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Remembranzas Añejas

Tema en 'Poemas Recitados' comenzado por Carlos Estrada, 9 de Marzo de 2025. Respuestas: 1 | Visitas: 159

  1. Carlos Estrada

    Carlos Estrada La Poesía nos rescata del acantilado del olvido.

    Se incorporó:
    7 de Agosto de 2024
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    Género:
    Hombre


    “El Amor es la poesía de los sentidos”
    Honoré de Balzac

    Remembranzas Añejas

    Me sucedió en otros tiempos
    cuando la vida era amena,
    cuando inexorablemente
    me acompañaba mi estrella.
    Fue una experiencia tan dulce
    cual la miel de las colmenas
    y tan fuerte y fascinante
    que hacía olvidar las penas.

    Mi vivir era rutina
    de una existencia estupenda,
    jovial y desenfadada
    sin diluvios ni tormentas;
    monotonía trocada
    en apariencias externas
    de sosiego y mansedumbre
    hasta la mañana aquella.


    Creo fue obra del destino,
    quizá voluntad suprema,
    el que la viera ese día
    cruzar enfrente a mi puerta.
    Y mi mente adormecida
    no imaginaba siquiera
    que ella en mí generaría
    miles de emociones nuevas.

    Septiembre resplandecía
    cual si fuera en primavera:
    un cielo añil saturado
    de blancas formas inciertas,
    un sol alto y deslumbrante,
    una brisa suave y fresca
    y para colmo una ninfa
    pasaba de mí tan cerca.

    Pero ella siguió de largo,
    pasó sin mirarme apenas
    con ese andar que denota
    la majestad de su alteza.
    Y sabrá Dios por qué causa
    me agradaron sus maneras
    al extremo de llamarla
    temeroso que se fuera.

    Y volvió sobre sus pasos
    hasta el umbral de mi puerta
    y clavó en mí sus ojazos
    de esmeraldas, en espera
    de alguna pregunta mía,
    trivial por naturaleza
    que fue apenas un motivo,
    un pretexto para verla.

    Pude así tras mi artimaña,
    con extrema sutileza,
    observarla palmo a palmo
    sin escuchar sus respuestas.
    Y me mostró sus encantos
    la exquisita y rara perla
    y de ella quedé prendado
    cual, de la roca, la hiedra.

    Eran sus ojos dos lagos
    de apacibles aguas quietas
    y su pelo era cual oro
    derramado en largas trenzas.
    En sus labios florecía
    una sonrisa de almendras
    y era cual nácar pulido
    su blanquísima piel tersa.

    Sus manos eran palomas
    diminutas y ligeras,
    obra sensual de artesano
    las curvas de sus caderas
    y era cual nota armoniosa
    de fatuo arpegio de cuerdas
    su voz viajando en el viento,
    clara y dulce, suave y tierna.

    Me atrajo su atuendo simple,
    su porte de diosa griega,
    la candidez que irradiaba
    su faz grácil y serena.
    Y pensé: “Jamás he visto
    joven tan bella como esta
    adolescente, de frágil
    apariencia de azucena”.

    Se fue después y al marcharse
    a cumplir con sus tareas
    sentí algo extraño en mi pecho
    cual si su ida me doliera.
    Y aun a pesar de mis años
    no tuve conciencia plena
    de que me había flechado
    de Cupido, una saeta.

    Luego de aquella mañana
    que la vi por vez primera,
    la vida cobró sentido
    y algo cambió en mí, de veras;
    se cayeron de mis ojos
    las vendas de mi ceguera
    y agradecí el estar vivo
    para admirar su belleza.

    Ella volvía de día
    siempre a las ocho y por verla
    yo aplazaba mis deberes
    y olvidaba mil faenas.
    Para mí no amanecía
    hasta que al cabo la viera,
    en traje de colegiala,
    brillar bajo el sol cual gema.

    Cuando llegaba, mi dicha
    no conocía fronteras,
    parecía un sentenciado
    reo a gusto en su condena.
    Mas, si se atrasaba un rato,
    por muy breve que este fuera,
    mi ánimo se desplomaba
    como castillo de arena.

    Poco a poco fui notando
    con alegría y sorpresa
    que no le era indiferente
    y de ello, la mejor prueba,
    era quizá la sonrisa
    espléndida y mañanera
    con que solía obsequiarme
    cada día, el hada buena.

    Los días se sucedieron
    uno tras otro, en hileras,
    plenos de gozo y contento,
    llenos de luz y promesas.
    Se me iba, fugaz, el tiempo
    zozobrando en la marea
    verde-azul de su mirada
    que me ataba cual cadena.

    Charlábamos, como ausentes
    del sobrio mundo de afuera,
    de temas intrascendentes,
    de nimiedades confesas,
    de proyectos, de fracasos,
    de recuerdos, de ansias viejas,
    de amores abandonados
    y Remembranzas Añejas.

