El Bar.

El sabor que me dejaba en la lengua aquel tabaco, de aquella estúpida marca lujosa, me amargaba hasta el espinazo. En cierto sentido, nunca he odiado esperar, menos con uno de estos entre los dedos, pero esta noche se ha convertido en un calvario. Gente indeseable a mi alrededor, adolescentes comprando alcohol, mujeres bulliciosas, hombres estúpidos, automóviles mal reparados y espera silenciosa. Lo único que me distraía de ese acontecer tan decadente era sin duda el humo de mi propio cigarrillo, que se tambaleaba frente a mis ojos en una danza hipnótica, como si quisiera dejarme en trance bailando al compás de la música saturada en volumen, pero agradable a mis oídos.
Las escaleras, que bajaban cómodamente al basement del club (porque así lo llamaban, pero para mi no era mas que un bar con buena música), me llevaron hacia unas luces dispuestas para ambientar que estaban en posiciones que no correspondían, las paredes llenas de grietas y malas terminaciones. Pero, a pesar de los detalles, el concepto era bueno con eso de sus taburetes acolchados y mesas de madera con sus respectivas bancas, muy rústico (como dirían algunos snobs), muy relajado, muy íntimo. En fin, el lugar perfecto para ahogarme en silencio.
Ordené un par de tragos, la banda ya se había demorado un tanto y solo me quedaba esperar. Rayos, me convertí en un amargado.