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Una historia diferente (obra finalizada)

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Évano, 3 de Diciembre de 2012. Respuestas: 11 | Visitas: 2634

  1. Évano

    Évano ¿Misántropo?

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    Álvaro e Ignacia

    Existen seres que parecen embudos por donde las desgracias y los males que les rodean descienden hasta el centro de su mundo, afectándoles y cambiándoles la vida constantemente. El diablo los deja en paz, quizá porque se da por contento con el sufrir diario de estos individuos, o porque la persona que sufre todo ese polvo negro de su alrededor se convierte en un aliado eficaz, sabiendo el diablo que tarde o temprano irán a desembocar a su reino. Con el tiempo casi todas las personas les hacen hueco, una cavidad que acaba arrastrándolos a una soledad querida tanto por ellos como por los que los circundan, al darse cuenta ambos bandos de que hay algo destructivo en medio de ellos: mala suerte, algo que hasta ahora desconocemos, el mismo diablo, o el destino, simplemente.

    Álvaro era una de ellas, un imán poderoso que atraía a individuos diferentes a los demás, originales, pero descarrilados de las vías que conducían el tren de las personas normales. Era casi imposible para él conocer a una mujer cotidiana, de amor sincero, con un cariño y una generosidad similar a la de cualquiera que viviera con tranquilidad, sin altibajos. Aunque quería pertenecer a esa gran mayoría que camina por el mundo desahogada y placenteramente hasta la muerte, le era imposible. Tanto tiempo aguantando las sombras de la vida habían hecho de él un huraño, un solitario empedernido, alguien incapaz de proseguir caminando por el estrecho sendero de malezas en la que se había convertido su vida, una vida repleta de desgracias ajenas desembocando en él.

    Cuando ya ni siquiera el diablo ni el Otro esperaban nada de Álvaro, apareció Ignacia, una bella y joven mujer que fue a vivir al mismo edificio, al mismo rellano donde habitaba el ahora enigmático hombre de mediana edad, de barba entrecana y medio calvo. El apodo de enigmático no era porque tuviera algo especial, algo oculto —que también pudiera ser—, más bien se lo habían atribuido porque hacía tiempo que no hablaba con nadie, por lo cual los demás decidieron catalogarlo con ese adjetivo, a falta de otro mejor que acudiera a sus espesas mentes.

    Puede que Ignacia también fuese una huraña, una persona cansada de relacionarse con mediocres dándoselas de genios, de falsos atletas a los que les costaba respirar cuando se apartaban a cualquier rincón, de vanidosos amantes que eyaculaban en los pantalones antes siquiera de penetrarla, de cotillas y chafarderos que se pasaban las horas criticando a todo el mundo y viendo la paja en el ojo ajeno cuando en el suyo tenían una viga. Era Ignacia una mujer cansada de conocer a ególatras insolidarios y rufianes.

    Entablaron relación rápidamente. Apenas discutían porque apenas interactuaban. Era una relación sosa e insulsa en sus comienzos y así prosiguió durante meses, hartando de tanta cotidianidad a Ignacia, la que se dijo que para eso estaba mejor antes, cuando estaba sola, cuando era libre, sin estúpidas ataduras. Como siempre, terminaban sus relaciones pronto, devolviéndola a una soledad acostumbrada, a la espera de la llegada de algún que otro ser extraño.

    Álvaro se dio cuenta que pronto quedaría sin compañía alguna, que no vería más su bello rostro y no escucharía más las pocas palabras melódicas que le dedicaba su nueva compañera; que no se deleitaría gozando de su torso desnudo ni de las pocas veces que realizaban el acto sexual cotidiano, el del eterno e incansable misionero. Pensar que su vida volvería a parámetros anteriores le angustiaba más que la muerte misma.

    No encontrando ninguna idea, forma o manera de contener la marcha de su compañera, decidió arrojarse al suelo, a sus pies, a la tierra que pisaba su amada Ignacia. Decidió convertirse en un gusano reptante hasta el fin de sus días, hasta su muerte, si fuera necesario. Decidió sisear la tierra que pisaba Ignacia como una vulgar serpiente rechoncha, fofa, de cabeza grande y coronilla amplia. Decidió humillarse, dirían unos; luchar con las armas o el saber que tiene cada uno de los individuos que pueblan este planeta, dirían otros.

    Se deslizaba por el suelo como una vulgar sabandija. Dormía, comía y hacía sus necesidades tendido, con la ayuda de un orinal y una palangana para estas últimas necesidades. Se arrastraba tras ella como lo haría un perro transformado en reptil sudoroso y torpe, como un escarabajo pelotero que se acurrucaba en sí mismo al menor contratiempo o regañina de Ignacia. La miraba constantemente con una carita de pena que daría asco a cualquiera por su sumisión, por su patético rogar de ojos reblandecidos y siempre llorosos, por su abatimiento para luchar por la vida como lo haría un hombre. Era repugnante el verlo así y a pesar de todo Ignacia disfrutaba, se reía a carcajadas de él, no con él. Era para ella una novedad asombrosa y original. Jamás tuvo a nadie tan a sus pies, tan a su merced. Por primera vez en sus días era la dueña de un ser humano, pudiendo someterlo a cualquier capricho, vejación o lo que le viniera en gana.

    Esta nueva y peculiar actitud de Álvaro la desconcertó al principio, luego le dio pena y más tarde le hizo gracia. Pero fuese por lo que fuese tenía claro que no podía dejar a aquel hombre en semejante posición porque, estaba segura de ello, Álvaro permanecería así hasta su muerte, y moriría si alguien no le ayudaba. Estaba segura porque el mismo Álvaro se lo había reiterado en varias ocasiones, no porque ella fuera adivina. Quería convencerlo para que depusiera una actitud tan poco digna de una persona de su edad, para luego abandonarlo. La batalla sentimental estaba planteada.

    —No me vas a chantajear, ¿me entiendes? —le gritaba, bajando la mirada para disfrutar de tal sumisión, mientras lo señalaba con el dedo índice abriéndose y cerrándose, casi con erotismo— No te servirá esta tontería, me marcharé de todos modos y te dejaré ahí tendido como una babosa ridícula.

    Pero Álvaro no contestaba. Se limitaba a ponerse boca arriba, mirándola con ojos de gatito que no comprendiera a su ama, lloriqueando. Entonces a Ignacia se le volvía a reblandecer el corazón, se acuclillaba y le acariciaba los pocos pelos de la cabeza como si de tal gatito ignorante se tratara. En esos momentos, Álvaro parecía ser el más feliz del mundo, al dar por hecho que había logrado retenerla otra noche más.

    —Está bien, si quieres que me quede tendrás que estar dispuesto a demostrar que me amas más que a nadie, más que a ti mismo, bueno, esto no, ya ha quedado claro que amor por ti no tienes ni el más mínimo —una risa estridente resonó por el comedor al decirlo— ¡Venga!, limpia con la lengua todo el suelo si quieres que me quede. Yo mientras te observaré desde el sofá. Será divertido saber hasta qué punto estás dispuesto a humillarte —ahora las risas eran limpias. Era evidente que Ignacia disfrutaba de verdad, que le hacía una gracia enorme la situación y el mismo Álvaro.

    Fue a buscarle un recipiente con agua, para que no se le secara la lengua, e hizo lo que dijo: se sentó en el sofá a mirar cómo el pobre hombre reptante limpiaba con esmero el comedor. Ignacia pensó que se había hecho una ama sadomasoquista de la noche a la mañana, aunque ni siquiera tenía claro lo que significaba esa palabra. Mientras la novata ama se reclinaba en el sofá, regocijándose del panorama y de la coronilla pelada de Álvaro, este pasaba su ancha lengua una y otra vez sobre las baldosas grisáceas. Ignacia, cada vez más alegre y excitada, arrojaba vasos de agua que caían sobre el cuerpo del laborioso gusano y en el suelo del comedor.

    —¡Esto es una puta locura, estás como una puta cabra! —gritaba desnuda y de pie, dando saltitos en el sofá, aplaudiéndolo, gesticulando como una forofa empedernida, exclamando insultos e improperios.

    De repente se lanzó sobre él, le dio media vuelta, le quitó la ropa empapada y le besó la boca como nunca lo había hecho con nadie. El sudor y el agua formaron un mismo cuerpo, como el de Álvaro e Ignacia, y jadearon y chapotearon hasta quedar exhaustos de sexo y de risas.

    Esa noche durmieron juntos sobre un colchón y unas mantas tendidas en el frío y húmedo suelo. Esa noche, Álvaro fue feliz al yacer junto a su compañera; no tuvo que ver el lateral de la cama como otras veces, oyendo el respirar e imaginándose los sueños de ella. Esa noche soñaban juntos.

    Transcurrían los días, y a pesar de los buenos momentos que pasaban, mucho más ella que él, las nuevas vivencias chocaban con las antiguas costumbres inculcadas en la mujer. Se decía que no estaba bien esa manera de vivir. Álvaro debía ponerse de pie de una vez por todas y ser una persona normal; pero todas las charlas que le daba eran inútiles. Debía acrecentar las humillaciones o intentar cosas nuevas que indujeran a Álvaro a cambiar de postura, a izarse y a charlar, a convivir otra vez con la gente y su mundo.


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    Última modificación: 14 de Marzo de 2013
  2. Évano

    Évano ¿Misántropo?

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    Álvaro avanzaba cual enorme escarabajo por la cocina, recogiendo con la sucia boca los restos de comida que Ignacia le había arrojado antes de salir al mediodía. Estaba oscureciendo y aún no había regresado. Llevaba todo el santo día fuera y empezaba a estar preocupado. Más de media noche, casi las dos de la madrugada y no volvía. Tenía sed y hambre, aunque no era esa su inquietud. Se encontraba tendido al lado del sofá cuando oyó el abrir de la puerta y unas pisadas. Demasiadas para una persona sola, pensó. Alzó las cejas y vio a Ignacia acompañada por dos jóvenes robustos, fuertes e incluso guapos, si fuera el caso de ser homosexual el personaje del esqueleto horizontal. Álvaro permanecía en silencio. Los hombres verticales se miraron extrañados. Muecas de sonrisas lucían sus labios. Del rostro de Ignacia se interpretaba un "Te vas a enterar ahora de lo que vale un peine". Los invitó a sentarse en el sofá, exigiéndoles que pusieran sus pies sobre la sabandija que habitaba en el suelo.

    —Tranquilos, no os hará nada en absoluto —dijo a los jóvenes mientras ellos preguntaban, ahora entre grandes risas, el por qué de tal situación.

    —Es una historia que no os concierne. Vosotros haced lo que yo os diga y ¡divertíos todo lo que queráis!, ¡conmigo o con él gusano, o con los dos —exclamaba y reía a garganta suelta.

    Por lo menos tuvieron la delicadeza de descalzarse, aunque les olían los pies a queso de oveja pasado, y la boca, a marihuana.

    Álvaro no decía ni mu, ni se movía, era como un cojín perfecto, o mejor aún, porque él además calentaba los pies de los jóvenes juerguistas.

    Ignacia había preparado unos canapés para acompañar a las cervezas y a los porros de maría. Se sentó en medio de los dos jóvenes y obligó a Álvaro a darse la vuelta, para que viera bien todo lo que ocurriera. Colocó los ágapes sobre su pecho. Se desnudó, y los muchachos bebieron, fumaron y comieron sobre los senos y el ombligo y la y griega de Ignacia. La orgía se prolongó durante toda la noche entre risas, quejidos de placer y, tantas posturas, que parecía imposible que no se rompiera Ignacia. De vez en cuando arrojaban migajas de canapé, cerveza y colillas de porros al reino de Álvaro: el suelo; donde este, quizás para nublar su mente o para que no le hicieran tanto daño las escenas, aprovechaba hasta lo más mínimo.

    Al amanecer se marcharon los jóvenes, dejando sus espermatozoides por toda la habitación, incluido el cuerpo del hombre reptador y todas las cavidades de Ignacia, la que ya en soledad besaba la boca de Álvaro, vertiendo en ella parte de los espermatozoides que habían resistido en su boca. Le lamió las lágrimas que resbalaban por sus mejillas, lo abrazó fuertemente y le dijo:

    —Tienes que levantarte, yo te lo ordeno ¡Lázaro, levántate y vive! —reía a carcajada limpia—, o sufrirás humillaciones como nadie nunca soñó jamás.

    Sobre un colchón y unas mantas de lana gruesa, entre el televisor y el tresillo, durmieron la extraña pareja hasta el mediodía, aunque Álvaro solo logró conciliar el sueño a ratitos. La tremenda experiencia reciente lucía en soles y sombras en su cabeza, era demasiado cambio entrando por su embudo de golpe. Por un lado se había excitado, no podía negárselo, aunque no le hubiera gustado. Por otro le atormentaba que dos apuestos muchachos hubieran disfrutado sin límites de su amada. Todo el tiempo anduvo en reflexiones de esa índole, pero ni por un momento le vino la idea de izarse como una bandera, y mucho menos si esa bandera abanderaba el orgullo, algo que había viajado muy lejos de él.

    Ignacia había gozado como una adolescente descubriendo el sexo por primera vez, en su caso descubriendo el nuevo sexo cuando el anterior, el de siempre, el del eterno ermitaño, la había cansado tanto que ya no esperaba ninguna novedad ni creía que tales cosas pudieran realizarse. La mezcla de humillación de un hombre sumiso a todos sus antojos con la de sexo sin límites, con dos aguerridos jóvenes, le había hecho ascender, volar, tocar el cielo de los placeres prohibidos hasta entonces, logrando realizar algunos de sus sueños eróticos más escondidos. Tenía el deseo enorme de realizar otros, de rescatar de la ficción y traer hasta su realidad muchos juegos eróticos que aun guardaba, pero le dolía el corazón, el de la razón, y la certidumbre de que su pobre enamorado culebrilla había sufrido en exceso. Había sentido el sollozo mientras dormía y sus lágrimas sobre la espalda desnuda. Pensó que su estrategia debía cambiar por lo menos por un tiempo, el necesario para que su pobre Álvaro pudiera asumir lo acontecido, si es que alguna vez lograba asumirlo.

    Después de dejarle comida y bebida en los cuencos de plástico para perros, que compró expresamente para el hombre reptador, salió a comer a un restaurante cercano y a las tiendas del centro del barrio.

