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Un trato

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Rolando de los Rios, 11 de Enero de 2013. Respuestas: 0 | Visitas: 483

  1. Rolando de los Rios

    Rolando de los Rios Poeta recién llegado

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    Un trato es un trato. No te puedes echar para atrás. Palabra de hombre. Eso me dijo el gringo aquella noche. Era cierto. Mi futuro y el de Abigail estaban en juego. Después de esa noche, todo sería una historia feliz: mis problemas se acabarían, tendría dinero para comprar los pasajes, la visa estaría asegurada. A pesar de todo, no podía estar más contento. Antes de conocer al gringo y a su mujer, esa vieja loca, me había resignado en silencio a que nunca saldría de este hoyo. Abigail me dijo una vez, Yo puedo ayudarte, puedo conseguir un trabajo, hay un amigo que quiere darme trabajo como anfitriona. Pero yo, Nones, mi amor, eso nunca: jamás permitiría que mi mujercita trabajara, primero muerto. En mi casa ya estaban todos cansados de mí y de Abigail, sobre todo el galifardo ese de Pepe, mi hermano menor. No aporta en nada a la casa, le decía a la consentidora de mi vieja, la plata que gana se la gasta en ropa, en pomadas, en sus mariconadas. Y yo, Calla envidioso, feo tenías que ser, y no faltaban las ocasiones en que empezábamos a darnos duro. Por supuesto, yo siempre ganaba: lo revolcaba en el piso, un gancho en el tórax, le clavaba mis súper botas en su horrible cara hasta que pidiera perdón. No por nada entrenaba todos los días como un endemoniado. Mi habitación estaba repleta de pesas, de bolsas de arena, cuerdas de salto, bicicleta eléctrica y, por supuesto, en la pared encima de mi cama, bien enmarcado, mi Jean-Claude Van Damme súper bronceado y en posición de sacarle la mierda a cualquiera. Mi ídolo. Pero Pepe tenía razón en parte: mi vida era un fiasco. Trabajaba por las mañanas en el gimnasio de mi pata el Chalo, y esa era mi única fuente de ingresos. Me pagaba una miseria, pero me gustaba estar ahí: aprovechaba las máquinas, me zampaba las vitaminas que compraba y mi chamba únicamente consistía en gritarles y exigirles más y más a los flacuchentos y flacuchentas que se enrolaban en el gimnasio con la esperanza de tener un cuerpito como el mío o como el de Abigail. Así Emiliano, campeón, lúcete, me decía Chalo, sácales pica, así se inscriben más en el gimnasio. Y yo, Un dos un dos un dos, cinco series de quince, pesas al hombro, saca culo. Las muchachas se morían por tocarme, se sonrojaban si les hablaba: les encantaba mi melena de caballo, mis venas queriéndose escapar del cuerpo. Me invitaban a sus fiestas, al cine, a comer pollo a la brasa, un cevichito el domingo, anda, vamos, Emi, nosotras invitamos, no nos chotees, las muy arrechonas. Pero yo, Chicas, no tocar por favor, que mi novia se cruza si las ve, es muy celosa. Y ellas, Niño fiel, saco largo, te tiene pisado. Y yo, Por supuesto, a mucha honra. Y era cierto: para mí no existe otra que Abigail, soy su perro fiel. Me volvería loco si un día me dejara por otro. Abigail es muy tímida, no es buena hablando, es desordenada, no sabe cocinar y le hace renegar bien feo a mi vieja, pero aún así me muero por ella. Una calabaza, decía mi hermano Pepe, nadita, puro aire en el cerebro, hasta el gato es más inteligente que ella. ¿Qué dijiste, ojete? Toma combo otra vez, a mi mujercita nadie le dice bruta. Lo que más me gusta en el mundo es caminar con Abigail por la calle. Me emociono, una culebrita sube por mi espalda. A Abigail siempre le dicen que podría ser una top model, trabajar en la televisión, aparecer en comerciales. A ella no le gusta ir al gimnasio, pero a pesar de eso tiene más cuerpo y cintura que la más vendida de esas esmirriadas que aparecen en la tele. Caminamos apretaditos, mi brazo en su espalda, rosando sus rizos: yo con mis polos bien cuete, resaltando siempre los bíceps, mi melena reluciente y las gafas negras de sol de moda recontra achoradas; ella, esbelta, preferentemente con shorts jeans pequeñitos, rasgados, mostrando sus piernas ovaladas y duritas, zapatillas blancas de lona, sin medias, y la blusita que permite