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Eddie Poe
Publicado por Pedro Olvera en el blog El avecesdiario | Blog de Pedro Olvera. Vistas: 436
Hoy es siete de octubre. Lo noté hace rato con un solo ojo cuando desperté con el celular medio incrustado en las costillas. ¿Será hora de levantarme?, me pregunté. Encendí el teléfono: eran las tres de la mañana más doce minutos. Estuve a nada de gritar ¡Puta madre!, pero solo lo pensé. La sensación de que no podría volver a dormir se disipó cuando vi la fecha del día, sábado 07/10. Es el aniversario luctuoso de Edgar Allan Poe, recordé al momento, e inmediatamente comprendí que sería inútil el intento de volver a conciliar el sueño.
Sucede que tengo la edad que Eddie Poe tenía entonces, cuando lo sacaron del fondo negro de su capa, ahogado en vómito etílico, meado y cagado encima, según cuentan unos. Otros dicen que no, que lo suyo parecía un ataque de esquizofrenia, o que lo habían envenenado como a un perro huevero, o que tenía rabia, igual que un perro, huevero o no. En todo caso era un muerto tembloroso y delirante que tardó casi una semana en morirse y quién sabe si después de estirar la pata siguió alucinando con que lo enterraran vivo, como en muchos de sus cuentos, o tal vez peor, que lo enterraran bien muerto para pasar la eternidad encerrado con su cadáver que toda la vida lo estuvo persiguiendo.
Poe —o Monsieur Edgagpó, como cuenta Carlos Fuentes que lo llamaban algunos dandis franchutes, sifilíticos adictos al hachís y al mal du siècle— nunca estuvo muy seguro del límite entre la vida y la muerte, como él mismo llegó a afirmar en narraciones como Ligeia o en poemas como To Annie. Lo cierto es que Edgar llegó al final de sus días enfrascado en una terrible batalla por sobrevivir, por sobrevivirse, pero no pudo contagiarse de la euforia del Destino Manifiesto con el que su joven nación buscaba adueñarse del mundo. Cuentan que Poe, pese a todo, tuvo en principio bastantes privilegios para hacerse de una buena fortuna y conseguir lo que después se conocería como el american dream, alimentado en los últimos días de nuestro autor con la fiebre del oro que campeaba sobre los territorios que recién le arrebataran a México.
Y es que el soñador —o tarado— Edgar A. Perry, como lo conocieron los cadetes de West Point con los que nuestro borracho favorito solía perder en los naipes el dinero que nunca tuvo, bien pudo comenzar un redituable negocio en el rubro de las pompas fúnebres, dada su natural inclinación a todo lo que tuviera que ver con la muerte, y aprovechar las oportunidades del boyante capitalismo gringo representado con trece barras y cada vez más estrellas. El venerable Mr. Poe hubiera muerto rico a los noventa años luego de vender cientos de miles de ataúdes durante la Guerra de Secesión, sin discriminar a yanquis o confederados, como buen caballero criado en Richmond, la efímera capital de los esclavistas, pero nacido casi accidentalmente en Boston, ciudad de la que siempre se sintió hijo legítimo.
Pero no. Lo que el entonces joven Edgar Poe —o hijo de puta, como lo llamaba con cierta regularidad el padre postizo que nunca lo adoptó legalmente— deseaba era ser era poeta. “¿Poeta? ¡Grandísimo hijo de puta!”, le recriminaba John Allan, que así llamaban al gentil hombre que había salvado de la mendicidad al párvulo huérfano, dándole techó, educación en Inglaterra y una nana negra para que le contara cuentos de muertos vivientes. ¿Poeta? Se tiene que ser un imbécil para elegir a la hermana muerta de hambre de las Bellas Artes por compañera de vida. Pero es que siquiera hubiese elegido ser un poeta energético, vitalista y medio pornográfico, como el viejo hermoso Walt Whitman, con sus barbas llenas de mariposas —Lorca dixit—, cantando al progreso, la democracia y la libertad. Pero no, el expósito, el bastardo, eligió los bosques encantados, los castillos junto al mar, las criptas escondidas en la ciénaga brumosa donde los amantes nigrománticos invocaban el espíritu inmortal de las amadas muertas. ¿Poeta? ¡Bah! Por eso la última buena acción del piadoso John Allan fue morirse sin dejarle un clavo de su cuantiosa fortuna, forjada en gran medida con manos esclavas en las plantaciones tabacaleras, a ese borracho, apostador y malagradecido poeta hijo de puta.
