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Vida y Obra de Lidio Sandoval

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Gabriel Cortés, 15 de Enero de 2016. Respuestas: 2 | Visitas: 1129

  1. Gabriel Cortés

    Gabriel Cortés Poeta recién llegado

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    15 de Enero de 2016
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    I

    Y mi cuerpo arderá
    Entre las cenizas de mil sueños,
    Y mi cuerpo arderá
    Entre tanta oscuridad
    Que nadie me recordará.


    Así terminaba la primera canción que escuché cantar a Lidio Sandoval, quien fue quizás el artista más prolífico que haya visto alguna vez esta larga y angosta franja de tierra, y que, sin embargo, murió en el más completo anonimato.

    La canción no tenía, ni nunca tuvo, ningún título. Lidio, en realidad, no bautizó nunca una canción de su autoría. Sin embargo, para los mucho que lo conocimos y disfrutamos de su obra, bautizamos esta, quizás su mejor pieza, como Las Cenizas.

    Grabó tan sólo un único disco en su prolífica carrera, el cual nunca nadie vería publicado. Sin embargo, a Lidio no le interesaban demasiado estas cosas, él simplemente cantaba sobre el escenario con su vieja guitarra de palo – herencia de su padre -, al son de su voz rasposa, profunda y pasional.

    A muchos, me incluyo, nos sorprendió la efusiva forma de cantar de Lidio. Potente, dolida y llena de furia, parecía protestar incesantemente contra una herida que le carcome el alma. Actitud completamente contrapuesta al flemático estilo de vida que llevó durante su niñez y su temprana adolescencia. Pasó la mayor parte de éstas encerrado en su casa en Vilcún – donde vivía junto a sus padres – sumergido en enigmáticas actividades que parecía extrapolar en la escuela, donde pasaba la mayor parte del tiempo encerrado entre el silencio y la soledad. Es que enigma es la palabra que mejor resume la vida de este poco valorado cantautor nacional. Es por esto que el siguiente escrito solo podrá retratar los aspectos superficiales y visibles de la vida y obra de Lidio Sandoval, sustentados en la visión de familiares, amigos y conocidos, además de mis propias experiencias junto a él. De hecho, el significado oculto en sus sórdidas letras permanecería oculto durante largos años, sólo para venir desvelarse 40 años después, cuando todo tuvo sentido.

    “Suelo simplemente agarrar mi guitarra y empezar a tocar los acordes que primero se me vengan a la cabeza. Y acerca de las letra, puchas que no sé, simplemente vienen a mí, ¿sabes?, las veo en mi imaginación y yo después no más las canto”

    Me declaró una tarde de 1962, tomándonos un vaso de chicha reunidos alrededor de la radio durante el entretiempo del bullado partido entre Chile e Italia en el mundial de ese año. En lo personal nunca me convencí de aquella elusiva respuesta por parte de Lidio, la cual seguiría repitiendo hasta el día de su muerte. No, estaba convencido que sus letras ocultaban muchos más secretos que los que su autor estaba dispuesto a revelar.

    Lo vi por primera vez, después de largos años, una húmeda tarde-noche en 1958. Por esos días aparecía en el periódico la noticia de un cura de campo que se postulaba a la presidencia de la república a “competir” con los pesos pesados de la elección, además contra el candidato del ya desgastado Partido Radical y el representante de la incipiente democracia cristiana. Yo leía el artículo que comentaba mientras iba en el tren que me llevaría de regreso a la tierra que me vio nacer, Vilcún, un pequeño pueblo situado a unos 50 km al este de Temuco, enclavado prácticamente bajo los pies del volcán Llaima.

    Era, como siempre, una tarde lluviosa. Bajé del tren entre las precipitaciones que parecían caer del cielo a la tierra sólo para inmediatamente hacer el proceso a la inversa.”¡La vida en la capital lo ha hecho olvidarse, compadre!” Exclamó El Compadre Chuma al verme llegar completamente empapado a la peña que él administraba, “Que acá en el sur llueve de abajo pa’ arriba”. Al parecer tenía razón, lo había olvidado y sin mucho pensar corrí lo más rápido posible desde la estación hasta el local que, al irme, era administrado por Don Anselmo, el padre de Chuma. – ¡Bah! – exclamó El Lombardo, fiel parroquiano de la cantina - ¡Pero si corriendo más se moja uno, pueh!

    Compartiendo anécdotas y tomando chicha estábamos los tres cuando los oxidados acordes de una guitarra de palo empezaron a cantar con especial fuerza. Soñamos con un paraíso para terminar construyendo un infierno sobre sus escombros, cantó aquella voz rasposa que entumeció mis brazos y me obligó a voltear la cabeza, despreocupándome de la picante historia del Chuma. Era de un hombre más bien bajo, de pelo largo, negro y liso. Lucía un bigote desarreglado y llevaba la ropa sucia y mojada, víctima de un trabajo campesino que acaba de terminar. Su vista, perpetrada con esos ojos sabios y cansados, parecía perderse en el horizonte, como buscando algo.

    - ¿Qué ves? – le preguntaría años más tarde - ¿Allá perdido en el horizonte? – Lidio se quedó me quedó mirando impávido. Su mirada tendía a producir un sentimiento de inquietud en quienes no lo conocían, y aun yo – compartiendo gran parte de sus últimos años –Me encontraba siendo presa del miedo cuando me quedaba mirando fijamente. Sus ojos, negros como seguramente negra es la profundidad del universo, eran grandes y redondos, como grande y redondo es probablemente algún planeta perdido en la profundidad del universo. En ese planeta todos los hombres tienen el pelo largo y liso, y también llevan bigotes; En ese planeta llueve siempre y todos los días son grises; En ese planeta todas las personas, todos los días, se sientan el pasto húmedo vestidos con su ropa ensuciada por el arduo trabajo de todos los días a tocar la guitarra y cantar canciones que sólo sus almas - escondidas a años que la luz no es capaz de contar – son competentes para escucharlas. Los habitantes de ese planeta ven a través de sus ojos el futuro tan nítidamente como ven el presente, de la misma forma en que lo hace - en este punto celeste lejano de todo, escondido tras los brazos de nuestra insignificante estrella – Lidio Sandoval, con sus grandes y redondos ojos negros.

    - Si te lo digo no me creerías- respondió – Aunque quizás algún día lo haga – dijo eso, dio media vuelta y, sencillamente, se fue.

    “Es el Lidio” respondió el Chuma al preguntar quién era aquel enigmático músico, “¿Te acordai’ de él, cierto?” Y claro que me acordaba, sólo que una nube había cubierto ese recuerdo, transmitiendo una sensación de olvido.

    Lo recordaba deambular por las calles de tierra, que casi siempre eran de barro, viendo pasar sin ninguna sorpresa los primeros automóviles que desde Santiago llegaban a Temuco y por alguna razón terminaban perdidos en Vilcún. Lo recordaba meditar solitario en las esquinas de la vieja escuela del pueblo. Lo recordaba, tal como lo vi aquella tarde, con sus ropas sucias por el trabajo en el fundo para el cual su padre trabajaba como peón, allá en las escondidas y onduladas tierras de la Colonia Mendoza. Recuerdo que un día se fue simplemente, con su madre añejada por años de encierro en una casa húmeda y con tan sólo el recuerdo de un padre ausente. A los pocos días, fui yo quien se fue con sus padres y la tropa de hermanos que en filita india se subió al tren que nos llevaría a la capital. Recuerdo a mi vieja – que en paz descanse – decir mientras se persignaba devotamente “No se ande juntando nah con ese niño, mira que por donde está va dejando la miseria”

    “Las viejas del pueblo decían eso por creían que mi pobre Lidio vino con el terremoto debajo del brazo” Me declara la cuasi centenaria madre de Lidio ya a 75 años del fatídico día en que el cantautor vio la luz por vez primera. Clarisa Martínez es ya una anciana que, según datos muy pocos precisos otorgados por el paso de los años en su memoria y las deficiencias de registro civil en la época en que nació, ronda los 94 años. El tiempo le había quitado ya su marido y al único de sus hijos que logró sobrevivir, además de arrebatarle el aspecto macizo de mujer trabajadora que pocos fueron capaces de atestiguar debido a su perpetuo y voluntario encierro en las labores domesticas. “El Lidio nació el 24 de enero del 39’ ¿ve usted?” Me dijo la señora Clarisa indicándome una fecha escrita en una libreta gracias a la cual la señora recordaba un dato que de otra forma le hubiera resultado imposible. “Nació a eso de las 9, un poco antes quizás, porque todavía estaba claro. Yo parí en la casa, como se hacía antes, sin ninguna complicación. Me acuerdo que el Lidio nació bien sano también, un poquito flaco, pero se notaba que iba a estar bien. Ni siquiera lloró después de lo pusieron en mi pecho por primera vez. Yo creo que hambre no tenía, ya que no me sacó ni una gotita de leche, pero aun así el muy testarudo no me soltó la teta por un buen rato, era como si el puro gesto lo tranquilizara.

    Me soltó recién cerquita de las once, cuando largo una llantería que parecía que iba aumentando el volumen por cada uno de los 32 minutos en que logró despertar a cada uno de los 2000 habitantes de Vilcún, a los mil de Cherquenco, a los 800 de San Patricio y dicen por ahí que alcanzó a despertar a una cuadra entera en Cunco, una calle completa en Galvarino y a una o dos familias en Temuco. Por todo ese rato tuve a los vecinos alegándonos afuerita de la casa mientras que el Manuel – mi esposo - trataba por las puras de calmarlos. Nada pudimos hacer con mi comadre, que sirvió como matrona, pa’ callar al niño, hasta que 32 minutos – sí, 32 minutos exactos- después de iniciado el llanto se calló solito. Por un segundo todos respiraron tranquilos y se dispusieron pa’ irse a acostar de nuevo, cuando en eso se empieza a mover a tierra de una forma, caballero, que ni le cuento. Pa’ la mayoría de nosotros, que apenitas habíamos ido alguna vez a Temuco, lo que pasó era resultado del enojo de Diosito contra algo que habíamos hecho. Por eso fue que las viejas de pueblo le agarraron mala a mi cabro, pensaron que era hijo del diablo y este lo mando al pueblo pa’ traernos la miseria. Y eso que a las casas de acá no les pasó nada. Pero yo sabía que eso no era cierto. ¡Sh, si ni el presidente se preocupaba tanto de nosotros, menos el diablo iba a venir a meter la cola por estos lares”

    “Luego vino lo que le fue pasando a sus hermanitos. Una mañana, Lidio debió haber tenido dos años, desperté con una sensación especial en el vientre. - ¡Manuel, viejo! –Le grité a mi marido mientras trataba de despertarlo - ¡Estoy embarazada – El viejo abrió los ojos de un salto, miró mi vientre aún plano y volvió a cerrar los ojos. – No hable tonterah, ‘ñora – Tontera o no, al mes siguiente ya era una verdad por completo el hecho de que estábamos esperando a un segundo cabro.

