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Reconocimiento...

Publicado por Katia N. Barillas en el blog EfÍmera ilusión. Vistas: 326

Evento: Celebrando a Juan Rulfo
Grupo: Café cubano más tú y yo
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Cuento
ROBO, DOLOR Y GRITOS POR JUSTICIA EN LA SELVA
Antología: "Libaciones del Intelecto"
Autor: ©Barillas Katia N. * EE. UU. & Nicaragua

¿Qué me dices ruiseñor del llanto de la gaviota que se desgaja como una cascada, alimentando a los arroyos y a los manantiales con lágrimas de dolor? Los monos y manatíes son testigos que ha perdido a un pichón… que en su nido habían seis porque ella, antes de salir, los contó; y, cuando regresó, dijo haber encontrado solamente cinco… ¡qué sólo cinco encontró!

Conejos, loros, tortugas, peces; lobos, nutrias, hipopótamos, búfalos -además de los monos y los manatíes- vieron el momento en que el chocorrón -de caparazón duro y alas obscurecidas- bajó al nido de la gaviota, sin hacer mucho ruido; que subió con sigilo al árbol de los higos y le robó al pichón -que ella dice no encontró- cuando por comida voló a llenar el buche antes de salir el sol.

No se sabe si aquel insecto desea devorarlo o si más bien anhela criarlo en la cueva del dragón. Los animales del bosque creen que, si llegase el pichón a crecer y de casualidad lograra algún día hablar con las hadas de los bosques, los gnomos, los duendes, los silfos y las ninfas -quizás ellos le ayudarían-.

La gaviota de alas blancas rasca con su pico entre sus plumas grisáceas y busca ansiosa por el horizonte -con el rosicler de cada aurora y, a la caída de cada ocaso- a su hijo huérfano. El ratero chocorrón, que a la madre del pichón hizo llorar y le destrozó el corazón, ha de ser tragado por las lenguas ´incinerantes´ de los dragones que duermen en la cueva volcánica a dónde él lo llevó.

Sobre las brasas ardientes de cenicientos carbones… ¡allí ha de estar durmiendo!, como mendigo o como príncipe. ¡Nadie sabe qué pensaba el obscuro chocorrón! ¿Qué pasaba por su mente para cometer el delito, que le causara la muerte en vida, a la madre del pichón? ¿Qué me dices ruiseñor?

Las hadas de los bosques, los gnomos, los duendes, los silfos y las ninfas, están dispuestos a ayudar. Han de armar un pelotón que salga en búsqueda del pichón, que del nido de la gaviota el vil insecto robó. Y cuando lo hayan encontrado, sea vivo o sea muerto… el león –rey de la selva- desde su silla y con la pata en el cetro, dictará la sentencia al culpable de los hechos.

¡Qué hay testigos!, murmuraban las orugas… ¡muchos vieron!, -susurraron las abejas-. ¡El chocorrón no aparece! Culpable como se siente, no sabe lo que acontece. Y salieron en su búsqueda los espíritus del bosque. Lo encontraron dormitando abrazado a una hoja -donde yacía asida una gota cristalina de rocío, de la lluvia que antes de la gira, había caído-.

Se acercaron sigilosos… muy despacio. A la hoja lo amarraron con el hilo de una araña. Lo presentaron a juicio, ante el rey de la selva. La gaviota ya no tiene una pizca de esperanza. En sus ojos se ve claramente la nostalgia. En sus iris se refleja como antes esa pena. A su hijo le robaron, ¡eso merece justicia! ¡Ello merece una pena! Y los testigos del hurto la apoyan. Piden para el acusado la pena muerte, no cadena perpetua ni indulto que desmerite el dolor que ha causado por su falta de conciencia.

El chocorrón se despierta, atado a la hoja aquella y al verse descubierto, al rey de la selva, con humildad, pide clemencia. Que se acusa de los hechos, mas… proclama su inocencia. El pichón de la gaviota –dijo- sigue vivo y vuela libre por los cielos de otros lares, donde no existe violencia. Que está libre de pedradas y de balas de cazadores. Que vive en las selvas vírgenes, donde el oxígeno oxigena. Donde no existe la crueldad de las almas humanas para todas las criaturas de la población terrena. ¡Pido indulto! ¡Pido indulto! -Gritaba con vehemencia-. Por favor ¡dadme amnistía o una pena que merezca!

