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Versos sobre el acero

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por bluefenix, 28 de Marzo de 2011. Respuestas: 0 | Visitas: 640

  1. bluefenix

    bluefenix Poeta recién llegado

    Se incorporó:
    26 de Marzo de 2011
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    Elías contempló el café mientras lo removía con la cucharilla. Oscuro, espeso y amargo, así era como le había gustado siempre el café. A la izquierda un par de tostadas, mantequilla y, algo más arriba, apenas cien gramos de queso, lo detestaba, pero había sido una recomendación del médico, y Elías se tomaba muy en serio todas sus recomendaciones, a sus treinta y tantos años considerábase todavía a tiempo de labrarse una saludable senectud, valga la contradicción. A su derecha un pésimo libro de temática romántica, que también su médico, aún sin dar demasiadas explicaciones, le había recomendado. No era particularmente épico, cosa que Elías agradeció sobremanera, tampoco en exceso accidentado, podríase afirmar que era una especie de apología del amor corriente y moliente. Desayunó pausadamente, paladeando, más por salud que por placer, cada uno de los bocados y llegó a la conclusión de que necesitaba tomar el aire todavía no muy caluroso de la temprana mañana de un martes veraniego a orillas del mediterráneo.

    La ciudad le pareció como siempre un lugar tremendamente vacío y solitario, quizás tenía algo que ver con que eran las seis de la mañana de un domingo en una pequeña localidad en la que ni siquiera los borrachos de vuelta de sus peripecias armaban excesiva escandalera. Aquél día su olfato se había decidido a jugarle una mala pasada, frutos secos, allá donde fuera le perseguía ese olor. Ya un par de horas más tarde, agotado de deambular de acá para allá dentro de los límites de una ciudad que conocía como la palma de su mano, sólo superficialmente.
    -Elías, hacía tiempo que no te veíamos por aquí- Le saludó el dueño del local.
    -Esta semana he estado un poco ocupado- Mintió Elías en voz baja.
    -Eso es bueno ¿Lo de siempre?- El dueño comenzó a prepararlo sin esperar respuesta.
    -Por eso es lo de siempre ¿No?- Masculló para sí mismo Elías. El local estaba vacío, aún era temprano par aquel el compendio de mujeres chismosas y maridos vociferantes atestaran el lugar, de modo que se decidió a sentarse en su mesa favorita, la de siempre también, una en una esquina, sin ventanas junto a ella y un tanto sombría, pues la lámpara que en teoría debía alumbrar aquel rincón siempre fue un tanto endeble y frágil. Elías miró a su alrededor y nada había cambiado. Interiores de madrea, mesas y sillas en falsa apariencia de haya, sin ningún televisor ni equipo de música bombardeando absurdas incongruencias, y quizás era eso mismo lo que más le agradaba de aquel lugar.
    -Aquí tienes- la chica dejó sobre la mesa un café aún borboteante, sin azúcar, y un pequeño bocadillo de embutido al azar, pues le gustaba esa pequeña sorpresa en su vida. Mirándole a los ojos mientras todavía estaba inclinada la muchacha le dejó una libreta DIN A5, y dos lápices en madera de enebro uno del 5H y el otro del 2B, o en términos mundanos una libreta de bolsillo y dos lápices de buena calidad, uno de trazo suave y firme, ideal para delinear y otro de trazo más oscuro y útil a la hora de conseguir sombras y difuminados.
    -¿Alguna preferencia?- La chica negó con la cabeza y se marchó a atender al resto de clientes. Elías se llevó el lápiz 2B a la boca y el otro a la mano… un manzano, sin duda era un bonito día para dibujar un pequeño manzano. Poco a poco se fueron definieron las siluetas y las nudosas ramas. Elías no conseguía acordarse de si los manzanos tenían nudosas las ramas, estaba seguro de que las raíces quedaban por completo escondidas bajo tierra, pero no recordaba las ramas. Tras sombrear con esmero el manzano con sus pequeñas manzanitas se dio cuenta de que faltaba algo. Era un día nuboso, y así lo quiso reflejar. Así, poco a poco, las gotas de lluvia fueron tomando la forma de diminutos números, partes de las operaciones para calcular la tensión del límite elástico de una de las ramas del manzano. Del mismo modo, de las manzanas esparcidas por el suelo brotaron diminutas multiplicaciones en una letra pulcra y patológicamente ordenada, la suya. Sin poder contenerse más las operaciones se echaron a reír, descolocándose por completo hasta perder todo atisbo de coherencia matemática. Elías comenzó a respirar más deprisa al tiempo que a su alrededor las paredes se volvían más afiladas sin perder su verticalidad y la risa de las multiplicaciones se hacía insoportable. Olor a frutos del bosque secos. Una mano se despeña, plúmbea y tremendamente real, sobre el hombro de Elías.
    -¿Siguen bailando los números?- Mila tenía en ese momento diez minutos para desayunar y traía un café con leche muy claro y una generosa pasta de crema. Elías miró las operaciones mientras la camarera se sentaba frente a él, Todos ordenados y pulcros.
    -Algo les ha hecho gracia… cosas de las multiplicaciones- Elías le devolvió a Mila la libreta y los lápices. La colonia de ella era fresca y ligera, cítrica probablemente.
    -Impresionante, deberías plantearte comprarte un caballete- Mila mordió su pasta.
    -Sólo se dibujar a lápiz, y ahora que hay ordenadores ni pasar a tinta sabría- exageró Elías, cualquiera que hubiera estudiado en su época, como se suele decir, tendría grabadas a fuego en el alma las técnicas de dibujo impartidas, incluida la tinta.
    -Aún así, un día tengo que traerte una hoja más grande- Le sonrió con una miga en la mejilla. Mila era un tanto descuidada a la hora de comer. Elías sonrió y bajó la cabeza. Olor a frutos del bosque secos de nuevo. Estuvo por preguntarle a Mila, pero se abstuvo. No dijeron nada más. Mila terminó de comer y contemplo con asombro los minúsculos detalles del dibujo de Elías, quien se marchó tan pronto como ella acabó su almuerzo.

