negrojf, 26 de Agosto de 2009. Respuestas: 3 | Visitas: 1337

  1. negrojf

    negrojf Poeta recién llegado

    Se incorporó:
    26 de Agosto de 2009
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    Tommy Gabán era un hombre anacrónico. Entre los jeans, las camisas de colores vivos, los productos para el pelo, las gomas de mascar y las luces epilépticas que salían de las discotecas de moda, destacaba su camisa blanca abrigada a medias por un chaleco con delgadas rayas verticales de color blanco. Sobre éstos y su pantalón cenizo de paño inglés, descansaba hasta sus tobillos un gabán del color de la noche. Al menos del color de aquella noche, porque según sus amigos, que eran muy pocos, aseguraban que el color de aquel gabán cambiaba dependiendo de su estado de humor. Cuando salía de ganar en el blackjack en el casino o acertaba al caballo ganador en el hipódromo, comentaban sus amigos poetas de taberna, se tornaba de un azul pleno como el infinito más puro. Pero cuando por el contrario perdía, sus amigos lo percibían de un gris frío semejante a la niebla cortante de las heladas madrugadas londinenses. Pero aquella noche su gabán se había tornado asombrosamente de un color de sombras. Un negro que combinaba a la perfección con su sombrero de ala ancha y que se confundía con sus zapatos de cuero azabache.


    Se levantaba Tommy Gabán con la primera nota que tocaba su vecina en el piano cuando comenzaba su práctica diaria, que era a las siete y media de la mañana. Abría siempre su práctica tocando un tema de Michael Nyman que había escuchado alguna vez en una película de Roman Polanski, pero aquella mañana comenzó su práctica con la Sonata de Claro de Luna de Beethoven. La escuchó mientras revisaba su colección de péliculas. Ahí en esa fila de videos viejos destacaban sus favoritos: El halcón maltés, Chinatown y The postman always rings twice. Hacía esto con religiosidad mientras las notas que su vecina tocaba en el piano se perdían entre la densa niebla que cubría los rascacielos y las montañas que rodeaban la ciudad que comenzaba ya a agitarse. Cerró los ojos por un momento, y luego se entregó resignado a lo que sería un nuevo día de trabajo: la torre interminable de hojas, la clasificación de cada una de ellas y luego el archivarlas. Era eso, y no más, lo que hacía Tomás entre los anaqueles de metal verde agrio. Cuando veía satisfecho que la torre de papel bajaba notoriamente, un hombre pálido, de contextura lánguida y de pequeños anteojos redondos estrellaba otra torre babilónica contra su mesa.

    Soportando el tic tac monótono del reloj colgado en una de las paredes blancas de la estrecha habitación, Tommy Gabán pensaba en el día que la conoció. Recordó las luces intermitentes de neón, el sonido de las bolas de billar chocándose entre sí, los insultos que transformaban de un rojo parduzco el paño verde de las mesas de los juegos de naipes, el olor a whiskey barato y el humo de cigarrillo que ascendía en misteriosas formas hacia el techo. Recordó su conversación con Roque y José Luis y los otros muchachos. Y ahí, escondida entre esa densa nube de embriagado incienso perfumado de tabaco y nicotina, estaba ella, sentada en la barra, con las piernas cruzadas observando, buscando con aquellos ojos negros brillantes rasgados como los de la serpiente del paraíso terrenal, un peregrino inocente.

    Tomás de santo sólo tenía el nombre. Conocía como un manual todo lo relacionado con la calle y tenía una capacidad sensitiva sobrenatural. Podía saber la cantidad de dinero que un hombre apostaba con el sólo ruido de las fichas, podía sentir a cinco cuadras el olor a navaja oxidada y era capaz de entender la voz de las luces de los faroles que a veces le hablaban y que le advertían sobre posibles peligros. No le temía a nada en lo absoluto. De hecho no conocía el miedo hasta que conoció a Michelle entre las olas de humo y las luces incandescentes de neón que sonaban interrumpidamente como un coro de abejas asesinas.

