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Solar poético
Publicado por malco en el blog El blog de Malco / El solar de la palabra.. Vistas: 1113
Fernando Paz Castillo
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Información personal
Nacimiento 11 de abril de 1893
Caracas, Venezuela
Fallecimiento 30 de julio de 1981
(88 años)
Caracas, Venezuela
Nacionalidad Venezolana
Información profesional
Ocupación Poeta, diplomático, educador
Años activo 1912-1980
Género Poesía, ensayo
Miembro de
Distinciones
Firma![]()
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Fernando Paz Castillo (Caracas, 11 de abril de 1893 - Caracas, 30 de julio de 1981) fue un poeta, crítico literario, diplomático y educadorvenezolano. Es considerado uno de los principales representantes de la Generación de 1918, además de miembro fundador del Círculo de Bellas Artes. En 1967 fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura.
El Muro
I
Un muro en la tarde,
y en la hora
una línea blanca, indefinida
sobre el campo verde
y bajo el cielo.
II
Un pájaro -en hoja y viento-
ha puesto su canción más bella
sobre el muro.
III
Enlutado de su propia existencia
-detenida entre su breve sombra
y su destino-
un zamuro, bello por la distancia y por el vuelo,
infunde angustia en el alma profeta:
una fría angustia, cuando
certero, como vencida flecha
-oscura flecha que aún conserva su impulso inicial-
cae tras el muro.
IV
La vida es una constante
y hermosa destrucción:
vivir es hacer daño.
V
Pero el muro,
el silencioso y blanco muro
parece que nos dice:
«hasta aquí llegan tus ojos,
menos agudos que tu instinto.
Yo separo tu vida de otras vidas
pequeñas; pero grandes cuando el ocaso,
el oro insinuante del ocaso llega».
VI
Acaso tras el muro,
tan alto al deseo como pequeño a la esperanza,
no exista más que lo ya visto en el camino
junto a la vida y la muerte,
la tregua y el dolor
y la sombra de Dios indiferente.
VII
Dios -muro frente a recuerdos y visiones-
está solo, íntimamente solo
en nuestros ojos
y en el menudo nombre
que lo ata a las cosas;
a la seda del canto del canario
fraterno
y a la noche que vuela en el zamuro:
fúnebre, pulido estuche de cosas ayer bellas
o tristes
que habrán de serlo nuevamente
del lado acá del muro,
con el temor reciente de volver al origen.
VIII
¿Morir?…
Pero si nada hay más bello en su hora
-frente al muro-
que los serenos ojos de los moribundos,
anegados por su propio silencio;
perdido ya, por entre frescas espigas encontradas,
el temor de morir,
y de haber vivido, como hombre, entre hombres,
que apenas -oscurecidos en su existir-
los comprendieron.
IX
Entonces el muro
parece allanarse entre el olvidado rencor
y la esperanza:
Es súbito camino, no límite de sombra y canto,
ante un nuevo Dios que nos aguarda
-que nos aguarda siempre-
y no conoceremos
a pesar de que marcha en nuestras huellas;
que nos llega de lejos,
del lado de la luz,
y que vamos dejando en el camino,
como algo, que no es tierra,
atado, sin embargo, a nuestros pies.
X
El muro en la tarde,
entre la hierba, el canto y el fúnebre vuelo:
presencia del dolor de vivir
y no morir;
consuelo de volver, en tierra y oro,
con la inquietud de haber sido;
polvo y oro que regresa eternamente,
como la muerte cotidiana,
bajo el granado trigal de la noche insomne,
rumorosa de viento alto
y de luceros.
El sediento corazón siente leticia:
el corazón y las queridas, tímidas palabras
huelen, como el muro en la tarde,
a cielo y tierra confundidos,
cuando el morir es cosa nuestra
y, como nuestro, lo queremos.
Lo queremos pudorosos,
en silencio, sin violencias,
mientras los otros temen -aún distantes-
la sensitiva soledad naciente
para el hombre, no humano, y su destino
confuso.
XI
Porque no hay muerte sino vida
del lado allá del canto, del lado allá del vuelo,
del lado allá del tiempo.
XII
Vaga intuición de perdurar
frente a la muerte ambicionada
y oscura…
Porque la muerte, imagen de nosotros
y criatura nuestra,
es distinta a la no vida
que jamás ha existido.
Ya que el verbo de Dios, que todo lo ha dispuesto
en la conciencia del hombre, no pudo crear la muerte
sin morir El y su callada nostalgia
de pensar y sufrir humanas formas.
XIII
El muro de la tarde -atardecido en nuestra tarde-,
apenas una línea blanca junto al campo
y junto al cielo.
Misteriosa cruz que sólo muestra
su brazo horizontal.
Unida, por la oscura raíz,
a la tierra misma de su origen confuso;
y al cielo de la fuga
por el canto y el ala:
la noche impasible del zamuro
y el camino de oro del canario
hacia el ocaso.
XIV
¡EI muro!
Cuánto siento y me pesa su silencio
-en mi tarde-
en la tarde del musgo
y la oración
y el regreso.
XV
Sólo sé que hay un muro,
bello en su calada soledad de cielo y tiempo:
y todo, junto a él, es un milagro.
XVI
Sólo temo en la tarde -en mi tarde- de oro
por el sol que agoniza; y por algo, que no es sol,
que también agoniza en mi conciencia,
desamparada a veces
¡y a veces confundida de sorpresas!
Sólo temo haber visto algo:
¡lo mismo!
el campo, el césped;
la misma rosa sensual que recuerda unos labios
y el mismo lirio exangüe
que vigila la muerte.
XVII
Y sólo siento frente a Dios y su Destino,
haber pasado alguna vez el muro
y su callada espesa sombra,
del lado allá del tiempo.
Poema La Mujer Que No Vimos
Fernando Paz Castillo
Se alejó lentamente
por entre los taciturnos pinos,
de frente hacia el ocaso, como las hojas y como la brisa,
la mujer que no vimos.
Bajo una luz de naranja y de ceniza
era, como la hora, soledad y caminos;
armonía y abstracción como las siluetas;
esplendor de atardecer como los maduros racimos.
De lejos nos volvía en detalles
la belleza ignorada de la mujer que no vimos.
La tarde fue cayendo silenciosa
sobre el paisaje ausente de sí mismo
y floreció en un oro apagado y nuevo
entre el follaje marchito.
Hacia un cielo de plata
pálido y frío;
hacia el camino de los vuelos que huyen,
de las hojas muertas y del sol amarillo,
se alejó lentamente
la mujer que no vimos.
Sus huellas imprecisas las seguía el silencio,
un silencio ya nocturno, suspendido
sobre el recogimiento de la tarde,
huérfana de la prolongación de sus caminos…
Pero su voz, entre la sombra,
hizo vibrar la sombra, y era su voz un trino:
fúlgida voz que hacía pensar
en unos cabellos del color del trigo.
Recuerdos de las formas evocan las siluetas
de los apagados árboles sensitivos;
pero la voz que se aleja entre masas borrosas,
denuncia unos ojos claros como zafiros,
y unas manos que, trémulas, apartan los ramajes
como dos impacientes corderitos mellizos.
Ni pasos furtivos, ni voces familiares:
oquedad y silencio entre los altos pinos,
y en las almas confusas un ansia de belleza.
¿Pasó junto a nosotros la mujer que no vimos?
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