Marcelino Gañán

MARCELINO GAÑÁN

Cuando Marcelino Gañán invitó a sus amigos a cenar, tenía la certeza de que ya no volvería a verlos. Aquello era una cena de despedida.

Montó una larga mesa de tablones en el jardín, con siete sillas a cada lado, y se reservó la cabecera para él mismo.

Quince comensales en total. Marcelino había preparado una carne al espeto, que luego había troceado minuciosamente.

En la improvisada mesa también había embutidos, fiambres, queso y vino.

Los invitados llegaron puntuales, y entre risas y bromas empezaron a trasegar y a comer abundantemente.

-¿Gañan? ¿Así que te vas del pueblo? Espero que sea para siempre -dijo uno de los comensales.

-Solo es una cena con una bonita sorpresa de despedida –replicó Marcelino, que se limitaba a beber.

-Siempre serás un gilipollas. Si te despides será porque te vas, digo yo – le contestó otro.

-No necesariamente… -respondía Marcelino.

-Pues ahora, sí que no entiendo nada. Pero, cambiando de tema… ¿Sabes que la carne está cojonuda? ¿Cómo la haces? -le preguntaron.

-Uso un condimento especial -contestó Marcelino Gañán.

-Y tan especial. Como que no reconozco el sabor. ¿Qué carne es? -volvieron a preguntarle.

-Antes de contestarte: ¿habéis visto hoy a vuestros hijos? -fue la respuesta de Marcelino.

Cesaron las risas y se hizo un espeso silencio. Aprovechando el momento de estupor, Marcelino se levantó y se dirigió hacia la cocina.

-Voy a buscar el condimento de que os hablé -dijo el anfitrión.

Cuando regresó, todos sus amigos estaban muertos. En su mano traía un frasco grande de vidrio en cuya etiqueta se podía leer:

-BELLADONA-


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