    Después del parto Lidio no lloró ni un poquito. Eso hasta un día de noviembre, cuando debe haber tenido dos o quizás tres añitos. Aun por esos días, al niño todavía no se le oía decir una palabra. Manuel se pasaba diciendo que el cabro estaba enfermo y que no era normal que los niños de su edad no hubieran dicho palabra y, aún más extraño, que no le gusté salir a jugar como lo hacen los críos de su edad. Pero yo estaba convencida de que no era así. Casi segura estaba yo que el Lidio no hablaba sencillamente porque no quería hacerlo, no lo necesitaba o quizás pensaba que no sería útil porque nadie lo escucharía. De cualquiera forma, yo estaba segura, por la forma en que se quedaba mirando las cosas, que él entendía todo lo que los adultos le decíamos, todo lo que escuchaba en la radio y, es más, creo que era capaz de entender los sonidos de la naturaleza mejor que cualquiera de nosotros entiende lo que nos dice alguien cuando nos habla.

    Lloró por una hora esa vez. Eso sí, está vez a nadie le molestó, ya empezaba a hacer calor y todo el mundo estaba demasiado ocupado trabajando como para preocuparse del plañido de un pobre niño que apenitas si sabía hablar. Y no le molestó a nadie, como le iba diciendo, a pesar de que sus pulmones ya estaban más fuertes y el griterío se escuchó – por lo que me han dicho por ahí – hasta Imperial.

    Cuando terminó, la radio (la única que llegaba al pueblo) interrumpió la música de un golpe para transmitir un boletín especial. El Presidente había muerto a causa de la tisis, que era una enfermedad bien jodida que le daba a la gente por esos años. Manuel, que por eso años ya le había picado el bichito de la política y que ese día estaba en la casa convaleciente debido a un accidente que tuvo en el campo, me acarició la guata y con los ojos llenos de lágrimas dijo: “Este se va a llamar Pedro Emilio Sandoval Martínez”.

    “Siete meses después estaba yo tomando un matecito viendo la lluvia caer sobre el bosque. Parece que al Lidio le dio frío ese día porque de repente dejó de jugar y se fue a acurrucar en mi regazo. Luego afirmó con mucho cuidado y cariño su pequeña cabecita sobre mi panza, pocas veces más – cinco veces más, si quiere que le diga la verdad - se le vería una actitud tan cariñosa. Fue ese mismo día, en ese mismo momento cuando pronunció su primera palabra: Muerte, dijo con una voz quizás demasiada baja y profunda para su edad. Eso fue a revelar de golpe mis suposiciones acerca de los problemas de habla de Lidio.

    A las pocas horas empezaron las contracciones. A mi entró el pánico al tiro porque no se suponía que la guagua naciera sino hasta dos meses después. Poco me acuerdo de cómo sucedió todo, pero sí recuerdo mis gritos de ayuda y ese tremendo dolor que yo sentía, no sólo en el vientre, sino también en el alma, la cual parecía estar rompiéndose, quitándome parte de ella.

    Me salvé de milagro, o al menos eso me dijeron, después de develarme que Pedrito había nacido muerto. Ese fue mi primer angelito.

    Después de él vinieron cinco más, 3 Pedritos y 2 Juan Antonios, que es el nombre que Manuel decidió ponerle a los críos cuando empezó a creer que era el nombre lo que provocaba las pérdidas. Él nunca se enteró aquella palabra profética que Lidio repetiría 6 veces, una por cada embarazo: Muerte, dijo las seis oportunidades y seis muertes hubo. Nunca se lo dije a nadie, pero de seguro alguna de las viejas del pueblo estuvo pegando la oreja en mis pensamientos porque poco se fue difundiendo eso de que mi niño estaba maldito, la leyenda de que él era el hijo del diablo se fue propagando por todo lados y poco a poco fueron excluyendo a Lidio, y por consiguiente al Manuel y a mí, de la vida cotidiana entre los vecinos. No creo que al cabro le haya importado, él siempre fue solo, parece que le gustaba la soledad. Pero a Manuel, que al final fue el único en no enterarse de había engendrado al hijo del demonio, la situación lo frustró al límite de que se vio obligado a tomar una decisión que hace tiempo estaba tratando de aplazar: Irnos, como lo estaba haciendo mucha gente, a la capital. Al final nos fuimos a la estación a tomar el tren sin él.”

    Doña Clarisa guardó silencio y se quedó mirando hacia el infinito. Miraba, con sus ojos que difícilmente distinguían ya al hombre de su sombra, con espectacular nitidez el dolor de sus recuerdos marcados por la tragedia que acompañó a la muerte de su esposo y su hijo, que tomó de la mano de cada uno de sus seis angelitos y la cual fue la principal guía del azaroso destino de un país entero por casi medio siglo. Un país que, aún recuperando aquel resplandor que en realidad nunca tuvo - y tampoco tiene ahora - , ya ha cambiado para siempre, encargándose de derrumbar todos aquellos sueños que le contaba Don Manuel por las noches y que lo llevarían hasta la muerte posteriormente. Sueños en que ella siguió creyendo durante largas noches de soledad, hasta que se levantó temprano una mañana a comprar pan, saludó afectuosamente a una vecina y está la ignoró, bajando la cabeza y siguiendo caminando. Entonces Doña Clarisa se dio cuenta de una verdad casi empírica, la cual casi todo el mundo había aceptado cuando vio caer ese frío muro de concreto, aquella que yo sólo terminé de creer cuando volví a pisar los suelos de mi tierra y me di cuenta que la alegría no estaba en ninguna parte. El mundo había cambiado, y lo había hecho sin nosotros.

    II

    Cuando le comenté sobre todas las historias que surgieron en el pueblo tras la desaparición de su marido y luego de que ella se llevará en la misma miseria a Lidio hacia Santiago, Doña Clarisa me fijó la mirada con los ojos enjuagados y manos trémulas. No podía dejar de entenderla, yo mismo no era capaz de evitar el entumecimiento de mi piel al recordar a ese decrepito fantasma que llegó cabalgando hasta los brazos de Lidio aquella roja tarde de 1958.

    Doña Clarisa inició la explicación sobre el destino de su esposo con un hecho aparentemente ajeno a la desaparición de Don Manuel Sandoval una mañana de 1948. “¿Se acuerda usteh de ese día?” me preguntó Doña Clarisa antes de retomar su relato.

    Por supuesto que me acordaba. Fue dos años antes, en el invierno del ‘46. En esos tiempos, los inviernos en Vilcún eran lo más parecido a un cementerio repleto a cada hora de viudas que hipaban hasta desbordar el río. Era siempre así, a excepción del miércoles, que era el día en que supuestamente llegaba el tren y todo el mundo se sentaba en la estación a esperar las maravillas traídas de Temuco desde Santiago y hasta Santiago desde Nueva York. Sin embargo, eran más las veces que el ferrocarril se retrasaba y llegaba definitivamente el jueves en la tarde, vacío de los maravillosos inventos que disfrutaba el mundo una vez terminada una guerra que para la mayoría del pueblo hubiera pasado para siempre inadvertida de no ser por un pobre japonés que llegó asediado por militares hacia mediados de 1945. ¿Quién lo sabrá exactamente? Quizás hasta la guerra ya había terminado cuando los milicos se pusieron a perseguir a cualquier asiático que pillarán rondando las calles.

    Tan a menudo fue el atraso de la máquina que poco a poco la algarabía del miércoles se fue traspasando al jueves y la gente empezó a decir “Sí, definitivamente el tren llega el jueves” y exclamaba con asombro cuando este llegaba con anticipación los miércoles. Así, hasta el anciano que trabajaba solitario en la estación borró la tiza del pizarrón verde donde decía “Horario de Llegada: Miércoles X del mes Y a las 1:30 de la tarde” y lo reemplazó por “Jueves tanto del mes tanto a las cinco de la tarde”. Así, poco a poco las habitantes del pueblo se fueron olvidando que alguna vez el tren llegó los miércoles a la hora de almuerzo sin que los controladores, ni en Temuco y ni en Santiago, se enteraran de que hubo un cambio en el itinerario.

    Y todo fue así hasta 1946, cuando el tren volvió a llegar un día miércoles, el único miércoles de ese invierno que no llovió sobre Vilcún. Con gran alboroto una fina línea de vagones se fue deteniendo, uno detrás del otro, frente a la estación del pueblo. Rápidamente la totalidad de los vecinos se agolparon frente a la línea férrea para ver la novedad. Recuerdo ese día, debo haber tenido 6 años, es decir, un año menos de los que debería haber tenido Lidio. Mi padre, que en paz descanse, me montó sobre su espalda ancha y vi desde ahí rostros contentos que nunca más vería con una sonrisa. “¡Es el circo!”, gritaban los mozalbetes corriendo sin importarle nada por las calles de tierra, “¡Vamoh, apúrense, vamoh a ver el circo!”“Pero hubo, quizás” Me relata Doña Clarisa, “Un solo hombre en el pueblo que no esperaba al circo y si estaba muy enterado de lo que se bajaría del tren”

    Se trataba de Don Manuel, quien días antes se encontraba pensando junto a la radio como ponerle a su próximo retoño, convencido ya de que el nombre “Pedro” estaba maldito luego de 4 cuatro hijos nonatos y un Presidente de la República muerto de tuberculosis. Doña Clarisa recuerda como Lidio paró ese día de súbito sus juegos infantiles y, con la vista perdida en el horizonte susurró“El país…. Chile”. Al tiempo que Don Manuel era sacado de sus meditaciones a causa de un boletín radial que jamás nadie pensó volver a escuchar, el Presidente de la República había muerto nuevamente. Entonces sus vacilaciones terminaron y se decidió que su próximo hijo sería bautizado como Juan Antonio.

    Fue en ese contexto en que el tren llegó a Vilcún el único miércoles no lluvioso del invierno. “Me tomó de la mano”, recordaba Lidio acerca de aquel día “Y muy emocionado me dijo que íbamos a ver un hombre muy rebueno, que pronto sería Presidente para continuar la obra de Don Pedro Aguirre Cerda y de Don Juan Antonio Ríos, que su nombre era Gabriel, que el haría que los obreros y los campesinos – como nosotros - ya no sufran más por culpa de los patrones. Cuando llegamos donde estaba toda la gente me subió a sus hombros para que pudiera ver mejor. Entonces vi a este hombre, bajo y regordete, bajar del tren ante los aplausos de los incrédulos que no llegaban a creer que un hombre tan importante supiera de la existencia de este pueblo perdido bajo las faldas cordilleranas. De lado a lado movió sus bracitos cortos, su sonrisa cálida y su nariz aguileña. Gabriel… el pueblo lo llamaba, y eso era muy cierto. El Pueblo coreaba sin parar, más por esperanza que por otra cosa, el nombre de ilustre visitante. “Gabriel, el pueblo te llama” era la consigna que se repetía entre las voces de obreros y campesinos una vez terminado el discurso del candidato prometiendo mejores condiciones de vida para todos los compatriotas. No le sabría decir porque, pero a mí no me gustaba nai’ta ese caballero. – Rata – dije, primero susurrándolo y luego gritándolo tan fuerte que todos los presentes se voltearon para mirarme - ¡Rata, rata, rata, rata! – Fue ahí donde vi por primera vez esa mirada de odio de González Videla que más tarde todos en Chile, en especial los trabajadores, sufrirían también. Mi taita, en tanto, ya no daba más de vergüenza. De un oreja me llevaría pa la casa pa darme una tunda que todavía me duelo al acordarme.

