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Rafael. Crónica de una fantasía ajena

Publicado por Melquiades San Juan en el blog Dibujando Voces. Vistas: 532

Rafael
(Crónica de una fantasía ajena)



“No es más grande que una gota de nube,” pero su alma cristalina es como todas las demás: diamante vestido con las ropas que van quedando de los mayores. Corazón hambriento de las migajas de amor que caen del de por sí paupérrimo banquete de los afectos paternales.

Mira y aprende a comprender el mundo al que ha venido. La búsqueda de las razones del porqué está aquí vendrá más tarde; hoy sólo sobrevive al día y a la noche, ambos, pesadillas que acechan todos sus pasos por el incomprensible mundo de los mayores.


También fuera de casa hay un desierto de afectos. Los chicos aprenden sobre el mundo lacerando a los otros, a los más pequeño, a los más débiles. Les divierte ver huir al pequeño, fracasar en su intento de huida. Les divierte escuchar esa divertida forma de llanto que no espera auxilio alguno, que es la expresión genuina de un dolor que está más allá del mero efecto de los pellizcos. Un llanto que brota de la acumulación de todas las formas del desamparo. No hay afectos, no hay amigos de la infancia. Queda pues, huir, aislarse, mirar las sombras y jugar con gatos. Los gatos amorosos no son hombres, y un hombre necesita de más hombres para vivir como hombre. Si no hay hombres que puedan servir como hombres, hay que inventar a un hombre: así nació Rafael.


La chiquilla da dos pasos y se separa del banco de madera que siempre está junto a su madre, la mesa. Sus ojos brillan emocionados. Desde un reflejo solar, se ha metido por la ventana un niño de su edad que camina por toda la casa como lo hacen los gatos, reconociendo los rincones, las ventanas, los huecos en los muros y las sombras.


-¿Aquí vives? -pregunta a la niña.

-Sí, -responde ella-.


Por primera vez, las miradas de la familia la descubren, está hablando sola, está mirando hacia el tapanco que contiene los granos.
Mira y habla en voz alta.

Por primera vez sonríe.
Por primera vez arranca a los suyos una sonrisa y gestos de asombro.


-¿Cómo te llamas?

-Rafael, ¿y tú?...

-Rosario, me llamo Rosario.


Sube corriendo por las escaleras de madera y se pierde entre los bultos de semilla que hibernan dentro de sus costales esperando a que el hambre los llame a llenar estómagos vacíos.
Se escucha apenas el murmullo de la vocecilla que charla y charla con su propio sueño.


La familia vuelve a sus cuitas y olvida el extraño pero explicable suceso. Para ellos tiene sólo relación con la conducta infantil, acostumbrados como están a una vida hosca y sin afectos, como postre de la vida.


Gatos, perros, culebritas y ranas quedan en el olvido.

¡Rafael!...

Se escucha por todos los cuencos donde viven los fantasmas. En los muros derruidos por el tiempo y las lluvias. Junto a los montones de varas secas que esperan vestirse en fuego de cocina.


¡Espérame!
¡Ven!
¡No Rafael, no! ¡Así no!

Secretos y secretitos.
Arrumacos y canciones extrañas.
¡Mira ahí! ¡Mira allá!

Luego, el sueño reparador de todos los cansancios infantiles.
Rostro dulce y emocionado por la felicidad de un nuevo amigo.
Una deshilachada ruana se deja abrazar y besar con ternura.
Rafael duerme en la misma cama, con cuerpo de lana.
Rafael no ronca, no se mueve. Deja que su cuerpo tenga, por horma, los brazos infantiles.

¡Qué graciosa pequeña! -dice la luna desde el pórtico de luz de la ventana-.

Ella, la Luna, conoce a Rafael.
Es un lucerito fugitivo de su jardín de niños celestiales. Huérfano de alguna Super Nova extinguida, de algún Sol bebido en Hoyo Negro.

Ella, la luna, tiene un manto de fantasía plateada que brilla cuando invade el sueño de los niños.

Esta noche, el sastre de Liliput ha hecho para Rafael un trajecillo de príncipe, y para Rosario un vestido azul con cola de nieve.

Duermen, danzan, corren por el jardín de El Camino de Santiago. Los párpados reflejan alegría, no es hora de llorar, es hora de alegría bordada en fantasía.
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