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Un Banquete singular

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Eloy Ayer, 19 de Marzo de 2023. Respuestas: 0 | Visitas: 231

  1. Eloy Ayer

    Eloy Ayer Poeta asiduo al portal

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    En el día de S. Valentín existe la costumbre de despertar a nuestros antepasados muertos y hacer una fiesta con ellos en las gradas del cementerio. Mujeres y hombres dejan las tumbas y caminan en procesión al poniente detrás del sol, contemplan el final de la tierra y una multitud de arrugas surcan su cara y los rincones de su alma pues ya aprendieron a llorar y soportar el sufrimiento.

    Del cementerio también han salido algunos espíritus intermedios que vagan por los laberintos del purgatorio y seres más santos que al salir desparecen en el aire, en el lejano sonido de la tarde y por el cielo.

    En algunas sepulturas son varios los muertos enterrados, entonces se aprecia la diferencia, los nuevos bienvestidos y con el cuerpo aún resplandeciente y los más viejos con el esqueleto descompuesto y restos de cabellera que arrean badana desde abajo con alguna astilla de sus cajas podridas.

    A un lado hay un viejo ciprés con las ramas cargadas de amargos frutos y en la esquina una cruz de piedra hace de vigía al exterior de la calle.

    Las lápidas de las tumbas están corridas, la tierra removida por el roce de los cuerpos, en algunos lugares queda el hueco de una explosión y en otros han utilizado pequeñas escaleras para salir del lecho. Cerca del pasillo, entre el césped, pueden verse las herramientas amontonadas de abrir las cajas o romper los cierres sobredorados de las mismas.

    Los muertos pasean por la explanada del cementerio en espera del banquete. Es éste un lugar libre, muy ventilado, desde donde se divisa una feliz panorámica de la iglesia. Se alejan hablando entre parientes con la ropa de fiesta y de muertos, con una extraña alegría en el hueco del corazón y la luz de los ríos del infierno reflejada en la dentadura. Algunos llevan en los ojales claveles frescos naranjas y amarillos, otros bajan al río donde el agua, al verles llegar, se tiñe de colores fosforescentes, burbujea y manda vapores blanquecinos a la atmósfera.

    Después regresan de la explanada, vienen cantando viejas

    melodías y recuerdan los nombres de su época, “¡ah, pues tú debes de ser…!”, miran las fotos encristaladas de las cruces de las tumbas, recuerdan…, recuerdan…, viajan con el tiempo, añoran la “galicia” de sus vidas, su alma es la resaca del mar de las espumas, algo queda fuera para siempre, al otro lado de la verja, en el espacio delante de la puerta.

    Es curiosa la forma de andar de los espíritus, ni siquiera rozan el suelo con los pies, caminan con todo el cuerpo a la vez y un poco en plano inclinado y son bellos, sí, en el hueco entre la ropa tienen reflejos nacarados y de bronce como el amanecer, de oros puros como cuando el sol se pone en el mar.

    De todas formas son seres de una sabiduría perfecta pues conocen lo que hay al otro lado de la muerte. Nada ni nadie parece turbar la paz de esos espíritus, su mirada es lánguida como el sueño de las grandes bestias y su cuerpo despide olores viejos como a ropa de baúl o a resinas de árbol.

    Se para…, se para…, se para la rueda. En el aire están grabadas las historias de su vida, recuerdan todas las cosas, pero no tienen miedo, es su postura de jueces lo que les salva, ¡aves peregrinas!, su manera peculiar de ver la culpa.

    En la primera grada del camposanto han puesto un catafalco todo cubierto por una capa de color oscuro, de un color azul violeta que hace destellos irisados con la brisa. Hay cuatro candelabros de pie en las esquinas con unos enormes cirios encendidos que exhalan el tenue perfume a cera de la combustión.

    Un grupo de esos muertos está charlando animadamente a un lado del pasillo, forman un triángulo caleidoscópico, las manos blancas como el mármol lapidario cortan el aire con movimientos suaves y precisos. Las palabras asemejan plantas con las raíces en el más allá y hablan en susurros con frases largas e intensas. Hay otros grupos parecidos cerca del ciprés y en la puerta de entrada.

    Se para…, se para la rueda, se detiene el carro de los astros, el tiempo se queda en el reloj. Es una tarde magnífica, el amplio cielo de la llanura está atardeciendo, algunas nubes blancas, muy blancas reflejan la luz del horizonte, no vuelan pájaros ni aves, no hay ruido ni alboroto alguno.

    Al efecto del banquete han colocado una mesa alargada que ocupa todo el pasillo central desde un extremo al otro del cementerio y, alrededor, hay unos sillones de madera oscura con un sinfín de filigranas y fantasías. Dicha mesa es una fuente de esplendor, los manteles llegan casi al suelo, hay numerosos candelabros de plata con bujías de cera y centros de flores y está arreglada con deliciosas bajillas y cuberterías.

    Desde el camino del río llegan unos grupos de camareros que, al cruzar la puerta enrejada, forman pequeños escuadrones y esperan repartidos en el espacio hábil entre los mausoleos y las tumbas.

