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Un día cualquiera

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Asklepios, 7 de Octubre de 2020. Respuestas: 0 | Visitas: 302

  1. Asklepios

    Asklepios Incinerando envidias

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    Fue un bostezo amargo. Embistió a su aliento un bostezo amargo a modo de azote coagulado de los largos tragos de la pasada noche. Era una simple petición de tregua a tan poderosa resaca que su cuerpo se suplicaba a sí mismo mientras su mente intentaba, sino retener, sí al menos, recuperar un mínimo de cordura. Ni si quiera sabía dónde se encontraba, pero tampoco le importaba lo más mínimo en aquellos momentos. Cerró rendido los ojos de nuevo y dormitó hasta bien entrada la tarde. El resto del día, hasta la mañana siguiente, lo pasó inmovilizado, tirado no sabía dónde hasta que la necesidad de orinar lo levantó. Ver su imagen en el espejo del baño le mostró su desastre pero no pudo más que sentir indiferencia mientras su borrachera, ya desganada, le dejaba empezar a razonar, poco a poco.
    Optó por la ducha como inicio de rehabilitación. El agua, con los jodidos cambios de temperatura a los que se obligó, hizo milagros pero... por poco tiempo. Minutos más tarde, la pesadez y el cansancio le atraparon de nuevo, pero ya era otra su intensidad. Sin secarse del todo se cubrió con un batín, se calzó unas zapatillas y, más llevado por la costumbre que por la propia voluntad, abrió la nevera. Con la puerta abierta se quedó largo rato frente a ella, mirando sin mirar. Por fin bebió un largo trago de un refresco, de esos tragos en los que las burbujas provocan a uno retomar el aire por necesidad, con urgencia. Segundos después, un largo, desproporcionado y sonoro eructo proclamó conformidad. Se calentó un café con leche que tomó mientras ojeaba en el salón los titulares de un viejo periódico mil veces ya leído que no sabía por qué, no lo había tirado ya. Salió al balcón. Dio su aprobación a la noche que, habitada por una agradable brisa, disfrutó durante un buen rato. Quiso saber la hora pero no tenía puesto el reloj. Con un gesto de disgusto entró a por él. Se gozó afortunado al no necesitar ir hasta el baño en su búsqueda. Se cruzó antes con el que colgaba de la pared de la cocina. Se abrió una cerveza a modo de homenaje y regresó al balcón donde la terminó satisfecho mientras surgían en su mente, sin orden ni sentido, imágenes, recuerdos de lo que pasó o pudo pasar la noche anterior. "Pero... ¿estuve con Alba y Matías?", se preguntó entre asombrado y divertido. Un local, una calle, la barra de algún bar que no lograba identificar, montar en un coche... El desorden y la anarquía de los recuerdos, sorprendentemente, le agradaron. Incluso le resultó divertido no saber cómo llegó a casa. Pensó en ello unos minutos sin resultado, pero también sin preocupación. Estaba de vacaciones y era domingo por la noche. Las once y media de la noche. Aún no recuperado del todo, dudó entre salir a disfrutar de noche tan agradable o quedarse tranquilo en casa. Optó por salir. En vestirse y verse saliendo del portal no tardó demasiado. Caminó calle abajo sin rumbo fijo, sin saber realmente si quería o no encontrarse con conocidos. "La noche lo dirá", se dijo convencido de la neutralidad de su espontáneo pensamiento que no tardó en llevarle por lugares nada habituales para evitar encuentros. Y así lo hizo.
    Apenas había gente por la calle y despreocupado, miraba aquí y allá sin ver hasta que, a la altura de un iluminado escaparate que destacaba entre la negrez de la noche en la calle sin luz, se paró a curiosear. Era una librería que ofrecía, en una cuidada distribución, sus artículos. Destacaba la promoción de cierto libro de ensayo literario que llamó su atención, y más aun cuando descubrió que su autor era su antiguo profesor de ética literaria en la universidad. Ésto le dio pie al recuerdo de sus años de estudiante y a sus primeros años de docencia en los institutos y más tarde en la universidad donde ya llevaba dando clases trece años y donde conoció a su hoy ex mujer desde hacía tres años, y a Lucía, causa de la separación y que a los dos meses de relación, desapareció para siempre... También surgieron todos sus alumnos. Bueno, imposible acordarse de todos pero eran muchos los que permanecían como parte de su historia, gracias a su excelente memoria: Braulio, zoquete