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Yo soy poeta.

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Old Soul, 2 de Diciembre de 2015. Respuestas: 0 | Visitas: 1221

  1. Old Soul

    Old Soul Poeta adicto al portal

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    Yo soy poeta, posiblemente, como tú que estás leyendo, o tú, poetisa. Pero tal vez radique en mí una extrañeza, o un simple interés, y es que yo, de una forma u otra, cobro todos mis poemas.
    Ahora, tal vez, se te habrán pasado mil imágenes, ninguna en concreto, de cómo cobro siempre mis poemas. Algo que parece complicado si no pensamos en algo figurativo, lo que viene a ser un beneficio puramente emocional. Pero no es así, yo uso la poesía, aunque algunos dicen que es al contrario, pero como no quiero meterme en metafísica, simplemente diré que están equivocados, yo la uso a ella.
    Desde que empecé a escribir, desde que era niño, he usado la poesía como una herramienta para lograr mis fines. Sí, sé que suena sórdido, y hasta se diría que despreciable, pero es algo que bien me ha funcionado siempre con los mínimos “daños colaterales”.
    Mis primeros poemas, allá por mis siete u ocho años, que eran, obviamente, de una simpleza absoluta, pues aún no escribía las letras, sino las dibujaba. Me sirvieron para ablandar a mi padre, apelando a su conciencia, que en mi poema era su sombra, y así llenar mis bolsillos con monedas que terminaban en mi estómago en forma de golosinas. Y a mi madre, para levantar algún justo castigo, le hacía en mi cuarto, que para mí era mi celda, algún poema de pájaros y árboles que la enterneciera, para terminar en el salón de la casa, viendo la televisión y comiendo palomitas.
    Cuando crecí, seguí usando la poesía. A las maestras les llevaba unas letras de amor mal escritas en forma de algo parecido a los versos, en vez de la tarea. Y no sólo no me regañaban por no hacer la tarea sino que, de inmediato, me tenían por su favorito. Pero no siempre me fue tan fácil hacerme con lo deseado mediante la poesía, también pasé mis apuros.
    Recuerdo una mañana, el segundo día de clase de mi segundo curso fuera del parvulario, con una maestra nueva. El día anterior había pedido no sé qué tarea, algo de usar pegamento y escribir no sé qué cosa. Yo, en esa época, odiaba las manualidades (por suerte ahora sólo me dan alergia) y, claro, bien plantado y dispuesto yo llevé un poema. La maestra fue llamando uno a uno, según lista, a presentarse ante su mesa con la tarea. Por mis apellidos, que ahora no vienen a cuento, yo fui uno de los últimos.
    Sentado en mi mesa, aguardando a mi turno, fui leyendo mentalmente mi pequeño poema, preparándome para mi sublime actuación, o eso pensaba. Pues, cuando me tocó ir ante la profesora, una joven rubia, de cuerpo torneado y grandes pechos, y empecé, sin más preámbulo, mi poema. Una visión trabó mi lengua y la dejó como esparto. Y es que la joven profesora, ignorante de la posible precocidad sexual de sus alumnos, y, tal vez, de su belleza, no sólo había venido con un tremendo escote a clase sino que, para terminar de encantar mi ser con la falsa virtud de la torpeza, no llevaba sujetador. Así que me encontré tratando de articular las palabras de mi poema mientras mis ojos, renegados, iban del papel a sus enormes tetas, y de vuelta. Mientras ella me miraba sin entender nada pues simplemente me había dicho dónde estaba mi tarea. Debo de reconocer que en ese momento no sé bien qué me falló, si la lengua, los ojos, mis hormonas, la poesía, la inocencia de aquella joven de enormes pechos, o todas estas cosas juntas.
    Cuando crecí, aún más, en los tres colegios por los que pasé me hice con el monopolio de poemas en el recreo. Era mi trabajo, quedarme sentado con mi pequeña libreta haciendo mal y sin parar poemas que mis clientes, tras pagarme lo que me convenía, llevaban a sus amores. Como dato curioso, la mayoría de mis clientes eran varones. Se conoce que a esa temprana edad no está estigmatizada la poesía. Clientes que llevaban a aquellas que les gustaban mis poemas. Cosa que, en los tres colegios, me dio serios problemas. Y es que ellos les llevaban a ellas mis poemas pero, cosa que, para fortuna de mi bolsillo, pues les pedían más, y no tanto así de mi cara, ellas sabían que era yo quién los había escrito. Por lo que me salieron un montón de enamoradas y un sin fin de morados, por las patadas y puñetazos de sus respectivos despechados. El día que me rompieron la mandíbula, entre un numeroso grupo de niños, en el último colegio, tumbado en una camilla, tras reflexionar un poco, decidí cerrar el negocio.
    Mucho tiempo después, para ser más exactos, unas tres décadas, mi madre me contó algo que ni recordaba ni recuerdo. Y es que, el último día en que estuve en ese colegio, el mismo en el que me rompieran la mandíbula, mientras iba en coche, tras que me informaran de que no regresaría más, como acto simbólico y bien claro, le hice al colegio, a través del cristal trasero del coche, un victorioso corte de mangas.