    Michelle tenía la mística y el misterio de los gatos negros. Tenía la capacidad de aparecer y desaparecer con tal facilidad que incluso los espíritus de los viejos callejones y de las tabernas llegaban a tener una vida eterna miserable sólo para aprender sus habilidades de hechicera prodigiosa. Pero cuando hacía presencia, ¡ah!, pero cuando hacía presencia era lo más parecido a una pantera, el sonido de sus tacones penetraba en lo más profundo de los nervios de los solitarios y su mirada era una terrible tormenta negra. A los marineros que frecuentaban aquel lugar le temblaban las manos y sus vasos de whisky formaban temibles olas cuando la miraban al rostro.

    Tomás recordaba esto, y ya cansado, ponía su codo sobre la superficie de la mesa y su mano en la frente. Jugando con su bolígrafo plateado haciéndolo bailar en círculos recordó aquel encuentro milagroso, que mantenía aún borroso en su mente, como si aquel momento hubiese sido un sueño. Recordó a Michelle acercándose y hablándole en la barra. Recordó sus labios rojos entreabiertos, sus ojos negros como dos abismos infinitos, la rockola que tocaba The Shotgun Blues de los Blues Brothers, dos Bloody Mary que se derramaban sobre una mesa, el humo que salía del largo cigarrillo de Michelle y que ascendía al techo en forma de un pájaro con las alas extendidas. Con una sonrisa tenue recordó su ridícula actitud frente a ella, adoptando una postura arrogante, un terrible Humphrey Bogart. Recordó que ella se reía cuando él bromeaba y que hablaron horas sobre cine noir. Recordó el beso escarlata y su gabán tornándose violeta.

    Las paredes blancas de la oficina se hacían ya grises cuando Tomás recordó la noche mágica que siguió. Aquella noche era un collar de diamantes. Y allá abajo, un vestido negro moteado de estrellas y un vino tinto. Tres compartían aquel balcón: él, ella y la luna. El gabán violeta y su sombrero testigos en el perchero.

    Era ya de noche y Tomás salió de su trabajo caminando por el duro gris escarchado de la Calle de las Cenizas, con sus manos en los bolsillos de su gabán, recordando. Recordando al sol pálido testigo de sus celos. De sus celos que hicieron de su gabán, un gabán negro. De ese negro abismal, ese que ataca por encima del vientre y debajo del corazón. De ese negro que causa vértigo y que hace que ese negro se mezcle con el rojo de la sangre y que besa cruel desde la punta de los pies de los nervios hasta desvanecerse a lo largo de todo el rostro. De ese negro que Roque, José Luis y sus otros amigos de taberna compararon alguna vez con el color de las sombras.

    Recordó mientras cruzaba la Calle de los Martirios aquella vez que ella quedó largo rato en silencio frente a él, y que desde la sala y desde el viejo televisor la voz de Mary Astor escabulló imprudente las paredes hasta los oídos heridos de Tomás. “No he sido buena, he sido mala, peor de lo que usted pueda suponer, pero no tan mala. Míreme Mr. Spade. Usted sabe que no soy completamente mala, ¿verdad? Lo puede notar, ¿no? Entonces ¿No podría fíarse de mí un poco? ¡Estoy tan sola! ¡Tengo tanto miedo! Y no podré contar, si usted no quiere hacerlo, con nadie que me ayude.”. Tal era el diálogo que se escapó de la sala, que pasó por el comedor y que hizo que las ventanas de la habitación de Tomás se comieran sus propios vidrios y las estrellas del cielo cerraran los ojos por lo que dura el quejido de una cigarra. Y mientras tanto Michelle seguía mirándolo con esos ojos de gato herido, de esos ojos que hablan en silencio, de esos silencios que rompen el alma y hacen frágil al más temible de los leones.

