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El Palojo

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Finé, 15 de Abril de 2016. Respuestas: 3 | Visitas: 612

  1. Finé

    Finé La eterna novata

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    El Palojo

    --Mushasha, mushasha, ¿tú tienes novio? --me preguntó, sujetándome del brazo con cierta fuerza.

    Era evidente que el hombre, de unos treinta años, padecía algún grado de retraso mental. Reconozco que me hizo gracia su acento gaditano, y que tuve que reprimir una risa, en parte provocada por la inquietud, y en parte porque durante el abordaje se había colocado una cucharilla de café sobre un ojo, a modo de monóculo. Pude darme cuenta de que el otro ojo se desviaba gravemente, a través de un contundente flequillo que se daba de bruces con él. Esta fue la primera vez que le vi, recién llegada a este pequeño pueblo de la sierra de Cádiz.

    Los lugareños no tardaron mucho en ponerme en antecedentes. Era como su rotonda de la fuente que parecía una tarta, como su orgulloso coso taurino, o como el templete de música que se alzaba en la plaza del centro: era su tonto del pueblo.

    Se llamaba Antonio, aunque allí todos le conocían por el Palojo, precisamente por ese mechón de pelo, untado con pura argamasa, que siempre le caía "pal'ojo". El resto de la cabeza se mantenía bien repeinada, bajo el control de un engominado excesivo que, por mil veces, me hizo escuchar aquello de "parece que le ha lamido una vaca".

    Sus orejas se desplegaban como dos paipáis atónitos, a los lados de una cara demasiado estrecha, o bien - no sabría decidirme- demasiado larga. Unos dientes incivilizados se amontonaban en su boca, lanzadora, sin previo aviso, de perdigones de saliva desbocados.

    Solía vestir en chándal, cumpliendo así con un tópico que mi memoria solo pudo haber sacado de cuentos, porque, que yo recordara, no existían los tontos de ciudad. Alguna vez le vi endomingado, con unos pantalones que le quedaban exageradamente grandes, igual que la rebeca, modelo universitario, que se escurría sobre sus hombros lacios. Definitivamente, estaba mejor con el chándal.

    Acostumbraba a andar por la plaza, hablando atropelladamente con unos y con otros. Pero si una mujer se le cruzaba no podía resistirse a consultar si tenía novio. Era como un tic que no discriminaba a ninguna dama, fuera fea o guapa, alta o baja, tuviera 15 años o 90. Todas con novio, casualmente.

    Una vez indagué sobre su familia. Solo tenía a sus padres, los cuales jamás salían a la calle. No me quedó claro el motivo, pero la palabra vergüenza se mascaba en el ambiente cuando comentaban, ligeramente, que eran buena gente de avanzada edad. Lo que sí pude conocer fue la razón por la que se ponía la cucharilla de café en el ojo. Por lo visto, de pequeño sufrió una grave infección ocular, la cual le reportaba fuertes dolores. No se sabe cómo, descubrió que la cucharilla, que aún conservaba el calor después de remover su vaso de leche calentita, puesta sobre el ojo le consolaba de esas punzadas lacerantes. Y, como para todo fue siempre monomaníaco, se quedó con ese hábito adquirido, que asoció al otro de preguntar a toda mujer si tenía novio, supuse que para reconfortarse tras la respuesta afirmativa que obtenía en todos los casos.

    El Palojo era tratado con cariño por sus vecinos. Un cariño un tanto hipócrita, pues encerraba sarcasmos que a todos divertían, pero que el pobre infeliz no era capaz de distinguir.

    Después de algunos meses observando, decidí que Antonio sufría mucho. El motivo, frecuentemente, era que se obsesionaba si alguien elogiaba algo que hiciera, como cuando le dio por dedicarse a la fotografía. Apostado en la terraza del Café Fortuna, con su cámara al cuello, muy profesional, iba haciendo fotos con intención de venderlas luego a cualquiera que se sentara a tomar algo. Al principio todos se quedaban con el retrato, aunque estuviera desenfocado y mal encuadrado, y alababan, entre ironías que les procuraban momentos de diversión, el arte del Palojo. Entonces él se crecía y, en vez de una, hacía 20 fotos a cada persona, suponiendo que así les hacía felices 20 veces más. Cuando la gente se iba cansando de su matraca, irritados, le solían llamar pesado y pedirle que se marchara. Lloraba entonces durante unos días sobre todos los hombros que iba encontrando, y era consolado con excusas tan pobres como su alma. Así, hasta que se le ocurría un trabajo nuevo, ávido por sentirse útil, que acababa por sumergirle en otro bucle bipolar.