    No entiendo bien si fue hechizo
    o fue arte de magia negra,
    solo sé que en mi desquicio
    idolatré a la princesa
    y aun sabiendo que era absurdo
    alimentar tal quimera,
    a sus pies, me hice su esclavo
    y en mi ser, la hice la dueña.

    Y nos fuimos acercando
    más y más, sin darnos cuenta
    de las horas, de la gente,
    de los muros, de las reglas.
    Y al cabo de algunos días
    de estar como hierba y tierra,
    ya su corazón y el mío
    andaban la misma senda.

    Porque nunca a nuestro clima
    llegaban nieves o nieblas,
    ni celajes borrascosos,
    ni tempestades siniestras.
    Porque todo era armonía
    y risas y charlas luengas,
    tarareo de canciones
    de moda y extensos poemas.

    Cada noche la soñaba
    y en tales sueños era ella
    la causa de mi alegría
    y el final de mis tristezas.
    Y los momentos que había
    grabado mi mente alerta
    durante el día, a esas horas
    me arropaban en su estela.

    A la mañana siguiente
    se repetía la escena:
    ella llegaba sonriente
    a iluminar mis tinieblas
    y el brioso Amor, el sublime
    loco hacedor de violentas
    pasiones, me consumía
    como el fuego a la madera.

    Siguió Cronos su camino
    galopando a la carrera
    sobre el corcel incansable
    del tiempo, que nunca espera.
    Se acercaba el firmamento
    casi al ras de mi cabeza
    y aquel amor retozaba,
    bullicioso, por mis venas.

    En los feudos de mi mente,
    otrora exhausta y desierta,
    nacían lucubraciones
    que allá, por aquellas fechas
    hilvanaban poesía
    enrevesada, en ofrenda
    ritual, de un enamorado
    a una pasión de leyenda.

    De ese ayer feliz, distante,
    por ventura se conservan,
    los versos exuberantes
    que esculpían mis ojeras;
    aquellos que en mí brotaban
    como el pasto en las praderas,
    todos por ella inspirados,
    todos libres y sin riendas.

    ¡Quién sabe las madrugadas
    de insomnio, que pasé en vela
    volcando en papel marchito
    mis fantasías secretas
    y las horas que gastaba,
    sumido en penumbras densas,
    llevando a letras la euforia
    de mi ilusión inconfesa!

    Siempre ante ella aparecía
    portando un pliego o una esquela
    compañera de una noche
    de desvelo y rimas llena.
    Y ella leía mi escrito
    con voraz fruición y mientras
    yo contemplaba, alelado,
    su blanco rostro de cera.

    Ignoro si lo sabía,
    quién sabe si acaso hoy sepa
    que me encantaba mirarla
    en ocasiones como esa,
    cuando al leer parecía
    evadida y de mí ajena,
    musitando en voz muy baja,
    de este orate, algún poema.

    Y así fue, que llegó el día
    en que no podía verla
    sin soñar hacerla mía
    y a toda costa, tenerla.
    Mas, el temor a su enfado
    y el miedo a un “no” que me hiriera
    me impedían confesarle
    que yo ardía por quererla.

    A la larga, sin embargo,
    comprendí que era sincera
    la emoción que en mí sentía;
    que a su lado era una fiesta
    mi vivir y tras pensarlo
    me dispuse con firmeza
    a correr todos los riesgos
    y a declararme a la bella.

    Fue el día quince y temprano
    desperté con la certeza
    de que abrigaba mis sueños
    su sedosa cabellera
    o era acaso el desatino
    de un alma de amor enferma,
    llena de brumas, de hastíos
    y soledades inmensas.

    Esa mañana lejana
    fue en sus colores perfecta,
    plétora en sol y esplendores,
    pródiga en frases risueñas
    cual dádiva del destino
    que, azaroso, nos compensa
    los malos tiempos vividos,
    con adorables promesas.

    Al gorjeo de gorriones
    hablamos horas enteras;
    ella esperando, paciente,
    a que al fin me decidiera
    y yo intentando, afanoso,
    romper el hielo que hiela
    con timideces absurdas
    la charla del que corteja.

    Llegado el momento exacto
    obvié mi habitual cautela,
    mis temores hice a un lado,
    mis dudas eché por tierra
    y fue entonces que le dije
    con voz temblorosa y queda
    que del Amor me sentía
    cautivo, amando mis rejas.

    Que de mi mar y mi playa
    era la barca y la vela,
    que de mi errar vagabundo
    el camino y la vereda;
    que la pasión más sublime
    me consumía en su hoguera,
    que sin tregua la pensaba
    desde el día en que la viera.

    Luego, veloz y atrevido
    tomé con el alma inquieta,
    entre las mías, sus manos
    trémulas, como aves presas;
    las aproximé a mis labios
    y extasiado dejé en ellas
    con reverencia estampados,
    dos tiernos besos de ofrenda.