    Aquella noche ningún farol dio señales, no guiñaron los ojos, no había olor a navaja oxidada, ni se escuchaba siquiera la luz lastimera de las miradas amenazantes de los autos cuando Tomás con las manos en los bolsillos de su gabán de sombras y mordiéndose los labios recordó aquella obsesión, el fantasma entre la multitud, la silueta invisible que se escondía tras el lápiz labial, el vapor formando monstruos que se adherían a su espejo y otros que se desvanecían en el vacío y que se lo devoraban por dentro. Entonces ella llegó. Primero gritos, luego cristales rotos, gotas de sangre esparcidas sobre el parquet, las lágrimas de la luna. Entonces Michelle se fue quien sabe para donde con los ojos heridos llenos de fuego, con los tacones hechos furia y entonces los duendes de la calle y las luciérnagas se escondieron asustados tras los muros asaltados por los graffitis. Aquel viejo televisor invadida por esas imágenes en blanco y negro soplaba en el aire silencioso las voces de Mary Astor y de Humphrey Bogart: “Eres la persona más violenta que he conocido ¿Eres siempre así de agresivo?”

    Tomás abrió la puerta sumido en aquellos recuerdos de colores opacos, los pájaros nocturnos posados en los techos y en los cables de los postes de luz fueron testigos de ello. Se quitó su sombrero y su gabán y los colgó en el perchero. El silencio por un momento, respiró profundo, prendió las luces. Revisó sus viejos videos, faltaba El halcón maltés. Se extrañó, más no se asustó y lo buscó entre todos los objetos de la sala. Arriba, su vecina ya no tocaba la Sonata de Claro de Luna de Beethoven sino el Claro de luna de Debussy. La música era dulce y las estrellas se reflejaban en los charcos azules que descansaban sobre el suelo plomizo. La ciudad era una invasión de seres mágicos, llenos de luz que se esparcieron en las azoteas de los edificios que miraban hacia el cielo con su cuello erguido. Eso vio Tomás tras el cristal de su ventana. Se tumbó a descansar en su sofá de terciopelo azul y cerró los ojos por un instante. Luego, el disparo de un revólver hizo que levantaran vuelo las mariposas blancas hacia la noche infinita. Y Tomás abrió los ojos y vio todo como en sus sueños, en blanco y negro. Todo él se hizo grises. La luna se hizo roja, su gabán púrpura y su sombrero se tiñó de pólvora. Una bala sobre el terciopelo azul.

    Giró su cabeza hacia atrás y ahí estaba Michelle, con su cabello rubio y sus labios rojos, con un arma en la mano. El Claro de luna de Debussy se hizo eterno y el piano lloró marfil y cenizas. El azul y el rojo de las sirenas se escucharon estruendosos entre aquel polvo fino y la niebla que se desprenden de las paredes grises en las noches. Un gemido salió de las entrañas del televisor y se trasladó como un espíritu a los labios de Humphrey Bogart: “Te voy a entregar. Lo probable es que escapes con cadena perpetua. Eso quiere decir que estarás libre dentro de veinte años. Eres un ángel. Te estaré esperando.” Terminado este diálogo, el televisor se apagó, y Tomás se levantó, recogió su maletín del suelo, guardó ahí sus películas, incluyendo El halcón maltés que encontró al lado de un jarrón de flores marchitas. Se puso su gabán púrpura y su sombrero de ala ancha. Abrió la puerta de su apartamento y sólo encontró oscuridad. Caminó sólo, con las manos en los bolsillos sobre una autopista fría y escarchada. Las luces de las tabernas ya se habían apagado.

    [MUSICA]http://www.garageband.com/mp3/Claire_de_Lune.mp3?|pe1|WdjZPXLrvP2rYVS_amxkBA[/MUSICA]
     
    #1
    Última modificación: 15 de Noviembre de 2009
  2. x

    x Invitado

    Amigo fabuloso relato, descripciones con metáforas excelentes. Final sorprendente con ese gusto que deja a curiosidad y preguntas de seguir pensando mas allá del relato. Estrellas amigo en esta prosa que necesita tiempo, pero lo amerita. Saludos Paloma
     
    #2
  3. negrojf

    negrojf Poeta recién llegado

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    26 de Agosto de 2009
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    Gracias Paloma por tomarte el tiempo, me alegra que te haya gustado el relato
     
    #3
  4. ROSA

    ROSA Invitado

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