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Viaje a Encélado (obra finalizada)

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Évano, 17 de Diciembre de 2012. Respuestas: 2 | Visitas: 1709

  1. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

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    -Encefaloides... -meditaba para sí, aunque con voz audible a los oídos cercanos de Julio.

    -¿Encelaloides? ¿En qué piensas Matilde, qué quieres decir con encefaloides? -preguntó Julio, alzando las cejas.

    -Que si vamos al planeta Encéfalo, deberíamos llamarnos encefaloides... O es mejor encefalenses, o encefaleños... Porque encefalitios no, suena fatal -sacaba conclusiones la joven mientras con giros de muñeca y mano desechaba los nombres que no le gustaban.

    -Jajajajaja... Matilde, no es Encéfalo, sino Encélado, y no es planeta, sino satélite de Saturno, y no vamos a colonizarlo, simplemente extraeremos algunas muestras de materiales diferentes y luego iremos a Titán. ¿Por qué no nos apodas con ese nombre?, es mucho más llamativo. Imagínate que nos llamásemos titanes, o titanios, o titalenses, seríamos tíos de todo el sistema solar jajajajajajaja...

    Las risas resonaban por toda la nave espacial, atrayendo la atención de los cuatro restantes astronautas, que andaban en la popa, unos descansando y leyendo, otros ejercitando los músculos. Julio daba vueltas en su cómodo sofá giratorio mientras reía. Matilde apoyaba un codo en el tablero de mandos y la palma de la mano en su barbilla. Por los ojos de buey se divisaban millones de estrellas titilantes, formando un fondo de bandera precioso para un inmenso Saturno que daba la sensación de un monstruo a punto de engullir a la diminuta nave espacial. Julio no pudo dejar de recordar a la bandera de Brasil, sin saber su porqué.

    -Me he preguntado a lo largo de este año de viaje, Matilde, ¿cómo es posible que hayan embarcado en esta misión tan delicada a una persona como tú? Entiéndeme, no te enfades... No tengo absolutamente nada en contra tuyo... Pero es que no tienes ni idea de astrología, por no hablar de alguna capacidad o preparación en temas del universo -preguntó Julio, parando en seco el girar de su sillón y temiendo una respuesta aireada de la enérgica Matilde.

    Matilde se irguió, alejándose de los cuadros de mando y se acercó a Julio. Introdujo sus manos dentro del traje térmico y le acarició los pechos, susurrándole al oído:

    -No tengo ni la menor idea, cariño, yo simplemente soy médium -hizo un alto y pensó lo mejor posible sus palabras siguientes-. Para técnicos y personas capacitadas estáis vosotros, yo soy eso, una persona sensible. Cómo lo diría para que me entiendas... Sensible a los mundos del más allá, a los fantasmas, a los seres atrapados entre dos dimensiones, a los muertos que no quieren dejarnos... Me entiendes, ¿verdad cariño?

    Julio reflexionaba. Matilde había logrado ocultarle todo ese tiempo su especialidad. ¿Por qué se lo contaba ahora? Prefirió no responderse y salir con evasivas.

    -Mira los anillos de Saturno, son bellísimos. ¿Quién diría que son pequeños icebers atrapados? Parecen diamantes, ¿a que sí? Pues date cuenta que son eso: hielo, restos de sus satélites y de todo lo que logra atrapar. Los cubitos vienen de Encélado, ese diminuto satélite cubierto enteramente por una capa de hielo y con un océano debajo de él. Creo que disfrutaremos sumergiéndonos en ese mar desconocido...

    proseguía la charla de Julio, pero Matilde ya no la seguía. Su cabeza andaba por otro lado. De repente dijo:

    -Ten cuidado, ten muchísimo cuidado, esas aguas me dan pánico, un temor tremendo, júrame que irás con pies de plomo, no, de plomo no, ni se te ocurra colocarte plomo.

    -Me estás asustando Matilde, y mucho más desde que me has dicho que eres adivina.

    -No te he dicho que soy adivina, eso lo has adivinado tú solito. Puede que tú también lo seas -y besó la boca de su amor, un amor que comenzó en el mismo instante en el que la nave se elevó desde la Tierra al cielo.

    Desde el umbral del compartimento contiguo, Damian, un compañero sudoroso e introvertido, escuchaba y veía, sin ser visto, esta escena.