    Unos días antes de irme del pueblo coincidí con él, por última vez, en la farmacia del centro. Nunca le había visto llorar así. Lloraba a borbotones, desmesuradamente, con chorros de lágrimas, lágrimas como caños que anegaban aquel papel en el que parecía estar escribiendo. Sobre el mostrador de un farmacéutico pasmado, que me miraba implorando disculpas, se deshacía formando charco.

    En cuanto se dio cuenta de que yo estaba allí, se dirigió a mí. Con el lápiz en la mano, sus ojos inundados y los mocos acudiendo profusos, me dijo, escupiéndome sin querer:

    --Pero, pero, ¿por qué me dicen que soy tonto? ¡Yo no soy tonto! ¡Mira, mira, las cuentas que sé hacer!

    Entonces me enseñó el papel mojado en pena en el que había escrito.

    --Mushasha, ponme tú una cuenta, ¡verás que sé hacerla! ¿Por qué me dicen que soy tonto?

    Arreció, si cabe, su llanto, así que cogí el lápiz y escribí números de tres cifras para que los sumara.

    Pon más, pon más, me pedía. Agregué líneas hasta que le pareció que la suma era lo bastante complicada como para poder demostrar algo. Se lanzó como un loco a hacer aquella cuenta, narrando su ejecución entre gimoteos e hipidos, intentando parecer muy rápido sumando: 2 y 3, tal, y 4, cual, más 7, tanto. No estaba yo pendiente de si lo que iba recitando era correcto o no, pues aún andaba impresionada por verle así.

    Cuando terminó me pidió que le corrigiera. Hice como que estaba repasando la cuenta y di el resultado por bueno. No sé si era así, solo pensaba en que él se sintiera un poco mejor.

    --¿Ves? Pero, ¿ por qué me dicen que soy tonto? ¡Si yo no soy tonto!

    Intenté calmarle entonces, porque seguía fuera de sí y el farmacéutico parecía empezar a hartarse de la escena.

    --Venga, Antonio, vamos fuera, respiras hondo y verás que te tranquilizas un poco.
    Me siguió, con su lápiz y su hoja en una mano, hasta el exterior del establecimiento. Nada más poner un pie en la calle, se secó con las mangas del chándal las lágrimas y los mocos. Luego sacó del bolsillo la cucharilla de café, la que aliviaba sus dolores, para ponerla sobre su ojo y preguntarme:

    -- Mushasha, mushasha, ¿tú tienes novio?

    Finé
     
    #1
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  2. Engel

    Engel SOÑADOR TOCANDO CON LOS PIES EN TIERRA

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    Espectacular el hilo conductor del relato; está lleno de poesía, de voluptuosidad lírica para describir el espíritu del personaje. Todo un disfrute que enseña e inunda de ternura.

    Gracias miles por tu precioso trabajo. Fuerte abrazo.
     
    #2
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  3. Eratalia

    Eratalia Con rimas y a lo loco

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    Me ha encantado tu relato. Es tan esperpéntico que merece ser cierto. ¿Lo es?
    Es buenísimo. Me alegro de haberlo encontrado.
    Saludos cordiales.
     
    #3
    Última modificación: 20 de Abril de 2016
  4. Finé

    Finé La eterna novata

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    Gracias de nuevo, Eratalia.
    Te comento:
    Esto es un trabajo de clase. La profesora nos propuso como tema : el texto debe empezar y acabar con un utensilio de cocina.
    Así que es inventado, salvo la escena de la farmacia. En la vida real, fue casual, así que inventé la vida del muchacho. Pero sí, esa escena la viví muy parecida a como relato. Sin la cucharilla de café, claro.
    Y se me quedó grabada de tal forma que supe que algún día la escribiría.
     
    #4
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