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Un Tango Boricua en Buenos Aires (al revés)

Tema en 'Prosa: Amor' comenzado por Jose Anibal Ortiz Lozada, 16 de Enero de 2025. Respuestas: 1 | Visitas: 103

  1. Jose Anibal Ortiz Lozada

    Jose Anibal Ortiz Lozada Poeta adicto al portal

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    Ella llegó a mi vida como un bandoneón desafinado, un eco de Gardel arrastrado por la brisa de un Caribe que no conocía. Venía de Buenos Aires, con el acento hecho cuchillo y los ojos llenos de lunas porteñas, a perderse en las calles de San Juan, en los colores que rebotan entre el adoquín y el cielo de nuestra isla.

    Era un domingo en La Perla cuando la vi por primera vez. Bailaba descalza, ajena al calor que se pegaba a la piel como promesas rotas. No era salsa lo que movía su cuerpo, ni plena, ni bomba; era un tango extraño, extranjero, un ritmo que olía a calles mojadas y vino barato. Los tambores callaron por un momento y su danza se quedó suspendida, flotando como un secreto en medio de la tarde. Me acerqué, torpe como el jibarito que cruza un arrabal, y antes de que pudiera pensar en algo que decir, me habló ella, con esa voz que era toda Buenos Aires en un susurro.

    —¿Siempre bailan así en esta isla? —me preguntó, burlona, como si ya supiera que yo era demasiado sencillo para entender la música que cargaba en la sangre.
    —¿Y vos siempre bailás como si llevaras una herida en el alma? —le devolví, sorprendido por mi propia audacia.

    Sonrió. No una sonrisa cualquiera, sino una de esas que prometen que algo va a arder. Y ardimos.

    Amarla fue como aprender a bailar un tango con pies acostumbrados a la plena. Su cuerpo no pedía permiso, exigía. Cuando me tocaba, era como si en sus manos llevara todas las historias que su ciudad le había dado: las de los barrios, las de los poetas tristes, las de los amantes que se besaban a escondidas bajo las farolas. Y yo, con mi risa fácil y mi corazón de tambor, trataba de seguirle el paso.

    Había noches en que me hablaba de Buenos Aires como si la ciudad fuera una amante a la que había traicionado. “La extraño,” me decía, mientras sus dedos dibujaban tangos en mi espalda. “Extraño el Obelisco, las milongas, el olor a café y humedad después de la lluvia.” Y yo, estúpido de amor, le ofrecía el mar. “Aquí tenés la brisa, las estrellas, los sonidos de una isla que nunca duerme.” Pero ella nunca se quedó del todo.

    Era hermosa en su melancolía. Traía consigo la tristeza de los inviernos porteños, de las tardes grises que no tienen final. A veces me miraba como si yo fuera una canción que no podía entender, y en esos momentos sentía que estaba bailando solo, que ella ya estaba pensando en el próximo puerto, en la próxima canción.

    La última vez que la vi fue en un bar del Viejo San Juan. Habíamos discutido, como siempre, por cosas que no importaban y, sin embargo, lo eran todo: su necesidad de irse, mi insistencia en que se quedara. Esa noche, un músico tocaba el bandoneón y ella no pudo evitarlo; se levantó, y sin esperar por mí, comenzó a bailar. La vi desde la barra, con el corazón hecho pedazos, mientras su cuerpo hablaba en un idioma que yo nunca aprendería del todo.

    Cuando terminó, volvió a mirarme, y en su mirada estaba todo lo que no iba a decirme. “Vos y yo somos un tango que nunca termina bien,” dijo, y su voz tenía la dulzura cruel de quien ya está diciendo adiós.

    La llevé al aeropuerto al día siguiente. No hubo lágrimas, ni grandes palabras, solo un silencio pesado como el calor de mediodía. Cuando se fue, me quedé viendo el cielo hasta que el avión desapareció, y por primera vez en mi vida, San Juan me pareció pequeña, insuficiente.

    Ahora, cada vez que escucho un tango, la veo a ella. La siento en los adoquines de la ciudad, en la humedad de la noche, en el sabor amargo del ron que nunca vuelve a saber igual. A veces me pregunto si allá, en su Buenos Aires, alguien la está haciendo bailar, alguien que entienda la tristeza que lleva en la piel. Y otras veces me digo que no importa, porque aunque ya no esté, su sombra sigue bailando en mí.

    Ella era un tango que mi corazón caribeño no podía seguir, pero que amé de todos modos, hasta el último compás.
     
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  2. luna roja

    luna roja Princesa de fuego

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    Hermosa historia de amor,
    gracias por compartirla.
    Un placer leerte.
     
    #2

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