    Fuera, las numerosas lunas de Saturno flotaban y giraban lentamente a su alrededor, cada una de un tamaño y color diferente, con sus montañas y valles, con su mar helado y sus cráteres, con sus atmósferas imperceptibles y bajo un fondo de negro infinito. Matilde se aposentaba en las rodillas de Julio, observando el paisaje celestial que se le otorgaba. Por sus espaldas avanzaba el compañero sudoroso, despacio, sin hacer ruido, con unos ojos ensangrentados y una barra de hierro fuertemente asida a las dos manos.

    -¿Sabes una cosa, cariño? Me ha tranquilizado que se llame Encélado. Encéfalo me daba mala espina. ¿Sabes que en griego quiere decir dentro de la cabeza... Eso no me gustaba ni un pelo... Prefiero Encélado, aunque si fuera sin acento mejor aún, así sería encelado. Estarías encelado de mí jajajajaja... -se reía de su ingeniosa ocurrencia.

    -Pues... ¿Sabes que si supieras la historia mitólogica cambiarías de opinión? A mí me da mucho más miedo que lo de dentro de la cabeza -dijo con tal voz de preocupado que Matilde insistió para que se la contara.

    El hombre sudoroso, a dos metros de ellos, como una piedra inerte, esperaba el momento oportuno.

    Matilde lo presintió. No le dio tiempo a reaccionar. Un fuerte golpe en la cabeza la desplomó al suelo. Julio se levantó al instante, pero tampoco tuvo la rapidez necesaria. Otro fuerte golpe lo dejó inconsciente.

    Cuando despertaron, aturdidos, se encontraron maniatados, espalda con espalda, en el suelo. Miraron al compartimento: estaba la puerta cerrada y desde fuera se oían gritos y golpes. De repente se abrió y entró Damian, volviendo a cerrar. Julio iba a quejarse, pero un dedo puesto en la boca de un Damian tembloroso, sudoroso como nunca y su rara espuma bucal, le retrajo. Preguntó susurrando a Matilde si se encontraba bien, obteniendo respuesta afirmativa. Luego le dijo que mejor que callaran. Matilde todavía no había visto el rostro desencajado de un Damian que se acercaba.

    -¿Quieres que te cuente yo la historia de Encélado, Matilde? -Matilde permanecía callada- ¿Sí? Bien... ¿Cuál quieres de las dos? ¿La más mala... o la peor? -Matilde estaba aún más callada al ver de frente el estado en el que se encontraba Damian-. Encélado surgió de la sangre de Urano, su padre, al ser castrado por su hijo Crono. Era un Gigante de cien brazos, monstruoso... Esta es la mala. La peor, y en la que creo yo, y la mayoría, es que nació de Gea, que es nuestra querida Tierra, y de Tártaro. ¿Sabes quién o qué es Tártaro? No, claro... Tártaro era el mundo de las tinieblas, lugar de tormentos y sufrimientos eternos.

    Gesticulaba con boca retorcida y babosa, alzando los brazos, golpeándose el pecho, delante de una Matilde que no sabía más que morderse los labios.

    -Yo soy Crono, el Dios del mundo Tártaro, el que castró a su padre jajajajaja... Encélado debería ser mi hijo y no mi hermano jajajaja... Malditos dioses... Arrojarme al Tártaro... Sabes Matilde que allí encerré a los gigantes y cíclopes, y a los hecatónquiros, esos gigantes de cien brazos y cincuenta cabezas... Los volveré a soltar, seré su caudillo otra vez, hasta que recobre mi Edad Dorada...

    Los ojos abiertos de Damian centelleaban frente a los de Matilde, el sudor de la frente le caía a ella en el rostro. El hedor del aliento eran agujas pinchando su nariz. Su cuerpo empezó a temblar al compás del de Damian. Julio iba a intentar sacarla de aquella situación cuando Damian dio media vuelta y salió del habitáculo. Resoplaron de alivio, los dos a la vez.

    permanecieron callados, por si lograban oír algún ruido que les descifrara lo que ocurría en el resto de la nave. Nada. Matilde rompió el silencio:

    -Tengo que confesarme...

    -No vamos a morir, Matide, todavía no.

    -No me refiero a esa clase de confesión, sino a decirte la verdad. Ahora es el momento, aunque quizás debería haberlo hecho antes, puede que ya no haya solución.