    “Es González Videla la rata que sacude su pelambrera llena de estiércol y de sangre sobre la tierra mía que vendió.” Lee fascinado Julio Donoso, profesor de Literatura de la Universidad de Chile que también tuvo la oportunidad de conocer a Lidio. “Tanta fue la genialidad de Lidio que fue capaz de anticiparse hasta a los versos del mismísimo poeta”.

    Dos años más tarde sería la última vez en que Vilcún vería a Manuel Sandoval. Se irían todos en una semana, después de recibir el último sueldo del padre. Mas un nuevo anuncio radial cambiaría los planes de Doña Clarisa y de su hijo Lidio, que por esos días cumplía los nueve años de edad. Por decreto supremo el Presidente de la República, Don Gabriel González Videla, perteneciente al Partido Radical pero con importante apoyo liberal y comunista, y después de haber prometido un gobierno con igual participación de las tres facciones, disponía la eliminación de los registros electorales del Partido Comunista Chileno y de todos sus miembros; entre ellos, Don Manuel Sandoval.

    “Los militares llenaron las calles de un momento a otro” Recuerda Doña Clarisa “Fueron tocando puerta a puerta en busca del Compadre Pablo, un gran amigo de mi esposo y que igual estaba metido en este tema de la política. El Compadre estaba trabajando pero, en cuanto se enteró de que los pelaos estaban haciendo desordenes en la casa del pueblo por su culpa, dejó el chuzo tirado en cualquier lao y apareció al tiro por la calle principal del pueblo, desafiante, orgulloso y completamente sucio – como era común ver andando a los viejos comunistas por esos años – a excepción de su bigote, meticulosamente arreglado y siempre impertérrito a pesar del arduo trabajo. Se apareció frente a frente a los uniformados y con los brazos abiertos gritó: ¡Vengan po, milicos de mierda! Y dicho eso, ¡Pah! Tres balazos en el pecho los dejaron de bruces sobre el suelo”

    “Entonces miraron pa todos loh lados con mirada de perro de caza” Relata Lidio “Y un silencio inundó todo el pueblo. Ninguna sola palabra se dijo ese día en Vilcún. Sólo hablaba el viento, y lo hacía muy claramente a nombre de los militares: “Volveremos pronto a por más”, y todos sabíamos quién era el siguiente.

    Mi padre se sentó a limpiar su vieja escopeta, la misma que usó su abuelo en la guerra del 91. Toda la tarde estuvo ahí, junto a la pequeña ventana que era el único contacto entre la oscuridad de la casa y la verde luminosidad del fundo donde mi viejo trabajaba, moviendo incesantemente un pañuelo blanco – que luego fue gris y finalmente negro – sobre el frío cuerpo del arma que sostuvo largas horas en el más completo silencio, mirando a la nada, ahí donde aún yacía el cuerpo de su compadre y escuchando la dramática predicción que traía consigo la brisa.

    De un rato pa’ otro el viento se calló. Había caído ya hace rato la noche, pero hasta las estrellas y la misma luna se ocultaron para esperar el termino de la cacería. Pronto el cálido susurro del puelche, que siempre es aviso de lluvia, fue reemplazado por un zapateo seco y coordinado proveniente de las botas lustradas de los militares.

    - Ya es hora – susurró calmo mi padre, el primer ser vivo en emitir alguna palabra en el pueblo luego del asesinato del Compadre Pablo, al verse enfrentado con su destino – Clarisa, ándate pa dentro con el cabro.

    - Pero Manuel – trató de replicar mi madre - ¡Pero nada, carajo! ¡Hazme caso y ándate pa dentro con el cabro!

    Eso fue lo último que le oímos decir. Acongojados en el único dormitorio de la casa, mi madre me apretó en contra de su vientre, procurando taparme los oídos para no oír los disparos que, en todo caso, nunca se dispararon. Ella saltó exaltada cuando los milicos arremetieron dentro de la casa y dieron vuelta todos los rincones en busca de su objetivo. Mas ni rastro de mi padre, quien había dejado únicamente su escopeta y su guitarra.

    Solo en la habitación, escuché el relinchar de un caballo que parecía ir alejándose. Pronto me asomé por la ventana para ver quién era y ahí lo vi, a mi taita cabalgando hacia el bosque, cual bandido, sobre su fiel corcel. Por eso sé que él no está muerto, y por eso empecé a tocar la guitarra, pa’ cuando vuelva yo poder cantarle todas esas canciones que a él tanto le gustan.”

    “Te Fuiste en una noche
    En que viento susurraba tu destino,
    Te fuiste una noche,
    Fiero como tu corcel
    Cuando las botas empezaron
    A marchar a la orden del tambor.
    Pero sé que volverás,
    Una tarde de estas,
    Sobre tu corcel brioso,
    Con tu bandera intacta,
    Una tarde de esas rojas
    Que pronto serán abundantes”


    Así cantó durante años Lidio, sin que nadie lo tomara muy en serio, recordando el suceso que marcaría la última que Vilcún viera marchar valiente a Manuel Sandoval. Fue también la última vez, al menos en 10 años, que la tierra de los volcanes supiera de Lidio y de su madre. A la semana siguiente, y honrando los planes del padre, tomaron el tren del jueves hacia Temuco; y desde ahí partieron a la capital.

    “Después de muchas vueltas, fuimos a parar con mi madre a un gueto en medio de la comuna de Barrancas[1].” Recuerda Lidio no con poca emoción el lugar donde, según su propias palabras, nacería su “Sentimiento Social”

    - Yo no tengo un “Pensamiento social”, mucho menos una ideología. Lo que yo tengo, a causa de lo que vi en obreros en Barrancas y de los campesinos en Vilcún, en un “sentimiento social” que me hace comprender de una manera muy encarnada los sufrimientos del pueblo. Me duele…. Me duele la espalda como le duele a los mineros en el sur y en el norte, a los campesinos y también a los obreros de las grandes ciudades. Me duelen los partos de las mujeres que alumbran a sus hijos entre ratas y basura. Me duele el estómago del hambre que sienten los niños que jamás quedarán satisfechos con un mísero pedazo de pan. –

    Meses después, mi familia, siguiendo el ejemplo de Doña Clarisa, tomó una mañana de jueves el tren hacia la capital. Nunca vi a Lidio por las, ya en ese entonces, caóticas calles santiaguinas, a pesar de que, en conjunto a una gran cantidad de hijos de campesinos avecindado en Santiago, formamos una gran comunidad, unidos únicamente por los recuerdos nostálgicos de los campos verdes y las largas semanas de lluvia. Unidos, además, por el hambre, el frío y la cesantía, palabras que comenzaban ya a marcar la vida de miles de chilenos perdidos en medio de las grandes ciudades.

    El trabajo fue la escapatoria del hambre; la educación lo fue para la vida. Instado por mi padre, desarrollé un fuerte amor por la lectura y comprendí la importancia de la educación para salir adelante.

    Así, en medio del hambre y la pobreza, de discursos e inflación, de calles repletas de desocupados y de generales con escoba, tomó en mí un rol protagónico un fuerte fuego que sentía dentro de mí, un fuego que me hacía soñar y luchar por un mundo mejor. Pronto esos deseos fueron desplazando los recuerdos infantiles del ahora lejano campo, y con ellos, la enigmática figura de Lidio Sandoval cayó en un aparente olvido. Aunque su sombra solitaria, el estigma de la maldición del supuesto hijo huacho del diablo, la repentina desaparición del padre y la suerte de fuga junto a su madre, serían recuerdos que quedarían para siempre en algún rincón de mi inconsciente.

    Casi 10 años después de dejar mi infancia en Vilcún, esos recuerdos saldrían a flote por la causa preferida de los reencuentros: Un funeral. El sur del mundo me vio volver en el invierno de 1958 como un estudiante de periodismo en la capital que venía a despedir al Memito Rojas, quien le dijo adiós al mundo de los vivos a causa de un brutal golpiza perpetrada por los matones de su patrón, el viejo latifundista y aristócrata, Manuel Blanco, quien acusó a Guillermo de meterse por la ventana de la habitación de su joven esposa, la bellísima Catalina Godoy, para deshónrala.

    Escapando de la lluvia estaba cuando, como un fantasma que durante años rondo en mis inconscientes recuerdos, Lidio se apareció frente a mis ojos.

    - Lo estaba esperando – dijo apenas me vio después de que terminó de tocar. Me reconoció al instante, mi rostro, mi nombre, el de mis padres y el de mis hermanos. Ni siquiera me dejó decir una palabra antes de saludarme, cuando era yo quien iba a presentarme, y tampoco pude expresarme luego que Lidio hablará, todo por la sorpresa que este individuo que vi por última vez hace 10 años, y que aun antes apenas hable con él, me reconociera con tal claridad.

    Me invitó a “conversar” unas copas y el alcohol hizo su trabajo, ya que se me soltó la lengua y conversamos amenamente. En un momento me preguntó cuando me iba, después del funeral del Memo, respondí yo, por esos años el tren pasaba también los sábados. “Pues me voy contigo”, respondió cuando le pregunto el porqué de su duda. Y así, por segunda vez en un mismo día, Lidio consiguió dejarme estupefacto.

    Resulta que hacía ya dos años que Lidio había abandonado la casa de su madre en Barrancas únicamente con un par de pilchas y la vieja guitarra de palo de su padre para así volver a su tierra natal. Me declaró que tenía unas ganas tremendas de volver a su madre, a quien dice no haber visto desde que partió de casa, y que únicamente estaba esperando a alguien con quien irse, pues no le gustaba viajar solo. Eso me tranquilizó un poco, obviando la explicación de que me reconociera a primera vista cuando a estas alturas podría pasar yo como forastero en el pueblo, así como la razón del porqué me estaba esperando, siendo que yo no había anunciado mi llegada a nadie.

    Al final, y una vez enterrado el machucado cuerpo de Memito, tomamos el sábado un tren para Temuco para tomar el lunes un segundo hasta Santiago. Pero por mucho que esperamos, el tren nunca llegó.

    Yo caminaba incesantemente de lado a lado en la estación fumando un cigarrillo tras otro, nervioso por perderme un importante examen que debía dar el día siguiente. En contraste, divisaba de vez en cuando a Lidio con una calma exasperante afinando su guitarra, rasgueando un par de acordes y haciendo arpegios enmarañados. – Tranquilo – me decía – Todo es como debe ser. Es más, ¿por qué no nos vamoh a tomar unas copitas al hotel del frente? Total, ya no llegó el tren hoy día ¿no cree, usted?

    Accedí a su petición, después de todo, probablemente el alcohol me daría una escapatoria que el cigarrillo hace rato me había dejado de dar.

