Cenizas del verano

Ardieron los montes,
las encinas viejas gritaron su dolor,
y el viento, cómplice o verdugo,
esparció brasas como lágrimas rojas.

Los pájaros huyeron sin rumbo,
el ciervo quedó preso entre las llamas,
y la tierra, herida y desnuda,
pidió clemencia al cielo.

No fue solo el sol,
ni el azar de los rayos,
fue la chispa descuidada,
la colilla arrojada,
la hoguera que nunca debió encenderse.

La mano del hombre
—que debería cuidar lo que ama—
firmó en humo su desidia,
pintó de negro la piel del verano,
y dejó cicatrices que tardarán
décadas en borrarse.

El verano, que antes olía a espigas,
se volvió humo,
se volvió grito,
se volvió silencio negro.

Pero en las cenizas,
cuando el fuego cansado se derrumba,
ya late una esperanza diminuta:
un brote verde, tercamente vivo,
que recuerda a los hombres
que la vida siempre insiste.

Renacerá el bosque, sí,
pero nos mirará con recelo,
y tal vez nos pregunte al viento:
¿seréis guardianes al fin,
o seréis verdugos otra vez?