    Me dejó hacer, estudiando
    cada gesto, muda y quieta,
    detallando mi entusiasmo
    con mesura y circunspecta
    y yo viendo que mi audacia
    no la tenía molesta
    osé pedirle un abrazo,
    uno tan solo, aunque fuera.

    —¿No crees que vas muy aprisa?
    (inquirió uniendo las cejas).
    —Es oro el tiempo y ya hay siglos
    que mi corazón te espera.
    —¿Podré confiar en lo dicho?
    —Lo harás si amarte me dejas.
    —¿Y si me niego ya mismo?
    —Insistiré en mil maneras.

    —Mira, que puedes cansarte
    (me replicó, zalamera).
    —No se cansa quien pretende
    ser feliz y echar las penas.
    —¿Qué te hace pensar que acepte?
    —El ver que no me desdeñas.
    —¿No te estás creyendo cosas?
    —En lo absoluto, muñeca.

    Sonrió y liberó sus manos
    sin premura y con la diestra,
    a un rizo de sus cabellos
    le dio vueltas y más vueltas
    a la vez que se extraviaban,
    en actitud del que piensa,
    su mirada en la distancia
    y su mente en sus ideas.

    Y así quedó unos instantes,
    meditabunda y discreta,
    abstraída en sus silencios
    cual si soñara despierta.
    ¡Ah, cuánto amé su carita
    de infante deidad terrena,
    cuánto al verde paraíso
    de aquellos ojos de selva!

    Volví a insistir porque creo
    que triunfa el que persevera
    y ella escuchó mis palabras,
    curiosa, dócil y atenta.
    Esta vez fui más directo
    y con tono de quien reta
    le hablé así: —¿Me temes niña
    o es que acaso te da pena?

    Y continué: —De ese abrazo
    depende el que no me muera.
    No niegues a un moribundo
    de amor, su ilusión postrera.
    Cinco minutos tan solo
    regálame, que se quiebra
    de tanto doblar tu nombre,
    mi anhelo tallado en piedra.

    —¿Estás jugando conmigo
    el juego de quien se arriesga?
    ¿Seré un sueño que has perdido
    o el trofeo de una apuesta?
    —Si es que tienes tantas dudas
    (le dije) chiquilla terca,
    mejor déjame obsequiarte
    el edén que mi alma alberga.

    —¿Por qué quieres abrazarme?
    —Para sentirte más cerca.
    —¿Aquí, delante del mundo?
    (comenzó a ceder, coqueta)
    y al verla preocupada
    mirando nerviosa afuera
    agregué con voz pausada:
    —Puedo hacer que no nos vean.

    Le hizo gracia mi osadía
    y consintió ya dispuesta:
    —Si han de ser cinco minutos,
    de acuerdo, cierra la puerta.
    Y después de una mirada
    de picardía repleta
    reímos y supe entonces
    que al fin ganaba la guerra.

    Ya en la habitación, aislados
    del vulgo y de sus problemas,
    recuerdo que, emocionado,
    ¡ay, me temblaban las piernas!
    y que al estrechar su cuerpo
    con exageradas fuerzas,
    un suspiro incontenido
    se escuchó en la estancia entera.

    Luego, en loco desenfreno
    besé su boca sedienta
    de mil caricias prohibidas
    y me extasié con su néctar
    y al calor de aquellos besos
    creí notar la silueta
    de un alado niño, armado
    con arco y doradas flechas.

    ¡Dios! todavía recuerdo
    de aquella piel, la tibieza;
    cómo arrullaban sus brazos
    mi cuello en sutil entrega
    y cómo hacia mí la atraje
    por su talle de sirena
    y cómo bebí del cáliz
    párvulo, de su pureza.

    Más tarde, a la luz del día
    me llené los ojos de ella
    y su candor femenino
    me fascinó en tal manera
    que entendí que mi destino
    sería adorarla y hacerla
    la cobija de mi invierno
    y el sol de mi primavera.

    Y así, desde aquel momento
    me acompañó hasta la fecha,
    siempre fundida a mi carne,
    año tras año, a mi diestra.
    Y en mi alcoba, desde entonces,
    reluce cual luna llena
    y es la musa inspiradora
    que a mis ensueños desvela.

    El cauce de nuestra historia
    inunda aún las riberas
    y se desborda en los mares
    y es un río en las mareas.
    Y ante este amor invencible
    que ya ni el tiempo doblega
    deshojará el calendario
    su hojarasca plañidera.
     
    #1
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  2. Alde

    Alde Amante apasionado

    Se incorporó:
    11 de Agosto de 2014
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    Género:
    Hombre
    Una entonada muy bien encabalgada y fluida.
    El amor es impresionante, nos hace obrar de la mejor manera.
    Quien no aplazaría los deberes para poder verla.

    Saludos
     
    #2

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