    - Está bien – dije exasperado – Pero mañana nos vamos en el primer tren que salga - Pues ya está, vamos. –

    Quizás, después de un par de copas, un par de canciones, un montón de carcajadas y una que otra chiquilla sentada en las rodillas, me relajé demasiado.

    Desperté al día siguiente con un dolor de cabeza terrible, aumentado por un fuerte rayo de sol que lograba atravesar la densa capa de niebla que ya se disipaba a esas horas. De un salto me bajé de la cama al percatarme que era ya casi mediodía y que ya hace largo rato habíamos perdido el tren de Santiago

    - ¡Lidio conchetumadre, levántate rápido que nos quedamos dor….! – exclamé antes de darme cuenta que Lidio estaba sentado sobre la cama continua tranquilamente leyendo uno de mis libros. – Es bien bueno este libro – comentó, sin ninguna prisa, refiriéndose a Pedro Páramo, de Juan Rulfo – Un poquito enredado pero bien bueno - ¿Por qué mierda no me despertaste? - Lo increpé terriblemente enojado, después de quedarme un rato quito observando su impresionante impavidez por mi enojo.

    - Todo es como debe ser – respondió Lidio sin exaltarse – Además, si te hubiera despertado jamás hubiera tenido ese sueño.

    Le hubiera respondido lleno de rabia, y hasta quizás lo hubiera golpeado, de no ser por un sentimiento de extraña certeza, de un recuerdo borroso que acababa de vivir hace tan sólo un instante. La tarde roja y la lejana figura acercándose con un sol que ofrecía un mejor mañana como telón de fondo, eso había visto, como una escena de una película sin sentido aparente que, sin embargo, fue adivinado por Lidio. Nuevamente había logrado dejarme anonadado.

    Finalmente tomamos el tren al día siguiente, un miércoles 8 de agosto de 1958. Era un viaje largo aquel entre Temuco y Santiago, sumando aproximadamente doce horas de recorrido.

    Era muy bonito viajar en tren por esos años. Recuerdo muy claramente como los vagones se convertían en verdaderos sitios de encuentro para las personas. Familias enteras viajando rumbo a las grandes ciudades, las mujeres con sus vestidos más hermosos y los hombres con sus trajes elegantes, se dirigían – tal vez – al encuentro con un querido familiar, o bien, en búsqueda de un nuevo giro para sus vidas. Recuerdo nítidamente el infaltable olor a huevo duro, el cual servía como fiel merienda para estos viajes largos. Recuerdo perfectamente que por esos años se podía conversar sin ningún problema con cualquier desconocido que, por el solo hecho de compartir vagón contigo, se convertía en una suerte de amigo entrañable. Me apena ver hoy en día por las micros y por los metros de las grandes ciudades como el contacto humano se ha ido perdiendo a favor de la fría comunicación que nos otorgan las máquinas. Recuerdo que ese ambiguo día de agosto, sentí una fuerte y extraña sensación de nostalgia, como percibiendo que el mundo cambiaría y no lo haría en la dirección que siempre habíamos deseado.

    Recuerdo que en eso estaba pensando por la tarde, después del almorzar, justo un momento después de que el cielo encapotado le abriera el paso a un sol luminoso. En eso estaba cuando mis ojos se empezaron a cerrar solos y perdí la lucha contra el sueño.

    Todo parecía tan cristalino que si alguien me hubiera dicho que aquello era falso yo no le hubiera creído. Si bien el sol ya se había ocultado, el cielo continuaba encendido. Era una caldera llena de sueños, llena de pasión, llena de sangre derramada que nunca más ¡Nunca más!, ¡Nunca más! Gritaba el viento ¿o eran fantasmas? Una pequeña mancha empaña el rojo telón. ¡tacatac, tacatac! Los pasos de un brioso corcel rebotan sobre las piedras del camino y retumban en todo el mundo ¡tacatac, tacatac, hemos vuelto! ¡Tacatac, tacatac, somos libres! ¡Chuchu! Un tren ¿Un tren? ¡Un tren! Despierto. Acabamos de pasar la Estación Rancagua, me dijo Lidio, pronto llegaríamos.

    Llegamos a Santiago cerca de la medianoche. A esas horas, después de un largo viaje, estábamos demasiados cansados como para dirigirnos a nuestros respectivos destinos – yo a la casa universitaria que compartía con otros cuatro compañeros y Lidio la casa de su madre en Barrancas – así que decidimos arrendar un pieza de una hostal ubicada frente a la estación. Apenas recuerdo escuchar, en parte por el cansancio que traía conmigo, la gruesa voz de la radio emisora ¿Era el presidente Ibáñez, acaso? Anunciando, con aires de quien acepta una derrota, la derogación de la ley maldita. Era el 8 de agosto de 1958.

    El Presidente de la República, Su Excelencia…. Ibáñez de Campo, por Decreto Supremo, ha derogado La Ley de Defensa…. de la Democracia por la Ley de Seguridad….del Estado. Anunciaba una voz interferida por un molesto ruido blanco. Y mientras lo hacía, se seguía acercando aquella misteriosa figura proyectada sobre el rojo atardecer santiaguino. Llevaba la espalda doblada, la cabeza gacha y los brazos muertos arrastrando una bandera que ya no brilla con el fulgor de antaño, pisoteada por los traidores y ninguneada por los abyectos ministerios, lavada por el polvo de una tierra que le dio la espalda. Con esto – continuó la voz – Volverá a los registros…. El Partido Comunista…. Así como…. Sus militantes, tras 10 años de…. Persecución. Volvía, abatido y miserable, pero lo hacía vivo.


    Desperté algo agitado esa mañana. Mi madre desde pequeño me había hablado de significado de los sueños, que debía escucharlos, entenderlos y hacerles caso. Durante largos años de mi infancia seguí aquellos consejos con una obcecada devoción, pero la vida en la capital me había cambiado en todas las dimensiones. La palabra de un Dios que parecía dignarse a aparecer solamente en las ruidosas campañas de la derecha, o en los pomposos hogares de aquellos que la financian, ya no me parecía tan convincente. Del mismo modo, las medicinas y las supersticiones, que tan arraigadas estaban en la vida rural, me empezaron a parecer simples cuentos para niños crédulos. Poco a poco fui abandonando el hábito de soñar con fantásticos escenarios en los rincones olvidados del mundo para empezar a preocuparme por luchar es pos a un mejor porvenir en este, nuestro país, nuestro propio y mísero rincón olvidado del mundo. Pero, pese a todo lo anterior, aquella figura desdichada - pero a la vez – noble, cabalgando sobre su cansado rocinante en contra de un horizonte teñido de rojo, había logrado estremecer un lugar profundo en mí, susurrándome, como lo hacía mi viejita durante mi niñez, que todo aquello tenía un sentido.

    Era aún muy temprano. El sol, por esas horas, continuaba luchando por sobreponerse por sobre los Andes e imponerse por sobre las cabezas de la cuenca.

    Me levanté lo más sigilosamente posible, tratando de evitar cualquier ruido que pudiera despertar a mi compañero. No fue hasta que un leve rayo de sol logró sobreponerse a la cordillera y penetrar por la pequeña ventana de la habitaciónque me di cuenta que todos mis esfuerzos eran vanos: Lidio se había despertado aun antes que yo, había tomado todas sus cosas y se había ido de la misma forma enigmática en que llegó. Sentí un extraño sentir de nostalgia al ver el lecho de mi compañero de viaje abandonado, quizás pude haber pensado que jamás lo volvería a ver, aun teniendo en lo profundo de mí la completa certidumbre de que nuestros caminos se iban a volver a cruzar. Y ese momento llegaría más pronto de lo que hubiera pensado.

    Aún me perduraba el cansancio que le viene a un cuerpo después de un largo viaje, así que decidí tomarme el día libre y reincorporarme definitivamente al día siguiente a la universidad. Sin embargo, decidí igualmente pasearme por fuera de la Casa Bello para pillarme con mi buen amigo Rojas, para así ponernos al día sobre esta casi semana entera en que estuve afuera.

    Rojas era su apellido, su nombre quedó olvidado en los registros incendiados por la historia, por mucho que aquellas llamas quedarán marcadas por siempre en la memoria de todos los que quisimos a este locuaz periodista y amigo. Él tenía un nombre, sí, pero por respeto a su familia, para quien siempre será su querido hijo y hermano, su padre y esposo, he decidido reservarme su “gracia” y llamarlo como era conocido en la universidad por esos años: Rojas, simplemente Rojas, el periodista y guerrillero.

    Era un hombre alto y flaco – como un junco, dirían algunos – de pelo largo y ondulado, poseedor de una lengua afilada, de una vista audaz y de un olfato que lo hacía capaz de encontrar veneno donde otros sólo probarían el vino.

    Lidio lo conoció en una ramada para fiestas patrias. Bailando cueca como el diablo que era estaba Rojas con la chiquilla más buena moza de la fiesta. Lidio se le acercó y le comentó con una sonrisa afable: Tú nombre será recordado por siempre. Entonces se sube al escenario con un vaso de chicha y agarra su vieja guitarra de palo. – Brindo por todos aquellos nombres que nunca serán olvidados – dijo antes de ponerse a cantar un cueca de su autoría.

    ¡Salud!, comadre, ¡Salud!
    Por el jinete al que canto
    Era Poncho, le decían
    Los ricos en el campo.


    Con miedo lo nombraban,
    Comadre, que además de Poncho
    Poncho era guerrillero,
    Héroe de todos nosotros


    Cabalgando, comadre,
    Ya viene el poncho,
    Ya viene guerrillero,
    Poncho Guerrero,
    Ya va, poncho guerrero,
    Canto de incendio,
    Se viene, luego se va,
    El Poncho guerrillero
    Su nombre, por buen hombre
    Siempre quedará.


    Recuerdo que aquel día, tomándonos un café en el centro, le conté acerca de mi extraño reencuentro con Lidio y le expresé mi preocupación por el demacrado hombre de mis sueños. “Es que los tiempos están cambiando”, me dijo simplemente sin llegar a comprender completamente lo que en verdad quería decirme. Recuerdo, eso sí, como aquella frase nos llevó a hablar, como siempre, de política. Hablamos sobre la derogación de la ley maldita y recuerdo ver a Rojas emocionado – medio en broma, medio en serio – acerca de la idea de inscribirse en PCCh, que sería lo primero que iría a hacer después de que yo dejara de “chacharear” como una momia, hasta me invitó a registrarse con él. – No, gracias. Mejor otro día – respondí. Luego también hablamos sobre la peculiar candidatura del Curita Zamorano, sus remotas posibilidades de ganar y de la oportuna “conveniencia” de la situación para los intereses Alessandristas.

    Santo Padre, Padre de los Cielos
    ¿Por qué mira con tanto celo
    La indómita voluntad del triste pueblo?
    ¿Por qué, Santo Padre,
    Permite que sufra el minero
    En los oscuros socavones del extranjero?
    ¿Por qué, Santo Padre?
    Santo Padre de todos los Cielos.


