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Su mirada.
Publicado por Engel en el blog El blog de Engel. Vistas: 853
Anochece mientras venzo al día entre el tumulto alborotado de estas calles. Es día de mercado, la plaza se ha vestido de una nostalgia perpetua. Huelo el invierno, el mismo que este atardecer el gentío transpira. El cielo está bajo. No sé lo que espero pero estoy esperando. Sospecho que el invierno ya me conoce. Me deja pasar sin pagar entrada a un nuevo anochecer. Gasto la última parte de la tarde en la misma cafetería de ayer. La camarera no me sonríe ni una sola vez, adivina que hago que bebo, y bebo poco, que hago como que hablo, y no digo nada. Me sospecha desorientado como aquel viajero sin billete. No se imagina que me encuentre en un tiempo detenido. Es, en esta espera reflejada como una rosa blanca en el cristal de la mesa, donde hablo con sus ojos. Me cuentan que ellos también odian las horas y los relojes.
Aquí, esperando en el atardecer de mí memoria, los recuerdos se enhebran en las calles, en las chimeneas empedradas de íntimo calor donde el sol planta los últimos hilos dorados que las golondrinas ponen como saliva en su lengua. Todo el peso de la ausencia en mis ojos y al cerrarlos, centellean en mis párpados los suyos color cielo. Y la nombro una y otra vez, evocando ese libro de fuego que he leído mil veces en su cuerpo. Lleva en la piel un veneno tan veloz que la taza de café se derrite entre mis dedos. Lleva esa luz de los ángeles caídos, ese juego de metáforas que convierte mi espera en paraíso.
Sucedió algo mágico. Apareció en mi extraño respirar, como un temblor de amor y nostalgia, como la lluvia cuando humedece la tierra. Ocurrió algo irrepetible, ajeno al tiempo. Apareció extraviada delante de mis ojos abiertos, desbordados por su luz. La tarde se alejaba con pausa, acariciando las alas de las golondrinas, que formando remolino, derramaban el último vuelo del atardecer sobre los tejados. En aquel momento brotó el deseo en mi alma.
Su mirada es tan parecida a un mar o a un río. Tan ostentosa en el reparto de su extraordinaria belleza. Tan favorecida por un cielo espléndido que me hizo olvidar casi todos mis defectos. Tan ingenuamente contenida de sí misma. Tan llena de tesoros. Tan proyectada de pasión. Tan prendida de auténtica nobleza. Tan insospechadamente de otro tiempo. Tan capaz de hablar su propio idioma que me fue preciso perder el juicio. Es por eso que gasté la tarde entera en una cafetería donde la camarera ahora me sonríe, por eso hice como que bebía y bebí mucho, hice como que hablaba y lo dije todo. Para terminar, fingí que iba al lavabo yendo al cuarto de la pensión con sus mantas frías. De este modo pude llegar a comprender el porqué de tal cantidad de transparencia en su mirada. Una vez en aquella habitación, todo lo invadió la pasión y la debilidad.
