La ciudad bajo el agua

La ciudad se nos murió de sed. Nadie lo creyó al principio: los ríos secos, las fuentes rotas, la garganta colectiva pidiendo un sorbo y no hallando ni una gota. Y como castigo o ironía, la taparon con agua. Agua encima de todo, agua en los techos, agua en las camas. Ahora todo flota: el puente que nos cruzó tantas veces, el beso que dejamos a mitad de calle, las paredes de tu cuarto, que todavía guardan mi sombra como un grafiti invisible.

Los peces entraron primero. Los balcones, esos viejos miradores de la ciudad, se llenaron de aletas y escamas. La ropa colgada en los tendederos se volvió alimento para ellos, y en cada ventana alguien olvidado se convirtió en coral. Yo los miro, y lo único que pienso es en ti. Me asfixio al recordarte, porque el oxígeno eras tú, y ahora que respiro agua me doy cuenta de que no hay aire suficiente para sostener tu ausencia.

Las ciudades bajo el agua no respiran. No cantan, no viven. Lloran. Lloran en silencio, con lágrimas saladas que se confunden con el mar. Lloran porque saben que nadie volverá a caminar por sus avenidas, porque los semáforos ya no detienen autos, sino corrientes, y porque cada esquina guarda un recuerdo que se ahoga.

Y yo también lloro, aunque lo disimule. Porque en el fondo, sé que la ciudad bajo el agua soy yo: un cuerpo hundido en recuerdos, un corazón que late como un pez desorientado, un hombre que perdió su oxígeno el día que tú cerraste la puerta.