    Empecé a caminar en solitario por la larga Alameda luego de despedirme de mi amigo Rojas, sin poder durante todo el recorrido sacarme de la cabeza al hombre que, abatido, venía de regreso sobre su también derrotada bestia.

    En eso estaba cuando lo vi, con la vista fija en las cumbres cordilleranas, a Lidio Sandoval, sentado junto a su guitarra en un banco de alguna plaza a la altura de Barrancas (O lo que sería hoy en día la comuna de Lo Prado). Me acerqué para saludarlo, pero nuevamente él tomó la iniciativa antes que yo. – Hola ¿Cómo te va? – Dijo con voz afable – Te estaba esperando.

    La sorpresa, si bien aún existente, se fue haciendo cada vez más menos. De esa forma, en el más completo silencio, le seguí sus pasos cuando comenzó a caminar hasta que de tanto andar llegamos al apartado sector de Carrascal. Aún me veo caminar por las calles llenas de tierra y piedra que se abrían paso por entre pequeñas y miserables casas de adobe donde tenían que convivir hasta 7 personas en diminutas habitaciones. Recuerdo la desdeñada pelota que llegó a mis pies perseguida por un grupo de jadeantes niños que corrían sucios y llenos de energía. Casi 50 años después caminaría por estas mismas calles ya siendo un anciano, con las manos dentro del abrigo escapando del frío, con los pacitos que cada vez se hacen más cortos. Llega algo hasta mis pies, su roce me hace recordar el errante balón que pateé con gesto ameno hacia uno de los niños. Pero nada de eso, no hay juguete ni niños corriendo tras de él, es sólo basura arrastrada por el viento en medio de lo que ahora son exclusivos condominios. Es que el viento ha arrastrado también a los pobres de este país, mas no los ha hecho desaparecer. No, los ha llevado a poblaciones marginales para ser víctimas de narcotráfico y de la delincuencia y a departamentos de estructura endeble que apenas son capaces de resistir las lluvias invernales; han enviado a sus niños a colegios donde le enseñan a rayar cuadernos y juntar letras; han enviado a sus ancianos a postas sin doctores y llenas de medicina. Han sido arrastrados con promesas de un progreso que llega a todos los rincones del país, excepto donde están ellos.

    Finalmente entramos a una de esas pequeñas casitas, donde una avejentada señora recibió con fuerte y caluroso abrazo a Lidio. Era su madre, Doña Clarisa, quien la vida solitaria en la ciudad la había envejecido vertiginosamente. Apenas pasaba, según me parece, los cincuenta años y ya su pelo empezaba a perder color, su piel a resquebrajarse y su espalda a desviarse. Tras soltarse del cuello de su hijo, se dirigió a mí para saludarme con los mismos ojos fuertes y sonrisa afable que lábilmente guardo en mi memoria, pero ahora contenidos en el cuerpo de una pequeña anciana.

    - Lidio – susurré mientras Doña Clarisa se había retirado a la cocina para prepararnos algo – Es bueno ver a tu mamá después de tantos años, pero aún me queda una duda, ¿cuál es tu idea con traerme hasta acá?

    - Bueno – respondió – Creo que es bueno que todos vean cumplidos sus sueños.


    Camino por el Cementerio General al paso tranquilo de Doña Clarisa, quien va tomada de mi brazo. Ella viene vestida completamente de negro, trae tres rosas en las manos.

    Llegamos a una tumba olvidada hasta por los muertos, invadida por la maleza y destrozada por el tiempo. Apenas si se alcanzan a leer los nombres de los muertos. Sería imposible para mí, y para cualquiera, imposible adivinarlos, sólo Doña Clarisa lo puede saber con certeza. Aquí yace su único hijo, Lidio, junto a su querido esposo, Don Manuel. Deposita dos de las rosas en el lecho y una lágrima trata de mojar, inútilmente, la tierra seca ya hace años. La anciana aprieta la tercera rosa en contra de su pecho como con un gesto de dolor, para luego soltarla con un agónico gesto sobre la tierra bajo la cual descansan sus dos grades amores. Ninguno de los dos dice palabra alguna, no hace falta, tengo la extraña sensación de poder saber todo lo que siente y piensa Doña Clarisa.

    Tres rosas. Una para mi viejo, mi querido Manuel. Otra para mi cabro, mi niñito, mi hermoso Lidio. Y una última para mí, la cual me estará esperando hasta que llegué mi hora. Aprovecho ahora, en lo que me queda de vida, de traerme rosas y llorar por mi muerte, ya que cuando diosito me llamé a su Santo Reino nadie lo hará por mí. Es este mundo tan moderno del que hablan en la tele, supongo, donde todo lo tiene que hacer uno mismo para que las cosas funcionen.”

    Estaba ya atardeciendo. El sol ya se disponía a aterrizar por sobre el horizonte por lo que el cielo se inundaba ya de una cálida luz rojiza que penetraba dificultosamente por las pequeñas ventanas del comedor de Doña Clarisa, buscando inundar de su fulgor todas las habitaciones.

    Estábamos sentados los tres en la mesa, tomando mate y conversando de no me acuerdo que cosas, mientras yo seguía pensando y preguntándome con qué fin Lidio me había traído hasta aquí y que había querido decir con su respuesta. Eso me encontraba reflexionando cuando la respuesta la trajo el viento.

    - Tacatac, Tacatac – Sonaron como un suspiro lejano – tacatac, tacatac – ahora cada vez más cercano. Lidio se levantó de la silla con el rostro lleno de emoción y nos pidió que lo siguiéramos.

    Salimos, yo sin entender mucho, cuando un escalofrío recorrió mi espalda y levantó cada vello de mi cuerpo. Se venía acercando, tacatac tacatac, por sobre el telón rojo regalado por el sol avergonzado que ya se oculta. Tacatac tacatac, ya viene llegando la sombra de aquel hombre alto y fuerte, mas derrotado, abatido va arribando ante mis ojos cuando ya lo había hecho en mis sueños.

    - ¿Qué pasa hijo? ¿Por qué te quedas ahí parado? ¿Qué miras? – preguntaba incesantemente Doña Clarisa al ver la expresión de ansias, la sonrisa nerviosa y los ojos llorosos de suhijo mientras yo seguía observando incrédulo la sombra que se nos avecinaba.

    Poco a poco las tinieblas fueron abandonando el rostro del hombre, dejando ver algo sus rasgos maltratados, aún cubiertos por un viejo sombrero que portaba sobre su cabeza. Sus ojos agónicos no paraban de mirar al suelo, sus manos sostenían casi sin fuerzas las riendas de un caballo que parecía cansado de tanto andar.

    Luego nos clavó la mirada como si su nombre fuera pasado y nos viniera a poner una estocada. Un nuevo escalofrío recorrió mi espalda. Pupilas contraídas, ojos con expresión de haber visto el infierno – definitivamente esa es la mirada de un muerto – pensé. Pero alguna vez estuvo vivo y lo estuvo en mi memoria, la cual guiada por la nostalgia se esforzó en dilucidar la identidad del muerto. Pero…. ¡Manuel!, gritó Doña Clarisa…. Ella sabría más que nadie quien se encontraba montando el miserable corcel. Sólo Doña Clarisa podría haber sabido que aquel anciano en agonía que venía cabalgando con los pies desechos, las manos vencidas, la barba canosa y con tierra entre las arrugas, era él, era su viejo esposo.

    - ¡Manuel, mi amor! – gritó de nuevo para salir corriendo a su encuentro, como si la juventud le hubiera vuelto al cuerpo. Lidio la siguió igual de enérgico hasta que la bestia se detuvo frente a ellos y, cansado de tanto escapar, Don Manuel se dejó caer de su fiel compañero, desprendiendo una gran polvorera. Lo primero que salió de ella fue el sombrero que llevaba puesto Don Manuel, el cual seguramente salió volando cuando se desplomó y fue a rodar hasta llegar a mis pies.

    Luego pude ver a Lidio en el suelo, sosteniendo a su padre en sus brazos, en seguida, Doña Clarisa se arrodilló junto a ellos y se echó a llorar. “No llores, querida, he vuelto. He vuelto, mijo, que crecido que está. Perdóname, pero he vuelto” Pareció que intentaba seguir hablando, pero Lidio lo calló y dijo: Lo sé, taitita, lo sé. Has vuelto, como siempre lo supe, como siempre lo soñé. “Los amo” alcanzó a decir Don Manuel antes dar su último suspiro.

    - Lo siento mucho, Lidio, Doña Clarisa– dije acercándome y depositando el añejado sombrero sobre el pecho del difunto.


    III

    Irónicamente, muchos le pusieron a Lidio el mote de “profeta”, aunque por razones mucho más banales en comparación a lo que en verdad significó la tremenda obra del artista.

    Lo dijo, con el tono críptico de siempre, una mañana de junio de 1962. Recién parándonos del terremoto más fuerte del cual se tenga registro en la historia, bailando el Rock del Mundial e ilusionados, como siempre pero más que nunca, porque no tenemos nada pero queremos hacerlo todo. Eran los ojos del mundo, puestos sobre este pequeño país alejado de todo gracias a esa suerte de comunión mágica que forja el deporte. Era la Copa Mundial de la FIFA, y nuestra selección se enfrentaba a su par italiano en busca de la clasificación.

    - Va a ser una guerra – dijo – Pero una batalla de aquellas, ¡Ay, Dios mío! – Fue por eso que los ojos de todos quedaron estupefactos al ver como Mario David, defensa tano, le propinaba una patada criminal al delantero nacional, Leonel Sánchez, y como éste último, demostrando ser hijo de un ex campeón de boxeo, le devolvió un gancho que dolió en todo la vieja península itálica.

    Por supuesto, los ánimos venían caldeados desde mucho antes del partido, en parte debido a la insidia provocada por unos periodistas italianos, quienes se refirieron a Chile como “El país de todos los males posibles”. Pero en fin, el fútbol acarrea pasiones que en este país, el cual curiosamente nunca ha ganado nada, sobrepasan los límites de la razón al punto que de alguna forma llegan a ser verdad. Es así, como Lidio – más en broma que en serio – terminó siendo llamado “El Profeta de Vilcún”.


    Iba volviendo al sur con el fin de disfrutar mi retiro cuando el apodo tomó verdadera significación para mí. La figura de Lidio había estado rondando con mucha fuerza por mis recuerdos durante esos días, de modo que estaba pensando cuando hice este mismo viaje pero más joven, más revolucionario y en el sentido contrario a como lo hago ahora. Sonaba, por esos días, el paso de la locomotora pasando por sobre los rieles oxidados; Ahora lo hace el motor de un bus maltratado. Un joven, de no más de 18 años (es decir, la misma edad que yo en 1958), iba sentado a mi lado, escuchando su música ajeno al mundo que lo rodea; Hace ya más de medio siglo yo hice este mismo viaje, pero alejándome en lugar de aproximarme al sur, y a mi lado tenía a Lidio, disfrutando y sufriendo todas las buenaventuras y devenires de un mundo que se hacía cada vez más caótico.

    Entonces, vino a mi cabeza una de sus canciones.