    Serían más de las siete de la tarde cuando Álvaro oyó algo parecido a unas ruedas de patines acercándose a la puerta de su piso. ¿Qué traería Ignacia esta vez? Apagó el televisor con el mando a distancia y se arrastró hasta el umbral de la puerta, para recibirla. Ignacia empuñaba una cuerda atada a un carrito rectangular de poco más de un metro de largo por medio de ancho. El ruido que oyó era de las cuatro pequeñas ruedas del carrito, sobre el cual transportaba unas cuantas bolsas con nombres de tiendas que guardaban comida y algunos caprichos para ella. Álvaro deseó que no se le hubiera ocurrido comprar ningún artilugio de tortura para él, aunque esto último no le preocupaba en demasía, siempre sería mejor que la humillación de la noche anterior.

    Ignacia emitió un sonido gutural mientras se mordía la parte derecha del labio inferior y le guiñaba el ojo. Arrojó las bolsas al interior y dijo:

    —Móntate en el carrito que te voy a dar una vuelta por el barrio, para que todo el mundo se ría de ti —lo decía de forma burlona, con unos ojos abiertos y encendidos que expresaban la excitación por dicho paseo.

    No quería el hombre subirse al carrito. La amenaza de Ignacia de marcharse para siempre si no lo hacía lo empujó a la cima de su nuevo medio de transporte. Puso una pierna y un brazo primero sobre el carrito y luego el resto del cuerpo. Al observar que empujándose con las manos podía avanzar para adelante y para atrás con rapidez, pensó que había sido una buena idea la de Ignacia. Quizá se le olvidaba que ella lo quería para pasearlo por las calles y para que todo el mundo se riera de él.

    Cerró la puerta de casa de un golpe y se dirigieron al ascensor. Álvaro continuaba con el pijama de algodón a rayas rojas y azules, tanto pantalón como camisa. Se le había caído una zapatilla de andar por casa e Ignacia no quiso o no vio que iba con una sola de ellas. Como no quieres hablar, no puedes advertirla, se dijo.

    Iba panza arriba sobre el carrito, por lo cual observó que su amada compañera no portaba ropa interior ninguna debajo de su falda de flores violáceas, y por lo tanto, tampoco portaría sujetador ninguno debajo de su camisa de seda amarilla. Aunque entreveía de vez en cuando sus pezones erizados, no pudo asegurarlo. Quizá esto la ponga cachonda. Dudó mientras se abrían las puertas del ascensor.

    —Tienes que doblar las rodillas o no cabrás — le ordenó—, y es mejor que te pongas boca abajo, así no irás arrastrando los pies por todos los sitios, ¿quién sabe la de mierdas de perros u otras porquerías que vamos a encontrar? —hablaba entre risas— ¡Cómo me gustaría escuchar a los vecinos después de la vuelta que vamos a dar! —ahora carcajeaba abiertamente.

    Álvaro pensó que Ignacia llevaba una velocidad endiablada cuando salieron del ascensor, en la planta baja. ¿Se olvidó de los cinco escalones antes de salir a la calle?, se preguntaba. Casi no le dio tiempo a preguntárselo del todo, ni a sujetarse bien al carrito, por lo que traqueteó su cuerpo dolorido sobre las rígidas baldosas de la susodicha escalera. Gracias a unos reflejos aceptables se libró de dar de bruces con la dura acera de cemento de cuadraditos grises.

    Avanzaba Ignacia a grandes zancadas por la acera, con sus esbeltas y largas piernas, mientras Álvaro veía ondear al viento la también larga cabellera rubia de su amada. Le llegaban las risas de Ignacia a sus oídos, entremezclada con el frío aire de la tarde de enero. A punto de reír a carcajadas él también, sino fuera por lo disparatado del momento, la escena y el intensísimo helor filtrándose por los rincones de su pijama de rayas rojas y azules.

    La gente del interior de las tiendas salía a mirar tan curiosa escena y otros, atraídos por el jolgorio callejero, acudían a los balcones. Pocas veces se veía a un hombre cincuentón, de media barba entre cana y medio calvo con coronilla, llevado en pijama y sin una zapatilla de andar por casa, montado en un pequeño carrito de vieja madera.

    —Pobre hombre —decía en voz alta una señora mayor—. Con el frío que hace… Va a pillar una pulmonía.

    —¡Señora!, que yo también voy de verano, ¿no me ve? —le contestó Ignacia.

    Álvaro se preguntaba cómo diantres no tenía frío Ignacia. Era cierto, jamás la vio con chaqueta ni abrigo ninguno. Se acordó del dicho de que para presumir hay que sufrir, aunque él no había sido nunca presumido.

    Arreciaba el viento y con él empezó a caer aguanieve. Le chirriaban las mandíbulas y la velocidad de Ignacia parecía acrecentar así como la gente y sus miradas atónitas. Alentados por la muchedumbre, dos policías municipales les cortaron el paso.

    —¿Están ustedes bien? —les preguntó uno de ellos.

    —Sí, perfectamente, gracias. Sólo damos un paseo —contestó sonriendo Ignacia.

    —¡Bueno!, ustedes sabrán lo que hacen, pero tengan en cuenta que pueden pillar una pulmonía —dijo el otro policía municipal, sonriendo igualmente.

    La señora mayor les preguntó por qué no hacían algo más, que era indecoroso y burlesco para el barrio tal comportamiento. Ante la respuesta de uno de los policías de que no hacían nada ilegal, la señora mayor hubo de aceptar tal situación.

    —¡Vale! —dijo Ignacia—, si habla o se pone de pie aquí y ahora mismo se acabará el espectáculo —y volvió a reír esperando la respuesta de Álvaro.

    Pero Álvaro callaba mientras oía a la gente que le rodeaba preguntarle por qué no se ponía en pie o hablaba de una vez. Y como ni el silencio ni la postura del hombre del carrito cambiaban y viendo el tiritar que de su cuerpo salía, otra mujer de mediana edad le echó encima una manta, cosa que agradeció al instante, para sus adentros, el hombre horizontal del pijama a rayas del viejo carrito de madera.

    Se formó un gran corro alrededor de la sonriente Ignacia y del cabizbajo escarabajo Álvaro, todos murmurando, algunos riendo por lo bajo y otros a carcajadas.

    Arreciaba la lluvia de aguanieve, el viento y el frío, y como ante las preguntas de los presentes no había respuestas, poco a poco se fueron refugiando debajo de los balcones, en las entradas de las tiendas y los bares, incluso Ignacia, dejando al pobre Álvaro en medio de la intemperie.

    —Empújate con las manos para aquí —decían algunos, entre grandes risas.

    —Tira para atrás, para tu casa —gritaban otros, los prudentes y bien intencionados.

    —Con los cuernos, rema con los cuernos —se oía la voz de alguien ebrio, desde el bar cercano.

    —Atontado, que estás atontado —desde un balcón.

    —¿De dónde has sacado ese pijama? — le preguntaban bramando desde una tienda.

    —¿Y la otra zapatilla, la has perdido al frenar? —y unas risas tremendas seguían a la pregunta.

    Bajo la manta, ahora húmeda y helada, Álvaro tiritaba tristemente, mirando la grisácea acera de cuadraditos. Lloraba mientras todo a su alrededor eran burlas, chistes, malas gracias y estruendosas carcajadas.

    Ignacia pensó que podría desnudarlo y dejarlo allí para aumentar mofa y escarnio, pero le dio pena, tenía angustia y pesar. Por hoy ya era suficiente, se dijo.

    Con un fuerte tirón dio media vuelta al carrito, entre grandes aplausos y sonrisas de los allí congregados, tomando la dirección de casa.

    Al pasar junto al bar, varios hombres la animaban a entrar en compañía de su rastrero hombre. La invitaban a cerveza, aguardiente, vino o lo que quisieran.

    Ignacia miró de reojo al abatido Álvaro, a sus colgantes brazos desanimados peinando la acera de cuadraditos grisáceos, a sus manos sucias y temblorosas, a su cabeza con su coronilla pelada sobresaliendo del carrito, a su silencio y sometimiento, y volvió a repensar si por hoy era suficiente. Se dijo que no y entró en el bar, aceptando la invitación de aquellos hombres tan evidentemente ebrios y ávidos de una juerga inmediata.

    Pidió al camarero dos vasos grandes de aguardiente y una toalla. El camarero sirvió la comanda e Ignacia marchó al lavabo a secarse un poco, dejando en medio de un círculo de media docena de hombres al tumbado y perplejo Álvaro, el cual empezaba a temerse lo peor.

    Tardaba Ignacia en salir del lavabo. Los hombres habían hecho una pequeña pista de carreras circular con las mesas de madera del local y encima de ella habían colocado a Álvaro, con su carrito y con un casco de aviador de la segunda guerra mundial, al que harían recorrer la improvisada pista, cada vez a mayor velocidad.

    Andaba ya bastante mareado, nuestro piloto forzado, cuando lo pararon en seco, no dándose un batacazo tremendo gracias a las espaldas de uno de ellos, uno que había girado la mirada hacia el umbral de los servicios, en el cual se apoyada Ignacia, totalmente desnuda, mientras le llamaba para que acudiera. Al ver semejante espectáculo, el dueño del bar gritó:

    —Un momento, esperad que cierre las puertas y baje las persianas de la ventanas, puede entrar cualquiera y liarse la mari morena.

    Una vez a salvo de forasteros que pudieran interrumpir, los hombres se miraron entre sí, sorprendidos de que su broma acabara en tan agraciado día. No fueron donde estaba Ignacia, sino que la trajeron y la tumbaron en el improvisado circuito junto al carrito y al mismo Álvaro, al que ofrendaban grandes vasos de aguardiente mientras le hacían el amor a su mujer entre enormes risotadas.

    Desde el exterior se oían voces de reprimenda de algunas gentes que los habían visto entrar. Salid de ahí golfos, más que golfos Dejadlos salir, sinvergüenzas, y algunas otras frases. Ninguno de los que estaban disfrutando en el interior estaba por la labor de oír quejas del exterior. Pusieron música para acallar las voces y se dedicaron a lo suyo unas cuantas horas.

    Cuando acabó la fiesta Álvaro estaba tan desnudo como Ignacia, uno de espaldas a las ahora calientes tablas del carrito, y la otra de cara a las húmedas y pegajosas mesas. Álvaro, borracho como una cuba, e Ignacia no tanto porque no le habían dejado tiempo para esos quehaceres. Las risas se habían ido apagando mientras las borracheras de alcohol y sexo de todos habían aumentado tanto que los dejaron en un raro insomnio, exhaustos de placer, de mofas y de risas.

    Ignacia vistió con el pijama de rayas al casi inconsciente despojo de hombre que ahora era su compañero. Quizás no se lo llevó desnudo por miedo a una denuncia, como le dijo el dueño y camarero del bar, y quizás por ello, ella también se vistió.

    Salieron del local sin despedirse de nadie y se dirigieron a casa. Ante los cinco peldaños tuvo que tirar del carrito a Álvaro, arrastrarlo por los brazos hasta sortear las escaleras, bajar por el carrito, volver a montar a su hombre a él, subir por el ascensor doblándole las piernas como pudo, y entrar por fin en la vivienda. Arregló un poco el colchón del comedor y se tumbaron en él desnudos. Durmieron arropados por las gruesas mantas hasta el día siguiente.


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    Última modificación: 13 de Marzo de 2013
  3. Évano

    Évano ¿Misántropo?

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    Despertó antes Ignacia, permaneciendo junto al sudoroso y aun profundamente adormilado Álvaro, acariciándole el rostro, la cabeza y el cuerpo, sollozando por lo que le había hecho y a la vez excitada por lo mismo. Se preguntó si entraba en una espiral peligrosa, en un círculo vicioso del que no podrían salir ninguno de los dos. Desconocía los verdaderos sentimientos hacia esas nuevas experiencias de Álvaro. No podía saber si una boca no habla, se decía. Luego se maldecía por mentirse a ella misma, porque para ella sí que eran experiencias, pero para Álvaro podrían ser verdaderas putadas. De todas maneras ¿cómo saberlo si el dichoso hombre se niega a hablar y a ponerse en pie? Se preguntaba esto y si no sería mejor marcharse de una vez por todas y dejar que ocurriera lo que Dios quisiera. Al momento de pronunciar la palabra Dios, emergía de sus adentros un miedo ancestral, como surgido de una cueva, la de su infancia, donde en la penumbra de la oscuridad y la edad le habían esculpido con letras de sangre el terror a un todopoderoso que nadie había visto jamás. Hacía décadas que desechó a los dioses, pero estos aparecían ante el umbral que cruzaba ahora. Quizás el antiguo Dios se abría paso porque ella creía adentrarse en los reinos del diablo, o simplemente no estaba ella preparada para evolucionar tan rápidamente, si estos acontecimientos eran evolución.

    Meditaba Ignacia en voz baja mientras seguía acariciando al hombre que ahora compartía su lecho, al hombre que ahora se hacía el dormido y escuchaba las meditaciones de su amada mientras disfrutaba de sus caricias.

    Tenía bastante borroso el día anterior. La enorme resaca impedía a la memoria formar su telaraña, y ante los hilos sueltos que lograba recordar, él mismo impedía la formación, como si esa memoria no fuese la suya, como si fuera de otra persona a la que él hubiese visto desde lejos, sin entrar en si fue bueno o malo, dichoso o vergonzoso.

    —La vida es como es, y muerte somos tarde o temprano; ella es la meta, y al llegar a ella todo quedará borrado de un plumazo, ¿qué más da entonces lo hecho o lo que piensen los demás? ¿He disfrutado más que he sufrido…? —se susurraba Lázaro, en voz muy baja.

    Ahora era él el que reflexionaba, el que intentaba apuntalar la base de este nuevo presente, porque todos los presentes han de estar sustentados con la aprobación del inconsciente y la conciencia de uno mismo. Hay que moldear lo aprendido e inculcado en el pasado, lo vivido día tras día para que el presente se haga soportable, real, palpable, para que uno no acabe por las calles de la locura.

    —Hemos de engañarnos lo mejor posible a nosotros mismos porque no existe ninguna verdad. Solo la verdad moldeada por nosotros a cada momento e instante forman el presente irreal de cada uno, y solo la unión de varios presentes de personas diferentes llegan a finalizar en un futuro común más o menos coherente, más o menos esperado, más o menos feliz —continuaba susurrándose Lázaro, ahora un poco más fuerte.

    Estas palabras y no otras, como un susurro reflexivo, después de mucho tiempo, fueron las que salieron de la boca de Álvaro.

