Letras

No se empieza amando las letras como se ama a una mujer diciendo “te amo”.
Se empieza con un descuido: un punto mal puesto, un acento que se cuela como si fuera un lunar en la espalda que no habías notado antes.
Las letras —como las mujeres— no se conquistan, se convidan, se invitan a una sobremesa donde el vino se enfría porque la conversación se calienta.

Una “a” se arquea como un cuerpo que se despereza al amanecer, mientras la “g” se enrosca en sí misma como si guardara un secreto que no piensa revelar todavía.
La “s” es puro vicio, serpentea, y la “m” tiene curvas que no caben en un renglón.
Te acercas letra a letra, como se recorre una piel: sin mapa, pero con brújula.

Y claro, están las pausas.
Las comas son pequeñas respiraciones, esos silencios necesarios donde una mujer te mira sin decir nada y te desarma más que un párrafo entero.
El punto y coma… ese es el amante inseguro: no sabe si quedarse o irse, pero igual se queda, porque sabe que su indecisión también seduce.

Las letras, como las mujeres, se rebelan si las quieres domesticar.
Si intentas encerrarlas en frases perfectas, se te escapan por los bordes, dejando un rastro de puntos suspensivos…
y los puntos suspensivos son la forma más honesta de decir “quiero seguir, pero también quiero que lo imagines”.

A veces la página es fría, como un día en que ella no quiere hablarte.
A veces la tinta se corre, como sus lágrimas cuando lee algo que no se atreve a confesarte.
Pero siempre vuelves, porque sabes que entre tus dedos y esas letras hay un pacto que no entiende de lógicas: la misma razón por la que ella se queda después de la última pelea, y tú no tiras ese borrador arrugado que tanto te dolió escribir.

Amar las letras es aceptar que ninguna palabra será exacta,
y amar a una mujer es aceptar que ninguna mujer será toda la que imaginas…
pero que esa imperfección, esa grieta, es el lugar exacto por donde se filtra la luz,
y donde uno, irremediablemente, vuelve a leer.