    ¡Ay, tierra mía! ¿Por qué nos maltratas tanto?
    ¿Es acaso esto necesario?


    Camino por el bello sur
    Y piso escombros de mí mismo.
    Camino por el bello sur
    Y veo a la mar quebrar en nosotros.


    Sabes que siempre
    Con el alba nos levantamos,
    Entonces, ¿Es necesario
    Al crespúsculo volver a botarnos?
    ¡Ay, tierra mía! El sueño es cierto
    El infierno ha vuelto
    Tal como lo hizo aquel día
    En que la luz por vez primera veía.



    Me detuve en esa frase, En que la luz por vez primera veía, ¿Se refería acaso al fatídico día de su nacimiento? – Ha de tratar del terremoto del 60’ – pensé –

    Ese fin de semana, viajamos al sur para pasar el fin de semana del 21 de mayo en Vilcún. Era común que lo hiciéramos, a ambos nos relajaba la tranquilidad de pueblo lleno de nostalgia que allá se vivía, al menos para nosotros.


    …. Noté a Lidio algo retraído durante el viaje, completamente callado, con su guitarra en la mano, inmóvil….

    Pero nuestros planes cambiaron dramáticamente cuando en la mañana del día en que en Chile se celebran nuestras Glorias Navales, un fuerte terremoto sacudió la ciudad de Concepción, devastando gran parte de la ciudad y sus alrededores.

    Así que, varados en Temuco, decidimos recorrer sus calles para ver que tan afectada se había visto la ciudad.

    Temuco, en realidad, a causa de una especie de mágica resistencia sísmica, no pasó mayores zozobras en comparación a otras ciudades y pueblos, más allá de algunos daños estructurales en casas más antiguas. Pero aún la ciudad estaba activa. Nos topamos con unos estudiantes de La Chile (En su sede en Temuco, actual UFRO) militantes de la jota. Se estaban organizando para acudir en ayuda de los damnificados en Concepción. Lidio se les quedó mirando, luego miró al cielo y contó una broma. No recuerdo que dijo, pero sí recuerdo lo mucho que me molestó. – No seas huevón, Lidio – le recriminé. Luego seguimos caminando.


    ….Entonces empezó tocar una tríada de acordes y empezó a cantar no me acuerdo que cosa….

    Al día siguiente la tierra se volvió a mover, más fuerte y más despiadada que antes. Son confusas las imágenes que tengo del terremoto de Valdivia, el más fuerte registrado en la historia. Sólo veo confusión, caos, destrucción, el mundo cayéndose a mis pies. ¿Es posible que el fin del mundo haya llegado siendo aún tan joven?

    No fue una broma, yo quise que lo fuera para no tomarlo en serio, para no escuchar sus palabras. No fue una broma, no lo dijo con ese tono, fue ese tono profundo, melancólico y lóbrego con que siempre habla cuando algo le preocupa. “Y lo peor aún está por venir”- dijo, y yo no lo escuché.

    El bus estaba a punto de llegar a Vilcún, la imponente presencia de las dos cumbres del Volcán Llaima lo delataba. Lo vi también en 1960, desde mucho más lejos, cuando el tren estaba llegando a Temuco. Era un día despejado en el sur, por lo que el volcán, cubierto en su totalidad por un soberbio vestido blanco provisto por las primeras nieves caídas en la cordillera, se veía majestuoso sobre aquel cielo azulado. Estaba contemplando maravillado aquella postal de mis recuerdos de infancia cuando le puse atención a lo que cantaba Lidio, un 19 de mayo de 1960.

    ¡Ay, tierra mía! El sueño es cierto
    El infierno ha vuelto
    Tal como lo hizo aquel día
    En que la luz por vez primera veía.


    El bus ya ha llegado a su destino. Me bajo con los pelos de punta ante el descubrimiento, respiro un poco de aire cordillerano y me doy la vuelta. Me dirigía a tomar el siguiente bus hacia Temuco y luego hacia Santiago. Sentí en ese momento la necesidad de escribir este reportaje, un último reportaje.


    IV

    Apenas regresé a Santiago me comuniqué con mi viejo amigo Carlos Fernández, productor musical que durante años trabajó para EMI Odeón. Pero antes de eso, en los años 70’, cuando dirigía una pequeña discográfica, fue Carlos quien se dio el gusto de trabajar con Lidio en la grabación de su único disco.

    Le pregunto, luego de emotivo reencuentro, si aún guardaba las grabaciones de aquel disco frustrado que Lidio grabara a principios de la década de 1970. – El Profeta de Vilcún – me aclara Carlos con voz trémula. Al parecer se estremeció ante mi consulta – Así era como íbamos a llamarlo, aunque a él nunca le gustó el título

    Recuerdo a Lidio muy bien. Como olvidarlo, si en él vi al más talentoso artista que alguna vez haya pisado esta tierra. Es una verdadera lástima, te lo digo en serio, que haya muerto de forma tan trágica y que haya quedado, como muchas otras cosas en este país, en el más completo de los olvidos. -

    Noto a Carlos emocionarse al hablar de Lidio, y es que esa es la marca que él dejó en todos quienes lo conocimos. El pasó de los años por sobre el mundo ha golpeado a Carlos. Al igual que a mí y a Doña Clarisa, no termina de comprender los vertiginosos ritmos que mueven a la humanidad en el día de hoy. Aún conserva el bigote frondoso que ha llevado toda su vida, pero este se ha desteñido casi por completo.

    Camino junto a él a paso lento, al paso que evidencia que ya somos dos ancianos, hasta llegar a una habitación donde el tiempo parece haberse quedado detenido. Por las paredes se disponía grandes repisas repletas de antiguos vinilos, de los cuales muchos – según sospecho – no han sido escuchados jamás por nadie que no sea por los refinados oídos de Carlos.

    “Acá tengo una colección de los discos que más valoro. Hay de todo. Partiendo por los clásicos, Beatles, Pink, Led Zeppelin ¿Te acuerdas tú? La buena música de cuando nosotros éramos cabros. También guardo grabaciones que hice con grandes de la música chilena, de los años en que trabajaba en EMI; Los Inti, Quila, Sol y Lluvia, etc. Debe haber muchos temas, grandes temas, inéditos para casi todo el mundo. Verdadera joyas de la cultura nacional, las cuales, lamentablemente, no muchos están interesados en deleitar.”

    - Y aquí – me dijo indicando una repisa casi completa – Tengo mi bien más preciado, tristemente invaluable, ya que para nadie vale lo que vale para mí. Las doscientas cuarenta y dos piezas, que digo, ¡Las 242 obras maestras de Don Lidio Sandoval! Así es, viejo amigo, he aquí su obra completa. -


    Tras muchos años tratando de convencerlo, logré persuadir a Lidio – a fines del convulsionado año 1972 – que grabara un disco. Era octubre, lo recuerdo bien, los camioneros estaban en paro y El Mercurio anunciaba en primera la plana lo que ya se anunciaba como el crepúsculo de un Chile que aspiró a demasiadas cosas. Apenas perceptibles eran las luces, las últimas de la accidentada democracia chilena, antes de caer en una época oscura, la más oscura de nuestra historia. Oscuridad de la cual, según le parece a este viejo periodista que vio sus sueños caer, aún no termina de amanecer.

    Recuerdo caminar junto a Lidio, él con guitarra al hombro, por las calles santiaguinas atestadas de mujeres agobiadas por la escasez haciendo largas colas en frente a los almacenes acompañadas de largos grupos de niños hambrientos. Aún se podían ver a las afueras de las casas, ya medios despegados y desteñidos por el tiempo y la intemperie, lo panfletos de aquella mirada esperanzadora, con el puño izquierdo en alto y anunciado un mejor mañana. Allende con el pueblo, anunciaban.

    Por meses acompañé a Lidio hacer largos recorridos hasta las distintas discográficas del centro. Era siempre lo mismo, el entraba a hablar con el productor mientras yo me sentaba en la recepción a esperar como, una y otra vez, salía con la cabeza gacha desde la oficina. “No puedo trabajar con ellos”, me decía cada vez.

    “El quería grabar todas sus canciones, sin excepción. Para él, no había ninguna que valiera menos que la anterior, todas merecían ser escuchadas. En ese punto falló con todas las otras discográficas y con ese proyecto llegó a mí, a fines del verano de 1973. Me pareció interesante, algo insensato (eso sí) pero interesante al fin al cabo. Por lo demás, yo era joven y eran esos años en que pensábamos que podíamos hacerlo todo - con olor a empanadas y vino tinto, por supuesto - como ya lo hacían en los gringos e, incluso, los argentinos ¿Por qué no nosotros? Pensábamos. Así que le di un apretón de manos a tu cabro y ya, manos a la obra.

    “Fueron largas e interminables sesiones de grabación. Lo de Lidio era, en verdad, sobrehumano, era impresionante, jamás he vuelto a ver, ni he sabido de algo parecido dentro de las impermeables paredes de los estudios de grabación. Es decir, llegaba muy temprano por la mañana, sacaba su vieja guitarra de palo y se ponía a tocar de inmediato. ¿No quieres ensayar un poco?, le preguntaba, ¿Para qué? Siempre me respondía. Y es que tenía razón, o sea, ¿Para qué? Si el tipo ya se sabía de memoria todas sus canciones. Y ahí estaba, sentado en una incómoda silla de paja, deteniéndose únicamente para fumar un cigarro, la mayoría de las veces, o bien, para ir al baño o comer algo, pero estas últimas eran las menos. Finalmente se paraba cerca de las siete, cuando, encendiendo un último cigarrillo, se levantaba y se despedía con una afectuoso y sincero hasta mañana. Así transcurrieron nuestras vidas por lo menos durante 3 meses”.

    “Entonces, llegó el 28 de junio. Eran días difíciles, tú lo sabes mejor que nadie. El golpe era ya un secreto a voces que nadie se atrevía a gritar en voz alta porque, en el fondo, todos nosotros esperábamos poder encontrar una salida pacífica a todo lo que estaba ocurriendo. A veces pienso que nuestro mayor error fue ser demasiado ingenuos ¿sabes? Como que me quedó la sensación de que pudimos hacer algo más. Pero, bueno, ¿Qué se le va a hacer?

    Lidio andaba raro ese día, callado, muy callado. Grabamos una única canción ese día, una oscura, sombría. A ver, espérame, creo que es esta”

    Carlos tomó el viejo disco de vinilo, lo sopló para desempolvarlo y lo puso para reproducirlo en un bello tocadiscos de los años 50’ que tenía hasta el olor a viejo, un añejo aroma que trae a mí los recuerdos de cuando mi papá trajo a casa uno parecido, sus viejos disco de blues y jazz y los primeros LP de Rock and Roll.

    La grabación debería ser, en verdad, una reliquia histórica de la música chilena. Y sin embargo, aquí estaba, enterrada por el polvo de las circunstancias, las tristes y malditas circunstancias de nuestro país.