    —¿Qué dices? ¡Después de esperar tanto tiempo a que hables y dices algo que no entendería ni un filósofo de esos! ¡Es para matarte! —preguntó y exclamó una sorprendida Ignacia.

    —¡Vale! Perdona, por lo menos has hablado, aunque no sé si será debido a la enorme borrachera que aún debe perdurar en tu cerebro —y dándole un abrazo y un beso enorme, comenzó a reír de tal manera que contagió a Álvaro.

    Los dos reían a garganta abierta, desnudos y calentitos, dentro de las gruesas mantas, sudorosos y pegajosos, malolientes y despreocupados de un pasado al que empezaban a no hacer demasiado caso, de un pasado que intentaban transformar a su manera, para que ese presente que disfrutaban tuviera coherencia y fuera real y palpable, formando un caminito común hacia un futuro que se veía de una felicidad improbable. ¿Pero qué era el futuro sino la unión de mentiras pasadas, de la conjunción de verdades de otros que desembocan en abstractos caminos, de diferentes caminos derivados de una misma verdad?

    —Todo es mentira Ignacia, el mundo es una gran mentira, que si no se sabe disfrutar te corroe y te arrastra a lo más profundo de la soledad, o de la depresión, o de la locura. Si no nos sabemos reír del mundo y de la vida nunca podremos ser felices, y esta vida es la nuestra, y ahora mismo estoy dudoso si me excitó tanto como me disgustó lo de ayer. Pero te quiero a mi lado y aceptaré lo que me hagas o lo que a ti te guste.

    Ignacia escuchaba intentando comprender lo mejor posible, sorprendida del cambio de manera de pensar de Álvaro, de su repentina charlatanería.

    —Ya que has hablado, y muy bien, creo, ¿por qué no te levantas conmigo, nos duchamos, desayunamos juntos y juntos nos reímos de nuestra vida, como tú dices? —aprovechó Ignacia para intentar acabar con la vida horizontal de Álvaro.

    —Si me prometes que no me dejarás —susurró al oído de ella.

    —No puedo prometer lo que a lo mejor no cumplo.

    —Entonces seguiré arrastrado por los suelos y en silencio, incluso si te vas para siempre, hasta mi muerte.

    —Si te digo que nunca te dejaré, te levantarás de los suelos, y si luego te dejo, volverás a ellos. Es un chantaje por el cual no voy ni quiero pasar. Me voy a ir, y no voy a volver. Si de verdad me quieres tanto te alzarás y me seguirás. Es algo que debes afrontar tú solo. Nadie puede predecir el futuro, es una unión de mentiras pasadas que ningún ser puede saber cómo será, como tú mismo has dicho hace poco. Es un riesgo que debes asumir.

    Esperó respuesta Ignacia, pero no la tuvo, Álvaro se introdujo nuevamente en su silencio. Le besó en los labios y en la frente mientras se levantaba. Se duchó y maquilló. Se peinó su larga cabellera rubia e hizo una pequeña maleta con sus pocas pertenencias y, ante el lecho improvisado, con la maleta ante los ojos del hombre tumbado, se despidió con un beso al aire soplado de la palma de su mano. Antes de darle la espalda observó cómo empezaban a brotar lágrimas desde las esquinas de los ojos de Álvaro.

    —Es tu decisión, el riesgo que debes asumir. Hasta siempre Álvaro. Aunque no te lo creas, te quiero, te quiero mucho —dijo mientras se despedía, parada un instante en la puerta abierta de la calle.

    Cerró la puerta de golpe. Álvaro quedó triste, solo y desconcertado al ver a Ignacia por primera vez con un abrigo puesto, al verla marchar, posiblemente para siempre.


    Jamás su vida había sido tan como una noria que subía hasta los límites de la felicidad y el éxtasis y bajaba de pronto a los reinos de las puertas del infierno, a la soledad absoluta. Pero ahora la noria se había detenido en los bajos, con él esperando que se izara, como Ignacia esperó a que él se izara.

    Al principio pensó que era otra estratagema para conseguir su verticalidad y así poder marcharse de su lado, con la tranquilidad de que no le pasaría nada a él por culpa de ella, para limpiar su conciencia. Más tarde recapacitaría para preguntarse qué conciencia debía lavarse con lo que le había hecho sufrir. Luego volvía al primer pensamiento y a mezclarlos de cualquier manera. De ese modo pasó un día y una noche entera, y de paso la resaca, sin comer ni beber, postrado en el sucio lecho y tapado con las gruesas mantas. Tan solo orinó a medianoche, aunque al lado de donde dormía. En un día el olor empezaba a ser insoportable.

    Tenía sed. Como un soldado que reptara unos alambres imaginarios, se dirigió a la cocina, abrió con una mano la nevera y sacó de la parte baja un cartón de leche, que aunque fresca para el frío intenso que tenía, le pareció exquisita. No quiso comer nada. Dio media vuelta y fue a su dormitorio y de los cajones inferiores del armario extrajo calcetines blancos de algodón, y se puso un par en cada pie, y unos calzoncillos cortos y limpios de algodón y encima de estos unos largos y luego unos pantalones tejanos. Una camiseta, también blanca y de manga corta, y encima una de manga larga y luego una camisa de rayas azules y encima un jersey de lana roja. No quiso zapatos, de momento. Al ratito entraba en un calor más que confortable. Arrastrando toda la reciente ropa limpia que se había puesto, marchó a las puertas del balcón y corrió desde abajo la cortina azulada que se sujetaba con grandes arandelas de madera. Abrió las puertas y le vino una ráfaga de viento frío y aun así salió al balcón y miró a la avenida, dos plantas más abajo. No andaba nadie por las aceras ni coches por la calle, aunque eran casi las seis de la tarde. Giró el cuello y se cercioró que eran las seis, según el reloj de pared situado encima del televisor, un regalo que al final le salió más caro que si lo hubiera comprado en la tienda más cara del centro de la ciudad.

    Se quedó extendido cara a cara con las delgadas baldosas marrones de su terraza, con la cabeza apoyada entre los brazos cruzados, pensando que sin Ignacia no podría vivir, ella era la última esperanza que tuvo de montarse en el tranvía de la vida. Miró a lo largo de las dos direcciones de la avenida donde vivía, a sus edificios de enfrente alineados a una misma altura de cuatro pisos, todos idénticos, de un mismo constructor y arquitecto, de un mismo aparejador y mismo promotor, de un mismo todo, todo lo mismo…

    Había empezado a sentir frío y a llover, como el día anterior cuando Ignacia habitaba con él. Le pareció que pasaron años. Esperó un poco para que se ventilara el comedor y, a ser posible, la vivienda entera. Observó cómo ahora entraba en el bar donde lo humillaron, ayer mismo también, vejado, ultrajado, puesto los cuernos delante de las narices otra vez y, vete a saber qué más, porque no quería recordar, observó cómo entraba Héctor al bar. Héctor… el rufián que le regaló el reloj y que a cambio estuvo pidiéndole favores durante meses, y seguramente el que me robó la casa también. Héctor, su vecino de abajo, otra persona inmadura, ilusa y soñolienta, ladrona, despiadada, insolidaria; otro ser luchando por la supervivencia en este barrio de esta maldita gran ciudad donde nadie conoce a nadie si ello le supone abrir el monedero o simplemente una pérdida de tiempo. ¿A quién irá a gorrear las cervezas hoy? ¿A quién irá a engañar?

    Iba a entrar al comedor y cerrar las puertas del balcón cuando vio de reojo que enfrente, en la primera planta, había una mujer observándolo tras unas cortinas blancas.

    Era Ignacia.

    Entró, dejando de par en par abiertas las puertas del balcón y las cortinas, para que Ignacia no tuviera ni la más mínima dificultad de observación.

    Se quedó tendido en el suelo frío de baldosas, mirándola e intentando entreleer su sonrisa en la lejanía cercana de apenas diez metros. Parecía estar sola.

    Por un momento quedaron con los ojos fijos uno en el otro, hasta que ella se escabulló en el interior, como un crepúsculo que huye de la noche que llega y cae con manto de cielo marino sobre las sombras de la ciudad, sumergiéndola en un abismo donde solo las luces amarillentas de las farolas enfocan los contornos difusos de objetos y seres que deambulan por las simas, ahora húmedas por la lluvia intensa que cae.

    Más que lluvia ahora parece la madre de todas las lluvias, el Diluvio Universal, pensó Lázaro.

    Héctor ha salido del bar cantando una canción de niño que hace sonreír a Álvaro: "..Que llueva que llueva, la virgen de la cueva, y que caiga un chaparrón que rompa los cristales de la estación…". Aunque a penas oye la voz de Héctor, por el ruido de la inmensa lluvia, lo ha acompañado en tan estúpida canción infantil.

    Observa cómo Héctor se dirige al portal del edificio donde viven los dos, avanzando con el agua por las rodillas. ¡Madre de Dios qué diluvio!, exclama para sí mientras mira al balcón donde estaba Ignacia. No hay nadie y las luces están apagadas, por lo que decide cerrar las puertas del balcón.

    Se ha tendido en el colchón del comedor y tapado con las gruesas mantas de lana, el mismo colchón que está cerca de la meada de la media noche anterior. Un colchón repleto de espermatozoides muertos y resecos que reposa sobre un suelo de comida pegada en sus baldosas grisáceas y restos de porros de maría y cerveza y canapé y mierda en general. Se ha tendido y tapado y escucha cómo cae esa inmensa lluvia, ese Diluvio Universal. Lleva ya mucho tiempo así, horas, y está asustado. Se tira del sucio colchón a las baldosas grisáceas y con toda la ropa casi limpia, vuelve a arrastrarse cual gusano gordinflón hasta las puertas del balcón. Ante la visión del agua que ya llega casi hasta las alturas de las viviendas de las primeras plantas, alza las cejas y resopla como un toro aturdido.

    No puedo hacer nada, se dice, entonces… Que llueva que llueva hasta que se rompan los cristales de la estación, y se ríe a carcajadas y se dice que quizás sea lo mejor, ahogarse allí mismo, en ese instante y a la mierda todo de una puta vez. Repta hasta su lecho apestoso y espera a la muerte que llega con la guadaña mojada. Pero después de un rato no oye nada. La lluvia cesó. ¡Maldita sea! ¡Seré imbécil!, se dice como si él tuviera la culpa del cesar de la lluvia.

    Poco a poco se duerme.

    Está amaneciendo y hace un frío polar, ártico y antártico, un frío que te pela los huesos. Álvaro se acurruca con todas las gruesas mantas de lana y aun vestido con dos pares de calcetines y dos pares de calzoncillos y tejanos y dos camisetas y camisa y jersey está tiritando dentro de tanta vestimenta y abrigo. Se dice que tiene que ver lo que ocurre fuera y se arrastra cual gusano de los mundos de hielo hasta las puertas del balcón.

    La lluvia, que ayer llegaba hasta las alturas de los primeros pisos de los edificios, ahora es hielo. Ha visto incrustados en él objetos y personas sobresaliendo a medias, como si la congelación se hubiera formado en un instante. No quiere seguir mirando porque se está muriendo de frío, literalmente. Se vuelve a arrastrar hasta su sucia cama y se cobija todo lo posible.

    No sabe si se ha dormido o está muerto, porque ahora hace un calor insoportable. Debo estar en el infierno, se dice, ¿o pensabas que irías al cielo?, se pregunta mientras ríe a carcajadas. Está sudando a mares. Se destapa rápidamente pero no es suficiente, por lo que se quita la ropa, quedando otra vez desnudo, esta vez por su propia voluntad, sin participación de Ignacia. Ríe como un loco sudado y sucio y de piel pordiosera mientras vuelve a arrastrarse cual gusano de los desiertos hasta las puertas del balcón. Alza la cabeza y con ella la vista y ve cómo vuelan por los aires toda clase de objetos entre un ruido huracanado ensordecedor, y con ellos vuelan señores y vuelan señoras por los aires y toda clase de cosas. Hay un vendaval, un huracán, un tifón enorme, un viento como jamás habían visto sus ojos.

    En el balcón de enfrente, agarrada a las barandillas, está Ignacia con los pies colgando y rozando el todavía hielo existente hasta casi la altura de su vivienda. Ignacia tiene el vestido en la cara y no lleva ropa interior. Como de costumbre, se dice Álvaro. El ruido del vendaval es enorme, inmenso, solo se oye al dios Eolo y se ve volar toda clase de objetos y deslizándose entre el hielo, con dos macetas enormes atadas a sus pies y unas botas de hielo y unos ganchos de hielo, se desliza Héctor, su vecino de abajo, el maldito bribón que va en busca de su amada Ignacia.

    Ha visto llegar a Héctor hasta Ignacia, besarla y manosearla durante horas, sin quitarle el vestido de la cara siquiera, y ha visto cómo en esa situación tan extrema han hecho el amor y ha llorado.

    Está con la cara en el suelo, sudando a chorros por el calor que hace, sordo por el enorme ruido del viento y sucio e incapaz de hacer ni pensar nada. Solloza cada vez más para sus adentros, cada vez más perdido, cada vez con menos soluciones. Cierra los ojos y deja entrar todo el pesimismo y a toda la soledad que le cabe, a toda la depresión que pulula por sus alrededores. Nuevamente su embudo particular le ha hecho tragar toda la mala suerte y mal vivir de sus alrededores.

    La inconsciencia se apodera de su mente y su cuerpo.



    Para las personas que gustan de finales trágicos o son un poco pesimistas, o no tienen más ganas de seguir leyendo este relato, este es su final:

    "...Nuevamente su embudo particular le ha hecho tragar toda la mala suerte y mal vivir de sus alrededores.
    La inconsciencia se apodera de su mente, y su cuerpo, poco a poco, se va muriendo sobre un colchón sucio y andrajoso, más solitario que nunca.



    Para las personas optimistas y que gustan de finales alegres y felices y tienen ganas de continuar leyendo, pueden optar por acompañar a los personajes a un final más alegre y divertido.




    Continúa abajo, si quieren un final feliz.

     
    #3
    Última modificación: 13 de Marzo de 2013
  4. Évano

    Évano ¿Misántropo?

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    El maldito cacharro no pitaba, tenía pilas nuevas y ni así emitía ni el más mínimo ruido. Estaba claro que ese trasto no valía para nada o quizás en toda la montaña no existía metal alguno. Doscientos euros a la mierda, con la falta que le hacía el dinero. Eran los últimos billetes que le quedaban y los había invertido en un detector de metales. Si viviera con sus padres, o con alguien, le dirían lo de siempre: Solo tienes pajaritos en la cabeza. A lo mejor esa era una gran verdad. A lo peor era un iluso, un idiota del que todo el mundo se reía y engañaba.

