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El Jaguar devorador de carne

Tema en 'Prosa: Ocultos, Góticos o misteriosos' comenzado por Charly0092, 17 de Octubre de 2025 a las 8:43 PM. Respuestas: 0 | Visitas: 13

  1. Charly0092

    Charly0092 Poeta recién llegado

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    Hombre
    In Ocelotl Ce Tecuani


    La muy noble ciudad de Puebla de Ángeles, 30 de marzo de 1610, en el duodécimo año de su majestad, Felipe III el piadoso.​



    A los ojos del empíreo ahitado en luceros, se tiñe un firmamento de azul oscuro. Tenues tintes de luz violácea se abren paso a través de un cristal erosionado por el tiempo. Allí, su fría y delgada silueta permanece postrada en la misma posición que la noche anterior: boca abajo, con la mano izquierda doblada sobre su espalda. Aún viste su vestido dominical, aquel que su madre le heredó y cuida con devoción. Los reflejos de luz acentúan las curvas del gastado encaje y el tontillo, doblado y deforme se alza próximo a sus pies descalzos. Sus brazos delgados y pálidos yacen cubiertos de tierra negra, como ceda en medio del estiércol fresco.


    A escasos diez pasos dormía yo, su celador. Con el sueño todavía tirando de mi cuerpo, me incorporé.

    Ningún pensamiento cruzó mi mente: autómata de movimientos rutinarios, entreabrí los ojos y alcancé mi ropa al lado del catre, un par de pantalones gastados y una camisa vieja.


    Mientras mis pies desnudos tocaban la madera lisa, una fuerte punzada en la mano izquierda terminó de despertarme.Al prestarle atención, me percaté de los mapas de sangre seca que se dibujaban en mis nudillos deformados. No era mi sangre.


    A tientas busqué encender una vela. Cuando el cuarto se llenó de luz vacilante, me concentré en encontrar agua para lavar mis manos.

    Mientras bajaba las escaleras, la madera detrás de mí rechinó. Me detuve, giré la cabeza apenas para escuchar mejor.


    Dos golpes secos.

    Luego, un gemido suave, pero sordo.


    Un sutil dejo de beatitud se marcó en mi rostro, como por obra del fuego. Sonreí.

    Seguía viva. Menuda sorpresa. Creí que esta vez no despertaría.


    Ya fuera de la casa, cerca del huerto, escuché un rugido fuerte, como de ocelote maltrecho. Se me erizaron los pelos de la nuca; los animales se inquietaron y los perros comenzaron a ladrar. Pistola en mano, fui a buscarlo. No era la primera vez que una fiera entraba en la hacienda.
    La primera luz de la mañana limitaba mi vista: sólo veía siluetas negras. Entre la hierba alta, junto a la casa, distinguí dos ojos brillantes —dos monedas doradas nuevas— que me observaban fijamente. Se me heló la sangre y quedé paralizado; sólo escuchaba mi corazón queriendo salir.

    A paso lento pero firme, la bestia emergió de la hierba seca. Sin apartar de mí aquella mirada, estiró la pata y me hizo señas para que me acercara. Creí que me volvía loco; repitió el gesto un par de veces. Incrédulo y desconfiado, avancé con piernas temblorosas. A un tiro de piedra pude ver en su lomo cuatro saetas clavadas, como novillo recién rejoneado. Entonces entendí: quería que lo ayudara a sacarlas.

    Me acerqué decidido a darle el tiro de gracia. Los indios dicen que no se debe disparar más de cuatro veces —estúpidas bestias—; yo terminaría el trabajo. Jalé del gatillo. La pistola escupió muerte. Hincado, extraje una a una las saetas ensangrentadas; la piel estaba arruinada y la carne, amarga y dura. Aun así, los perros la devorarían; pensé en buscar el cuchillo pelador recién afilado.

    Al voltear, en la pared de la casa leí, escrito con sangre:


    “ In ocelotl ce tecuani, tlacua nacatl.”


    De nuevo se me heló la sangre. Los ojos se me hicieron de papel y caí al suelo, junto al ocelote muerto. Su sangre borbotaba de la piel; sus ojos de moneda seguían fijos, observándome. Los ladridos se fueron haciendo lejanos y las fuerzas me abandonaron de un tirón. Todo se volvió negro.


    Postrado junto al fogón, al arrullo de los crocantes leños de mezquite -ese fuego cuya canción juraría haber escuchado mil veces-, abrí los ojos sabiendo, sin saber cómo, que ya los había abierto antes; como quien despierta dentro del mismo sueño.


    Un par de ojos color mar del Caribe me miraban atentos mientras lavaban mis heridas con delicadeza. En sus ojos azules había un brillo imposible; por un segundo creí ver en ellos el reflejo del animal herido.


    Compasiva e indulgente al verme despertar, bajó la mirada; sus cabellos dorados rozaban la piel lacerada de mis brazos. Mientras enjuagaba y exprimía un viejo trapo en agua salada, de sus manos se desprendía una memoria colectiva, compuesta de las tantas veces que, de la misma manera, enjuagó las heridas de su madre.


    —Mire nada más cómo se ha dejado —replicó enérgicamente, sin reparo—. Toda su camisa ha quedado rota, inservible. Ahora tendré que remendarla. Quizás podría acompañarme a comprar aguja e hilo más tarde.


    Permanecí en silencio, con la vista fija en el delicado vaivén de su cuerpo. Por un segundo deseé quedarme allí, entre sus pálidas manos de nube a punto de llorar, y que mis ojos se tornaran grises al calor de su aliento; como el pintor que muere a los pies de su obra maestra. Mas estaba cierto: una muerte tranquila no figuraba en mi destino.


    Entonces irrumpió una voz humilde, entintada de desdén y de temor:


    —¿Ha despertado?


    Clavó su mirada en mí, una mirada que sólo se logra con el desgaste de los años. Quizás fantaseó con no verme despertar otra vez, con ver mi carne podrida convertirse en alimento de gusanos y perros sarnosos.

    Todo se volvio negro.


    Cuando la luz me tocó de nuevo, el sol quemaba mi rostro. Abrí los ojos. Allí, su fría y delgada silueta permanece postrada en la misma posición que la noche anterior: boca abajo, con la mano izquierda doblada sobre su espalda…


    Una voz tenue y rasposa repetía: “ In ocelotl ce tecuani, tlacua nacatl, In ocelotl ce tecuani, tlacua nacatl.”

    La lengua de los indios. ¿Qué significa?


    Escuché un rugido fuerte, como de ocelote maltrecho. Se me erizaron los pelos de la nuca. No era la primera vez que una fiera entraba en la hacienda.


    Entre la hierba alta, junto a la casa, distinguí dos ojos brillantes color del mar caribe —dos monedas plateadas nuevas— que me observaban fijamente.


    Y otra vez, el crujir de los leños de mezquite, el mismo arrullo que precede al despertar.
     
    #1

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