entrever la franja de su pequeña cintura, además de los senos bien erguidos y movedizos y libres de la opresión de brasieres ajustados. Los gallinazos de la calle se vuelven locos, se les salen los ojos, el corazón. Sangran de lujuria. Pero yo no permito que ninguno se pase de mosca. No permito que ni la miren. Me pongo ese reto. Al primero que chapo con la baba chorreando, una mentada de madre y el puño en alto: qué miras, serranazo. Ellos tiemblan: se dan media vuelta, la mirada despavorida, el rabo entre las piernas. Guau. Guau. Gruño. Si hay uno que se pasa de vivo y me pone el pare: ya pues míster Esteroides, nos seas angurriento, comparte a tu hembrita, le meto en primera su golpe a mi estilo Jean-Claude: un tacle directo en la cabeza, una zancadilla, la grulla. ¿Qué dijiste, sapo? Nada compadre, nada, disculpa. Nadie se mete con mi mujercita, nadie. Antes de morir, mi viejo me matriculaba en cursos de karate, boxeo, kung-fu, en todo lo que tuviera que ver con mecharse. No quiero hijos maricones ni cobardes, me decía. Lastima, viejito, te salió uno bien volteado: el Pepito. Buena suerte que no viviste para verlo crecer: es un cabrón. Pero es hora de ser feliz: ya no volveré a ver ni a mi hermano ni a mi vieja ni a toda la gente de esa ciudad que me enfermaba. Ahora Abigail y yo estamos lejos, en Miami, tomando el sol, disfrutando de la arena y el mar, luciéndonos igual que antes. No importa el precio que haya pagado a cambio, ni que mi conciencia esté más sucia que una cañería. Eso ahora ya no importa nada.
    A la gringa la conocí gracias al Chalo. Un día me dijo, Tú que estás desesperado por la plata, te acabo de conseguir una buena chamba, ¿te interesa, campeón? Y yo, ¿qué hay que hacer? Solo tienes que mover el culo, me dijo, para unas viejas: es una despedida de soltera. ¿Cuánto?, pregunté. Buena plata, no te preocupes, me dijo, y solo tienes que darme el diez por ciento por hacerte el gancho. Le dije que lo pensaría, pero no estaba seguro: ya conocía la chamba. Las viejas son más mañosas que los hombres, te rasguñan, te pellizcan, te jalan del cabello, te tratan como a su perro. Lo único bueno son las propinas. Las viejas son generosas con el dinero si les bailas bonito, si les meneas bien las caderas, si lo sacudes el travieso con elegancia en sus caras opacas. Lo malo, sin embargo, es cuando se quieren ganar con más. Ahí sí yo no atraco. Te pago lo que quieras, mi amor, lo que quieras, pídeme lo que sea, te lo compro: ¿joyas, camisas, carro? Y yo, Nones, señoras, respeten por favor. Y es que soy alérgico a las arrugas: me dan repulsión. Pero muchos han hecho buena plata gracias a ese negocio. Por ejemplo, el Johny. Con el éramos los mejores amigos, hacíamos competencia para ver quién sacaba más fibra en los hombros, quién mataba más grasa del vientre, quién se hacía diez largos en la piscina en menos de tres minutos. El Johny también estaba necesitado de plata, así que no desperdició la oportunidad cuando esta se le presentó. Mira, Emiliano, me decía, doscientos cocos en una sola noche: te invito a ti y a Abigail a cenar. Y yo, No gracias, Johny, estamos a dieta. Más de una vez me jaló al negocio, pero el ambiente no me gustaba y yo me quitaba al toque. Pronto el Johny empezó a vestirse mejor, se compró un automóvil, incluso consiguió un departamento que pagaba a plazos. La vaina es ahorrar, me dijo un día, luego te sales y ya no les vuelves a ver la cara en tu vida. En efecto, el Johny al poco tiempo dejó el negocio y con el dinero ahorrado montó un restaurante de carnes a la parrilla que terminó teniendo un éxito enorme. Se volvió todo un empresario y ya ni saludaba a los amigos: se sobraba, se botaba peor que agua sucia, se avergonzaba de sus ex amigos. Pero la plata también lo fregó, le decía yo a Abigail: mírale el vientre, todo hinchado, grasoso, la papada colgándole de la cara, eso le pasa por meterse tanta carne de chancho y papitas fritas, me burlaba. Abigail se reía. Ella siempre se ríe de mis chistes. Pero aunque yo dijera todo eso, por dentro le tenía una secreta y profunda envidia al Johny. Cabrón, musitaba entre dientes, ojalá que un día se te queme tu negocito de porquería.