    Se sentó en una roca, apoyando la espalda en un pino delgado, alto, seco, pálido y enfermo, como una versión de él mismo transformada en árbol. Con los codos en las piernas y las manos en el rostro maldecía al mundo y a él mismo. Se levantó de golpe y dio una tremenda patada al detector. No contento porque aún permanecía ante sus ojos, lo agarró fuertemente y lo lanzó lo más lejos que pudo. Se oyó un crujido y una especie de ay doloroso a lo lejos, más o menos por donde debía haber caído el dichoso detector. Fue a comprobar lo ocurrido, a recuperar el maldito trasto y de paso miraría si había dañado a alguien.

    Encontró a un pequeño anciano de barbas blancas tendido en el suelo, entre la hojarasca y la pinaza, con una gran brecha en la cabeza. El detector estaba a un lado manchado de sangre. En la mano, fuertemente asido, el viejo tenía un artilugio muy raro. Parecía un termómetro muy antiguo, de valor. Le costó quitárselo pero lo consiguió. Nervioso, con su inútil artilugio recién comprado en una mano y el extraño aparato en la otra, corrió montaña abajo deseando que nadie lo hubiera visto y que el anciano no estuviera muerto. Mientras corría pensaba que podría haberlo comprobado. Ya no lo haría, aunque sí avisaría a una ambulancia, en anonimato, claro estaba.

    Llegó a su barrio y al edificio donde vivía, sin encontrarse a nadie en el trayecto. Mejor para él, así no se reirían. La próxima vez no debería anunciar de antemano y a bombo y platillo sus andanzas.

    Sentado en su desgastado sillón, rebuscado en la basura, observó detenidamente el extraño termómetro. No marcaba temperaturas de más o menos grados, se limitaba a cuatro redondas en forma de pequeños timones de barco. Uno ponía sol, otro lluvia, otro nieve, y el de más abajo, viento. No sabría decir la madera de la que estaba hecho ni el metal de las letras y los jeroglíficos traseros. Menudo buscador de metales, pensó.

    Giró los timones rápidamente para luego dejarlos en la posición inicial en los que los había encontrado, menos el de la lluvia que lo dejó sin darse cuenta casi hasta el final de su recorrido.

    Dejó el termómetro sobre el sofá y marchó al bar a tomar unas cervezas. Se registró en los bolsillos y no tenía ni un céntimo. Tendría que dejarlas fiadas o adular a alguien, o robar.

    Tan sólo había bajado las escaleras del primer piso donde vivía cuando oyó el ruido de la lluvia. Al salir a la calle ya estaba lloviendo a mares. Antes de llegar al bar, situado a penas a unos metros, caía una tromba de agua impresionante.

    Menos mal que bajé pronto de las montañas, se dijo. Y pobre viejo, recordó rápidamente. Desde el bar llamaría para que lo socorrieran, o recogieran su cadáver, en el peor de los casos. Se mintió.

    Encontró al hombre que le había vendido el detector de metales en la barra, ante una gran jarra de cerveza. Este, al verlo furioso, le invitó a unas cuantas y lo convenció para que no desistiera de su empeño de encontrar oro, que era pronto, a ver si el primer día se quería hacer millonario. Le convenció más el alcohol que las palabras. Acabaron borrachos como una cuba: él, el amigo y el camarero, que era de aquellos que decían: "Viendo el camarero que no vendía, también bebía". Tres largas horas pasaron y no había entrado nadie más. El dueño, al mirar al exterior comprendió el porqué. Fuera diluviaba. Más de dos palmos de agua cubrían las calles, entrando ya por debajo de la puerta del local a chorros.

    Héctor no se lo pensó, con un hasta luego que no me quiero ahogar aquí dentro, se despidió. Al abrir la puerta el agua penetró de golpe en el bar. Con las aguas en las rodillas, tambaleándose, cantando una vieja y tonta canción infantil: "...Que llueva que llueva, la virgen de la cueva y que caiga un chaparrón que rompa los cristales de la estación...", y mojado hasta los huesos, logró llegar a casa, donde se estiró en el sofá, encima del termómetro, quedando dormido por la borrachera y el cansancio.

    Despertó en la noche avanzada. Había ruidos, griteríos, una algarabía enorme dentro del edificio y fuera en la calle. Quiso encender la luz pero no había. Salió al balcón y tampoco había luz en las farolas ni en ninguna casa, sólo linternas que apuntaban a todas partes y tras ellas gritos de pánico, amén de un rumor de lluvia y corrientes de agua impresionante. Él también tenía una potente linterna. Fue a buscarla. Al volver al balcón y apuntar al suelo de lo que debía ser la calle gritó igualmente, tanto o más fuerte que los demás. Al agua le faltaba poco para invadir las alturas de los balcones de las primeras plantas y en ellas flotaban toda clase de objetos, algunos valiosos, pero desechó la idea de cogerlos ante el peligro que le sobrevenía. A este paso, si no deja de llover de esta manera, tendré que subir al ático, murmuró para sí.

    Volvió a su sofá. La linterna apuntó al termómetro. Recordó que el timón de la lluvia no lo había puesto en la posición inicial en la que estaba. No supo el porqué, pero ahora lo hizo. Al rato dejó de llover.

    Las borracheras tienen eso, hacen que uno piense locuras y se las crea.

    Volvió a poner, esta vez al máximo, el timón de la lluvia. Al momento llovía de una manera espantosa. Se asustó y giró todo a la izquierda. Ya está bien de lluvia, se dijo y se fue a dormir sin cenar, como de costumbre, llevándose el termómetro y dejándolo en la mesilla de noche. Su gato, que esa noche tenía miedo añadido por culpa de la inmensa tormenta, marchó tras él, a dormir en su cama.

    Con el jugueteo que tienen los gatos y a veces mala pata, giró sin querer el timón de la nieve más de la mitad.

    Tiritaba entre las sábanas y mantas. Hacía un frío polar, ártico y antártico. Corrió al armario y cubrió la cama con todo lo que pudiera abrigar y, añadiendo a su vestimenta dos pijamas y dos pares de calcetines, pudo dormir hasta el amanecer.

    Al levantar las persianas y correr las cortinas, temblando por el frío ártico, antártico y polar que hacía, entró la luz del poco sol de la mañana.

    Sobre su lecho yacía su pobre gato congelado. Fuera, todo lo que la noche anterior había sido agua, ahora era hielo. Podía salir de su casa tranquilamente por el balcón y patinar.

    ¡Madre de Dios la que he liado!, exclamó y se maldijo a él mismo, al dichoso termómetro y al viejo de las barbas blancas. Giró a la izquierda el timón de la nieve. Aun así el hielo tardaría días en deshacerse. Tengo que tener más cuidado con este cacharro o acabaré por matar a toda la ciudad, si no los he matado ya, e iba a reírse pero le pareció de mala educación.

    Fue nuevamente a su querido sofá y encendió uno de los pocos cigarrillos que le quedaban y meditó. El líquido agrio de su cerebro portaba las ideas de un hemisferio a otro, ora en el izquierdo, el de lo abstracto, ora en el derecho, en el de lo real, o al revés, que no tenía él las cosas del saber muy claras.

    —Bueno, ya está bien de estupideces, piensa bien de una vez, esto es grave, pero también puede ser una oportunidad fabulosa.

    Así pensaba, aunque para él la oportunidad fabulosa era la vecina de enfrente de su edificio, una mujer recién llegada que estaba de muy buen ver y parecía que lo espiaba tras las cortinas blancas. Si giraba el timón del sol todo a la derecha haría calor, y si hacía calor, ella tendría que ponerse ropa ligera, más ligera todavía de la que normalmente vestía para un mes de enero. Lo de menos era que indirectamente ese calor derritiera la inmensa capa de hielo que cubría las calles de la ciudad a una altura de una primera planta de edificio.

    Salió al balcón. Hacía un calor sofocante, irritante, horrible. Se iba derritiendo poco a poco el hielo, muy lentamente, dando grotescas y divertidas imágenes: la cabeza del amigo que le había vendido el detector sobresalía a las puertas del bar con una jarra de cerveza en una mano, deshelándose, mientras los ojos del pobre hombre la miraba con pena. Cerca, una mujer con los brazos alzados, congelada de los pechos para abajo parecía que había pedido auxilio. Lástima que no hubiera nadado un poquito más arriba, parecía tener buenas tetas, pensó.

    Perros, gatos, contenedores de la basura, mendigos, señores y señoras, vehículos de todas clases y objetos de toda índole se deshelaban poco a poco. Era una estampa bonita, curiosa, espectacular.

    Un termómetro normal marcaría en esos momentos un montón de grados, que no sabría él decir cuántos pero serían muchísimos, más que nunca, se diría el acalorado Héctor. El suyo no marcaba nada, sólo el pequeño timón girado casi hasta el final de su izquierda indicaba calor. El de la lluvia, aunque intentó girarlo a la par de la del sol, no podía moverlo, era imposible. ¡Qué bien hecho está!, exclamó para sí.

    La vecina no debería tardar en salir a su balcón a refrescarse, eso si no me la he cargado ya, le dijo a su cerebro. Este no le contestó.

    Efectivamente, la vecina no tardó en salir a refrescarse. Medio desnuda, tremendamente sudorosa y acalorada, se sentó entre las rejas de su balcón, rozando los pies en las frías aguas que iban deshelándose en la calle.

    A Héctor se le encendieron los ojos. El plan marcha bien, se dijo.

    Se puso un bañador y se mojó la cabeza y se tumbó en una butaca medio rota que tenía y observó a su bella vecina. Encendió su último cigarrillo, maldiciendo el enorme problema que ahora tenía, ¿qué haría sin tabaco?, tendría que ir a buscar o a robarlo de algún estanco ahora que estaban desprotegidos, como lo estarían la mayoría de las tiendas. Se ilusionó, llenaría sus despensas de todo lo que le gusta. Al momento otra idea le vino, dejaría la de apropiarse de los bienes ajenos para más tarde.

    Giró el pequeño timón del viento casi hasta el final. Al poco rato un vendaval de aquí te espero recorría la ciudad. La vecina, agarrada fuertemente a las rejas del balcón para no salir volando, era incapaz de sujetar su leve vestido, dejando al aire unos pechos magníficos y un cuerpo desnudo excepcional, y además, para más alegría de nuestro querido Héctor, como el vestido ondeante al vendaval, tapaba el rostro de la guapa vecina, esta no podía ver como nuestro amigo la veía a ella, cómo disfrutaba inmensamente sin que ella se diera cuenta. Las babas de Héctor se mezclaban con las aguas en deshielo. Ahora, con mucho cuidado, podría cruzar la calle y meterle mano. El problema era cómo evitar que el viento se lo llevara a la porra.

    Se ató al cuerpo unas macetas enormes, destinadas antaño al infructuoso intento de plantar marihuana, y se colocó unas botas de clavos de escalador, que años atrás compró engañado por un falso alpinista, uno que le dijo que lo llevaría con él al Himalaya. Las macetas, por su enorme peso, casi le parten el espinazo al tirarlas fuera del balcón, pero una vez allí no le fue difícil arrastrarlas por el aun deslizante hielo. Poco a poco llegó al balcón de su vecina de enfrente, la cual gritaba y pedía auxilio, atemorizada por el miedo a salir volando por los aires. La gente no podía ayudarla, entre otras cosas porque la mayoría habían cerrado ventanas y persianas, aterrorizados por el huracán, a pesar del inmenso calor. No hay duda de que muchos perecerían asfixiados dentro de sus casas, pero ese no era problema de nuestro amigo Héctor, el suyo era llegar al cuerpo de su fantástica vecina.

    Por fin llegó. Metió las piernas entre las rejas y entre las de su guapa vecina, acurrucándose todo lo posible a Carmela, que así debería llamarse una mujer tan guapa, según él, y aunque le preguntáramos porqué el nombre de Carmela era nombre de mujer bella, seguro que no sabría decir su porqué, o a lo mejor sí, vaya uno a saber. Se agarraba y manoseaba lo más fuertemente posible a todas las partes del cuerpo de su Carmela con la excusa de no ser izado por el aire. No se le ocurrió retirar el vestido de su rostro.

    —Aquí estoy yo Carmela, yo te ayudaré, no te preocupes —dijo gritando, para elevar su voz sobre el ruidoso vendaval.

    —Gracias Héctor, muchas gracias, pero me llamo Ignacia ¿Qué está pasando? Parece el fin del mundo. Lluvia, hielo, un calor que asfixia...¿Qué vendrá después? —hablaba también a gritos, asustadísima.

    —¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó intrigado.

    —Soy Ignacia, la que vivía con tu vecino, Álvaro —aclaró a grito pelado, con el vestido venteándole la cara y con todo el resto del cuerpo desnudo, y con los pezones erizados.

    —¡Ah… claro!, no te conocí con el rostro oculto tras el vestido —mintió como un bellaco, pues tanto andaba siempre en sus quehaceres que nunca se dio cuenta, o nunca tropezó con ella.

    —Creo que en el termómetro ya no hay nada más —y menos mal que lo dijo en voz baja, sin que su Carmela hubiese podido escucharlo.

    Héctor seguía con la excusa de no salir volando por los aires para continuar manoseando a Ignacia. Ella no puso pegas porque ya se sabe que en las guerras las mujeres no quieren salvaguardar la virginidad.

    Después de varias horas entre las rejas del balcón, besándose ahora los dos y haciendo el amor como mejor pudieron, podríamos decir que salieron un poco enamorados.

    Sólo había un problema, un problema enorme: el vendaval se había llevado el termómetro mágico a la porra, eso se cree. Con tanto ajetreo y por la inutilidad de Héctor para conservar las cosas valiosas, salió volando no se sabe dónde.

    Después de saciar muchas de las ganas de sexo que tenía Héctor, este logró arrastrarse hasta el interior de la vivienda recién alquilada de Ignacia, atraerla y cerrar las puertas del balcón, con lo cual el vestido de ella tomó la posición correcta, es decir, como Dios manda, si es que Dios manda estas cosas.

    Por fin vio claramente el bello rostro de la mujer, sus sensuales y rojizos labios, sus cejas perfiladas, sus pómulos levemente hinchados y salientes, su nariz corta y simétrica, sus grandes ojos verdosos y su barbilla redonda con su huequecito y todo.

    ¿Cómo no vi antes semejante belleza en mi edificio?, se preguntó.