    Estaba completamente en bruto. El ruido blanco del fondo se mezclaba con cualquier murmullo en el ambiente captado por la grabación. ¿Le damos? Preguntó una voz áspera, era Lidio. Mi corazón se emocionó al volver a escuchar su voz, casi olvidada por el tiempo, pero que sin embargo la reconocí al instante. No podía esperar para volver a oírlo cantar. – Carlos, ¿Le damos? – Sí, dale – le respondió la voz bastante más joven, y no tan afectada por el cigarro, de Carlos.

    Silencio. Luego, los acordes desesperados de la vieja guitarra de Lidio seguida de su voz de guerrero herido.

    Botas negras marchan por las calles,
    Sobre bestias metálicas,
    Vienen a callar lo incallable.


    - ¿La conoces? – me pregunta Carlos –

    - Sí, la conozco – respondo – y creo que viene a confirmar mi teoría.

    Unos meses antes, debió haber sido por los últimos días del paro de octubre, Lidio estuvo tocando en una peña en el centro, y yo – como casi siempre – lo acompañé. A la mitad de su actuación, Lidio se tomó un receso para tomarse un trago y fumar un cigarrito. Pacientemente, como siempre, y con admirable dedicación, Lidio se estaba armando el cigarro cuando se nos acercó un periodista argentino – Leonardo, se llamaba – para entrevistarlo. Se hicieron muy amigos, de hecho creo que se siguieron viendo durante un tiempo, tanto que más que una entrevista lo que se presenció fue un intercambio de anécdotas entre dos amigos.

    Cuando se volvió a subir al escenario, dijo: “Esta canción se la dedicó a Leo, mi nuevo amigo argentino”. Y empezó a cantar, por vez primera en público, la misma canción que escucharía casi 40 años después en casa de Carlos.


    - ¿Qué día me dices que se grabó esta canción – pregunté –

    - Pues acá dice, lo tengo todo fechado…. A ver… Sí, como te decía, 28 de junio de 1973. La grabó en un par de minutos, como si nada. Luego encendió un cigarrillo y se me acercó. <<Sabes>> me dijo botando una bocanada de humo, <<Es mejor que dejemos esto hasta aquí>>. Y así, sin mediar mayores explicaciones, tomó su guitarra y se alejó lentamente del estudio de grabación, dejándome largas horas de arduo trabajo. ¿Por qué preguntas?

    - Como me había imaginado – pensé y luego se lo comenté a Carlos en voz alta – Esto confirma totalmente mi teoría. – Carlos me miraba atentamente, buscando una explicación a mis palabras - ¿No te acuerdas de lo que paso al día siguiente, el 29 de Junio de 1973? ¿No?

    El teléfono sonó temprano ese mañana. Fue un día viernes a esode las 7 y 30 de la mañana, mientras me preparaba para salir a trabajar. El rumor, a esas alturas, hacia ya pesado el aire, así que me preocupé de inmediato cuando el constante sonar del fono insistía con quebrantar el caótico silencio mañanero.

    - Ok, voy para allá en seguida – dije consternado. Después de todo, aún guardaba que este país supiera guardar la compostura.

    - ¿Qué pasa? – pregunta mi mujer, despertada tanto por el ruido provocado por el teléfono como por mi voz nerviosa –

    - Ya está, los milicos están en la calle –


    Botas furiosas marchan por las calles;
    Anunciando lo anunciado,
    Callando lo incallable.


    El clima de tensión por las calles de Santiago era irrespirable. Cientos de personas, que se levantaron esta mañana con el noble objetivo de salir a trabajar, se encontraban ahora escapando de las balas disparadas por las armas que juraron protegerlos, escondidos tras el hierro impenetrable de las viejas tanquetas del Ejército de Chile.

    Botas negras marchan por las calles
    Sobre bestias metálicas,
    Vienen a anunciar lo anunciado,
    Lo temido por los que soñaron
    Y hoy viven la peor parte de la pesadilla


    Los disparos retumbaban tras cada esquina de la capital. El ejército sublevado, al mando del Teniente Coronel Roberto Souper, no tuvo mayor conciencia de sus actos, disparando malsanamente por las calles de Santiago, sin importar las consecuencias que esto pudo haber traído a los civiles que las transitaban a esas horas de la mañana. Desesperados, estos – yo entre ellos – corrían en busca de algún refugio que acallara las balas.

    Pero todo era inútil, las tanquetas aparecían detrás de cada intersección, obligando a dar media vuelta y correr en dirección contraria. Aún conservo las fotos que logré tomar ese día, y todavía me causa el mismo efecto: Terror.


    Entre tanto llegué a la intersección Morandé con Agustinas, lo que vi allí me sigue impactando y emocionando hasta las lágrimas. Una masa de gente corría a tropel, escapando de una patrulla militar que se perfilaba en la bifurcación de ambas calles. Entre ellos, impertérrito, un hombre con una cámara dispuesto a mostrarle al mundo la crónica de la anunciada muerte chilena. Era Leonardo, el periodista argentino con quien Lidio había hecho buenas migas hace apenas unas noches.

    Conchetumadre, gritó alguien a lo lejos. Era un militar de bajo rango, sino me equivoco un cabo, que al ver como Leonardo captaba los abusos cometidos por las patrulla en contra de los transeúntes, sacó su revólver y le disparó, sin ningún tipo de reparo, al cuerpo desprotegido de Leonardo.

    - Ha grabado su propia muerte – me dijo su corresponsal llorando, sin poder creer lo que estaba sucediendo


    El mundo vino a escuchar nuestros gritos,
    Y cayó sobre nuestro suelo.
    Por pena el mundo vino a llorar sangre
    Y de rojo vino a teñir el pavimento.


    La imagen del pavimento enrojecido por la sangre de Leonardo, quien yacía en el suelo, me ha acompañado por largos años, muchas veces acompañada de una lágrima en honor a un hombre que murió haciendo su trabajo, que es un trabajo noble, uno que se hace por amor a la humanidad. Lloro de nostalgia, porque sé que esa bala significa el fin de una época en que soñábamos ver nuestros sueños hechos realidad. Lloro de rabia, porque sé que esa bala descriteriada atravesó no sólo el pecho de Leonardo, sino que también lo hizo con los corazones de su familia.

    Yo he llorado, yo lo vi; pero Lidio lo hizo antes. Durante estos últimos días me he preguntado en más de una ocasión si aquello era para él un don o una maldición. Saber lo que ocurrirá con tanta precisión, y sin embargo no poder hacer nada al respecto, debe ser terrible. Yo no aguantaría la frustración que aquello me provocaría, y al parecer, Lidio tampoco. Quizás fue precisamente esa frustración incontrolable lo que marcó los últimos pensamientos de Lidio Sandoval, esos en que meditaba cuando apareció en el escenario por última vez.

    Pero por ahora la canción sigue sonando….

    Botas negras marchan por las calles,
    Anunciando lo anunciado,
    El quiebre de varios sueños,
    La muerte de los que luchan,
    Las pestes en los campos.
    Botas negras marchan por las calles,
    Pero las voces furiosas de ellos,
    Quienes pronto morirán,
    Son más fuertes
    Que el yugo del libertador.

    Finalmente, cerca del mediodía, las tropas leales – al mando del General Prats – logran sofocar la revuelta y dar fin al artero subterfugio de Souper y sus secuaces, el cual dejó a cinco civiles muertos. El tanquetazo había terminado, pero la pesadilla recién comenzaba porque….

    Pero, hermano, no se relaje:
    Lo peor aún está por venir.



    V

    …. Meses más tarde, el 11 de Septiembre de 1973, el fascismo deslizó nuevamente sus oscuras garras sobre La Moneda, está vez definitivamente. En aquella segunda y determinante oportunidad, las tres ramas de las Fuerzas Armadas de Chile, además del Cuerpo de Carabineros, se habían unido para derrocar al presidente Allende. La adhesión fue total.

    En medio de las trincheras, ordenando a sus hombres, insistiendo en la rendición del presidente, quien se negaba enconadamente, se hallaba – en representación del Ejército de Chile – el General Augusto Pinochet Ugarte. Ésta era una imagen inconcebible para la mayoría de nosotros, ya que apenas unos meses antes vimos como el General abrazaba afectuosamente al General Prats una vez controlada la sublevación de Souper.

    - Rata – pronuncia sin asco Carlos cuando le muestro la foto con que inmortalicé ese momento, pensado que era la representación de nuestra constitucionalidad, cuando no fue más que la reafirmación de la cruel ironía que siempre ha abrazado a nuestro país.

    Estaba en el cementerio cuando las noticias del golpe llegaron a mis oídos. Tardé en reaccionar. No podía creerlo, no quería creerlo, así que mis ojos se quedaron viendo la frágil rosa que yacía sobre el ataúd. – Morirás pronto – pensé – Y uno tendrá que soportar todo esto – Una helada brisa cruzó el cementerio, llevándose consigo a la rosa, pétalo por pétalo, los cuales – de a uno – se fueron despedazando en el aire y cayeron sobre el suelo del país como el último vestigio de los colores que alguna vez vestimos, o soñamos vestir.

    - Tengo que ir a luchar – proclamó Rojas, quien me acompañaba, encendiendo un cigarrillo - ¿Vienes? – No respondí, mi mente aún seguía con los pétalos de rosa – Bueno, creo que esto es un adiós – dijo y entonces me abrazó. Me dijo algo al oído, pero estaba muy distraído para responder, así que lo asumí como que tenía que cuidar a su familia. – Adiós – volvió a repetir. Tiró el cigarrillo al suelo y salió corriendo hasta perderse en un callejón. Esa fue la última vez que lo vi, pero su buen nombre siempre quedará.


    - ¿No viste nunca más a Lidio después del tanquetazo? –

    - Sí, sí lo hice – respondió Carlos – Una vez más. Unos meses después, en septiembre, unos días antes del golpe. Se veía envejecido, algo desgastado. Además, lo noté nervioso, demasiado. Más bien desesperado, diría que estaba. Llegó, con su guitarra en la mano, y me dijo: Carlos, necesitograbar una canción más. Era bien buena, quizás su mejor, y ya sabes lo complicado que es encontrar una obras que sobresalga entre tantas que de por sí son maestras. No sé, pero esa siempre me gustó. Quizás por como la canta, así como un muerto, pero uno que siente.

    - ¿Y aún guardas esa grabación? –

    - Por supuesto que la guardo. Es decir, si te digo que estas grabaciones son mi tesoro más preciado, aquella última grabación es como mi santo grial o el arca de la alianza, o bien ambas juntas. Espérame un poco, ha de estar por…. ¡aquí! –

    Y puso el vinilo recién desempolvado en el viejo tocadiscos y como por arte de magia vi reproducidos ante mis ojos al pasado, a aquel que es bien pasado y también ese que para Lidio sería futuro, así como mi futuro mismo. Los acordes de guitarra oxidados, las notas de voz desgarradas.

    La más postrera de sus grabaciones; la primera canción que le oí cantar, y también la última. Soñamos con un paraíso. – Las Cenizas – susurré sorprendido.

