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Un cuento antiguo. CHUCHO
Publicado por Pessoa en el blog El blog de Pessoa. Vistas: 947
CHUCHO
Este hombre con quien ahora vivo nunca ha tenido un perro. Eso puede verlo hasta un “mil-leches” callejero como yo. Pero sabe como tratar a un auténtico perro; es una intuición que pocos hombres tienen, como pocos tienen la sabiduría de tratar a las auténticas mujeres. Nos encontramos -¿me encontró, lo encontré? dejemos que la niebla del albur cubra la historia- en una tarde de abril con aguacero, como escribió algún poeta. Llovía a cántaros, pero a ninguno parecía importarnos la inclemencia de la lluvia (angélico llanto o meada celestial), tal era nuestro abatimiento, y seguimos caminando hacia lo obscuro.
Yo decidí seguirle a una prudente distancia y él parecía ignorarme. Pero yo olfateaba una cierta aceptación suya a mi distante presencia. Llegamos a un viejo caserón de recias puertas. El entreabrió un pequeño portillo en una de ellas y entonces volvió su mirada hacia mí. ¡Dios de los perros, que tristísima mirada! Nunca vi nada igual en mis congéneres. Casi en un susurro me dijo: “Pasa, chucho.” Desde entonces soy un chucho. Ese es mi nombre y mi orgullo. No soy, y lo he sido, Cuqui, o Lesli, o el muy humillante Rambo. Un perro que se precie debe de ser eso: un chucho. He aquí el primer acierto para conmigo de mi nuevo compañero.
Sacudí mi pelaje sucio y empapado, salpicando todo a mi alrededor. “¿Qué haces, bestia? Mira cómo lo has puesto todo. Ya conocerás mañana a la señora Dolores, la portera, y te vas a enterar.” Primera advertencia de que allí no valía todo. Pero, al menos, no me llegó la patada en la barriga como con otros amos. Alcanzamos su vivienda en el piso principal. Abrió la pesada puerta de madera tallada -una vivienda con solera, imaginé- y esperé prudentemente a que me invitara a pasar, que uno tiene ya muchas tablas. Se apartó a un lado y con una ligera señal de la cabeza me franqueó el paso. Un universo de olores infrecuentes a mi olfato me acogió amigablemente. Muchos de ellos no los sabría identificar; al fin y al cabo mi vida ha discurrido en la calle o en más humildes hogares. Pero aquello era agradable.
Pasamos a lo que debía ser la cocina de la casa. No he visto muchas cocinas, pero esa era, en cualquier caso, diferente. Junto al fogón y sobre él, mezclados con pucheros y cacerolas había libros, montones de libros. Una sencilla mesa en el centro, con dos sillas destartaladas eran el único mobiliario. Y libros, más libros. Puso al fuego una cazuela de la cual, al poco, comenzó a salir un olor apetitoso. Se sentó a la mesa y entonces, sólo entonces, me miró detenidamente por primera vez. “Otro cochambre como yo.” musitó. Ese fue el inicio de nuestra convivencia. La señora Dolores, la portera, me aceptó a regañadientes, advirtiendo a mi amo que en aquella casa no se aceptaban ladridos y que me dejaba estar por ser él quien era.
¿Quien es mi amo? Sé que me quiere, eso es todo. Desde su soledad hombruna y sin manifestación alguna de cariño, pero mi intuición de perro sabe que me acepta y que, de alguna forma, me necesita. Llevamos una vida muy austera, aunque nunca me falta comida -muchas veces es su comida la que pasa directamente de la cazuela a mi escudilla. Paseamos por los parques, a veces muy lejanos. Alguna vez, rara vez, viene una hermosa señora a visitarlo. Entonces me deja solo y ellos se encierran en el dormitorio. Ya me imagino.
Después, generalmente, se emborracha, llora y pasa unos días francamente abatido. Pero nunca me maltrata. Al contrario, sus muy escasas y someras muestras de cariño se hacen más manifiestas. Se sienta en su sillón frente al fuego que alegra la casa desde una hermosa chimenea francesa, si es invierno, y yo me tiendo a sus pies, sobre la suave alfombra. Así nos pasamos horas. Me gusta sentir sus pies descalzos, y creo que ásperos, sobre mi peluda barriga. Allí se los frota y eso parece alegrarle un poco el ánimo. Nos miramos, yo con mi mirada lánguida y llorosa; la suya, directamente a mis ojos, al poco comienza a diluirse, a perderse en dios sabe qué oscuros abismos.
A temporadas se absorbe en la escritura; debe ser escritor, un intelectual descarriado en todo caso. Entonces puede pasarse días y noches sentado ante su escritorio y se olvida del mundo... y de mí. He de llamarle sutilmente la atención -apenas un golpecito de mi cola en su pantorrilla, nunca un gruñido y menos un ladrido- y él repara en mi presencia. Sí. Perdona, me había distraído. Acabo este párrafo y bajamos a hacer tus necesidades.
Poco a poco, suavemente, he tenido que amaestrarlo. Ya soy alguien que cuenta en su vida; ya me dedica mi tiempo y mis atenciones. Yo solo puedo gratificarlo con algún gesto de alegría y frotándome contra sus piernas. Pero eso, al parecer, le basta. Pobre Hombre. Con qué poco se conforma. Tan solo; me alegra haberle encontrado y que él de un cierto sentido de utilidad a mi perra vida.
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