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Tres minutos

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Susana del Rosal, 2 de Julio de 2016. Respuestas: 0 | Visitas: 308

  1. Susana del Rosal

    Susana del Rosal Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Mujer
    Al empezar a oscurecer, subió la cuesta resbalándose en el terreno desigual lleno de piedrecitas, frecuentemente lastimándose las piernas con la maleza crecida luego de los aguaceros. A su paso, consiguió cerezas y se llenó los bolsillos para ir comiendo una a una en el trayecto que apenas en minutos le llevaría al sitio acostumbrado.

    Una multitud de mariposas se agitó en el aire como saludándolo, en fraterno ademán de bienvenida y un perro callejero que solía dormitar junto al limonero se apresuró a recibir la caricia de sus manos. Él abrió la palma izquierda para ofrecerle cerezas maduras y sonrió al ver que el can las engullía con voracidad. Siempre pasaba igual en aquellos atardeceres llenos de sol o de lluvia, cuando acudía al llamado urgente del perro abandonado que se había apropiado del huerto para esconderse quizás de sus crueles amos, a lamerse las heridas y escapar así de otros animales agresores. Una semana ya, cuidándolo, llevándole comida y cariño retribuido con aquél movimiento confiado de su cola lastimada. Allá arriba en la loma el aire era más frío, pero por la rutina diaria casi no lo sentía. Su preocupación por el animal a quien incluso le había puesto nombre, lo hacía resistente a cualquier clima.

    Allí estaba el tronco caído, esperándolo, tosco asiento vespertino confidente de la oración diaria y callado amigo. Le dio dos golpecitos para limpiar un inexistente polvo y se sentó a disfrutar de su soliloquio. Empezaban a salir las primeras estrellas. El cielo perdía despacio su claridad y el sol no se decidía a marcharse, por lo cual a lo lejos en el horizonte, aún se distinguían fugaces trozos anaranjados. La hora indecisa, pensó, y se metió en la boca otro puñado de cerezas.

    El pueblo a sus pies se llenaba poco a poco de luces artificiales, mientras su entorno se tornaba difuso. Apenas distinguía ahora las verdes cúpulas de los amados árboles, el sinuoso camino de descenso. Y mientras las cerezas desaparecían, él comenzó a cantar en voz baja, desafinando su garganta y afinando el alma, breves frases de alabanza que subieron en espirales blancas a confundirse con las nubes que quedaban disueltas en el amplio espacio del cerro, en medio de las ciruelas y las mandarinas. Era su ritual acostumbrado en el mismo sitio, donde le parecía estar más cerca de Dios y ese día en especial acudía para orar por ella, su compañera ausente, presente eternamente en aquellas florecillas moradas que cubrían la parte alta del viejo patio. Sintió las lágrimas resbalar frías por su barba crecida y correr garganta abajo hasta humedecer la camisa caliente de sol. Con gentileza arrancó las humildes plantas y fue envolviéndolas en periódicos, arreglando con amor las finas raíces. Crecerían bien al otro lado de la tapia, sobre los restos de la amada. Su tenue perfume le haría sonreír en ese sitio bonito y blanco donde debía estar ahora.

    Con su preciosa carga sobre el pecho, se sentó nuevamente bajo el gran olivo y cerró los ojos para disfrutar vívidamente el recuerdo irreemplazable. Musitó resignado una tonada triste que cerró la noche en rauda capa oscura. Callaron los pájaros y croaron las ranas. Gritaron los grillos con estruendoso pitido su aplauso victorioso. Y él calló su canto para incorporarse.

    Allí quedó el viejo tronco a la espera del día siguiente. El perro alzó las orejas, alerta. La luna asomó atenta sus rayos redondos mientras comenzaba el descenso hacia el hogar.

    Tres minutos apenas para regresar desde lo alto. Ocho horas largas para descansar y amanecer de nuevo.

    ("Minutos contados")


































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    #1
    Última modificación: 2 de Julio de 2016

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