Cuando el mundo se acabe

Cuando el mundo se acabe, no habrá relojes para medir el instante.
El aire será una última bocanada de siglos, un suspiro desgarrado donde hasta el silencio tendrá miedo.
Las ciudades, como cartas de un mazo olvidado, se derrumbarán sobre su propia memoria,
y las calles —esas venas abiertas por donde corrían pasos— quedarán vacías de nombres,
vacías de nosotros.

¿Dónde estaremos?
Tal vez flotando en la penumbra intacta de un recuerdo que no quiso morir,
o aferrados a la última palabra que nos dijimos,
esa que aún sangra en la lengua aunque ya no exista boca.
Quizá nos hallemos entre el humo y las sombras,
mirando la tierra desde una distancia tan alta que ni Dios sabrá si somos suyos.

El mar, cansado de lamer costas que no supieron escucharlo,
se cerrará como un párpado inmenso,
y los peces, confundidos por la eternidad recién estrenada,
flotarán sin saber que ya nada es agua,
que ya nada es vida.

Pero yo, si puedo elegir el lugar del fin,
prefiero estar en el pliegue exacto de tu piel donde el tiempo se detuvo,
allí donde incluso la muerte duda si entrar.
Porque si el mundo ha de acabarse,
quiero que nos encuentre juntos,
con el pecho abierto como una ventana
y la certeza absurda de que, aun sin mundo,
todavía queda amor para incendiar la nada.