    Descorrió las cortinas Ignacia y miró al segundo piso de enfrente. Álvaro parecía dormir en el suelo. ¡Cómo no!, se dijo.

    —Tenemos que abandonar la ciudad, Carmela, dijo secamente Héctor.

    —¿Pero qué dices? ¿Y a dónde vamos con este tiempo? Si salimos a la calle el huracán del demonio este nos matará —contestó una Ignacia preocupada más por Álvaro que por ella misma—. Y me llamo Ignacia, gritó.

    —Vale Ignacia, te llamas Ignacia. Escúchame, esta ciudad tiene el tiempo contado, ya lo ves, parece que alguien quiera que sea otra Sodoma, u otra Gomorra. Aquí sí que moriremos con este calor espantoso, o con el huracán dichoso, moriremos fritos como los huevos, o estrellados por ahí.

    —Podemos esperar un poco para ver si se restablece la normalidad. Además, no puedo marcharme sin Álvaro.

    Héctor no quería contarle lo del termómetro, ya fuera porque creía que lo tomaría por loco, ya fuese porque le echara la culpa de tantas muertes y desgracias y creyera que era un insensible egoísta, ya fuera por cualquier cosa que pasara por su mente.

    —¡Está bien!, esperaremos un poco, un día o dos, o tres, pero ya te he dicho que no creo que mejore y no me preguntes por qué, a veces soy un poco adivino, y si quieres y es necesario, si tenemos que huir de la ciudad, nos llevaremos al dichoso Álvaro, aunque nos traerá problemas si lo hacemos. Lo sé por lo poco que me han contado hoy en el bar.

    —¿Qué te han dicho? —preguntó temiendo que le hubiesen contado lo sucedido el día anterior, porque le había gustado Héctor, le había agradado su valentía, la forma de acariciarla y hasta un poco su físico.

    —Me han dicho que va en un carrito y no quiere ponerse de pie ni hablar, y que ayer se pegaron la mejor juerga de su vida a costa de él y de una mujer que lo acompañaba, que seguro serías tú —dijo mirándola a los ojos.

    —Yo no era, yo estaba visitando a unos parientes. Creo que era su ex mujer… para vengarse de él, supongo —contestó mientras se quitaba la ropa.

    Héctor también se desnudó por completo. El calor era más que agobiante, sofocante, aplastante… El aire entraba a los pulmones quemando a su paso boca, lengua, garganta, tráqueas y hasta las uñas de los pies.

    Abrió las ventanas del balcón y el viento volvió a revolotear todos los objetos de la habitación, llevándose consigo a muchos de ellos y entrando a otros del exterior. Casi reventaban los oídos y a los cuerpos les costaba permanecer en horizontalidad y al fin y al cabo no refrescaba casi nada, por lo que cerró y se tumbaron en el suelo, como Álvaro.

    El hielo del exterior se deshacía ahora más rápidamente.

    Durmieron largo y tendido, hasta la madrugada. El viento rugía sin parar. Los golpes de fuera no parecían cesar nunca. El calor tampoco. Estaban medio deshidratados, por lo cual Ignacia fue a tientas hasta la nevera y sacó la bebida que allí guardaba: leche, cervezas, naranjadas y limonadas y vino y agua embotellada.

    —Esta cerveza parece meado de burra, está caliente que te cagas —dijo Héctor.

    Pero Ignacia no escuchaba, pensaba que su pobre Álvaro no duraría mucho y que Héctor tenía razón: la ciudad estaba condenada.

    —Tienes razón, no tenemos más remedio; debemos marcharnos a otro lugar; con este tiempo moriremos pronto. Seguramente la mayor parte de la población estará ya muerta. Iremos a buscar a Álvaro y nos vamos —hablaba susurrando en alto, como meditando.

    —De acuerdo, al amanecer nos vamos —contestó con seguridad su nuevo compañero.

    El insufrible calor había hecho que el hielo de hace poco fuese ahora agua correteando por las calles. A penas quedaba un palmo en ellas cuando Ignacia y Héctor asomaban sus cabezas por el portal del edificio. Ya no volaban casi objetos de ninguna clase. Tantas horas de viento debían haber vaciado la ciudad entera de cosas no ancladas o poco pesadas. Ató un extremo de una larga cuerda a las rejas del portal y otro a sus pies y arrastrándose por la calle, para no ser llevado por el inmenso huracán, logró arribar al portal donde hasta ahora habían vivido Álvaro y él.

    —Lo traeré, Carmela, y nos vamos de esta maldita ciudad —gritó.

    —Ignacia, me llamo Ignacia —le gritó también.

    Subió hasta la segunda planta y hubo de derribar la puerta de entrada, porque Álvaro no contestaba. Lo encontró tendido y desnudo en el suelo, desmayado. Fue a la cocina en busca de algún líquido y le dio a beber pequeños traguitos de vino calentorro y, sin perder tiempo, lo subió al carrito y se lo llevó escaleras abajo, traqueteando y golpeándolo en su incesante y raudo bajar. Se paró un momento ante la puerta de su casa y, como no recordó nada que valiera la pena recoger de allí, prosiguió escaleras abajo. Se volvió a atar la cuerda y a arrastrarse nuevamente hasta donde estaba Ignacia, llevando con él a un Álvaro que parecía querer salir volando por los aires con su carrito y todo.

    Ignacia se asustó al ver inconsciente a su ahora viejo compañero.

    —No te preocupes, debe ser una lipotimia de esas. Le he dado vino —dijo para tranquilizarla.


    Robaron placenteramente una gran furgoneta que se hallaba en una calle alta de la ciudad, donde el agua y el hielo no habían hecho mucho daño, aunque sí el viento. La llenaron de objetos valiosos, los más caros que encontraron o los que creyeron que eran más caros, de agua, cervezas, vinos, licores… y de víveres, y se fueron de la ciudad, ahora más seca que la cabeza de Héctor, o que su barriga de cerveza, por desgracia para él.

    A Álvaro lo habían encajado atrás en la furgoneta, empapado de agua para que no muriera asfixiado de calor. De vez en cuando paraban para cerciorarse de que seguía bien, remojándolo nuevamente y dándole a beber pequeños tragos del primer líquido que pillaban, normalmente vino o cerveza.

    Héctor e Ignacia iban en la parte delantera, desnudos por completo y sudando a chorros, medio muertos de calor, al igual que Álvaro.

    Ya muy lejos de la ciudad desolada vio que en lo alto de un pino brillaba un objeto extraño. Paró el vehículo y se encaramó al árbol. Era el termómetro que debía ser mágico, según un Héctor al que se le abrían los ojos de emoción y de los que caían unas lagrimillas de felicidad.

    —¿Qué es? —le preguntó Ignacia.

    —Nada, un simple collar de metal, seguramente traído por el huracán que devastó la ciudad —le mintió con la profesionalidad que empezaba a caracterizarle mientras intentaba ocultarlo entre las manos.

    —¿Podrías habérmelo regalado? —le insinuó con erotismo.

    —No, ni hablar, seguramente será de alguna muerta. No quiero para ti un regalo de esos —indudablemente sus artes de rufián crecían.

    Con cautela, puso al principio el pequeño timón del sol y, al bajar del árbol y acercarse a la furgoneta, el calor sofocante ya había desaparecido. El tiempo había vuelto a su enero y con él el frescor característico de este. Montó en la furgoneta y encendió la calefacción porque Ignacia ya tiritaba e intentaba abrigar su cuerpo desnudo con las manos y los brazos.

    Me parece que no hemos traído ropa ninguna. ¡Tantas cosas de valor y desnudos! —dijo riendo tremendamente Ignacia, contagiando de risas a Héctor.

    Y de esta manera, riendo como locos y desnudos, circulaban por una carretera desierta mientras se dirigían a su nuevo destino, el que les viniera en gana, pues aun no tenían nada decido.




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    #4
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  5. Évano

    Évano ¿Misántropo?

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    Entre las charlas, a lo lejos, en el horizonte de la rectilínea carretera, divisaron a un anciano de barbas blancas con una venda en la cabeza. Hacía autostop. Pasó de largo a toda velocidad, como un rayo.

    —¿Por qué no paraste? Era un hombre muy mayor —le preguntó y le afirmó con voz melodiosa.

    Tenía mala pinta, y además, ¿no has visto el extraño bastón que alzaba al aire para hacer autostop? —le contestó dudoso, porque se temía quién era: el anciano al que escalabró, sin querer, eso sí.

    Héctor miró por el retrovisor y le pareció que el viejo refunfuñaba.

    Es imposible que sepa quién soy, serán imaginaciones mías o será que está cabreado porque no he parado. En todo caso que le den, que lo que se da no se quita —se dijo y se mintió.

    Con estos pensamientos seguía conduciendo nuestro amigo Héctor, mirando el paisaje frondoso de la carretera que lo alejaba de la desértica ciudad devastada por él.

    De pronto vio otra vez al viejo de la barba blanca en la lejanía. Parecía hincar el bastón en los márgenes de la carretera, y al hacerlo y acercarse a él, observó cómo una fractura de la tierra cortaba el camino. No tuvo más remedio que parar el vehículo. A pesar de los nervios logró serenarse. Bajó la ventanilla de la furgoneta para preguntar, disimulando todo lo que pudo. A su lado Ignacia mantenía los ojos tremendamente abiertos por la sorpresa de haber encontrado en tan corto trayecto a dos personas tan parecidas. No sabía ella, de momento, que eran las mismas personas.

    —¡Hola amigo! —saludó, como si fuera la primera vez que lo viera.

    —¡Hola señor! Perdone que le haya hecho detener el vehículo de esta manera, pero me vi en la obligación. Necesito salir de estos páramos —dijo el anciano de la cabeza vendada.

    El viejo, que no había soltado ni un instante el bastón de su mano, lo desclavó de la tierra y al momento la fractura de esta volvió a cerrarse, quedando el camino como antes, listo para continuar. Ignacia seguía absorta, incrédula de lo que había visto.

    —¿Cómo ha hecho eso? —preguntó Héctor mientras pensaba que tendría que haberle quitado al viejo más cosas allí en la montaña, cuando sin querer le abrió la cabeza con el detector de metales. Debería haber buscado por los alrededores. Ese bastón es fabuloso. Lo que puedo hacer con él es simplemente maravilloso.

    —Cosas que usted no debe saber amigo —le contestó el extraño anciano.

    —Pues ahora lo sé, lo han visto mis ojos —contestó—. ¡Bueno!, monte al lado de mi mujer y lo llevaremos fuera de estos parajes.

    Ignacia abrió la puerta de su lado, un poco ruborizada, aunque parezca mentira, para que entrara el anciano de barbas blancas, el cual, aunque parezca mentira también, no dijo nada ante la desnudez de ambos, aunque para sí, sin demostrarlo, se alegró enormemente de viajar al lado de una mujer tan bella, y sobre todo, lo más importante, tan desnuda.

    Mientras conducía miraba de reojo el bastón del viejo, ese que al clavarlo en la tierra había hecho un boquete enorme en la carretera. Era un bastón que parecía de roble, con estrías en forma de espiral hacía abajo y tan largo como el pequeño anciano de barba cana. Desde abajo hacia arriba iba marcando números romanos hasta llegar al diez. La empuñadura se torcía hacia la izquierda, o a la derecha si se ponía en la otra mano. Este pensamiento hizo reír a nuestro amigo, el cual una vez, en una cafetería, pidió un café, pero en taza para zurdos. La camarera simplemente le giró la taza diciéndole: "Aquí lo tiene, en taza para zurdos".

    Colgaba del cuello del viejo un collar de perlas negras y, de este, un gran medallón circular con muchas inscripciones en números, letras y jeroglíficos, similares a los traseros de su termómetro mágico. Hizo énfasis, en su pensamiento, con lo de mi termómetro mágico. De todas maneras no veía bien el medallón porque bailaba fuera y dentro de la camisa de cuadros del autostopista. Complementaban al anciano unas robustas botas de montaña y unos pantalones de pana negra.

    Con el calor que había hecho por aquellos lugares debería tener la entrepierna bien calentita, se decía para sí, soltando unas risitas. Los acompañantes se dieron cuenta de lo contento que iba y uno de ellos, Ignacia, le dijo:

    —Cuéntanos de qué te ríes, llevamos horas en la camioneta, así nos entretenemos todos.

    —Cosas mías, mujer, cosas mías —contestó nuestro conductor.

    Era cierto, llevaban muchas horas de carretera, estaba anocheciendo y la influencia del tiempo de la ciudad devastada en hielo, agua y viento había desaparecido por completo. El anciano vagabundo permanecía callado todo el rato y se adormilaba. Cuando lo hizo del todo, el dormirse, paró la furgoneta en el arcén de la nada transitada carretera y le hizo señales a la mujer para que saliera.

    Salieron de la furgoneta e intentaban alejarse para dialogar, hablar o discutir lo del viejo, el futuro y todas esas cosas y tal y tal, cuando oyeron golpecitos en la parte trasera. Era evidente que se habían olvidado del pobre Álvaro.

    —Vamos a sacarlo, pobrecito, dijo Ignacia.

    —Tienes razón, vamos a ver cómo se encuentra.

    Para haber pasado el calor que pasó, y para el frío que ahora hacía, se encontraba bastante bien, si ese bien lo calificamos sin escrúpulos. Lo bajaron con carrito incluido y se lo llevaron con ellos después de haberle dado un poco de líquido a beber, esta vez le tocó cerveza. Tiraba de la cuerda la desnuda Ignacia. Álvaro seguía sin hablar y sin querer levantarse de los suelos o de su carrito, al cual, a pesar de todo, le estaba tomando cariño. Su rostro denotaba rabia hacia Ignacia porque la veía entusiasmada con el sinvergüenza de su ex vecino.

    Lejos del vehículo, hablando en voz baja, intentaba convencerlos de que era necesario robar el bastón al viejo, dejarlo durmiendo en el vehículo e irse andado hasta aquella ciudad que relucía en la noche a unos pocos kilómetros.

    —¿Por qué quieres hacer algo así? Parece un buen hombre. y además, tenemos todas nuestras cosas en la furgoneta —argumentaba una Ignacia que no quería dejar tirado ni robar a aquel anciano de aspecto bonachón.

    —Por las cosas no te preocupes, al fin y al cabo no son nuestras, son robadas, y a lo mejor podríamos tener problemas en la nueva ciudad, algunos dirían que saquear en tiempos de desgracia merece la muerte. Y ese viejo no debe llevar ese bastón que abre como quiere la Tierra, ya viste lo imprudente que llega a ser ese viejo, casi nos mata. Además debemos de buscar ropa, no vamos a andar desnudos toda la vida.