    La tarde ha ido cayendo, en el ocaso, el lugar del banquete queda iluminado por el resplandor de las lámparas. Los muertos toman asiento en torno a la mesa, no hay presidencia, parece una república de comensales en la que todos valiesen lo mismo y hablasen de las mismas cosas. Transcurren unos momentos de silencio, la cena parecer algo importante, incluso algunos toman la postura del tocador de piano y piensan que debe ser cosa del infierno todo aquel lujo a su alrededor.

    A ambos lados de la puerta han quedado esperando tres parejas de sirvientes. Todos ellos usan espléndidas libreas con bordados dieciochescos y albinas pelucas de pelo esponjoso, algunos permanecen alrededor de la mesa para dar los últimos toques o comentar los detalles del inicio de la fiesta. Desde su postura parecen entenderlo todo con esa mirada indirecta que abarca personajes y objetos.

    La luz llega de los candelabros e ilumina todo el recinto, los muertos que despertaron a la tarde, observan ahora cómo la última claridad del día se mezcla con los reflejos ambarinos de la luz de las candelas. En el ambiente hay una leve sensación de frío que hace temblar a los comensales, pero que ellos soportan estoicamente acostumbrados a las severas condiciones de la tumba. También es un lugar de paso aquel ágape sorprendente, un apartado, un interludio en su eterna condición de muertos. Los más jóvenes, además, en un mejor disfrute de las esferas celestes dibujan lánguidas sonrisas en el rostro y parecen desearles a todos con la expresión las felices navidades.

    Una lechuza cruza con el vuelo perdido en las sombras a uno de los lados del cementerio.

    Es un lugar de película, creo yo, poco seria aquella escena. Todas aquellas almas alineadas, pegadas al respaldo de los sillones, transparentes y pálidas en espera de la noche, con el cuerpo visible transido en el fervor de las vísperas y un ligero olor a incienso que llega de los cuerpos en descomposición.

    Algunas de esas cosas son indescriptibles como la forma de calcomanía que les dibuja la luna de poniente o la manera de mirarse a los ojos como si los sentimientos estuviesen fuera de las vísceras.

    El camarero mayor cruza la puerta enrejada mientras sus compañeros siguen la ceremonia tras él. Lleva en las manos una bandeja con una tapadera de campana toda de plata y resplandeciente. Es un ejemplar magnífico, alto, con las puntas de la peluca esparcidas sobre los hombros, las facciones de ángel y el paso decidido que camina a la mesa de celebración. Al llegar, el grupo de acólitos se cuadra a ambos lados para dejar espacio al servicio del camarero, éste coloca la bandeja en el centro de la mesa y retira la tapa. Es una hermosa avellana cuya carne queda al descubierto al abrirse a los lados la cáscara.

    Continúa el banquete, continúa la música de los cielos, el susurro del idioma de los muertos que sorprende la charla amorosa de los eternos amantes, y hace piruetas en al ambiente extraño de la tarde.

    Atentos a la ceremonia, los muertos de S. Valentín siguen con la mirada la pericia de los camareros que, poco después, trinchan con descaro la avellana y la reparten para gozo y festejo de los comensales.

    Termina el invierno, sólo unas cuantas semanas y volverá la estación de las flores, porque ellos no, hace tiempo que salieron de órbita y de onda, ajenos a la sucesión de los astros y los ciclos de la luna. En los alrededores reina la paz, la temperatura del ambiente aunque todavía son los meses de invierno, es agradable.

    Han aparecido unas sombras en la pared de la iglesia. Al fondo del cementerio se ve la figura de un camarero de perfil atento al resto de la escena, tiene la cara tiznada de negro y aspecto de portugués. En la parte de abajo de la pared, cerca de las tumbas, hay unas figuras alargadas como si fuesen dos enormes lagartos que parecen estar discutiendo de algo. Están agachados, apoyados en la punta de los codos, después toman extraordinarias posturas eróticas que desaparecen, vuelven a verse un poco más tarde y, a la postre, quedan mirando un punto en el infinito subterráneo del planeta. Las figuras se paran, hay un momento de magia en el que pasan varios días o estaciones, vuelven a tomar la forma del principio y terminan en el negocio sobre cuál de los dos sería el dueño de la cosa.

    Mientras tanto en el banquete secular entre las tumbas han sucedido la mayoría de las cosas imaginables o fantásticas. Lejos, muy lejos, perdidos en el horizonte de la meseta los últimos resplandores del atardecer, dorados, azules y blancos.

    Poco más tarde termina el banquete, los muertos dejan los sillones y los camareros retiran mesas y manteles. Algunos quedan hablando cerca de la puerta y otros salen hacia la pradera para dar un paseo con el grupo de sus amigos.

    Cuando ya es de noche oscura, los muertos regresan al cementerio y desaparecen de forma misteriosa en los sepulcros, algunos ni se acuestan, permanecen allá tiesos pendientes de algo o se quedan escuchando el canto de los búhos en las pobedas, pero otros, se retiran sin más, corren las lápidas y desaparecen como pálidas estrellas tragadas por la tierra.

    Se cierra la puerta del cementerio, desaparecen espíritus y brujaslindas y todo queda con el aspecto anterior, sobre el ambiente mortuorio de las tumbas se escucha la eterna melodía de los muertos.
     
    #1
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