Y el rey león alza la pata, con la que sostiene el cetro y le dice: “serás libre cuando a todos nos lleves a esas selvas profundas, para que vivamos libres de las mentes iracundas”. Y… ¡acepta! A la gaviota se le acerca y le da un fuerte abrazo… ¡perdón hermana! –dijo- no fue mi intención separarte de tu hijo. Y todos los animales de aquella selva dormida -junto con los espíritus custodios de los bosques y de las aguas de los ríos- partieron con el chocorrón hacia las selvas vírgenes, en donde la libertad es reina y en donde el oxígeno… oxigena.

Y el ruiseñor canta… ¡silba con gracia plena! Los rosicleres de las auroras son más plácidos ahora. Los “ocasos” son más tibios; no hay cadenas que encadenen ni violencia que los devore a deshora con inclemencia.
La gaviota madre llega a la selva aquella. El batallón de animales ha viajado con ella. Encuentra a su hijo joven -postrado en las ramas de un cedro de los que circundan la ribera- y él creyó enloquecer porque siente el olor aquel… -aquel olor que sólo en el plumaje de su madre, sintiera siendo un bebé-.

Busca y busca atentamente. Sus ojos escudriñan cada espacio y rincón y al fin ve a su madre que lo mira fijamente, con los ojos del amor; y, en los recuerdos -que en su mente de infante custodió- encontró aquella imagen que -con celo profundo- guardó al centro de su inhóspito corazón.

Vuela con rapidez. Ansía mucho abrazarla. Ha esperado tanto por el encuentro materno. Y se abrazan ambos batiendo sus alas… ella con su pico corvo -entre las plumas de su aun jovial cuello- le ha hecho entrega del más tierno de sus besos. El beso que tantas veces esperó por darle un día; el mismo beso que ahora, le llena de alegría.

Y por fin se consuela. Una lágrima silente de sus ojos cae lentamente hacia aquél verdoso suelo, despertando al chocorrón que estaba amarrado y cautivo, esperando ser liberado de aquel tremendo castigo.
El rey de la selva llega y a petición de la gaviota, absuelve de la cárcel al chocorrón perdonándole el error cometido. Y, al fin, por su buen proceder, en beneficio de todos los demás seres vivientes de la creación de Dios, está libre de condena.

Todos al fin hoy pueblan, las selvas sin explorar. Esperan poder vivir, sin ser cazados, en paz. No logran concebir un momento más viviendo con la zozobra de ser alcanzados: por una bala voraz; por redes; por arpones; por jaulas ni por cañas de pescar, para ser desollados y convertidos en abrigos; para ser marinados en un jugoso platillo; para ser llevados a trabajar en los circos; para ser esclavizados en zoológicos y acuarios; para exhibirlos tras las jaulas que han llenado con alpiste; para ser torturados, amarrados y echados a pelear, para ganarse el respeto que todo ser vivo merece. Porque el hombre, que es más animal que humano, se ha creído el amo y, con su poder indiscriminado humilla, mata y destruye sin compasión al planeta completo y al resto de la creación.

¡Es hora de acabar con la discriminación! -Dijo el rey de la selva a todo su batallón-. Desde ahora, desde hoy, dejemos que ellos se maten; dejemos que se ahoguen en su propia involución. Ahora estamos a salvo –prosiguió- pues, todo este verdor, lo descubrió el chocorrón, cuando decidido tomó del nido al pichón de la gaviota trayéndolo a este lugar… ¡aquí no existen los hombres!… ellos no nos encontrarán.

Y así, a cada uno, reparte con igualdad, un pedazo de aquel verdoso y mágico lugar, en donde no hay cabida para el hombre y del que tampoco va a poderse apoderar, porque es el nuevo hábitat que les ha dado Dios para: nacer, crecer, vivir, procrear y morir en paz.

Luego, hicieron el juramento de hermandad. Todos alzaron sus patas derechas y sus miradas serenas al sol y a la eternidad… dispuestos a defender con uñas y dientes su territorio, su vida, sus derechos. Así que añadieron -al código de sus leyes- que cualquier animal que viera por ese lugar a un hombre queriendo entrar,
tenían pleno poder, para desaparecerlo y deshacerse del mal.

Luego, al finalizar, con los ojos llorosos -por la nueva oportunidad- dieron gracias infinitas al Eterno por la ayuda que les da.

©Barillas Katia N.

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