Ya que toqué el tema de las amadas muertas, habrá que hablar del Poe necrófilo, pero antes me detendré en la figura aberrante del escritor incestuoso y un tanto pederasta, o Humbert Humbert, pseudónimo que le dio Vladimir Nabokov, padre de la pornografía moderna, cuando reinventó a Poe en una road novel que va de un literato cuarentón enamorado de su pequeña hijastra. Todo esto porque el autor de El cuervo se casó con su prima hermana, más hermana que prima, cuando ella no cumplía aún los catorce años. Vamos, vamos, no nos rasguemos las vestiduras, que es muy temprano. Juzgar con la corrección política que actualmente tenemos por moral impostada las prácticas culturales de la primera mitad del siglo XIX es, por lo menos, tan ingenuo como lo fue Edgar Poe en varios aspectos. Además, hoy se sabe, o se rumora, que a nuestro autor le daba más bien algo de asquito el sexo; es sus textos no se insinúa ni siquiera con el chirriar de los resortes de una cama. Y es que los biógrafos chismosos abundan acerca de que en la vida real es probable que Virginia, la niña/esposa de Poe, no llegara a manchar jamás un paño con sangre de sus entrañas, excepto cuando la tos la obligaba escupir parte de sus pulmones tuberculosos. Virginal, como su nombre, la pobre chica murió célibe, amenorreica y tísica, de miseria y de frío, en los brazos de su idolatrado esposo/hermano, a quien ella llamaba dulcemente Eddie.
Así debería llamar a este texto madrugador: Eddie Poe. O Edipo, porque así lo apodaron los seguidores de un culto oscurantista ideado por un tal Sigmund Freud, archiconocido embaucador austriaco. Según los psicoanalistas —o sea los seguidores de esta secta pseudocientífica—, nuestro famoso personaje buscaba en las mujeres que cortejaba a la madre que perdió recién destetado, y odiaba a toda figura de autoridad que le recordara al padre biológico que se borró del mapa de Nueva Inglaterra sin dejar rastro. Lo cierto es que todas las “madres” de Poe se le murieron y todos sus “padres” lo abandonaron, desheredaron y hablaron pestes de él luego de que el vilipendiado Poe se abrazara a su cadáver. Para acabarla de joder, estos frenólogos del ego citan la obra del bostoniano como evidencia de la culpa que Poe cargaba por sus supuestas fijaciones contranaturales. El autor, manifestado en los personajes de sus narraciones y poemas, asesinaba a los objetos de su devoción con una saña inimaginable; luego, el feminicida literario se arrastraba bajo el vendaval atormentado por los remordimientos, cual Raskólnikov asediado por el fantasma de la usurera, o Balzac cercado por sus acreedores. Pero como a nuestro opiómano nada le salía bien, las mujeres regresaban de su sepulcro para aniquilarlo, como la memorable Madeline Usher.
Pero esta sórdida explicación parece más un cuento ingenioso del propio Poe, que a su manera también fue el creador de un culto imperecedero. La monomanía del poeta con las mujeres muertas se justifica con sus propias declaraciones sobre el oficio de escribir, y lo revela como, lo que muy a su pesar, siempre fue: un romántico calado hasta los huesos, capaz de contradecir lo que es incontestable, la muerte, el devenir, la entonces inexorable voluntad de los dioses cejijuntos. Y todo esto para reivindicar su propósito, también romántico, de ser poeta. Fue el mismo Edgar Allan Poe quien tuvo a bien contármelo, como a muchos, en una tarde de agosto en mi más tierna mocedad, mientras lo leía en su Filosofía de la composición: "La muerte de una mujer hermosa es el tema más poético que existe".