    -¿A qué te refieres? -iba a continuar hablando, pero Matilde lo cortó en seco:

    -Calla y escucha, no hay mucho tiempo. Cuando dije que era una médium y todo eso, no mentía, pero tampoco decía la verdad entera. Estoy en esta misión para estudiar la separación del consciente del inconsciente, dirían los científicos, los religiosos hablarían de la separación del alma y el cuerpo. No vamos a entrar en especulaciones de ningún tipo. Lo esencial es que estoy para observar y estudiar el efecto de la inmensa gravedad de Saturno sobre el cuerpo humano. Y para ello se enroló a Damian. Según los análisis psiquícos, físicos, neuronales, los del sistema nervioso... En fin, que era el más indicado.

    -¿Quieres decir que Damian está aquí como conejillo de indias? ¿Y me lo dices ahora? -preguntó Julio, pero contestándose él mismo.

    -¿Y cómo hubieses actuado tú? Eran órdenes. Además, se suponía que debía ser in crescendo, paulatinamente, que veríamos su transformación, o metamorfosis, o lo que fuera que tuviese que pasar poco a poco, y no así, de golpe, de la noche a la mañana.

    De pronto Matilde se calló, estupefacta miraba al exterior.

    Por fuera de los ojos de buey pasaban los cuerpos de tres astronautas inertes, sin movimiento, como flotando en un mar nocturno hacia las orillas del enorme Saturno. Matilde tenía la certeza de que aún estaban vivos. A Julio le temblaba la respiración.

    Damian entró en la sala de mandos con aires de vencedor. A penas le quedaban resquicios de su estado anterior. Era el Damian de siempre, el Damian de cuando despegó la nave.

    -Ahora puedes estudiar la separación de los yos que cada persona conlleva. Están vivos y puedes comunicarte con ellos, y ellos contigo. Deberás esperar sólo un poquito, hasta que se les pase el efecto de los somníferos, pero luego tendrás una semana entera para estudiarlos porque, sabes, portan agua y algo de alimento, y mucho oxígeno, por lo que tienes tiempo, mucho tiempo.
    Damian tomó una leve pausa y observó la reacción de Matilde y se sintió seguro y orgulloso al comprobar su enorme cara de sorpresa. Prosiguió sin mirar el rostro y los ojos enormes de Julio.

    - Sí, Matilde, yo era el más débil, el indicado para experimentar con él. Pero he aquí las vueltas y las sorpresas que da la vida. Mira tú por donde, la titánica gravedad de Saturno ha incidido en mi encéfalo. Sí, escuchaste bien, encéfalo. Eres adivina, y adivinaste lo de encéfalo, pero si no se sabe resolver el enigma, ¿para qué se quieren las pistas? ¿Para qué tener adivinanzas si no se saben las respuestas? -volvió a tomar descanso para continuar deleitándose con su momento y sus palabras. Demasiado tiempo aguantando, escondiéndose, para no disfrutar lo máximo posible ese instante de victoria.

    -El encéfalo, el que se ocupa de las funciones voluntarias del hombre, el que te manda todo movimiento, incluso los que reaccionan involuntariamente, como la tos, vómito, estornudo... El que te ordena el habla, la visión, el juicio, la percepción, el aprendizaje, el lenguaje, el olfato, el oído... Las sensaciones... ¡Oh, las increíbles sensaciones...! Como las de ahora... ¿Verdad, Matilde? -miró a Matilde con una mirada fija, de depredador con presa segura, de lobo que sabe que tiene acorralada a su oveja.

    -Sí Matilde, deberías haberme observado de cerca y hubieses visto mis cambios, que fueron lentos y dolorosos. Palpitaba mi cerebro, me dolía, era el romper de una nuez en los ojos. Se inflamaba, latía como una serpiente acorralada, como una rata mordiendo una mano atada... Pero yo aguantaba, tenía que aguantar, ¿lo entiendes?, porque si no aguantaba... Yo sí notaba mis cambios, Matilde... Pero tú, tú estabas demasiado ocupada follándote a este -por momentos se exaltaba, pero no deseaba la ira, sino degustar el triunfo. Tomó aire mientras veía las cabezas agachadas de sus presas, mientras lamía sus labios, mientras restregaba el silencio y la sumisión en ellos.