    Pasaron varios días antes de que aceptara la propuesta del Chalo. No le conté nada a Abigail. No es necesario, me dije, sólo voy a bailar y ya, punto, chapo la plata y jalo. Doscientos cocos en una noche. Eso puede servir para los pasajes de avión, pensé. El Chalo me dio la dirección: la fiesta era en una casa bonita, con piscina y todo, llena de árboles y autos, al norte de la ciudad, cruzando el río. Esa noche, al contrario de lo que pensaba, las viejas no estuvieron histéricas: se portaron bonito y muchas me pusieron jugosas propinas en mis calzoncillos de bombero. Incluso hasta puedo decir que me divertí. Soy buen bailarín. Me muevo en la pista como pez en el agua: meneíto acá y meneíto y allá, salto de la libélula ninfómana, el roba foco, la araña peluda, el trompo loco, la plancha asesina, una salsa traidora y, de pronto, el rompe catre. Cuando me dijeron que le hiciera un baile a la novia, me lucí: las viejas pitucas estallaron en gritos y aplausos, se rasgaban las vestiduras. La novia era bonita y muy tímida, me hizo recordar un poco a Abigail. Pero esa noche terminó mal. Cuando el show había concluido y yo me vestía en un cuarto que me habían prestado, de pronto apareció la gringa. Era una vieja con mirada de hiena malvada y rostro estirado, recontra blanco, que hablaba muy mal el español. Era la dueña de la casa y quien debía pagarme por el show. Tu bailar muy lindo, me dijo. Gracias, le contesté. Son doscientos dólares. Ella dijo, Eso es poco, toma esto, y me puso cinco billetes de cien dólares en la mano. Es bastante, le dije. Ella, abriendo más sus ojos de hiena, me dijo, ¿tú no querer ganar más? Sus ojos se derretían y yo sentía que en cualquier momento se me echaba encima. No gracias, señora, ahora debo irme. Me gustas, tú eres muy handsome. Me retiro, señora, gracias por todo. Wait, me dijo, tomándome fuertemente de un brazo: tú me gustas mucho, te quiero, y me soltó después de sonreír maliciosamente. Gringa loca, pensé, me gustaría ver la gomeada que te metería tu marido si un día te ve haciendo tus cochinadas, y salí de la casa.
    Al día siguiente le entregué su parte de la ganancia al Chalo y luego le invité a almorzar a Abigail. Ella no me hizo pregunta alguna sobre el dinero. Al parecer, no se había dado ni cuenta de mi salida nocturna. El dinero ganado era bastante, pero seguía siendo insignificante para nuestros proyectos. Yo tenía un presupuesto casi exacto para el viaje: había ido a pedir informes a la embajada y al aeropuerto y tenía todo anotado en un papel. Aún faltaba bastante para llegar a la meta. Durante la semana había intentado buscar otros trabajos, pero como siempre era rechazado de todos. No sabía hacer nada. Una vez me propusieron trabajar en construcción civil, con buena paga, pero no acepté: ese es trabajo para cholos, pensé. Pero quién diría que esa pequeña chamba nocturna y la gringa pervertida cambiarían mi destino. Cosa de locos. Pocos días después de la fiesta en la casa bonita, mientras estaba bajándole la moral a un gordito que intentaba hacer pesas, el Chalo se acercó y me dijo, La gringa que te contrató la otra noche está preguntando por ti. ¿Quién?, dije. La gringa platuda, contestó Chalo, y viene con su marido, uyuyuy, se me hace que ya te fregaste, que habrás hecho la otra noche, campeón. Me limpié el sudor con una toalla y me dirigí a la recepción del gimnasio. Allí, sentada en los sillones de cuero, estaba sentada la pareja de esposos. La gringa, a la luz del día, parecía más vieja, fea y malvada que la otra noche, y el esposo, un gringo calvo y panzón, hacia recordar a un mapache rabioso y hambriento. El gringo, para mi sorpresa, me saludó cordialmente: es un gusto, mi mujer me ha hablado mucho de usted. A él se le entendía mucho mejor lo que hablaba que a su mujer. Desde su sitio, la gringa me miraba igual que la otra noche: con deseos de devorarme enterito. Me daba nervios voltear la cabeza. Quisiera hablar con usted en privado, me dijo el gringo. No puedo, dije, algo molesto, lo siento. Te conviene, dijo de pronto la gringa