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Manuel

Tema en 'Prosa: Infantiles' comenzado por Luis Á. Ruiz Peradejordi, 18 de Septiembre de 2025 a las 6:11 PM. Respuestas: 1 | Visitas: 15

  1. Luis Á. Ruiz Peradejordi

    Luis Á. Ruiz Peradejordi Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Manuel había crecido con las historias y los cuentos con los que su madre llenaba las tardes de invierno en su casa. El calor del hogar, la voz tranquila de su madre, los recuerdos que afloraban de otras tierras, penetraban en él como penetra el agua en la tierra para hacer florecer las semillas que en ella se plantan.

    Pero Manuel siempre había tenido un modo de ser inquieto, curioso y el afán de aventura le llenaba por completo. De las historias, había una que le había dejado una fijación y un nombre, Villablanca. Su madre había vivido allí y los recuerdos de aquel tiempo la venían a la memoria, unos hermosos y buenos y otros desastrosos, que obligaron a sus padres a irse del lugar. Crecía así en el muchacho el afán de visitar aquella ciudad e iba madurando sus planes para hacerlo algún día.

    Y así ocurrió que al crecer y hacerse hombre, muchos sueños se olvidan, pero de Villablanca no pudo olvidarse. Sabía que su madre le había contado lo mal que la ciudad había terminado, pero la inquietud y la curiosidad que sentía pesaron más en él que la realidad que le describían.

    Un buen día, con el pesar de su madre, pero también con su bendición, Manuel se puso en camino. Villablanca no aparecía en los mapas y Ce, pues tal era el nombre de su madre, solamente pudo darle unas imprecisas indicaciones, pues hacía muchos años que se había ido del lugar. Esto no arredró a nuestro amigo que se puso en marcha con todo el ánimo del mundo. Cogió trenes, viajó en autobuses, incluso una parte del viaje la hizo en barco. Nadie supo darle cuenta de donde se hallaba la ciudad que buscaba. Parecía totalmente una ciudad perdida. Únicamente en un puerto de mar perdido, un viejo marinero, borrachín y charlatán le dijo que pasando las Montañas Nubladas y cruzando el Bosque Antiguo, se llegaba al Reino Ignoto, del que muy poca gente había oído hablar y muchos menos habían llegado a ver; según le habían contado en una de sus fronteras, al lado de un gran lago se hallaba la ciudad de Villablanca. Pero a él mismo todo aquello le resultaba difícil de creer. Manuel, sin embargo, reconoció en aquellos nombres rastros de las historias que su madre le contaba. Y con toda la decisión del mundo se puso en camino.

    Atravesar las montañas fue fatigoso y eso que Manuel era un avezado deportista a quien el montañismo siempre le había gustado. La dificultad estuvo en encontrar un paso entre las montañas y la suerte fue que no tuvo ningún encuentro desafortunado ni peligroso. Tuvo, además la fortuna de encontrar un camino bien delimitado que le permitió bordear el Bosque Antiguo y al cabo de unos cuantos días de marcha, salió a una carretera más ancha, también más abandonada, en la cual pudo encontrar la primera indicación. Un cartel oxidado y raído por las inclemencias del tiempo decía: Villablanca tres leguas. El contento animó el paso de Manuel, que en poco menos de una hora se presentó en la ciudad.

    Bueno, de ciudad tenía poco, era poco más que un poblacho fantasma al que, tras terminarse sus minas, la gente lo había ido abandonando y ahora presentaba un aspecto deplorable. Las altas chimeneas que se habían levantado orgullosas sobre el paisaje, se habían derrumbado con estrépito y ahora una montonera de ladrillos viejos y rotos anunciaba el lugar en que se habían alzado. De las casas nada quedaba pues la codicia de la gente había destruido las viviendas para llevarse todo lo que pudiese ser de utilidad. Faltaban las puertas, los marcos, las ventanas, las tejas… Las calles, sucias, se llenaron de maleza y malas hierbas. Donde habían crecido altos árboles, no había más que tocones mal cortados y muñones de ramas quemadas. El caso es que mirase a donde mirase, Manuel no veía más que ruina y desolación. Se lamentó por haber hecho tan largo viaje para encontrarse con esto.

    Una pequeña casita blanca era lo único que, al final del camino en lo que parecía haber sido la parte antigua del pueblo, se mantenía en pie y tenía aspecto de no irse a derrumbar de un momento a otro. Hacia ella encaminó sus pasos y una vez comprobado que nadie la habitaba, pero que con un poco de limpieza y cuidados se podría utilizar para vivir, se puso manos a la obra y la dejó lo suficientemente limpia y acogedora para poder quedarse. No sabía qué pensar, pues no se había planteado que la situación fuese tan mala. Preparó una cama juntando una buena cantidad de helechos de los que crecían a la orilla del camino y se acostó.

    A la mañana siguiente lo despertó el canto de un pájaro. Era raro no escuchar más que a un solo pájaro, pero desde que había entrado en Villablanca, no había visto una sola ave. El sol lucía espléndido y la mañana se cubría con un cielo azul. Lo primero que hizo fue cavar un huerto en la trasera de la casa, pues había venido cargado de semillas y quiso probar cómo sería esa tierra. Afortunadamente él había traído abundante comida y, de momento, hambre no iba a pasar. Encontró aperos para la huerta en un trastero de la casa, un azadón, una horca, un rastrillo… Cuanto terminó con la huerta, salió al camino y decidió limpiarlo un poco y se entretuvo quitando zarzas, malas hierbas, dejando el camino limpio y las cunetas de una buena parte también. Así se le pasó el día y, fatigado como estaba, se fue a dormir. Tuvo sueños revueltos, oía unas risas leves en derredor suyo y canciones, lindas canciones que hablaban de un mundo bello y limpio.