    -Sí, Matilde, sí, ese otro yo se fue con la gravedad inmensa de Saturno, y te deja, sí, te deja con los mandos, al mando de ti mismo, al mando de todo... Puedes sudar, si quieres sudar, llorar si quieres llorar, enrojecer los ojos, hacer temblar todos tus huesos y músculos y pelo, si quieres... Y puedes amar como nunca has amado, y sentir y saber lo que sienten y saben los que están a tu lado... Pero para qué, ¿para qué, Matilde? si en el fondo estás más solo que nunca, si los demás no te hacen caso, si los demás follan como conejos, si te apartan, si no te quieren... -unas lágrimas que no veían ni Matilde ni Julio corrían por sus mejillas.

    Instantes tensos, donde sólo el respirar se oía, recorrían la sala de mandos.

    Julio sintió un pinchazo en el hombro. Casi al instante dormía, perdía la consciencia. Matilde, viéndo perdida la batalla y la vida misma, le preguntó:

    -¿Qué es lo que se fue de ti, Damian? ¿Quién se fue de ti?

    -No lo sé Matilde, no sé si fue consciencia, o alma. No sé qué era o quién era. Sólo lo que te he dicho, que te deja una libertad que no puedo explicarte, una claridad imposible de describir. Te deja al mando de cada célula de tu cuerpo, y eres consciente de ello, y lo aprovechas para tu propio beneficio. Eres como un Dios entre los humanos. Eres Crono, o Zeus, o...

    -¿No te das cuenta que ese vacío que deja el que se va, o lo que se va, lo está ocupando otro ser? -preguntó Matilde, desesperada, intentando algo que pudiera ser el comienzo de la solución a sus problemas.

    No obtuvo respuesta. Rápidamente, después de sentir una aguja en el interior de su cuerpo, cerró los ojos, y con ellos su mente.



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    Matilde despertó libre de ataduras. Miró a su alrededor. Todo estaba en orden, intacto. Dio una vuelta por los diferentes compartimentos de la nave espacial. No había nadie. Estaba totalmente sola. Se dirigió al cuarto de mandos y se sentó en el sillón. ¿Para qué me siento aquí si no sabría ni dar la vuelta a este cacharro? -se dijo.

    Pensativa, con los ojos puestos en el inmenso Saturno, en sus anillos, en sus satélites, en el infinito negror agujereado de vez en cuando por pequeñas estrellas titubeantes, con el fondo de Urano y el incalificable Júpiter, trataba de descifrar lo ocurrido desde que fuera sedada por el dichoso Crono.

    La voz metálica de Damian, surgida del aparato de telecomunicaciones, la sobresaltó:

    -Hola cielito, somos nosotros, tu querido amante y el renacido Crono jajajajaja... Te preguntarás dónde diablos estamos, ¿a que sí? Pues vamos camino de Encélado, en la nave de reconocimiento. Como puedes comprobar te desaté y te di libertad. Puedes contactar con la Tierra y seguir las órdenes que te den, o darte la vuelta y marcharte a ella, o estrellarte en Saturno o donde te dé la gana, o rescatar a tus tres compañeros que van camino de ser tragados para siempre por un planeta que ni siquiera tiene suelo firme. Pero no harás nada de eso. Harás lo que yo te diga, si deseas volver a poseer a tu aguerrido amante jajajaja...

    -Por favor Damian, volved, por favor. Olvidaremos lo ocurrido. Todavía estamos a tiempo...

    -Ni hablar, realizaremos la misión, pero a mi manera. Ahora los conejos de indias sois vosotros, los cinco. Hasta la vista cielito lindo, vamos a los abismos acuáticos de Encélado jajajaja... hasta la vuelta jajajaja... Y quédate donde estás, a la espera, si quieres... jajajaja...

    Cuando Julio despertó ya se hallaba en el frío hielo de Encélado. Con su traje de escafandra, respirando angustiosamente, oteaba los alrededores.

    -El polo sur de Encélado, sin duda -se dijo.

    Unas cortinas de géiseres elevándose hasta desaparecer del satélite certificaban su afirmación.

    Damian vino a él, agarrándolo por los sobacos y levantándolo.
    -¿A que es precioso mi mundo Tártaro? Mira, disfruta. No puedes imaginarte algo parecido a esto.

    Julio miró y no pudo negarlo. Las cortinas formaban arcoiris mientras ascendían hasta alcanzar los anillos de Saturno y al mismísimo planeta gigante. Unos cañones de hielo recorrían la superficie helada y blanquísima de Encélado, como carreteras abisales y desiertas del Artico terrestre. Saturno, mas que verse, penetraba en los ojos de los astronautas, con todos sus satélites decorándolo y unos anillos que ahora semejaban una sierra de hielo gigantesca y demoníaca.