donde los haya; Emilio, el despistado; Aurelio, el alumno más brillante de todos los institutos recorridos... y los de la universidad: Aurora, pupila indomable en su primer año como profesor universitario; Cosme, tenaz como pocos; Gustavo, Ismael, Rosa y Teresa, cuarteto al que bautizó como los epicúreos. Se los veía más en el bar de la facultad que en las aulas pero que, gracias a su envidiable inteligencia y a su capacidad de asimilarlo todo, superaban sobradamente todos los exámenes aunque fueran por sorpresa. Hace mucho que no sabe nada de ellos pero, dadas sus capacidades, suponía estarían ocupando buenos y muy bien remunerados trabajos. También recordó, cómo no, a David, al que dirigió su tesis doctoral y con el que hoy en día todavía mantiene un intermitente contacto. Viven relativamente cerca y alguna vez se encuentran. Su mente bailó sin descanso entre el ingente alumnado acumulado a lo largo de los años hasta que surgió de nuevo la imagen de su ex mujer. El gesto de feliz y nostálgica sonrisa nacido por el breve viaje junto a sus antiguos aprendices cambió, repentinamente, por el de una culpabilidad no asumida ni tampoco creída del todo, pero presente. El desconcierto se dibujó en su cara. Un malentendido, que jamás se dejó aclarar,-origen básico de la ruptura-, mantenía en él la imposibilidad de sentirse cómodo tanto hacia ella como hacia sí mismo. Es de esas situaciones en las que el paso del tiempo corre en contra de uno. Cuando uno se atreve a abordar el tema, o bien el otro no accede o no es el momento oportuno. Y cuando las circunstancias le son favorables a uno, el otro no está para milongas. La vida tiene estas cosas. No es que Clara provocara nada y cierto es que su relación con Lucía era especial,- o así lo pareció en su momento-. Congeniaban muy bien y tenían aficiones comunes que Clara no compartía. Los celos, consejeros invisibles, siempre inoportunos y nunca bien utilizados cuando aparecen, hicieron bien su trabajo. Se fueron sumando momentos que, por mal interpretados crearon envidias, tensiones, indiferencias... todas sin sentido hasta que consiguieron su objetivo: El fin. La ruptura. Habían pasado tres años. Tres años en los que ni un solo día dejaba su amor de sufrir por ella. Y más, cuando verla era inevitable al tener amistades comunes. Agradecía en su interior haber superado esa etapa en la que uno cae en el desprecio y el orgullo, si no de forma directa, sí mediante gestos y actitudes disimuladas pero bien dirigidas y disparadas hacia el blanco en momento oportuno y de las que la víctima se da perfecta cuenta. Recientemente algunas veces, pocas, muy pocas, surgieron en él comportamientos de este tipo. Surgían al ser incapaz de dominarse, pero sabiendo también que se hacía más daño a sí mismo que a nadie.
    El alboroto de un claxon le asustó y sacó de este cavilar. Abandonó el lugar alejándose calle abajo. Una lámpara encendida y poco después la música que se oía hizo que dirigiera sus pasos en aquella dirección. Era un bar.Entró a curiosear pero con ademán decidido, como si ya lo conociera. El local le resultó muy agradable por lo simple de su decoración y por la música que, quien fuera, había decidido ofrecer. Las paredes blancas y el techo de un ocre suave con tres lámparas de diseño que combinaban sus diferentes intensidades de luz lo hacían muy acogedor. La encimera de la barra era de acero inoxidable y su frente estaba decorado con filas de barras de bambú y sacos de tela en disposición muy original y hasta divertida. Tras la barra, la pared del fondo estaba cubierta por estantes repletos de muy diversas botellas de alcohólico elemento, vasos y enseres propios de un local dedicado al divertimento. En un rincón, a larga distancia, un grupo de jóvenes mantenían una animada conversación repleta de comentarios invertebrados y de palabras invisibles, todas ajenas, durante horas, al paso del tiempo. Tiempo que en el exterior, con un palpitar diferente, daba el aviso de que un nuevo día estaba a punto de aparecer. Al abandonar el local, el cielo se ocupaba en organizar su nueva disposición. Se iba igualando la luz. Se apoyó en una pared y dedicó a observar. No había prisa ninguna. La naturaleza no escatimaba en sensibilidad. Durante unos minutos, disfrutó siendo testigo y al poco regresó a casa.
    Aquí decidí declinar mi escritura
     
    #1

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