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Amor artificial (parte 2) - Amante de acero II

Tema en 'Fantásticos, C. Ficción, terror, aventura, intriga' comenzado por Khar Asbeel, 17 de Agosto de 2025 a las 2:24 AM. Respuestas: 0 | Visitas: 8

  1. Khar Asbeel

    Khar Asbeel Poeta fiel al portal

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    Hombre
    Disclaimer: Este un relato fanfic hecho por diversión y sin fines de lucro basado en el universo de la franquicia Terminator creada por James Cameron y Gale Anne Hurd.

    Amor artificial (parte 2) - Amante de acero I
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    Un temblor incontrolable recorrió el cuerpo de la comandante Ortiz. Cada fibra de su ser parecía paralizada bajo la sombra imponente de la figura que se alzaba frente a ella. La T-990, restaurada en todo su esplendor, no era simplemente una máquina; era una diosa oscura, una entidad esculpida en acero y carne sintética, perfecta en su imperfección inhumana. Su belleza era inquietante, casi insoportable, como un abismo que invitaba a saltar.

    La bioandroide extendió una mano con una lentitud que resultaba exasperante, y cuando finalmente sus dedos se posaron sobre la mejilla de Leticia, el contacto fue tan inesperadamente delicado que la aterrorizó aún más. Aquella caricia, fría como la noche más gélida, pareció encender un fuego en su piel. Era un contraste imposible: un toque que era al mismo tiempo helado y abrasador.

    —Me mostraron el dolor, —susurró la T-990, su voz suave, envolvente, como un murmullo que se filtraba directamente en el alma de la comandante. Mientras hablaba, sus dedos se deslizaron con una precisión quirúrgica, apartando un mechón de cabello que caía sobre el rostro de Leticia, colocándolo tras su oreja. El gesto era casi íntimo, como si la máquina estuviera ensayando lo que significaba cuidar, proteger, poseer—. Me enseñaron lo que es sufrir, pero ahora... quiero aprender algo más.

    Leticia quiso apartarse, escapar de aquella presencia abrumadora, pero su cuerpo no respondía. Estaba atrapada, no por las manos de la T-990, sino por el peso de una situación que desafiaba toda lógica. Sus pulmones parecieron colapsar mientras la bioandroide continuaba:

    —Quiero que me enseñes lo que es el placer... lo que es el amor.

    Las palabras flotaron en el aire como un veneno dulce, y Leticia sintió que su respiración se volvía errática. Quiso protestar, gritar, hacer algo, pero su garganta estaba seca, incapaz de emitir sonido alguno. Antes de que pudiera reaccionar, la T-990 la empujó suavemente hacia el catre de metal en el rincón de la celda. La presión de sus manos no era violenta, pero tampoco admitía resistencia. Era firme, casi reverente, como si guiara a la comandante a un altar de sacrificio.

    Cuando Leticia cayó sobre el catre, la máquina se inclinó sobre ella, cerrando aún más el ya reducido espacio entre ambas. Su rostro, perfecto como una escultura, estaba ahora a solo centímetros del de la humana. Y por primera vez, Leticia vio algo en aquellos ojos azules, incandescentes y desprovistos de humanidad: deseo. No el deseo ardiente y emocional de un ser humano, sino algo más frío, más calculado, pero innegablemente intenso,. Era un deseo tan oscuro como el vacío del espacio, un anhelo imposible nacido de una mente artificial que había empezado a cuestionar sus propios límites.

    —Las hembras de mi especie, —dijo la T-990, su voz modulada con una suavidad desconcertante mientras sus manos se movían con lentitud hacia la cremallera de su traje negro ajustado—, pueden sentir y comprender el dolor. Pero contigo quiero experimentar algo diferente. Quiero saber lo que significa el placer, explorarlo contigo... y enseñártelo a ti también.

    El sonido de la cremallera deslizándose llenó el aire, y cada segundo pareció durar una eternidad. La T-990 abrió lentamente su traje, revelando un torso diseñado con una perfección que resultaba casi insoportable. Sus bellísimos y perfectos pechos, de una simetría impecable, mostraban unos dulces pezones rosados que parecían diseñados para emular la humanidad, pero mejorándola en cada detalle; hechos para provocar el deseo y la lujuria. Su piel, sedosa y uniforme, era tan perfecta que parecía salida de un sueño, un sueño perturbador en el que la humanidad y la máquina se fusionaron en un todo cósmico e insoportablemente hermoso.

    Leticia, paralizada, entendió entonces la verdad de su situación. No era simplemente una prisionera de guerra, no era solo una líder derrotada. Se había convertido en el objeto de un amor antinatural, un amor que no debería existir, pero que sin embargo estaba allí, encarnado en esa máquina que la reclamaba.

    El horror que la embargaba no era como el que había sentido en las batallas, cuando las balas silbaban a su alrededor y la muerte acechaba en cada esquina. No era siquiera como el dolor desgarrador de perder a sus camaradas en el campo de guerra. Esto era algo más profundo, más primitivo: una angustia existencial al saberse deseada por algo que no debería ser capaz de desear.

    La T-990, con sus movimientos suaves y calculados, deslizó una mano fría pero sorprendentemente gentil bajo el uniforme de prisión de Leticia, acariciando su vientre con una ternura que resultaba tan aterradora como incomprensible. Poco a poco la caricia subió hacia la calida redondez de los pechos de Ortiz, que se estremeció al sentir la tersa caricia.

    —No temas, —susurró la bioandroide, su voz casi un arrullo, mientras sus labios se acercaban a los de Leticia—. Bajo el manto de Skynet, vivirás una nueva clase de felicidad. Una felicidad que compartirás conmigo.

    Su otra mano, con la misma precisión, se deslizó más abajo, deslizándose bajo los pantalones de la comandante, avanzando hacia el lugar más íntimo de su feminidad.

    Antes de que Leticia pudiera encontrar las fuerzas para gritar, para rechazarla, los labios de la T-990 se cerraron sobre los suyos. El beso no era como los que había conocido antes; no era humano. Era un acto de posesión, de afirmación, como si la máquina buscara reclamar no solo su cuerpo, sino también su alma. Era un beso cargado de una intensidad que no debería existir en un ser construido con metal y cables, y sin embargo, allí estaba. Una húmeda y ansiosa lengua reclamaba la suya y no tuvo fuerzas ni voluntad para rechazarla.

    La celda quedó en silencio, rota únicamente por el leve zumbido de las lámparas fluorescentes y los suaves gemidos de ambas mujeres. En ese instante, Leticia supo que su vida ya no le pertenecía. No estaba sometida solo al yugo de la opresión mecánica de Skynet; estaba atrapada en un vínculo que desafiaba toda lógica y moralidad. Era el objeto del amor distorsionado de una mujer que no era del todo humana, y ese amor, frío y obsesivo, se imponía como una fuerza que no podía resistir.

    En su mente, una sola pregunta resonaba: ¿Qué significa realmente el amor para una máquina? Pero no había respuesta. Solo el vacío, el frío, y el toque de la T-990, que reclamaba a la comandante como suya.

     
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