    -Venga, al sumergirnos, que ya tengo el agujero hecho y si tardamos, ya sabes, se volverá a congelar, aunque disponemos de tiempo, no sé exactamente cuánto, entre otras cosas porque tú eres el entendido.

    -¿Colocaste la trampa térmica? -preguntó robóticamente, quizás porque continuaba aturdido.

    -Pues claro, ¿por quién me tomas? Soy una persona seria, Crono es un Dios serio jajaja...

    La palabra Crono lo espabiló de golpe.

    -¿Dónde está Matilde? ¿Y la nave?

    -Todo en orden, mi capitán. Matilde y la nave pacen juntos, esperando a vuecelencia jajaja...

    -¿Por qué no hay comunicación?

    -Por la radiación, por los volcanes que revientan bajo nuestros pies y bajo el mar al que vamos a penetrar, por las inmensas explosiones, por la gravedad de Saturno, por que se han acabado las pilas... Y yo qué sé por qué diantres no hay comunicación. Concluyamos la misión y vayámonos cuanto antes.

    -Si le ha ocurrido algo malo a Matilde...

    -Pero crees que soy idiota, que iba a dejar la nave abandonada... Y si tuviéramos cualquier percance, ¿quién nos ayudaría? Venga, pongámonos en marcha, Romeo, que tu Julieta te espera jajajaja...
    Estaba obligado a creer a Damian. Si algo le había ocurrido a Matilde o a la nave, ya no tenía remedio.

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  3. Évano

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    Sentada cómodamente en el sillón de mandos, Matilde tiritaba. Sus múculos se contraían y expandían a gran velocidad mientras su mente imaginaba el tremendo helor que debía estar recorriendo los huesos de Julio. Sus conocimientos de los diferentes satélites y planetas del sistema Solar eran escasos, pero alguno tenía. Sabía que su adorable Julio hacía frente a temperaturas inferiores a los cien grados, aunque era consciente de que, una vez dentro del agua del mar capturado en hielo, el frío era mucho menor, tanto como la del Ártico terrestre. Rezaba para que su amado no penetrara en ese océano tan inhóspito y desconocido. Su cuerpo parecía acompañar a los rezos con el tiritar del miedo.

    Sola, lejos de cualquier humano, escoltada por estrellas, satélites y los tres inmensos planetas gaseosos, con unos rayos de sol y un sol tan alejado y presente, creía y tenía la sensación que de su ser se desprendía, poco a poco, algo esencial y vital.

    Una voz metálica la hizo saltar de alegría y temor. No era la voz de Damian ni de Julio. Era la de un astronauta que navegaba solitario hacia el inmenso Saturno. Era la de uno de los tres compañeros expulsados de la nave espacial por un Damian que ella creía enloquecido.

    -Aquí Héctor, me oyen. Vengan a recogernos, por el amor de Dios. Estamos a punto de entrar en el límite del punto de no retorno. Pasado ese punto, la gravedad será insalvable. Contesten por favor -el tono temblaba y esas palabras dolían al hacerse paso entre los oídos de Matilde.

    -Aquí Matilde, desde la nave espacial -desde dónde va a ser, se dijo, mostrando una mueca de estupidez en un rostro que nadie veía-. Crono... Quiero decir, Damian y Julio están en Encélado, yo estoy sola en la nave. ¿Qué puedo hacer, no sé que hacer? Sabes que no no soy la más indicada para estar al frente de la nave -los espasmos musculares se calmaron de golpe.

    -Entonces sólo nos queda la esperanza de que Julio regrese sano y salvo y nos rescate. No lo intentes tú, Matilde, incluso para nosotros sería complicada la maniobra. El más mínimo fallo y el inmenso Saturno devoraría a la nave. Reza por nosotros, Matilde, y por Julio, y ten muchísimo cuidado con Damian, a enloquecido, él nos arrojó a este abismo, del que creo que jamás regresaremos, que nos tragará para siempre sino ocurre un milagro, y rápido.

    -Lo sé, sé lo de Damian. Rezaré por vosotros e intentaremos rescataros. ¿Cómo están Diego y Carlos? -las lágrimas cosquilleaban en su rostro mientras le bajaba el ánimo y la esperanza a los pies.

