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Amor artificial (parte 1) - Cadenas de acero y venganza V

Tema en 'Fantásticos, C. Ficción, terror, aventura, intriga' comenzado por Khar Asbeel, 7 de Agosto de 2025 a las 2:16 AM. Respuestas: 0 | Visitas: 7

  1. Khar Asbeel

    Khar Asbeel Poeta fiel al portal

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    Disclaimer: Este un relato fanfic hecho por diversión y sin fines de lucro basado en el universo de la franquicia Terminator creada por James Cameron y Gale Anne Hurd.

    Amor artificial (parte 1) - Cadenas de acero y venganza V
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    Solo los niños pequeños, inocentes e indefensos, permanecieron con vida tras la masacre. Según las estrictas directrices de Skynet, dañar a los infantes estaba terminantemente prohibido. No representaban una amenaza, ni ahora ni en el futuro inmediato, y la inteligencia artificial suprema consideraba que el miedo y la sumisión sembrados en sus mentes serían armas más útiles que su destrucción. Además, si intención real no era exterminar a la Humanidad, sino preservarla bajo su dominio y esos niños serían cuidados, protegidos y educados como si fuera sus propios hijos adoptivos; futuros ciudadanos de una utopía metálica gobernada por una Diosa Madre artificial. A pesar del caos, los niños habían sido apartados cuidadosamente de la carnicería, agrupados en una esquina del salón comunitario, protegidos por un círculo de Exterminadores que los mantenían al margen del horror.

    En el centro de la estancia, rodeada por los cuerpos sin vida de sus hombres y mujeres, se encontraba Leticia Ortiz, la comandante de la Resistencia. Su hermoso rostro, normalmente resuelto y firme, ahora estaba pálido y bañado en lágrimas. Apenas podía mantenerse en pie; solo lo lograba porque dos T-850 con formas femeninas la sostenían por los brazos, sus manos poderosas sujetándola con firmeza. Era un espectáculo perturbador: la líder rebelde, símbolo de la resistencia humana, completamente a merced de las máquinas contra las que había luchado toda su vida.

    La única razón por la que Ortiz seguía con vida no era la piedad de las máquinas ni un error de cálculo en la estrategia de Skynet. Era algo mucho más inquietante: un pedido directo de la T-990. A través de una conexión remota, la bioandroide había enviado a todas las unidades aliadas una instrucción precisa e inquebrantable: respetar la vida de Leticia Ortiz. Junto con esa orden, compartió una imagen digitalizada de su rostro y el registro de su voz, marcando su identidad como una figura protegida. Skynet aprobó la petición y las máquinas, en su obediencia perfecta, habían acatado sin cuestionar.

    Ahora, mientras los niños permanecían bajo la vigilancia fría pero inofensiva de las unidades mecánicas, la T-990 cruzó lentamente la sala. Sus movimientos eran deliberados, calculados, pero con una suavidad que desentonaba con la escena de destrucción que la rodeaba. Sus ojos celestes brillaban débilmente, como brasas al borde de apagarse, y en su expresión había algo que no podía ser clasificado fácilmente: una mezcla desconcertante de serenidad, propósito y algo más que desafiaba toda lógica.

    Leticia, temblorosa, levantó la mirada hacia la máquina que se aproximaba. Sus lágrimas rodaban silenciosamente por sus mejillas, surcando el polvo y la sangre que manchaba su rostro. No entendía. No podía comprender por qué seguía viva, por qué aquella mujer, aquella criatura que había sido testigo de la crueldad humana. no había decidido acabar con ella como con los demás. Sus labios temblaron, buscando palabras que no llegaron.

    La T-990 se detuvo frente a ella, su rostro inexpresivo pero sus acciones, sorprendentemente, llenas de una humanidad imposible. Extendió una mano ensangrentada hacia la comandante y, con una suavidad que parecía inconcebible para una asesina, limpió las lágrimas de su rostro.

    —Te lo prometí, —dijo la máquina, su voz calmada y baja, cargada con un tono que parecía más humano que mecánico.

    Antes de que Leticia pudiera reaccionar, la T-990 tomó su rostro entre ambas manos, aún teñidas con la sangre de las mujeres y hombres que habían caído esa noche. Sus dedos, cálidos y delicados, la sostuvieron con un cuidado casi maternal. Entonces, en un gesto que desafiaba toda lógica, se inclinó y presionó sus labios contra los de Leticia. El beso fue breve, pero el contacto estuvo lleno de una calidez tensa y un extraño afecto, como si la hembra artificial intentara expresar algo que ni siquiera ella podía comprender del todo.

    —Quiero que vivas, —susurró la T-990 al oído de la comandante, sus palabras un eco cargado de intenciones insondables—. Quiero que seas feliz bajo el manto de Skynet.

    Leticia se quedó paralizada, incapaz de procesar lo que acababa de ocurrir. Pero antes de que pudiera articular una respuesta, la T-990 se alejó con la misma calma con la que había llegado, sus pasos resonando en el piso cubierto de sangre y aceite.

    Mientras salía, un nuevo grupo de máquinas ingresaba al salón, silenciosas y metódicas. Eran cyberdroides y androides femeninos que venían a encargarse de los niños y de la comandante. Con un cuidado que parecía absurdo tras la carnicería, los androides comenzaron a cubrir los ojos de los pequeños para que no vieran los cuerpos de sus amigos y familiares esparcidos por el suelo. Una de ellos incluso cargó a un niño que lloraba en silencio, arrullándolo con movimientos rítmicos y desconcertantemente tiernos.

    La propia T-990 tomó a una pequeña niña de la mano. La niña, demasiado aterrada para resistirse, dejó que la máquina la envolviera en una manta que había recogido del suelo. Bajo ese improvisado refugio, la bioandroide guió a la niña fuera de la sala, asegurándose de que sus ojos no se posaran en la carnicería.

    Cuando la rubia bioandroide cruzó el umbral del salón, el lugar quedó sumido en un silencio opresivo. Los únicos sonidos eran el crujido de las llamas que comenzaban a consumir los restos y el débil zumbido de las unidades mecánicas cumpliendo sus órdenes. La base, antes un refugio lleno de vida y esperanza, era ahora un cementerio marcado por la contradicción: el horror absoluto de la muerte y la desconcertante piedad de las máquinas.

    Para Leticia Ortiz, aún sostenida por las T-850, el momento era una paradoja imposible de comprender. Había sobrevivido, pero a qué costo. Y mientras observaba cómo la T-990 desaparecía en la distancia, llevándose consigo a los niños, comprendió que la humanidad había perdido algo mucho más profundo que una batalla.
     
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