    Cuando llegó el nuevo día, le recibieron los cantos de unos cuantos pájaros. Cantaban alegres y confiados y su canto sonaba cristalino y hermoso. Al asomarse al huerto, quedó sorprendido, pues las semillas ya se habían convertido en plantas y allí asomaban los primeros tomates, los pimientos, los pepinos, las judías verdes… Sí que es una tierra fértil, pensó para sí mismo y se sorprendió silbando una canción. Cuando se asomó al camino encontró que todo el camino y las dos cunetas, estaban limpias, relucientes casi, sin un hierbajo que las afease. Esto, no dejó de parecerle muy raro a Manuel y se preguntó si habría otras gentes rondando el lugar. Pero por más que buscó no encontró a nadie y a sus voces preguntando si alguien estaba en Villablanca, respondió el silencio. Por la zona antigua del pueblo, descubrió lo que había sido un pequeño jardín, ahora abandonado, reseco, poco más era que un erial. Cavó la zona, preparó la tierra y sembró hierba. Caminó luego hasta el borde del lago. Una niebla densa lo cubría y un olor pesado, como putrefacto manaba de él. Próximo a la orilla, un tilo desmedrado levantaba sus ramas y, cercano a él, un retoño se empeñaba en crecer. Tomó Manuel el retoño del tilo, con un poco de tierra y lo llevó hasta el jardín que había cavado; lo plantó en el medio y lo regó para que arraigase con fuerza. Todo esto le llevó el día entero. Se acostó rendido y volvió a soñar con unas vocecitas delicadas, casi musicales, que reían y hablaban y a veces entre sus risas le parecía oír su nombre.

    Una algarabía de pájaros le dio los buenos días y la luz del sol, cálida y brillante iluminaba su habitación. El día le trajo más sorpresas, el jardín en el que había trabajado se hallaba cubierto de una hierba ondulante, verde como la esmeralda, las flores abundaban por todas partes y el tilo era ahora grande , con inmensas ramas que daban una sombra fresca y refugio a numerosas aves. Confundido, Manuel no sabía qué pensar. Le sorprendían todas estas cosas, pero a la vez se sentía contento. Ese día fue hasta el lago. Con la horca estuvo retirando la suciedad y la porquería que ocupaban la orilla. Con paciencia limpió la tierra que había alrededor de un grupo de saúcos y lo mismo hizo con una hilera de sauces que sobrevivían en la orilla. Ese día el trabajo fue importante, así que al anochecer cayó rendido en la cama. Soñó con hadas y con elfos, como los que le contaba su madre en los cuentos; le miraban, se sonreían y cantaban.

    Cuando despertó, tenía en los labios la melodía de la canción que había escuchado en sueños. Y los ruiseñores y las alondras parecían conocerla y en sus trinos se adivinaban las notas de la canción. Al acercarse más tarde hasta el lago, descubrió que la niebla había desaparecido, que las orillas estaban limpias y sanas, los saúcos estaban en todo su esplendor y los sauces bañaban sus ramas en el lago. El lago que tenía las aguas cristalinas, trasparentes, lago que tomaba una coloración azulada que daba nombre a las aguas, el Lago Topacio. Abrumado, sorprendido y asombrado, Manuel se sentó en la orilla. Y oyó las vocecitas de sus sueños y mirando a su alrededor encontró hadas y elfos que revoloteaban alrededor. Allí estaban entre otras Hila, Nela… y le hablaron de que su afán por rescatar Villablanca, las había conmovido y por eso habían decidido ayudarle.

    Desde aquel día todo ocurrió como por arte de magia. Su casita se convirtió en una pequeña vivienda coqueta y agradable, rodeada de rosas y de hortensias. Las huellas de las fábricas desaparecieron, las casas derruidas se convirtieron en arboledas, así había una avellaneda, un castañar, un robledal, una acebeda… El aire se hizo agradable, desaparecieron las pestilencias y aquel pequeño pueblo se convirtió en uno de los más bellos lugares.

    Unos días después de la trasformación, decidieron celebrar una fiesta, pues terminar con el desastre en que se había convertido Villablanca tenía que ser motivo de alegría. Os diré que hasta la fiesta se acercaron Titania y Oberón, pues también ellos querían saludar y festejar a Manuel. Quedaron muy sorprendidos cuando éste les dijo que ya los conocía y sabía de su historia por los cuentos que su madre le leía de pequeño. Se alegraron al conocer que el mundo no los había olvidado totalmente. Y concedieron a Manuel un don: que todo lo que emprendiese lo terminara bien.

    Al día siguiente, mientras Manuel paseaba y llegaba hasta la entrada del pueblo, un caminante se acercaba con signos de cansancio y hambre. Manuel corrió a socorrerle y cuál no sería su sorpresa cuando descubrió que el caminante era una hermosa joven. Después de atenderla como es debido, le preguntó su nombre: Me llamo Agustina.

    Pero esa es ya otra historia.
     
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    Una historia que refleja la eterna búsqueda de los seres humanos por redescubrir sus raíces y encontrar belleza en lo que ha sido olvidado y dejado de lado.
    Siempre habrá esperanza para la transformación y recomenzar el camino.
    Siempre es un honor visitar sus líneas reflexivas.

    Saludos
     
    #2

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