    —A mí no me importa —dijo la mujer mientras tomaba posturas para realzar su cuerpo.

    Gruñía la voz de Álvaro, en señal de quejas y protestas.

    —Si no quieres hablar tampoco te quejes de nada, ¡pedazo de idiota! —le gritó Ignacia mientras reía Héctor.

    El caso es que se las apañó para convencerla; al otro no había que convencerlo de nada, iría donde lo llevasen y punto. Si Ignacia hubiese sabido la verdad sobre las catástrofes ocurridas en su ciudad natal otro gallo cantaría, aunque muchos nos tememos que si algún gayo le hubiera dado por cantar, nuestro querido Héctor hubiera hecho efectivo el refrán que dice: "Ave que vuela a la cazuela", aunque no volara dicho gayo.

    Tirando suavemente del bastón logró salvarlo de una de las manos del anciano. Por el collar y el medallón no pudo hacer nada ya que el viejo dormía con la otra mano empuñándolo fuertemente. Temió registrarle los bolsillos, por lo cual se dio por satisfecho con el bastón. Lo dejaron durmiendo en el vehículo y marcharon andando a la ciudad que divisaban sus ojos en la distancia. Parecía enorme, más del doble que la suya, la dejada atrás. Si supieran los ciudadanos el personaje que se acercaba a su localidad, seguro que no aplaudirían en demasía, por no decir nada, otra vez.

    No estaban muy lejos de arribar a la población y Para Héctor ya había sido demasiado contenerse de no probar el bastón. Ya era hora, por lo tanto.

    Encima de una poca elevada colina, mirando a las luces de la ciudad que les daría cobijo, traqueteó el bastón sin saber lo que hacía, como de costumbre. En el curioso bastón, arriba, tenía un pequeño timón, semejante a los del termómetro. En él se marcaba unos números en romanos, al igual que el resto. A veces nuestro amigo le vienen ideas que no sabe de dónde salen, no es que sea inteligencia, podríamos llamarlo suerte. Esta suerte, buena o mala, le vino al preguntar a Ignacia:

    —¿Qué distancia habrá desde esta colina a la ciudad que vemos a lo lejos? —preguntó mirando la pequeña rueda situada al final del mango del bastón.

    —Pues no sé… ¿Cinco o seis kilómetros más o menos? —le respondió, intentando acertar la distancia todo lo que pudo.

    —Pongamos cinco —y en ese número puso el timón. Luego, con un gesto rápido, decidido y fuerte, lo clavó en la tierra, soltándolo al instante. Quedó sorprendido con la facilidad con la que se clavaba en la tierra el dichoso bastón, casi hasta la empuñadura, casi hasta el número máximo que marcaba.

    Miró a lo lejos, hacia las luces de la ciudad, pero no estaban. De golpe no había ni una sola luz, ni rastro de que por aquellos contornos hubiera población alguna. Ignacia y Álvaro también miraron, y al no ver nada, ella preguntó.

    —¿Y la ciudad? —cuestionó con temor, porque sus adentros le decían que algo malo había sucedido.

    —Debe ser una de esas ciudades modernas con todo automatizado, de esas ahorradoras, de esas que apagan todas las luces al mismo tiempo —contestó con seguridad.

    Pero él sabía lo que había ocurrido, o se lo temía: la tierra se había tragado a la inmensa ciudad. Ya no tendrían porqué preocuparse sus vecinos, por la llegada de ningún forastero malvado, ni estos por dar explicación ninguna de dónde venían ni qué había pasado en la ciudad devastada. Otra ciudad que pasaría a formar parte de noticias catastróficas, aunque sin querer y sin culpa alguna.

    Habremos de pasar de largo en busca de otra ciudad, esta ya no nos vale, se dijo. Lo malo es que aquí habrá poco que robar, ni una furgoneta, ni vehículo tan siquiera, se lo habrá tragado todo la tierra por culpa del maldito bastón este. ¿Por qué te clavaste tanto?, le preguntó en silencio a un bastón que no se dignó a contestar.

    —Acurruquémonos, a ver si podemos dormir aquí hasta que amanezca.

    Juntitos se tumbaron en la fresca hierba y trataron de conciliar el sueño, pero adentraba la noche y el frío en los huesos y Héctor en Ignacia, dejando a un lado al entristecido, tembloroso y preocupado Álvaro y su carrito, que ahora estaba encima de él, como ocupando el lugar de una manta que no abrigara nada. No andaba muy preocupado nuestro querido devastador de ciudades. Nuestro amado ancianito de barbas blancas, el de la cabeza vendada y robado por duplicado, dormitaba calentito en la furgoneta, no muy lejos de ellos.

    Intentaremos dejarlos tranquilos hasta el amanecer, entonces nos daremos cuenta de la verdadera magnitud de la catástrofe ocurrida en una ciudad pacífica y dormida. ¿Se arrepentirá de lo que ha hecho nuestro querido Héctor? No lo creemos.

    No lograron conciliar mucho sueño, más bien ninguno. Héctor andaba preocupado por el anciano, no por si se encontraba bien o mal, que él de esas cosas no se preocupaba, tenía miedo, dicho claramente, de que el anciano tomara represalias. Tenía la sensación de que a pesar de su aspecto endeble, era muy poderoso, o retenía aun artilugios que podrían ser muy dañinos para ellos, y en especial para él, y si se marchaban dejarían la evidencia de que los culpables de la ciudad desaparecida en las entrañas de la Tierra eran ellos, por el simple hecho que habían robado el bastón. Por lo tanto debía urdir un plan, una mentira, algo que los dejara libres de sospechas.

    Todavía faltaba demasiado tiempo para que amaneciera. El frío aumentaba así como el chasquear de dientes y el temblor de los cuerpos. Hasta la carretilla tenía frío. Los despertó y les dijo que tenían razón, que estaba muy feo dejar abandonado a un anciano de aquella manera, que lo mejor, lo más ético, era volver antes que despertara el viejo y se diera cuenta que lo habían abandonado, y que por nada del mundo dijeran lo acontecido en lo alto de la poca elevada colina, y nada de lo del robo del bastón ni ciudad ninguna, que ellos eran unos angelitos que habían dormido a su lado toda la noche.

    —¿Y qué diremos al pasar por la ciudad si esta no está? —preguntó dubitativa.

    —¡No está, no está! No sabemos si está o no está, ni lo que ha pasado, y además, no tenemos culpa de nada, ¡nosotros qué sabíamos! —gesticulaba holgadamente mientras intentaba convencerla.

    —Visto así tienes razón —alegó Ignacia, para no tener que hablar más del tema— Como tú quieras cariño —confirmó.

    —Piensa también que no sabemos qué nos puede hacer ese dichoso viejo, ya has visto los artilugios que posee —alegó para que Ignacia no tuviera dudas a la hora de esconder lo acontecido.

    ¡Cariño, le ha dicho cariño la muy golfa!, pensaba para sí Álvaro mientras lo llevaban de camino a la furgoneta desnudo y con su carrito. Apenas dos días y ya le llama cariño. A mí en meses jamás me llamó ni cariño ni nada parecido. ¡La madre que la parió a la hija puta esa! Así se haya hundido toda la puta ciudad y se pudra el mundo entero. Y mientras se decía estas cosas resoplaba, pataleaba, se tiraba pedos e hinchaba los mofletes y volvía a resoplar con una cara roja que si se viera en la noche con luna daría miedo.

    Llegaron al vehículo y se acomodaron a dormir, o a disimular todo lo más posible que lo hacían. Héctor no hizo falta que fingiera, se durmió como una criatura inocente. Al rato, y al calorcito de la calefacción de la furgoneta, también se durmió Ignacia, sobre el pecho del anciano. Al cabreado Álvaro lo volvieron a dejar detrás de la furgoneta. No tenía curiosidad ninguna de conocer a ningún ancianito de barbas blancas, por muy apedreado que estuviera o tuviera un millón de artilugios mágicos.

    Amaneció. Despertó el anciano el primero, recogiendo su vara mágica del suelo de fuera del vehículo. Extrañado por tal perdida, ya que casi nunca se soltaba de sus pocas pertenencias, ni cuando dormía.

    Me debo estar haciendo demasiado mayor, ya no estoy para tanto trote, se dijo.

    Se estuvo quieto hasta que despertaran sus acompañantes, observando el increíble cuerpo de Ignacia, disfrutando del vaho ardiente que exhalaba la boca sobre su pecho palpitante, rozándole los senos, los muslos y todo lo que estaba a su alcance. ¿Qué quieres?, hace años que no veo a una mujer desnuda, y de tocarla ni te digo, se dijo.

    Al ver que despertaba Ignacia miró el paisaje a través de la puerta abierta de su lado. Se asombró de haber dormido con la puerta así. Esa era la respuesta de tener un lado de su cuerpo helado y el otro ardiendo.

    Bostezaba y se desperezaba Ignacia.

    El durmiente del asiento del conductor, o sea, Héctor, roncaba como una cosa mala. Pero al fin despertó. Se quitó las legañas de los ojos, dio los buenos días y los recibió.

    —Perdone mi falta de educación, todavía no le he preguntado por su nombre —le dijo al anciano.

    —Momo, me llaman Momo, pero mi nombre verdadero es otro, ya se lo diré más adelante —contestó enigmáticamente el viejo—. Los suyos ya lo sé, se los he oído nombrar.

    —Momo, ¡qué nombre tan bonito!, —exclamó Ignacia—. Me suena de algo —hablaba casi pensando para sí, como buscando ese sonar en su interior.

    —Creo que es del tiempo en manos de una tortuga, de los hombres grises, de la ignorancia a la hora de clasificar el valor de las cosas, de un libro... — Y las palabras ensordecían poco a poco hasta ser inaudibles.

    —¡Bueno!, en marcha, tenemos camino que recorrer —vociferó el tranquilo conductor, poniendo música flamenca.

    Llegaron a una rotonda donde un letrero colocado a la derecha daba nombre a una ciudad: la que habían divisado la noche anterior. A un paso del letrero otra señal marcaba una población lejana, a doscientos kilómetros siguiendo recto. La señal de atrás ya sabemos cuál es: la devastada. Y a la izquierda una cordillera muy montañosa y alta, por la elevada altura de sus picos nevados.

    —¿Usted dirá dónde quiere ir?, a nosotros nos da igual —le dijo al viejo para oír lo que quería.

    —Pues a esta cercana, está a un paso. Veamos que tal es —Contestó el viejo Momo.

    Y llegaron, pero llegaron a lo que era una especie de acantilado que cortaba como una cuchilla gigante carretera y tierra. Bajaron del vehículo y miraron para abajo. En ese abajo, a más de mil metros, se veía lo que fueron edificios, ahora enormes cascotes de piedras, hierros, vehículos de todas clases chafados, agua, cañerías rotas, gases, trenes descarrilados y, si pudiera verse, montones y montones de cadáveres. El olor ácido y fétido lo traía el viento desde el fondo del valle recién creado hasta las narices de los tres estupefactos observadores.

    —¡Santo Dios! ¿Qué habrá ocurrido? —exclamó y preguntó un Héctor sorprendido de él mismo, por tan magnífica interpretación.

    El viejo Momo no contestó, se limitó a pensar que quizás tuviera él la culpa, que a lo mejor dormido movió el timón de la empuñadura sin querer, clavando el bastón en la tierra de alguna manera. Se sintió derrotado ante la idea de haber asesinado a cientos de miles de personas. Lloraba desconsoladamente. La pobre Ignacia, apenada por el llanto del viejo bonachón, dijo:

    —Mejor marchamos hasta la próxima población, aquí ya nada podemos hacer.

    —Es una idea fantástica; y en el camino, este señor, nos tiene que explicar todo lo extraño que lo rodea, porque esta catástrofe bien parece salida de ese maldito bastón que tiene, porque no creo ni por un instante que haya sido cosa natural, hubiéramos sentido temblar la tierra, o algún ruido... — iba a proseguir con los reproches, pero una mirada inquisitoria de Ignacia le hizo desistir.

    —De acuerdo —dijo el anciano entre lágrimas—. Por el camino os contaré lo que queráis saber.

    Se encaminaron hacia la furgoneta, para proseguir el viaje. Héctor iba más contento que un pavo de Pascua, si es que un pavo de pascua va contento a la mesa donde será comido. Por fin se enteraría de todo, de todo lo que a él le interesaba. Héctor tenía la intención de tomar la carretera que llevaba a la próxima ciudad, pero el viejo Momo se lo impidió, le dijo que si quería saber toda la verdad fuera en dirección a las altas cumbres nevadas que se divisaban al final del horizonte. Allí tenía su cabaña y sólo allí les contaría sus secretos. Al desastroso de nuestro amigo no le quedó otra que aceptar, mientras Ignacia aplaudía por tan acertada decisión, entre otras cosas, porque creía ella a esa alturas que era la única forma de librar a la próxima ciudad de alguna catástrofe peor que la que dejaban atrás, aunque le costaba imaginar que alguna localidad pudiera tener peor tragedia que la empequeñecida del retrovisor, si se viera. Conociendo como conocemos nosotros a su amado compañero, no apostaríamos.

    Las cosas a veces parecen estar más cercanas de lo que están, confiándose uno que al estar tan próximas siempre tiene tiempo de cogerlas, y luego nos sorprendemos al ver que es imposible, resultando que no estaban tan cercanas como creíamos, ni tan controladas. Eso pasa con las mujeres en especial, algún amigo o familiar.

    Parece increíble que tales pensamientos tan ordenados surgieran de la cabeza de Héctor. Ni él mismo, aunque lo torturara la mayor tortuga del mundo, podría explicar de dónde le venían. Tampoco podría explicar lo de la tortuga torturadora, por lo que proseguiremos el viaje entre medias de una Ignacia desnuda y de un anciano bonachón aturdido, por lo que podía haber sucedido por su culpa y contento por la proximidad de tan bella mujer en pelotas.

    Disfrutaremos de las vistas maravillosas que ofrece la subida de cualquier montaña, del frescor, incluido el del oxígeno y los olores de los árboles, plantas, maleza y animales que pueblan cualquiera de ellas, y permaneceremos callados como nuestros tres personajes, porque el otro, Álvaro, permanece siempre callado, pensando cada uno lo suyo, aunque nosotros no pensaremos, entre otras cosas porque tenemos que seguir leyendo.