desde el sillón. Vayamos a mi auto, dijo el gringo. Su tono de voz demostraba que estaba muy acostumbrado a dar órdenes. Yo no reclamé y salí obedientemente detrás de ellos. Afuera del gimnasio nos aguardaba un sueño hecho realidad: un convertible negro del último año, tan nuevecito que lastimaba la visión. El gringo ordenó, Entre, y me hizo sentar en el asiento trasero. La pareja se sentó adelante, de modo que sólo lograba ver sus nucas y, gracias al retrovisor, fragmentos de sus miradas y gestos. Quiero proponerle un negocio, me dijo entonces el gringo. A través del retrovisor pude apreciar sus profundos ojos azules. Parecía de pronto muy irritado. Levantó la voz, Quiero hacer un trato con usted, ¿de acuerdo? No entiendo nada, señor. Cállese y escuche, dijo. Respiró hondo y pronunció las palabras con cuidado: usted nos simpatiza a mí y a mi mujer, parece un buen sujeto, y justamente ahora necesitamos eso, un buen sujeto en quien confiar, no cualquiera, pues es un trabajo delicado, dígame: ¿cuánto ha sido lo máximo que ha ganado en una noche? Y entonces yo terminé de entender lo que quería decirme. Están ustedes locos, dije, y estaba a punto de salir del auto cuando la voz de la gringa volvió a sonar: Mi esposo trabaja en la embajada, señor Emiliano, dijo, puede hacer, si desea, que la visa de una persona jamás sea aprobada, ¿entiende? Me detuve en mi sitio, mudo. Le conviene, dijo la mujer, conocemos todo acerca de usted. Todo. Quedé paralizado en mi sitio. El gringo entonces suspiró como queriendo demostrar su impaciencia y se puso a hablar durante un buen rato. Explicó lo que debía hacerse y cómo. Hablaba con naturalidad. Yo pensaba, Eres un enfermo, un pervertido, mira que hablar así de tu mujer en su delante y sin que la voz te tiemble o te sonrojes. Yo sabía que los gringos eran deslenguados, pero no tanto. Terminó diciendo, Y bien, no me ha contestado, ¿está de acuerdo, señor Emiliano? No respondí. Entonces anotó algo en un papel y me lo pasó. Era una cifra con bastantes números. ¿Le parece bien?, dijo. Y la gringa, Mi esposo es una persona pacífica, no hará nada malo contra usted, se lo aseguro. ¿Es un trato entonces?, insistió su esposo con voz impaciente. Me habían ganado la moral. Gringos dementes, pensé, los mataría en este instante si tuviera un arma. Venirme a decir todo eso a mí, qué se han creído. Pero contrario a lo que pensaba, dije: Sí, está bien, es un trato. Un trato, afirmó el gringo. Perfecto. Nos dimos la mano. Very good decisión, sonrió la gringa.
    Nuevamente no le conté nada a Abigail. Al menos no todo. Preferí ser cauteloso. Es mejor que no, pensé. De todas maneras, si uno lo ve desde un punto de vista, no es tan malo, pensé. Una vez mi papá me dijo: en la vida todo tiene un precio, hay que esforzarse un poco y sacrificar algunas cosas si uno desea ganar en la vida. Mi viejo era súper macho y súper vivo. Con él sí vivimos bien, es decir como gente decente, y no como ahora. Yo asistía a un buen colegio, me vestía bien y me gustaba presumir ante los compañeros de mi salón de que mi viejo tuviera un súper carro y fuera tan cool. Recuerdo que una vez mi viejo me recogió del colegio en el carro y me dijo, Te presento a Susy, salúdala. Ella estaba sentada al lado de mi viejo. Volteó el cuello y me sonrió amablemente. Hola, me dijo, y yo, Hola, y le di un beso en la mejilla. Era rubia, joven y recontra bonita. Esa tarde fuimos con ella a comer helados y después al cine. Me cayó súper bien: era graciosa y le gustaba burlarse de mi papá. ¿Te gusta, no?, me dijo mi viejo luego. Sí, le dije. Y él, Cuando seas un hombre, te quiero ver sólo con chicas así de bonitas, ¿okey? Me daba pena mi vieja, pero no por eso dejaba de sentir admiración por mi papá. Después se murió, no sé de qué, no recuerdo. Dicen que dejó un montón de hijos botados, uno en cada puerto que pisaba, pero eso a mí me iba y me venía: suficiente con el Pepe como para conocer a más hermanos. A mi viejo le gustaría verme con Abigail. Me diría, Buena, ese es mi cachorro. Por eso a ella yo la quiero tanto.