¡Ahí tienen, cochinos malpensados! La poesía va de una encarnación de la lánguida belleza que sucumbe al infausto destino, y el poeta no es otro que aquel amante viudo que resiente los efectos de esta pérdida, y vuelca su melancolía en una expresión que viene directamente de lo que comparte con el resto de los humanos, el alma imperecedera, para hacer de la belleza algo inmortal. Ahora dejen que me reponga del orgasmo. Yo, que nunca creí en Santa Claus, las hadas o Papa Chuchito entronizado en la rudimentaria silla eléctrica de los romanos, le creí a Poe. Y tanto le creí que, poseído de un ansia clarividente, fui donde mi prenda amada del remoto entonces, y le confesé: te escribiré un poema tan universal que te volverá eterna, como la Laura de Petrarca, como la Beatrice del Dante, como la Margarita de Fausto, como el Jack de la maldita Rose. Los inconvenientes empezaron a notarse de inmediato. La Normita, mi amor de quince años, me miró como si yo tuviera la peste. Y yo la miré bien: no presentaba los frecuentes indicios asociados a la expiración, ni un signo de rigor mortis, ni tan siquiera una errática lividez. Y ya que lo recuerdo, hermosa, lo que se dice hermosa, pues… bueno, también yo tenía quince años. Quizá si Norma hubiese sido un caballo, con esas esplendidas quijadas, con esa ruidosa risa macrodóntica, quizás a estas horas seríamos...
¡Nada! Poe embustero, Poe chalado. Tuve que abandonar mis tempranos intentos de ser poeta y fui cocinero, abogado, costurero, periodista, ladrón de libros, soldado de oficina, psicólogo, empleado de mostrador, prostituto de sus sueños, y para no reincidir, borré de mi diccionario palabras ominosas tales como: belleza, amor eterno, pensión alimenticia, compromiso, dependencia emocional. Y la cosa es que no me ha tan ido mal, como sí le fuera al gran Eddie Poe, que tuvo la loca idea de poder vivir holgadamente gracias a la literatura, lo intentó cuanto pudo y murió enloquecido, en la más absoluta y oprobiosa miseria. Pero la muerte le sentó bien, y nadie le rebata ese mérito: la belleza es igual que la pobreza: nunca muere. Como pocos, cumplió el Destino Manifiesto: su leyenda se apropió del imaginario colectivo y de gran parte de los bienes inmateriales de la humanidad. Puedo imaginar cómo nuestro Edgar abraza a su cadáver, que nunca conoció, y le murmura: Lo logramos, pendejo, somos inmortales.
Son las siete de la mañana más seis minutos, del siete de octubre del veinte veintitrés, y me están llamando. Lo último que me queda por repetir es que tengo la misma edad que Poe tenía cuando murió, sin llegar a los cuarenta y un años. Yo sí puedo porque tengo que ir a trabajar para pagar las tarjetas y la cuenta del cable. ¡Mierda!, son las siete quince... a estas horas, hace 174 años, en un hospital de Baltimore, Edgar Allan Poe llevaba dos horas muerto. El testimonio poco fiable del doctor que cuidó nuestro muerto favorito durante su agonía asegura que sus últimas estertóreas palabras fueron: Que Dios se apiade de mi pobre alma. Y de esa alma que proyecta en el suelo su sombra no podré liberarme, ¡nunca más!
07 de octubre de 2023
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Último daguerrotipo hecho a E. A. Poe, pocos meses antes de su muerte.
A Alizée, Luis Libra, Melementos y 2 otros les gusta esto.
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