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    #5
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  6. Évano

    Évano ¿Misántropo?

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    La inclinada, serpenteante y estrecha carretera, ahora de hormigón para la mejor ascensión, por las heladas, se cubría de nieve, a ella y a sus alrededores, dejando detrás el verde y la arboleda. Acrecentaba el frío, por lo que cerraron las ventanillas, que hasta ahora equilibraban calefacción y helor. El calor de los cuerpos podía palparse, siendo el de la bella joven el más agradable. La guitarra, las palmas, el zapateado de los bailarines y el cantaor flamenco seguían dale que te pego en la radio mientras el apuesto conductor abría y cerraba las mandíbulas, hasta casi desencajarlas, a la vez que con los dedos de una mano se tapaba la nariz, hinchaba los mofletes y soplaba, intentando que el aire que quería exhalar saliera por las orejas. Sabemos que no salió por las orejas, aunque sí recompuso algo dentro de sus oídos. Había sido peor, ahora parecía que tuviera a todos los flamencos, guitarras, palmas y zapateados, cantando dentro de él. Dejaron a un lado del camino un hotel y sus pistas de esquiar. Podríamos asombrarnos de que estuvieran cerradas, pero no lo haremos porque sabemos que nuestro simpático conductor se ha cargado a casi toda la población de los alrededores, por no decir a toda ella.

    Poco faltaba para la cima cuando se encontraron con una cabaña de madera situada en un lado del camino que llegaba a su fin. Iba a preguntarle a Momo cómo era que le habían construido una carretera para él sólo, pero desechó la pregunta, explicándose él mismo que seguramente era de tierra y la había construido el mismísimo viejo. Cómo no lo preguntó, nosotros nos daremos por satisfechos con esta explicación.

    Se apearon del vehículo y entraron en la cabaña, tras subir unos peldaños, pisar un pequeño porche que albergaba a dos descoloridas mecedoras de madera, y traspasar el umbral de una bonita puerta tallada de nogal.

    El anciano corrió las cortinas, para dejar entrar una luz que daba color amarillento a una estancia pequeña y acogedora. Un tresillo de dos sofás rodeaban a una chimenea que empezaba a arder por la agilidad del anciano para encenderla. Tras los asientos, tapizados en tela marrón, descansaba una mesa con mantel a cuadros blancos y azules, con cuatro sillas de mimbre hechas a mano y pintadas de verde. Al fondo se escondía una cocina americana, con toda clase de utensilios colgando del techo. El cuarto de baño y las habitaciones deben de estar arriba, pensó Ignacia. Estas cosas son más de mujeres, diría nuestro¿amigo? Héctor.

    Se aposentaron en frente de la chimenea. El anciano empezaba a contar su historia mientras se quitaba la sucia venda, quizás para que nuestra bella joven le limpiara la herida. Así se dispuso a hacerlo Ignacia.

    Momo narraba que llegó a aquel lugar porque era un trotamundos, un bohemio, un ermitaño de esos; que había un anciano amable que lo acogió, muriendo y dejándole en posesión de todo aquello. Luego lo que sucedía si algún desalmado manejaba a su antojo el termómetro mágico que había perdido tras el porrazo recibido en la cabeza, que creía que era lo que había sucedido en la primera ciudad. Más tarde lo del bastón que parte la tierra a su antojo...

    Pero todo esto ya lo sabía nuestro amigo, por lo que de momento no ponía mucha atención, ya lo haría cuando viniera lo importante. Tampoco la atención de la distraída y ocasional enfermera era mucha, se concentraba en curar lo mejor posible la herida del anciano. Si hubiese escuchado al viejo bonachón, quizás hubiese podido entrelazar la idea de su destruida población natal con el termómetro y su reluciente novio.

    —El medallón que cuelga de mi cuello sirve…

    Aquí sí se destaparon por fin los oídos de Héctor.

    —Un momento —le cortó la palabra Ignacia al viejo de barbas blancas —Vamos a buscar a la furgoneta al pobre Álvaro y vestirnos un poco.

    —¡Álvaro…! ¡¿Quién es Álvaro? —preguntó Momo.

    —Uno que venía con nosotros, en la parte de atrás de la furgoneta. No quiere ponerse en pie ni hablar, por eso tuvimos que montarlo en la parte trasera —dijo un Héctor impaciente por oír lo que podía hacerse con el medallón.

    Fueron a buscar al hombre horizontal. Roncaba como una cosa mala y de los ronquidos emanaba un olor a borrachera que tiraba para atrás. Rodeando al carrito había un montón de botellas de cerveza. Se conoce que se hartó del vino.

    Entre los tres elevaron la carretilla, siendo esta la mayor altura lograda por Álvaro en meses, aunque inconscientemente. Lo situaron entre el tresillo y la chimenea. El anciano bajó varias mantas y con una de ellas tapó al ebrio, dando otras a los otros dos. Se acabó el placer de la visión, se dijo Momo mientras se sentaba frente al fuego para proseguir su explicación.

    —Decía que el medallón sirve para viajar en el tiempo, al pasado, siempre al pasado, porque el futuro no existe, sino que se va formando en libre albedrío por todos nosotros. Ese viaje al pasado lo hacemos como sombras, como espíritus o algo parecido, sin poder alterar absolutamente nada, además, sólo unas pocas personas, médiums y algún que otro a punto de morir, puede vernos en ese ayer al que vamos. En definitiva: se es un simple observador.

    —Eso es fantástico —cortó la charla en seco, Héctor.

    —No tan fantástico amigo, tiene su peligro, si retrocedes aun tiempo en el que está tú, el tú de antaño, mueres —advirtió el viejo, señalándolo con un dedo.

    —¿Quién muere, yo, o el yo de atrás?

    —El tú de ahora, quedándote atrapado en esa especie de espíritu para siempre, junto al mundo y la vida del tú anterior, creciendo con él, como una sombra o lo que sea —dijo con severidad, para atemorizarlo.

    —¿Me lo dejará probar? —le preguntó exaltado.

    —Más que eso, te daré todos los artilugios; yo ya estoy viejo para estos trotes, y más después de haber causado, sin querer eso sí, la matanza que he causado esta noche —dijo sollozando, el pobre anciano.

    —¿Tiene más artilugios mágicos?

    No tiene arreglo este hombre, ni ante los sollozos pierde el interés material, pensó Ignacia.

    —No. No hay más artilugios mágicos. Lo que os he contado es todo —dijo como para finalizar la charla.

    Ignacia, que había oído lo de dejar en manos de Héctor esos cacharros tan peligrosos, había resoplado, uno de esos soplidos que están entre medio de la sorpresa y la desaprobación. Su flamante compañero se moría de ganas por utilizar el medallón mágico y nosotros creemos, o estamos seguros, que los de la época receptora de este individuo no se morirían de ganas ante la idea de su llegada, si lo supieran.

    Se levantó del sofá cabizbajo y apesadumbrado, el viejo Momo. Estaba muy cansado, ni tan siquiera el hambre le quitaba las ganas de ir adormir. La cabeza le dolía y era incapaz de pensar con claridad. Ignacia le dio un beso en la frente y le dijo que descansara, lo que aprovechó Momo para otear un pezón. Héctor le preguntó cuándo le enseñaría el manejo del medallón.

    —Lo dejo encima de la mesa, para que te vayas familiarizando con él, pero no lo utilices hasta que yo despierte, entonces te enseñaré cómo funciona. Hasta luego amigos, me voy a descansar y muchas gracias por vuestra compañía y ayuda. Gracias Ignacia por curarme la herida.

    Oyó un que descanse mientras subía las escaleras que daban a las habitaciones de arriba.

    La pareja feliz se quedó sentada al calor de la chimenea, meciendo con los pies al roncador y ebrio Álvaro, como si de un niño tumbado en su carrito se tratara. Héctor ya tenía en sus manos el medallón e intentaba descifrar su funcionamiento. Ignacia lo miraba de reojo. Era una mirada de aquellas que dicen: "¡Ay Dios mío, qué peligro tiene este hombre!".

    Constaba el medallón de tres círculos superpuestos que iban de menor a mayor tamaño y giraban entre sí. El central, y por lo tanto el más pequeño, tenía hasta doce números romanos grabados con palabras escritas en algún idioma que no entendía Héctor, aunque esto no era de extrañar, ya que a duras penas entendía su propio idioma. Su cabeza, tras preguntar a la mujer enmantada, tradujo las palabras como milenio. Se dijo para sí que tenía sentido porque el círculo del medio marcaba hasta diez y estaba acompañado de signos similares a las otras circunferencias. De esta dedujo el nombre de siglos. Todo ello le ilusionaba al comprobar que el exterior de los tres anillos, o círculos mágicos, como le empezaba a gustar llamarlos, grababa hasta cien, en números romanos, lo que debían ser años.

    —¡Ya está! Este más pequeñito, el del centro, marca los milenios, el del medio, a los siglos, y el exterior, a los años. ¡Está chupado! — exclamó.

    —Creo que has acertado, cariño, pero mejor será que esperemos a Momo —le dijo preocupada, muy preocupada de que su nuevo amor se aventurase solo y la volviera a liar.

    Le dio la vuelta a un medallón que parecía estar hecho de la misma materia que el termómetro mágico. Era casi idéntico en su parte delantera que trasera, sin saber cuál de las dos es una o la otra, por la misma causa que la taza de café para diestros o zurdos, porque todo depende de cómo uno gire la taza, también depende de cómo uno gire el colgante. Lo único que no pudo descifrar eran las letras o jeroglíficos grabados en la parte posterior o trasera, o delantera, que como no sabía el avispado Héctor cual era cual, no podemos aseverarlo nosotros.

    —Estas letras de la parte de atrás no las entiendo Ignacia mía —le dijo con acento de camelarla.

    La bella mujer pensó que esa manera tierna de hablar vendría precedida de un acto impulsivo. Que quería que ella la apoyase en algo malo que se disponía a hacer en breve, dicho llanamente.

    No le dio tiempo a Ignacia pensar mucho más. En un santiamén Héctor le había colgado del cuello el medallón, apretando una especie de pequeño botoncito que tenía en la parte inferior. Después le dijo:

    —¡Toma!, pruébalo tú primero, te he puesto una fecha bonita, cuatrocientos años atrás —una sonrisa de oreja a oreja acompañaba a Héctor mientras decía estas palabras a su ¿querida? amada.

    —¿Pero estás loco? Ni siquiera has manipulado el medallón por la parte que más o menos entendíamos, lo has hecho por la de atrás, la que no tenemos ni idea de adónde te lleva.

    La voz de Ignacia disminuía al mismo ritmo que su cuerpo lo hacía en presencia. Poco a poco desaparecía de la vista de Héctor, de la habitación de la cabaña y, mucho nos tememos, que hasta del mundo real.

    Lo pensó luego nuestro aguerrido aventurero: con su amada se había marchado el medallón. Esperemos que sepa volver de donde haya ido, se dijo. Alguien dentro de su cabeza, quizás la poca conciencia que le quedaba, le contestó que ella no había ido a ninguna parte por su voluntad, sino que había sido él el que la había mandado, quizás a la porra.

    Se durmió en el sofá, calentito, a la espera de la vuelta de la mujer. Esperó que lo hiciera antes que el viejo despertara, para no tener que dar explicaciones. Pero el bueno del anciano despertó antes, oyendo cómo roncaban los dos hombres, y sin Ignacia. Lo molestó un poquito para forzarlo a despertar. Le soplaba en los ojos, con una pluma le acariciaba la cara, le daba un bofetón y por fin una enorme patada al sofá, tirándolo al suelo junto al carrito de Álvaro, despertándolo. Creemos, por esta patada, que el viejo estaba un poco cabreado.

    —¿Dónde está Ignacia? —le preguntó secamente.

    Tardó en contestar. Su mente astuta tenía que encontrar una respuesta rápida. No encontrándola dijo:

    —No lo sé, yo me quedé dormido al rato de marcharte tú. Ignacia andaba trajinando el medallón —contestó con un rostro de niño bueno que engañaría al mismo diablo.

    —¡Santo Dios! —exclamó—. Espero que no lo haya utilizado.

    —No estoy muy seguro… Aunque me pareció que andaba mirando en la cara trasera del medallón, en la otra que no nos enseñó —dijo el pícaro de Héctor, para oír lo que decía el viejo Momo sobre la parte "trasera" del colgante mágico.

    —Entonces ha ido al mundo de los sueños, la fantasía y la imaginación, al irreal, por llamarlo de alguna manera —hablaba dubitativo, el anciano canoso.

    —¿Parece no estar muy seguro hacia dónde lleva la parte de atrás del medallón? —más que una pregunta daba la impresión de afirmar.

    —Es que no estoy muy seguro. El abuelo que me cobijó y me cedió sus cosas tampoco lo tenía claro. Decía que nunca había manejado esa cara y que yo tampoco debía hacerlo jamás. Puede que no volvamos a verla nunca más —hablaba ahora con tristeza—, porque en ese mundo no se es sombra ni espíritu, se es real, vas allí y te materializas como todos los de allí. Puedes tocarlos y ellos te pueden tocar, matarlos o ser muerto. Esto sí que lo sabía mi antecesor, como sabía que los artilugios mágicos provenían de ese lugar —añadió con pesadumbre.

    —¿Cómo dice? ¿Por qué no avisó antes de ese peligro? ¿Por qué no contó toda la verdad? —preguntó acosando al anciano.

    —Os dije que esperaseis, ¡maldita sea!, que esperaseis a que despertara —y se dejó caer de golpe en el sofá más cercano.

    —Si es trasera y uno se materializa, esta debería ser la cara buena, la delantera, y la otra, la que te lleva a ser sombra de ti mismo, debería ser la trasera —hablaba casi para sí un meditativo Héctor.

    —¡Yo qué sé de caras as o bes! —contestó el todavía cabreado Momo.

    Se hizo el silencio. Los dos miraban las ascuas del decadente fuego y al ausente Álvaro que parecía soñar y mascullar vocales y consonantes ininteligibles. Estaban tristes y pensativos, como si intentaran ver en ellas lo que estaba haciendo, en el otro mundo, la mandada Ignacia.

    No sabría decir Ignacia dónde se encontraba, tan solo veía un horizonte de Ignacias borrosas dentro de una inmensa niebla, como si estuvieran dentro de una seda lechosa que, a duras penas, dejaba verse a ella misma reflejada en multitud de espejos repletos de un polvo denso. Aun sabiendo que todas ellas eran ella, estaba asustada.