    La gringa me dijo, A las diez de la noche en mi casa, vestido de bombero, please, nosotros haber arreglado ya todo, usted solo debe obedecer las indicaciones. Después de meditar y finalmente resignarme, me dije, Sólo hay que pensar en Miami y la cosa se hace más fácil. Me presenté, pues, a la hora acordada, bien perfumadito y talqueado e intentando dibujar una sonrisa sexy en mi rostro. La puerta del garaje estaba abierta y entré. Atravesé el jardín y luego bordeé la luminosa piscina. Antes de entrar al salón, un enorme dóberman me quiso morder, pero por suerte estaba amarrado el maldito. Subía por las escaleras en dirección a los dormitorios cuando en eso escuché la voz de la gringa: Entra y cierra la puerta, cariño. Obedecí. La vieja estaba recostada en una cama, maquillada exageradamente. Los pliegues de su vientre desnudo me hicieron recordar a una pasa o una almendra seca. Sentí asco. ¿Estás listo?, me dijo. Qué se va a hacer, ya estoy aquí, pensé, me la tiraré pues. Fui al baño y me coloqué el disfraz. Cuando regresé la vieja se echó a ronronear palabras que no yo no comprendí. Comencé a bailar intentando no mirarla a los ojos. Cuando me quedé en calzoncillos y la vieja ya estaba eufórica, pensé, ¿Dónde estará escondido?, y en eso me percaté de una cortina purpura al fondo de la habitación. Tal vez ahí está, me dije. Pero yo no sentía su presencia por ningún lado, ni siquiera su respiración. ¿Detrás de la cerradura, en el armario, viendo todo gracias una camarita que colocó el muy maldito en algún lado? Preferí no pensar en nada y, concentrándome en realizar lo mejor posible mi trabajo, puse en práctica todos mis conocimientos en la materia con el fin de que todo terminara antes. Ya estaría tan acostumbrada a esas cosas la gringa, que cuando por fin terminamos, me dijo, en el tono más natural y tranquilo del mundo, Ahora toma tus cosas y sal con cuidado, no olvides llevarte tus cosas. Por mi mente pasó: no le ha gustado mi trabajo. Eso me disgustó ciertamente un poco. Antes de salir, sentí un pequeño chasquido en el pasillo que brotó y se apagó velozmente en forma de pasos. Detrás de la cerradura, pensé, ya lo sabía. Gringo cabrón, susurré, ahora dónde estarás, ya quiero salir de aquí. Caminé por el pasillo haciendo de tripas corazón y respirando profundamente para que no se me notara en la cara. En cualquier momento escucharía su horrible voz. La casa estaba completamente a oscuras. Di vueltas, bajé y subí por las gradas un par de veces, pero no escuchaba nada, ni siquiera un murmullo. Estaba a punto de gritar su nombre cuando escuché su llamado: venía desde el final del pasillo, dos habitaciones más lejos que la de la vieja. Miami, Miami, pensé, antes de ingresar, sol, arena y mar. Silencio total. La habitación estaba escasamente alumbrada y yo me había quedado parado en el umbral de la puerta. El gringo llevaba un antifaz plateado en el rostro y una bata verde de seda que ocultaba su sexo. Los vellos blancos de su cuerpo sobresalían en desorden, la calva relucía a pesar de la penumbra y sus manos se movían incasablemente: parecían tener vida propia. A pesar del antifaz, podía sentir la presión de su miraba y de sus intensos ojos azules auscultándome de arriba abajo. No cierres la puerta, me dijo, y toma asiento en ese sillón. Tuve unas ganas enormes de pegarle, hacerle un tacle mortal en la cabeza o un gancho a la quijada, pero igual que como sucedió en su carro, le obedecí sin reclamar. Él debió darse cuenta de mi cólera por mi expresión o por mi forma de mirarlo y fue entonces que dijo, tajantemente, Un trato es un trato, no puedes echarte para atrás. Igual que antes, no pronuncié palabra alguna: sólo asentí con la cabeza. Entonces, tomando aire profundamente, me atreví por fin y miré con atención el sofá-cama donde, como un bulto, estaba recostada Abigail, desnuda, silenciosa y quieta. Noté que me miraba directamente. Sin embargo, no había huella alguna de expresión en su