Rodaron mis sentidos tomados por un ardor excesivo que acabó por vencerme y me envió a un laberinto. Del oscuro murmullo de mi cuerpo salió el jugo que empapó aquellos instantes. Besar y seguir, morder y esperar. Abrir y cerrar todo. Los ojos y el alma. Los cajones y las puertas. Enredándome en un envoltorio de ropas y de manos para poder gozar un poco más la espera sin arañarnos. Tensa como una fruta recién metida en la boca cayó sobre mí. Todo fueron sensaciones, todo deslizamientos para escapar de mi piel en busca de nuestro propio tiempo. Los últimos resplandores de la tarde fueron borrados de un plumazo de los cristales, de su pelo y de su cara, no obstante, seguía iluminada. Se sentó a mis pies. Y yo toqué su cabello y enredándolo entre mis dedos acaricié sus pensamientos. Éramos septiembre, fuimos el mismo paisaje, el mismo deseo tratando de cruzar idéntica puerta. Tomé su mano y mirando sus ojos me acerqué a sus labios para saborearla, para comerla. La llevé dentro de mí soñando esconderla, nadie la alejaría de mi lado. Lo suyo era yo. Fue posible seguirla en cada movimiento por aquella habitación sin dar un sólo paso. Me recogió con la mirada y me llevó para vivir respirando su aire. Acaricié su piel, su sabor, su dulzura; todo como si su cuerpo fuese a aparecer entre mis manos. Al regresar de aquel maravilloso vuelo de silencios quizás fue cuando más la quise. Pasó sus manos por mi cuerpo deslizándose como aquellas pompas de jabón de mi infancia, con caricias limpias y llenas de burbujas de ternura. Estaba el amor calmado, allí mismo, en septiembre, en aquel cuarto y dispuesto a seguir en el tiempo. Realmente lo suyo era yo pero ella fue entera mía.
Había estado en aquel bar. Había estado en su mirada como un pequeño animal enloquecido corriendo entre recuerdos para encontrarla. En el pequeño local sólo cristales de vaho empañados por murmullos en desorden y yo. Sintiendo mis palabras y cierto temor hacia las suyas. Durante toda la noche, agua, viento. Lluvia alrededor, lluvia encima… y yo. Sintiendo sed de ella. Necesitándola. Gotas de agua en las manos y gotas de la noche resbalándose por mí rostro. Esperando, no sé el qué. Temiendo el día aunque faltara tiempo para un nuevo amanecer.
Alguien se me acerca por el camino. Una sombra oscura bajo un paraguas sujeta una linterna. Una luz diminuta e inquieta parece que me busca. ¿Acaso es ella?
Cogidos de la mano apretados bajo el paraguas, volvemos a casa. La noche siembra más noche, sin embargo, ahora estamos seguros que pronto amanecerá. Acompañados por la luz de la linterna caminamos largo rato bajo la lluvia. Espero que deje de llover. No es preciso, ha aparecido. Como siempre, la lluvia la había traído de vuelta. Al entrar en casa me acompañó a la cocina, acercándome al grifo lavó mis manos con agua caliente y jabón, con la ternura a flor de piel y el propósito de hacer que entrase en calor. Se alejó un momento diciendo, hay que encender la chimenea, estás helado. Traeré mi manta especial. Antes de que encienda la primera cerilla le digo que la quiero y cuando acaba de preparar el fuego y regresa a mi lado, vuelvo a decirle que la quiero. Más bella que nunca se acurruca entre mis brazos para darme calor a la vez que tiende la manta sobre nosotros, cubriendo también parte del viejo sillón.
Cuando por fin puedo sentir en mi piel su presencia, su calor, se desploma el tiempo y las ganas de respirar y sé que la amaré incluso más allá de perder la memoria. Me abracé temblando a su cuerpo y cerrando los ojos me fui alimentando de su tacto, de su olor, de sus besos. Deseé que el alma se me fuera para permanecer entre aquellas paredes eternamente.
Decididamente felicidad era ese abrazo, era sentir su presencia, era estar a su lado. La realidad fue un prodigio con su rostro, con su cuerpo. Sin hablar, nuestras bocas se perdieron una dentro de la otra. La imaginé desnuda, en el cuarto arriba, sobre la cama, debajo de mí. No había marcha atrás ni forma de manipular el tiempo. Tiempo que ahora tiembla en el borde de la ventana donde el sol aún no ha llegado. Sólo es cuestión de levantarse del sillón y comenzar el día, pero hasta la misma luz se esconde. Está debajo de la manta revoloteando entre sus ojos como un temblor húmedo. El tiempo encogido de hombros, sin saber si quedarse o alejarse se limita a hacernos compañía.
Está el amor, como el tiempo, quieto. Desde hace tiempo vivo en esa mirada, cerca de ella, aunque mi mirada sea otra.
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