Violencia de la sumisión

Llevábamos dando vueltas a la ciudad durante una o dos horas. Ella llevaba un vestido de algodón que exponía sus piernas y alentaba a mi imaginación. Aparcamos entre unas chabolas en el parque de Bens. Yo comencé por subirle el vestido y sobarle el culo, pero unos gitanos hijos de puta comenzaron a golpear el cristal de mi coche.

-¡Marcharos de aquí, vamos a llamar a la policía!.

Todavía llevaba puestos los pantalones, así que salí del coche para meterme en el asiento del piloto mirando de reojo a los cinco gitanos que continuaban gritando. Mientras salía del precioso barrio residencial, observé que había un coche de la policía nacional aparcado en la esquina.

-Oye Aida, nos sigue la policía- le dije mientras se colocaba el pelo con su característica serenidad como si de indefensión aprendida se tratara.

Aquel coche me siguió durante varios Kilómetros hasta que, finalmente, subiendo la ronda de Outeiro, tuve que frenar en rojo. Él aparcó su auto en el carril contiguo.

-¿De dónde venís?.

-Salimos del trabajo y fuimos a dar un paseo.

Me sonrió con una orgullosa mueca mientras el semáforo se ponía en verde.

- De esta os libráis, pero que no se repita.

Me sentí como cuando de crío mentía a la profesora por no traer los deberes realizados. Comencé a reír solo, pero Aida seguía con la misma mirada serena.

- Joder chica, ¿Qué te pasa? nos hemos librado de una buena multa.

-Tú siempre pensando en el dinero.

Ella tenía razón. Saltarse la cuarentena podía costarme el sueldo del mes. Ese polvo no valía tanto. O eso pensaba de aquellas.

Cuando dejé a Aida en el portal de su casa, metí mi lengua hasta su campanilla hasta que el ruído de los cláxones del atasco que estábamos causando comenzó a ser insoportable. Ese día no me tocaba trabajar. Volví a casa pensando el motivo por el cual no le planté cara a esos gitanos de mierda.