    Cuando llegué al instituto me encontré con un grave problema, y es que a esa edad ya está estigmatizada la poesía pues la mayoría la pensaba sólo hecha por maricones y locos. Así que, como mi tendencia sexual siempre ha sido claramente heterosexual, me convertí en un loco solitario. Solitario por dos razones, una práctica, porque me era más fácil representarme sólo a mí mismo que a un grupo, y la otra, aún más práctica, que yendo siempre a solas captaba la atención de todos y, ante todo, de todas. Pero, claro está, si se hacen las cosas se hacen bien, así que me convertí en un loco singular. El antaño llamado El Loco de los Poemas.
    Y es que, cuando veía un grupo de compañeras sin pretendientes a la vista, me dejaba ver escribiendo en mi libreta. (Está mal que yo lo diga pero en ese entonces ya mi poesía estaba mejor estructurada.) Así que, con un poema que según me conviniese mostraba una cosa u otra, por ejemplo ternura, solemnidad o picardía, ponía la trampa, dejándolo abandonado donde lo escribiese. Allá donde la curiosidad de mis compañeras lo pudiera leer. Y claro, haciendo esto, constantemente, me gané el favor de todas mis compañeras que me invitaban a desayunar, a fumar y a los billares. Hasta me pasaban los apuntes de las clases que nunca asistía. Ellas me veían como esa figura del lobo solitario, algo que me pareció provechoso, por lo que lo acrecenté continuando mi andar solitario.
    A las profesoras les continué escribiendo poemas durante todo mi permanencia en el instituto. Poemas bien correctos y halagadores que alababan más que nada su trabajo. Claro que se conoce que para confundirte el corazón no existen edades, así que se me enamoró una profesora en mi tercer año, no entendió que yo sólo quería una buena nota. Así que decidí faltar también a su asignatura.
    A mis profesores no les escribí nunca letra alguna, con una salvedad, una gran excepción, mi profesor de Historia Contemporánea, un hombre prácticamente ciego, y de curiosa mente. Con él tuve un divertido juego a cambio de mis letras. Pues yo le dejaba poemas que hablaban de mis pensamientos políticos y pareceres de la actualidad internacional. Y, a cambio, él me contestaba dando la clase, usando los hechos pasados para hacer referencias de la actualidad, constantemente y con gran acierto. Lo que me resultaba muy divertido.
    Cuando llegué a la universidad el estigma hacia la poesía bajó muchísimo. Casi sólo con decir que era poeta, sin dar muestra alguna de ello, era mirado con algo parecido a la admiración. Así que decidí abrir de nuevo el negocio de los poemas a granel. Aquellos que antes hiciera mal sentado en el recreo, y que en la universidad los hice cómodamente en una cafetería que me sirvió de centro base. La elegí porque estaba justo a medio camino de todas las facultades. Allí, la gente, sobretodo mujeres, al verme solo y escribiendo en una pequeña libreta les nacía la gentileza hacia un compañero solitario, y una natural curiosidad por mis letras, y me hablaban. De esta forma me hice con una amplia cartera de clientes en poco tiempo.
    No diré que fue muy diferente a lo que pasó en los colegios por los que pasé, pues en algo se pareció. Y es que ellas andaban enamoradas, cosa a la que, claro está, le sacaba múltiples partidos, y ellos, simplemente, me odiaban. Lo que nunca me causó muchos problemas, hasta el último año. Pues ese último año, en mitad de una fiesta en el campus, me vinieron a buscar a la cafetería que frecuentaba siete tipos del equipo de rugby, todos borrachos, preguntando en voz alta y sin llegar a pronunciarlo bien ninguna de las veces: ¡¿Dónde está ese “proeta”?! Así que, sabiendo que no me quedaba otro remedio, tomé mis cosas, las guardé lentamente, me levanté encarándolos, mirando a sus ojos fijamente, me quité las gafas, las guardé en uno de mis bolsillo e hice lo que era inevitable. Me dirigí al baño donde sabía que subiéndome a la taza llegaba a la ventana que allí había. Ventana que sabía que podría pasar sin problemas por ella, pues lo había comprobado anteriormente. Y así escapé de la paliza que me querían dar aquellos siete animales.
    “Si vis pacem, para bellum”, se dice en latín o, lo que es lo mismo: “Si deseas la paz, prepárate para la guerra.” El caso es que tenían cierta razón aquellos tipos, me había follado a sus novias, pero yo no estaba saliendo con ellos.
    Hoy en día aún uso la poesía en mi hacer cotidiano, en mi trabajo habitual. Pero esto no puedo contártelo, pues después debería de matarte y, habida cuenta de que no sacaría nada de esas letras, no me apetece. Sí, letras. ¿No sabías que hay poemas que matan? Seguramente pensarás en una muerte figurativa, metafórica, pero no, yo te hablo de esa muerte de la que sólo tenemos una en toda nuestra vida.
    Créeme, desde pequeño, como ya dije, uso la poesía.
     
    #1
    Última modificación: 25 de Diciembre de 2015

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