    Viajaba la desesperanza como una tabla de surf en las olas nubosas de amoníaco en el inmenso Saturno.

    -Creo que Diego ya traspasó el punto de no retorno. Lo último que oí de él eran unas frases ininteligibles, extrañas, porque tenían fuerza y vigor. Eran frases en cánticos. Supongo que se debe a su certeza de viajar a una muerte segura. Carlos hace tiempo que intento contactar con él. Lo ven mis ojos. Va por delante de mí, parece un Don Quijote dormido camino de invadir a su mayor molino, camino de enfrentarse a cíclopes y titanes... No contesta, aunque llevo intentando comunicarme con él casi todo el tiempo- hizo una pausa donde el desasosiego se podía masticar-.Matilde, que sepas que eres una persona extraordinaria. Gracias por tu compañía en este fantástico viaje a Encélado, y salvaros, no arriesguéis vuestras vidas ni la misión si no lo veis claro. Adiós Matilde, te queremos -Matilde iba a responder, pero el astronauta cortó la comunicación. Se quedó pensando en los cíclopes y titanes. Qué raro que mencionara cíclopes y titanes, como Damian... ¿O como Crono?


    Julio y Damian se encontraban de pie, ante el agujero en el hielo. Miraban las aguas nunca vistas por nadie, por ningún ser de carne y hueso, por ningún humano.

    Las dantescas cortinas de géiseres se elevaban en arcoíris a la lejanía de Encélado. Nada de brisas ni vientos ni aires, calma total.

    Julio observaba los enormes anillos. Ahora le parecían cadenas encadenando a Saturno, rejas de advertencia para los seres que pueblan el universo, como letrero que dice: NO ENTRÉIS JAMÁS, JAMÁS LO DESENCADENÉIS.

    El silencio de Damian le desconcertaba. Fijaba toda su atención en esas aguas de aspecto inmaterial, sin densidad... Aguas mezcladas con humo, con niebla, con bruma... ¿Con tinieblas? -se preguntó, y sus huesos fueron recorridos por las puntas de unas sierras frías, heladas, misteriosas.

    Sin decir palabra, Damian, se ató a la cintura el plomo que utiliza cualquier buceador, para poder hundirse mejor, para no flotar, debido al aire interior de la escafandra y por la escafandra en sí. Recordó las palabras de Matilde: "Ni se te ocurra ponerte plomo". ¿Por qué lo habría dicho? Reaccionó rápido del porqué Matilde le advirtió:

    -No te pongas plomo, estas aguas parecen diferentes... Sin densidad... Creo que son incapaces de mantener a ningún cuerpo -y agarrando un trozo de hielo lo arrojó a las aguas. El hielo se hundía en ellas a una velocidad espantosa.

    -Lo ves, Damian, no hace falta plomo -después de advertir a Damian se maldijo. ¿Qué he hecho, se preguntó? Pero la respuesta vino de Damian.

    -Eres buena persona Julio. Otro no se hubiese callado, y ese otro, por ser malo de espíritu, hubiera viajado a los abismos de este infierno conmigo, porque ya sabía lo que me has dicho. He esperado a tu reacción, y esta te ha salvado. Yo me lanzaré a mi reino. Este pequeño agujero en el hielo es su puerta. Tú vuelve con Matilde a la nave, allí descubriréis los pasos que debéis dar -la voz serena, de seguridad total, reconfortó a Julio de una manera desconocida hasta entonces.
    Julio notaba como una parte de él, esencial, vital, intentaba separarse de su yo.

    -No tienes que hacerlo Damian. Volvamos juntos a la nave... -Damian detuvo el habla de Julio, con voz rotunda:

    -Todavía no lo entiendes, pero ya falta poco para que lo entiendas.