rostro: parecía hipnotizada, ausente. Sus largos rizos caían ordenadamente sobre el espaldar, los hombros y sus senos palpitantes. Sólo llevaba puestos unos tacos, no sabía si negros o marrones, y las piernas las tenía delicadamente arqueadas. El pubis flotaba suave y travieso. Yo no podía bajar la mirada, era parte del maldito trato. Pronto el gringo se despojó de la bata y tras realizar un torpe movimiento de piernas, se recostó sobre Abigail, cuyos senos, al recibir a tan enorme masa grasosa, se abultaron aun más. Pronto apareció a mis espaldas la sombra de la gringa, enfundad en una bata roja: no dijo palabra alguna, no se inmutó, y yo solo lograba escuchar su lenta respiración. El gringo se agitaba, resoplaba con furia, se balanceaba infantilmente sobre las caderas de Abigail, besaba y mordía sus senos, descansaba y luego volvía al ataque emitiendo grititos que más parecían maullidos. Ella, para aguantar el peso del gringo, había colocado sus manos sobre los hombros de este y de vez en cuando emitía suaves gemidos de placer que yo intentaba no oír. Su mirada se cruzaba con la mía, se despertaba y volvía a su obediente letargo, y yo me decía, ¿Entenderá algo de lo que está sucediendo? Para no mirar, nublaba la vista, pensaba en otras cosas, y sin darme cuenta me repetía a mí mismo, de manera demente: sol, arena, lejos de aquí, de esta ciudad, Jean-Claude, ayúdame, lejos de mi familia, aguanta un rato más, mi amor, no gimas, gringo de mierda, te voy a matar, no seas tan puta, Susy, no gimas, Abigail, rubia bonita y bromista, pobre mi vieja, por cojuda, ¿acaso te gusta como tira el gringo?, Pepe, eres un cabro, no pareces mi hermano, la araña peluda, ahora te hace el perrito, Chalo, un trato es un trato, campeón, es una oportunidad única, Johny, doscientos cocos en una noche, tu hembrita ni lo va a sentir, viejo, por qué te tuviste que morir tan joven, guau, guau, Miami...
    Dejamos al gringo y a su esposa recostados en el sofá-cama, ambos con antifaces plateados, revolcándose el uno sobre el otro. Antes me habían dicho, The money estar en la puerta de salida, por las visas y el viaje no preocupar, ahora no te olvides de cerrar bien la puerta. Era cierto, el dinero estaba allí. Le dije a Abigail que me esperase afuera de la casa mientras yo lo contaba. Eran dos fajos gordos de billetes que conté una y otra vez antes de colocarlos en mi bolsón. Pensé, Más que suficiente para llegar y encontrar un lugar donde vivir en Miami. Mientras caminábamos de vuelta a casa, Abigail me preguntó, Cuándo viajamos. En tres días, tal vez menos, contesté. Me di cuenta de que mi voz temblaba. Ella pareció alegrarse pues dibujó una tímida sonrisa en su rostro. ¿Estás molesta?, le dije. Y ella, Yo quería ayudarte, Emiliano, quería colaborar. ¿Te dio asco?, pregunte, y ella, sonriendo, repitió, Te quería ayudar, me siento feliz por eso. De pronto, como una ráfaga en mi cerebro, recordé a mi hermano Pepe: puro aire en el cerebro, una calabaza, hasta el gato es más inteligente. Dime una cosa, le dije, poniendo cara de serio: ¿entendiste algo de lo que acaba de suceder, sabes lo que es un trato? Y ella, algo irritada y empleando un tono de voz que yo jamás había escuchado y que por un momento me hizo creer que se trataba de otra persona, Por supuesto que sé lo que es un trato, lo hiciste porque nos convenía, porque quieres que viajemos a Miami para que tu familia ya no nos moleste más. Y yo, mirándola a los ojos y sonriéndole, pasé mi brazo por su linda espalda: Tienes razón, le dije, para que ya no nos molesten más. Nunca más. Y aquella fue la última vez que hablamos de ese tema.
    Esa misma noche, mientras empacábamos, la besé largo tiempo en la boca. Hicimos el amor. Eres muy bonita, le dije en un momento, me habría gustado que mi viejo te conociera.
     
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    Última modificación: 17 de Agosto de 2013

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