    Esta vez se ha pasado el dichoso Héctor, mandarme a un lugar sin saber lo que puede ocurrirme. Cuando vuelva se va a enterar de lo que vale un peine, si vuelvo claro. Pensaba estas cosas de su compañero la desorientada mujer a la vez que intentaba enfocar bien en su vista el medallón. Lo intentaba pero no lo lograba claramente, ya que la neblina que albergaba todo alrededor lo impedía, a todas sus ellas.

    Tampoco podría afirmar sentir el frío, solo la humedad que a veces lo acompaña. Sentía, eso sí, presente a la naturaleza, aunque sin verla. El olor era el da la tierra árida y seca cuando hace tiempo que no recibe a la lluvia. Dudaba caminar sin saber dónde la llevarían sus pasos y esta idea la hizo sonreír, al fin y al cabo era como en su vida real: no querer andar por la vida sola por miedo de no saber dónde la llevaban sus piernas, de no conocer el destino.Todavía no ha aprendido, la bella Ignacia, que el destino no depende de uno, sino de la conjunción de todo el alrededor de uno desembocando en eternos presentes, y eso precisamente es lo bonito de andar solo: el elegir tu alrededor, pudiendo cambiarlo cuando te venga en gana. Pero para ello es indispensable hacer emigrar al miedo del cuerpo.

    Entre la niebla se abrían paso lejanos trinos de pájaros, de sisear de ramas desnudas y hojas ásperas revoloteando por el viento. El corazón latía dentro de ella más vivo que nunca. A pesar del temor decidió andar cuesta abajo, si aquello era una cuesta.

    Algún tiempo descendiendo, con mucho cuidado para no tropezar, la abandonaban, poco a poco, algunos de sus reflejos. La niebla, o lo que fuera aquello, se despejaba, dejando entrar pequeños haces de luces. Unos pasitos y toda la capa lechosa, esa seda que la envolvía, quedó un poquito por encima de su cabeza, dejándola contemplar claramente el paisaje que techaba esa niebla. Bajo esta lucía un sol resplandeciente, un día claro.

    Es el mismo lugar que la montaña del viejo Momo, cuatrocientos años atrás como dijo Héctor, pero es el mismo. Allí debería estar el hotel y las pistas de esquiadores. Está todo muy seco y los árboles parecen estar sedientos, así como la tierra, se hablaba para deshacerse del miedo la pobre Ignacia.

    Miraba el horizonte, pensando para sí lo que veían sus ojos, mientras, un rumor lejano de pasos acercándose penetraba en sus oídos. Instintivamente se ocultó entre unos robles polvorientos y cercados de matorrales que no lo estaban menos, de polvorientos.

    Seis hombres, de largas capas negras, con capuchas igualmente negras, portaban a hombros un lecho de troncos de madera con un muerto desnudo encima de él. Tras ellos marchaba una multitud de gente con paraguas que parecían pequeñas cúpulas donde llovía en su interior. Las personas refugiadas en estos curiosos paraguas estaban empapadas y a su paso dejaban arroyuelos de un agua que la naturaleza de allí sin duda agradecía. El muerto era un anciano de barbas blancas que se asemejaba al viejo Momo, aunque no pudo compararlos bien.

    La fúnebre comitiva llegó a un peñasco cercano a un terraplén. En él dejaron al muerto, solo a él. Carne muerta sobre piedra. Se retiraron a unos cien metros y entonaron una melodía, un cántico incomprensible de aullidos acompañados de la música que salía de unos extraños instrumentos de viento. De pronto miró Ignacia al peñasco y vio a una manada de lobos. Se hizo un silencio total. Se miraron lobos y personas, personas y lobos. Los hombres y las mujeres se fueron con la lluvia que caía en el interior de sus paraguas. Los lobos empezaron a comerse al muerto. Ignacia, absorta e incrédula, no sabía qué hacer. Extrajo de su pecho el medallón para volver a su mundo. No le dio tiempo. El sol relució en el metal. Viéndola los encapuchados corrieron hacia ella y se lo quitaron y la cogieron y la desnudaron completamente —es decir, le quitaron la manta—, y la montaron en el ahora vacío lecho de troncos de madera y se la llevaron con ella, sin decir palabra.

    ¡Otra vez desnuda!, se exclamó mientras intentaba tapar con las manos sus vergüenzas, más por reflejos subjetivos, porque de andar desnuda por los mundos ya estaba acostumbrada.

    Por lo menos no me han puesto debajo de uno de esos paraguas, se dijo. Al momento dos personas se pusieron a ambos lados de la camilla, alzando sus paraguas. No tardó mucho en estar empapada.

    La llevaban a una aldea dentro de una cortina de agua, a plena luz del día y con un cielo azul donde no había ahora ninguna nube.
    Antes de entrar en el pequeño pueblo todos cerraron los paraguas.

    Se acabaron los trocitos de lluvia, pensó.

    La bajaron y le dieron una túnica naranja, con la que se vistió. Era suave y ligera y no le quedaba mal, incluso se sintió sexy sin ropa interior. Al quitarse el resto de las personas las capas quedaron igual que ella, las mujeres de naranja y los hombres de azul. No vio diferencia en estas personas con las de su época o mundo. Salvo que los encontraba más guapos, más atractivos, más atletas y con mejor físico. Sí, sí que hay diferencia, se dijo, más quisieran Héctor o Álvaro tener un cuerpo de estos, sonrió para sí.

    La llevaron al umbral de una de casa de piedra, de cantos de río con techos de pizarra y pequeñas ventanas, como las antiguas de alta montaña. La invitaron a entrar.

    En ella, ante una mesa de nogal, o de roble o de pino, vaya uno a saber, habían sentados varios ancianos. Uno de ellos, el del centro, examinaba el medallón, y los otros la extraña manta de la bella muchacha.

    —¿De dónde vienes mujer? —le preguntaron.

    —Del Norte, creo —contestó sin saber lo que tenía que contestar.

    —En el Norte estamos y nunca habíamos visto a alguien como tú —la miró fríamente el anciano del centro—. ¿Por qué mientes? ¿Dónde está la persona a la que le robaste este medallón? —preguntó bruscamente.

    Dándose cuenta que estos individuos seguramente sabían más que ella sobre los artilugios mágicos, que para eso no hacía falta saber mucho, se dispuso a decir todo lo poco que sabía.

    —Momo, que es como me ha dicho que se llama, creo que está en esta montaña, pero cuatrocientos años más adelante, y en otro mundo, diría yo, en un mundo donde los paraguas no llueven, sino que es al revés, se utilizan para cuando llueve, para no mojarse, y desde luego no se arrojan los muertos humanos a los lobos, es monstruoso.

    —No juzgues mujer lo que no conoces. Los lobos nos respetan y nosotros a ellos. ¿Qué encuentras de malo en que se coman lo muerto? Lo muerto, muerto está. Lo malo es comerse lo vivo, o matar lo vivo para comérselo, eso sería monstruoso.

    Ignacia cayó. No le hizo falta meditar demasiado para darle la razón al viejo. Mejor sería no decirle que en su mundo se mataba lo vivo para comer lo muerto, pensó.

    —Necesitamos ir a ese lugar, a ese mundo, para recuperar el Termómetro de los Climas. Desde que nos lo robaron siempre hace el mismo tiempo, el mismo sol, el mismo calor, y jamás nieva, ni hiela, ni llueve. Y ahora que he dicho llueve, si no fueran por esos paraguas todos estos alrededores, todo este horizonte sería un desierto. ¿Te imaginas el trabajo que nos da el no tener el Termómetro de los Climas?

    —Yo no sé nada de ese termómetro. Sé que tiene un bastón que abre la Tierra a su antojo —intentaba seguir hablando, pero el anciano la cortó.

    —Nosotros sí, e iremos a buscarlo y lo traeremos de vuelta gracias al Medallón de los Tiempos y los Mundos, que no es nuestro, pero se lo devolveremos a sus amos después de cumplir la misión. Te quedarás aquí, mujer, como moneda de cambio por si algo le pasara a nuestro enviado.

    Intentó decir algo y no la dejaron. Estaba todo dicho.

    —Elías, llévala a tu casa con los tuyos. Tú serás su guardián —ordenó el anciano a un joven que estaba escuchando desde la puerta.

    Ignacia lo miró. No era el más alto ni el más fuerte, ni siquiera el más guapo, aunque bastante apuesto.

    Debe pensar este viejo que no soy peligrosa, se dijo mientras miraba al joven de la larga túnica azul. No está nada mal, no señor, se añadió. Debe ser la desnudez del cuerpo rozando la túnica naranja viva la que me hace arder el cuerpo de pasión, esta vez se exclamó en sus adentros.

    Los ancianos de la casa de piedra mandaron llamar a la bellísima Adelaida. Le enseñaron el manejo del Medallón de los Tiempos y los Mundos y la mandaron a la fecha en la que Ignacia había venido. Pensaron que con una mujer guapa, la más atractiva del poblado, tendría más éxito la misión.

    No es de extrañar que Adelaida apareciera en la cabaña cuando dormía en el sofá, a ronquido pelado, nuestro Héctor, y más tranquilamente el dulce Momo. Álvaro despertaba de sus borracheras con la cabeza aturdida y la mente más aun, aumentando dicho aturdimiento al materializarse de golpe y ante sus ojos una mujer tan bellamente vestida de túnica leve, y casi transparente, de un color que él llamaría azafrán.

    Adelaida observó el habitáculo al que había ido a parar de manera minuciosa. No se detuvo mucho en los dos durmientes y sí en un Álvaro de grandes ojos incrédulos. Se acercó a él y le acarició la coronilla pelada y le retiró la manta, viendo su desnudez insultante, que para sorpresa del mismísimo Álvaro, no lo era en los ojos de la bella Adelaida, la que continuó con sus dulces caricias por el cuerpo del ahora excitado hombre horizontal. El amor tiene estas cosas que no se pueden explicar, se dijo a sí mismo un Álvaro encantado.

    —Llévame contigo, a tu mundo, me da igual de donde vengas, bella princesa, peor que este no será.

    Estas son las palabras que salieron, después de muchísimo tiempo, de la boca de un Álvaro rejuvenecido en un instante, como por arte de magia, pues magia al fin y al cabo es el enamorarse a primera vista.

    —Vengo a buscar unas cosas; si me las das, nos marchamos y te llevo conmigo, porque me has gustado —habló tan sensual Adelaida que extrajo, de las entrañas del hombre de la carretilla, un suspiro que diríamos casi divino.

    —Mira por donde quieras y coge lo que quieras y nos vamos, y no tengas problemas de culpa que en este mundo, y más los dos que ves ahí durmiendo, son unos sinvergüenzas de cuidado, por no hablarte de la que no está —le contestó de una manera, tan segura, que él mismo se sorprendió.

    Adelaida le hizo caso. Paseó detenidamente por la cabaña y miró al exterior por la ventana. No parece diferente a mi mundo, no parece que halla cambiado mucho, se dijo. La austeridad de la cabaña y la no presencia de aparatos modernos pueden explicar la reacción de la bella Adelaida.

    Registró a fondo al hombre que roncaba como un tronco en plena tarde y le quitó el termómetro mágico y empuño el bastón y se tumbó encima del más que encantado Álvaro, y se taparon con la manta y volvieron al tiempo y al mundo de Adelaida, dejando en la soledad a un Héctor y un viejo Momo que no se habían enterado de lo ocurrido.

    Álvaro no dijo ni un simple hasta luego, aunque fuera para cumplir con la educación.

    Aparecieron en la aldea de Adelaida. Entregaron los objetos e Isaías, el guardián de Ignacia, hizo un viaje rápido para desembarazarse de una mujer tan pegajosa, resoplando de alivio cuando volvió con los suyos, a su tranquila y pacífica aldea, a su mundo perfecto donde los hombres y las mujeres vivían y compartían la vida, los problemas y las alegrías, donde se respetaba a animales y a plantas y a toda persona, por muy diferente que fuera.

    Álvaro ya no era un embudo por donde le descendían desgracias y males ajenos a él. Ahora era una persona normal en un mundo y una época normal, que al fin y al cabo, es lo mejor de esta y cualquier vida: la normalidad, que es sinónimo de paz y tranquilidad, de sosiego y felicidad.

    Ignacia y Héctor montaron en la furgoneta y se despidieron del viejo Momo, dejándolo en la solitaria cabaña, aunque más contento que unas pascuas por haberse desecho de los artilugios mágicos, pero sobre todo, por haberse quitado de encima a un individuo como Héctor. Eso sí, echaría de menos,y mucho, el formidable cuerpo de Ignacia, pero bueno, siempre le quedaría su recuerdo.

    Álvaro formó una pareja feliz con lindos hijos de corazones grandes, viviendo en ese otro mundo mágico sus días.

    Héctor e Ignacia marcharon a recorrer caminos y cualquiera sabe lo que fue de sus días, ¡vaya uno a saber lo que fue de ellos!




    Este es el otro final del relato, el alegre y divertido, y el último.
    Muchas gracias por su lectura.
    Se les saluda afectuosamente.


    Obra finalizada.
     
    #6
    Última modificación: 18 de Marzo de 2013
  7. Évano

    Évano ¿Misántropo?

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    Después de haber corregido el relato este espacio sobraba.

    Perdonen las molestias y muchas gracias por leer.

    Se les saluda atentamente.
     
    #7
    Última modificación: 18 de Marzo de 2013
  8. Évano

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  9. Évano

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  10. Évano

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    #10
    Última modificación: 18 de Marzo de 2013
  11. Melquiades San Juan

    Melquiades San Juan Poeta veterano en MP

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    Gracias amigo évano por obsequiarnos su excelente relato. Contrastante en sus partes y por eso sorprendente a la vez. Gracias por su aportación valiosa a este nuevo foro pues con ella se motivará nuestra comunidad a compartir sus novelas y cuentos largos. Saludos afectuosos hasta León.
     
    #11
  12. Évano

    Évano ¿Misántropo?

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    Muchas gracias a usted señor Melquiades san Juan. Me pareció muy triste el primer final y por ello quise darle dos finales al relato, aun a sabiendas que me introducía un poco en la incoherencia, pero abrazaba a la fantasía y la imaginacón.
    Reitero mi gratitud y mi deseo es que la comunidad de mundopoesía se anime a participar más en este foro de cuentos y novelas extensas, hay excelentes narradores, como usted, y de paso se tiene al alcance de la mano lectura gratuita y de calidad, y se aprende.
    Se le saluda afectuosamente.
     
    #12

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