    -Dime qué he de entender, dímelo -Damian miró de frente a Julio. Las caras de ambos sonrojaban por la calefacción de la escafandra. Damian volvía a sudar, a temblar. La luz crepuscular de Encélado los envolvía con mantos boreales. La extraña mezcla de agua y humo vaporizaba vahos misteriosos. Damian abrió los brazos como un cristo de hielo y le dijo:

    -Tienes que entender que no se puede volver a la Tierra, que nos es imposible. ¡Maldita sea! No tenemos alma, se la ha llevado el maldito Saturno. Ya no podemos, ese yo, esa alma, esa consciencia, ese otro yo nuestro, como quieras llamarlo, ya no está con nosotros, y no se puede retornar a la Tierra sin él, porque veríamos una Tierra desolada, desértica, sin vida, veríamos a la Tierra como vemos a Marte, o a Venus, o a Mercurio, o Júpiter, o Encélado, o... -tomó aire, calmándose un poco-. Ese ser que nos ha abandonado, es nuestra vista, nuestro, olfato, el tacto, el gusto, nuestras sensaciones... Es Encéfalo jajajaja... Él es el que nos introduce en la vida de la Tierra. Sin él, no hay nada. Cada planeta tiene a un ser adherido que hace que puedas participar en la vida de ese planeta. Todos lo tienen, incluido Encélado. Si tuviéramos adheridos al ser que hace estar en Encélado, veríamos y participaríamos de la vida de Encélado. Pero no lo tenemos, ya no albergamos a ningún ser de ningún planeta. Por eso ahora soy Crono, el Dios de Tártaro, el de los tormentos y lamentos eternos, el señor de cíclopes y titanes, de gigantes y hacatónquiros.

    Damian continuaba con lo que antes Julio creía que eran delirios. Su cara palidecida, la sangre que disminuía de ritmo en su cuerpo, ese ser que indudablemente se marchaba, esa parte que se alejaba poco a poco pero inevitablemente de él, le daba la certeza de que no eran delirios de Damian, era la verdad inescrutable. Inescrutable, sí, pero que es y está ahí, lo quieras o no, la verdad de Crono, y de Damian, y de él. Damian tenía Razón. Lo observó y oyó sus últimas palabras:
    -Abridme las puertas del infierno, malditos cíclopes y titanes, gigantes y hecatónquiros, vuestro señor vuelve, preparadle el trono del reino Tártaro, del reino de las tinieblas, de los tormentos y lamentos eternos. Abrid y acoged de rodillas a vuestro señor...

    Julio despidió con la mirada a un Crono que se lanzaba a las aguas del abismo con brazos abiertos, como queriendo abrazar esos abismos abisales de un mundo que sólo los seres de Encélado podían ver.

    Crono desapareció. Se hundía rápidamente mientras sus palabras de ira y furia diminuían, mientras caía y caía, mientras descendía al trono de su reino Tártaro.

    Julio montó en la nave de reconocimiento, sin recoger muestra alguna, raramente tranquilo y sosegado.

    Despegó a los cielos boreales de Encélado y tomó rumbo a la nave espacial, a reunirse con Matilde. Se despidió de las maravillosas cortinas de aguas arcoíricas emanadas de unos géiseres que iban directamente a los anillos de Saturno, a fortalecer esa cadena gigantesca que maniataba al inmenso Saturno. El pequeño satélite cicatrizaba la herida abierta, cubriendo de hielo la puerta de Tártaro.

    Al arribar a la nave, Matilde lo esperaba. Se dieron un abrazo que desahogó los sufrimientos padecidos. No les hizo falta contarse nada de lo ocurrido, porque los dos sabían perfectamente la verdad, y lo que tenían que hacer.

    Se amaron por última vez y desnudo, Damian, se sentó en el sillón de mandos, aposentando en sus rodillas a una Matilde que lo abrazaba. Encendió los motores de la nave espacial y los puso a toda máquina, rumbo al corazón del inmenso Saturno.

    El planeta gigante se tragó a ese mosquito que venía de una Tierra lejana y conocida para él. Los tres astronautas serían devorados poco después.


    El ser humano era hijo de Gea y Urano. Saturno dividió las partes de ese ser, dejando la carne y los huesos de Gea a un lado y llevándose la parte divina con él. No podían volver a la Tierra, porque para ver y vivir y compartir la vida de la Tierra se necesitaban las dos partes del ser. Así había sido escrito por los dioses para el planeta Tierra. A Damian, a Julio, a Matilde, a Héctor, a Carlos y a Diego no les quedaba otra, no tenían más remedio que destruir la carne y los huesos de Gea, la carne y los huesos del mundo Tártaro, del mundo de las tinieblas, para dejar que el ser de los dioses vuelva con su padre: Urano. Este ser sí que estaba preparado para ver y participar en la vida de los dioses, pero no los cuerpos de carne y hueso, pero no la parte de Gea, ni la del reino Tártaro.
     




    Obra finalizada.
     
     
     
     
     
     
     
     
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