    Al salir a la calle fue cuando se percató de que aquel iba a ser un mal día, o mejor dicho, un día alucinante. Los edificios se quedaron desnudos, ausente todo rastro de inquilinos, desnudos sobre sus estructuras. Las tablas de resistencia de materiales, viejas compañeras de fatiga, se amontonaban sobre la acera mientras en su cabeza resonaban los cálculos de peso por metro cuadrado que debían resistir los suelos de los distintos edificios. Nadie había querido correr riesgos, los márgenes eran holgados. Un coche pasaba a 5.5 metros por segundo, teniendo en cuenta que el peso del mismo es de 1120 kilogramos, su energía cinética es de 16.940 joules. Elías se detiene en seco, mira al cielo y suspira, de forma pausada, de forma tranquila. Al volver su vista al suelo un hombre está tendido en sobre la tabla de resistencia del acero con un 1,6% de carbono. De sus entrañas palpitantes surge un líquido espeso y oscuro, quizás un buen café, que escribe versos de Neruda sobre el lienzo de la acera. El cadáver abre los ojos y Elías cierra los suyos ¡Dichoso olor a frutos del bosque!

    Suena el despertador y nuestro protagonista se encuentra en su cama, contempla el techo y suspira, quizás suspira y contempla el techo, él mismo no lo tiene demasiado claro. Es miércoles, por lo que supone que no había sido todo un sueño, sólo recuerdos y alucinaciones. Lo cierto era que la idea de que sus alucinaciones empezaran a ser lo bastante plausibles como para confundirse con sus recuerdos verdaderos le aterraba. Por el momento su miedo se había demostrado infundado. Elías se levantó de la cama y se preparó el desayuno con metódica eficiencia. Ya en la mesa, contempló el café mientras lo removía con la cucharilla. Oscuro, espeso y amargo.

    Por: Blue Fénix (07/03/11)​
     
    #1

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