    Lidio apareció sobre el escenario con un aspecto de desolación y de desesperanza. Vista agachada, apenas se percibían sus ojos oscuros ocultos bajo la más densa de las sombras. Llevaba ropas miserables, bien podrían decirse que eran puros harapos, salvo por el sombrero negro, maltratado por el tiempo mas aun bien cuidado, el mismo que le entregué yo en sus mismas manos quince años atrás, el mismo que vi caer de la calva cabeza de su padre el día de su muerte.

    Sentóse en una vieja silla de paja, de esas que sólo Van Gogh podría pintar, iluminada al centro del escenario. Antes ya había dejado sobre una pequeña mesita ubicada junto a él una cajetilla de cigarros casi vacía, una caja de fósforos, una copa vacía y una botella sin abrir de pisco nacional. Miraba sus rodillas con especial cuidado, o al menos eso parecía. En seguida levantó la vista, pero los improvisados artefactos de iluminación apenas surtían efecto sobre la mirada de Lidio. Nada podría hacer brillar las tinieblas de sus ojos, no esa noche. Sondeó a cada uno de los espectadores con detención como un padre mira a sus hijos dormir en sus recuerdos. Había nostalgia en su mirada.

    - ¡Ay! – Suspiró - ¡Mis pobres hermanos! – Y empezó a cantar, tal como lo hizo quince años atrás.


    Soñamos con un paraíso
    Sólo para construir un infierno
    Sobre sus escombros.
    Soñamos con un paraíso
    Pero nosotros somos el pueblo,
    Y hasta el soñar es de los ricos.
    Pero nosotros somos el pueblo,
    El de las botas embarradas,
    El de las poblaciones callampas,
    Los de las huelgas y las tomas,
    Esos somos nosotros, El Pueblo.
    Quien soñó con un paraíso
    Para terminar construyendo un infierno
    Sobre sus cenizas
    Cenizas, Las cenizas de todo lo que soñé.
    Las Cenizas, Cenizas, Cenizas


    Y mi cuerpo arderá
    Entre las cenizas de mil sueños,
    Y mi cuerpo arderá
    Entre tanta oscuridad
    Que nadie me recordará.


    LAS estrellas opacas que brillando están
    Sobre sus hombros traidores,
    Opacarán también la voz fulgurosa
    De los gritos populares.
    El barro de nuestra botas
    Será ahora sangre,
    El puño que ahora nos azota en el trabajo
    Nos azotará ahora desde el poder.
    Porque nosotros somos el pueblo
    Y nos hemos atrevido a soñar
    Y los sueños no son para nosotros
    Porque nosotros somos el pueblo
    Proveedor de madera y de fuego
    Para que ellos puedan bailar sobre nuestros sueños
    Para que ellos puedan bailar sobre nuestras cenizas
    Cenizas, Las cenizas de todo lo que soñé,
    Las Cenizas, Cenizas, Cenizas.


    Un hondo silencio acompañó al segundo después del último acorde. Las cuerdas de la guitarra aún vibraban imperceptiblemente bajo la mano muerta de Lidio, quien había vuelto a ocultar su mirada en la sombras. Nosotros, el público, lo observábamos perplejos. Jamás habíamos visto – y en lo personal no volví a ver – tal demostración de talento sobre un escenario. Palabras sobran y a la vez faltan para describir el momento mágico que vivimos las cerca de 40 personas que vimos la última actuación de Lidio Sandoval. Increíble, fantástico, maravilloso, cautivador y millones de adjetivos más que seguramente hubiesen salido de nuestras bocas si éstas no tuviera tan corto alcance para lo que vivimos. No, lo de Lidio esa noche fue aún más grande que cualquier adjetivo que el poeta pudiese buscar para describir a su musa.

    El silencio perduró un momento, y se mantuvo así hasta que alguien – quizás fui yo – atinó a aplaudir. Lidio apenas levantó la mirada para encender su cigarro. Luego se sirvió una copa de pisco, la cual se tomaría inmediatamente al seco. Recién ahí pareció percibirnos. Nos miró nuevamente, uno por uno, con ese extraño dejo de nostalgia que se había apoderado de sus ojos oscuros.

    - Ya no soporto esto –dijo, o más bien susurro, al tiempo que exhalaba una bocanada de humo. Luego tomó la botella de pisco y se levantó - ¡Ya no soporto esto!- repitió, ahora más elocuentemente.

    El silencio se apoderó de nosotros nuevamente, mirábamos con la extrañeza con que los descubridores – o descubiertos, según como se mire – miraron a la gente americana por primera vez. – Ya no soporto esto – continuaba susurrando – Ya no.

    Su cigarro aún humeaba en su mano cuando se acercó a la pequeña mesita y tomó un sorbo – un último sorbo – de pisco desde la botella. – Pobres mis hermanos – murmuraba suavemente. Miró la botella con detención y vació el líquido completamente sobre él. Nosotros sólo mirábamos, no sabíamos que más hacer. Él nos observó por última vez, se llevó el cigarro a la boca e inspiró por última vez su humo. Levantó la vista, ahí sus ojos se iluminaron por primavera vez en la noche. Mas pronto los cerró y exhaló, no el humo del cigarrillo, no, fue fuego lo que salió de su boca.

    Era la noche del 10 de septiembre. No lo sabíamos, ni yo, ni ningún asistente al espectáculo de esa noche; Ni los instrumentos cansados de tocar tan viejas tonadas ni los carteles que desde la pared gritaban “Allende, el pueblo te defiende”, nadie podía saber que aquella noche sería la víspera de una de nuestras mañanas – ya en los retazos del invierno – más oscuras. Sólo Lidio podía saberlo, y lo ocurrido aquella noche fue, en perspectiva, un presagio.

    Un grito de terror salió al unísono de todas nuestras bocas al ver el fuego que se prendía en sus dedos, que pronto se propagó hacía sus manos completas y que no dudaría en devorar los brazos completos. Sin embargo, Lidio permanecía impertérrito. No sentía dolor, más bien parecía satisfacción aquello que se apoderaba de él, eso que iluminó sus ojos por última vez. Era transfiguración

    “Tranquilos, hermanos, compañeros, esto es simplemente lo que debe hacerse” Nos dijo mientras el fuego se seguía apoderando de su cuerpo completo. “Esto no es cobardía, no me estoy escapando. No, es sólo que los tiempos que vienen no están hechos para hombres como yo, no, mi tiempo en la tierra ya se ha acabado. Son tiempos oscuros de lo que les hablo, compañeros míos. La tiranía de los pocos al fin logrará apoderarse del poder de los tantos, sumergiendo así al pueblo en la oscuridad, en el terrible sentir del dolor y en la imperceptible ignorancia de la falsa alegría. En la oscuridad no se distinguirán hermanos de enemigos, lo único que verán será el odio apoderándose de sus almas y la sangre manchando nuestros ríos. Propaguen entonces el mensaje de fraternidad que siempre ha deseado el pueblo, donde la justicia, la democracia y la solidaridad sean los valores supremos para nuestros hijos y nietos, para el Chile del mañana.

    En la oscuridad, el oro y la plata brillarán aún más. Compañeros, no se dejen encandilar, no pierdan en el recuerdo el sabor del beso ni el calor del abrazo; En la oscuridad cualquier imagen y cualquier sonido que dé la sensación de falsa esperanza parecerá la verdad divina. Hermanos míos, nunca dejen de valorar su arte. Escuchen a nuestros músicos, escuchen a nuestros poetas, he en ellos la más pura voluntad del pueblo, he en ellos quienes llevarán el estandarte de nuestra lucha. Jamás tiren a la hoguera, y créanme que en la oscuridad mucho se hará, las hojas sabias de un libro, las tiernas imágenes del poema, los millones de universos ocultos tras la prosa; En la oscuridad todo lo nuevo será imperceptible e inmediatamente callado, es por eso que, hermanos, nunca dejen de escuchar a la voz de los jóvenes, tengan fe en el apasionado y furioso fluir de su sangre, aquella dispuesta a destruir todo y construir nuevamente. Es su misión, pues, guiarlos para no cometer los mismos errores que hoy nos condenan.

    Compañeros, no crean en la lengua insípida del tirano, y menos deben dejarse engatusar por la lengua venenosa de quien se presente como libertador. Pues, no se olviden nunca de lo que les digo, mis hermanos, aun el más noble de los héroes, aquel mítico personaje que romperá nuestras cadenas, puede transformarse – y estoy casi seguro que lo hará – en un tirano. Es por eso que deberán seguir luchando, aún cuando el tirano caiga desde su trono hasta nuestros pies. Pues en ese momento la oscuridad se llenara de colores y las cadenas parecerán rotas. Pero serán falsos, hermanos, serán falsos como la libertad y la justicia que les entregarán. Los colores no serán los del sol, serán los de la hoguera proyectados sobre la pared. Las cadenas serán ocultadas por miles de promesas colgadas en la muralla, sonriéndoles para nunca llegar.

    En resumen, compañeros, jamás dejen de luchar, pero por sobretodo, jamás pierdan la esperanza. Llegará el día en que nuestros sueños aparezcan sobre nuestros ojos, pero todo depende de ustedes.

    Buenos, mis hermanos, adiós, está ha sido mi vida”

    Entonces extendió los brazos, alzó la vista y se entregó definitivamente al fuego. Luego la llama que lo envolvía se elevó y mostró ante nuestros ojos el último espectáculo del alma de Lidio.

    - Una vez me preguntaste – me había dicho días antes – Que era aquello que veía cada vez que tocaba. Yo no te contesté, ¿Te acuerdas? –

    - Sí, dijiste que no te creería, pero que igual me lo dirías algún día. –

    - Y ese día es este – replicó – Veo a mi alma loca, que se escapa a través de mi voz, bailar cueca al ritmo de mi guitarra. Eso cuando está contenta, pues cuando anda triste danza uno de esos boleros cebolla que pasan por la radio o algún tango agónico que yo no sé en donde pudo haber aprendido. –

    Y tenía razón, no le creí. No lo hice hasta que lo vi con mis propios ojos, ahí sobre su escenario final, el alma de Lidio Sandoval encarnándose en el fuego como dos personas, una pareja, dos amantes bailando apasionadamente el más triste de los tangos que jamás haya visto…. Aquel tango final que tocó su último acorde en un beso que se vio frustrado antes que los labios se rozaran. La pareja se separó en una gran explosión que llegó hasta los cimientos del viejo local en donde se desarrollaba la peña. Pronto el fuego empezó a consumirla, así que tuvimos que evacuarla rápidamente.

    En pocos segundos la casa fue devorada con el alma de Lidio dentro. Sólo quedarían las cenizas de la peña, de un país, de un sueño.

    OBRA FINALIZADA

     
    #1
    A homo-adictus le gusta esto.
  2. homo-adictus

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    Gran relato nos presentas, lleno de la sustancia de esa tierra tuya , su música y su gente, un placer leerte. Gracias. Bienvenido al portal. Un abrazo desde México.
     
    #2
  3. Maramin

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    Bienvenido, Gabriel, buen inicio en el Portal, compartiendo este interesante relato sobre la vida de Lidio Sandoval. Un final impresionante.

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    #3

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