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Un cuento de Trenes
Publicado por Melquiades San Juan en el blog Dibujando Voces. Vistas: 520
Yo adoro los trenes. Cuando era niño solía huir de la casa para mirar a las máquinas de vapor hacer maniobras en el patio de la estación de ferrocarril de mi pueblo. Después de comer, escuchaba el pitido de la locomotora y cruzaba corriendo las tres cuadras que separaban a mi casa del enorme patio. Me ponía en cuclillas y me pasaba horas enteras mirando ese hueso que salia de un cilindro y echaba humo blanco.
Mi mayor felicidad, cuando la abuela nos llevaba a todos los nietos a un poblado vecino para comprar huevos frescos, queso y chocolate para su tienda. Eramos once nietos y la abuela, con sus casi 80 años encima, dejaba ver su "buena madera" como buena generala ordenándonos a todos para ir bien acomodados en los asientos de madera y hierro.
Recuerdo bien el traca traca y los pitidos de la máquina espantando al ganado dormido sobre las vías. Asomábamos la cabeza para mirar la cauda de vapor desde la punta del tren. Mirábamos a los maquinistas y le gritábamos lo más fuerte que podíamos, nunca nos descubrieron, ensordecidos sus sentidos por el chaca chaca y el puffff de la enorme caldera de vapor. El viaje duraba una hora. Cuando estábamos por llegar pasaba un señor vestido de azul recogiendo los boletos de los que se iban a bajar.
Ya entrada la noche, desde la estación del ferrocarril se escuchaba el silbato de la locomotora que venía desde Guatemala. En medio del silencio se escuchaba el crujir de los ganchos de los trenes al empalmarse unos con otros, se escuchaba también, como si fuera una ola, el sucesivo tirón de los carros al ser arrastrados tras la máquina.
Algo de melancolía me da al recordar el día que fuimos todos los vecinos a ver la llegada de las nuevas máquinas de diesel. Cambiaron todas las vías hasta la estación de mi ciudad porque el tren era más ancho. Todos ellos agitaban pañuelos para saludar a la máquina nueva que arribaba por primera vez. Yo volteaba a ver al lado contrario, hacia donde estaban formadas todas las máquinas viejas que serían mandadas a la Ciudad de El Carmen, en país vecino de Guatemala, para que siguieran dando servicio hasta sus últimos días. Las máquinas nuevas no me gustaron. No tenían ese llamativo brazo que parecía torcerse dolorosamente cuando daba inicio la marcha del tren, tampoco dejaba esa estela de humo como cola de caballo. Se lo dije a mi prima Juanita y se puso a llorar. Nos tuvieron que llevar a comer muchos helados para que se nos olvidaran las máquinas de vapor.
Un día (después de ver una película de un tal Joselito, un niño español muy llorón, que cantaba bonito) después de cumplir los 12 años, me fugué de mi casa. Me fui en uno de esos camiones que remolcan enormes cajas llenas de botellas de cerveza (en México les llaman "trailers"), el viaje fue de más de 2000 kilómetros, más de medio país, el último tramo lo hice en ferrocarril, todo una noche hasta llegar a la ciudad de México. Desde entonces vivo en esta ciudad y viajo en tren casi todos los días. Estos trenes no hacen ruido, no echan vapor, hasta hace unos cuantos años dejaban salir de sus ruedas un olor a balata quemada, luego les cambiaron el sistema de frenos; ahora son magnéticos, no hacen ningún ruido.
Los trenes y yo nos hemos vuelto silenciosos. Algo solemnes. Yo por las canas y las arrugas; ellos, por la rigidez de su fría estructura modernista.
Todos los trenes de pasajeros son urbanos. Por los valles y montañas de México solo corren trenes de carga. A veces siento nostalgia y quiero viajar en tren, me hago un delicioso té de canela, me arrellano en mi sillón "reposet" favorito y cierro los ojos. Lo primero que escucho son unos ladridos: es mi "Terry", que se alegra de verme después de tanto tiempo.
Me ato los cordones de los zapatos y salimos corriendo por el traspatio para que nadie nos descubra.
Cuesta mucho volver.
Cada vez las calles son más borrosas.
Si no fuera por los ladridos con que mi perro marca el rumbo, talvez no podría volver.
No obstante llegamos. Las máquinas están esperando.
El maquinista nos ve y empieza su jornada: Chun Chun para atrás. PSHHHHHEEEEE el freno.
Trararack el cambio de dirección.
Luego hacia adelante, hasta pasar el cambio de vía.
El garrotero se baja y cambia la vía.
Viene de reversa para dejar los furgones que llevarán granos de café.
Silbidos, traqueteo, vapor, y el brazo de hierro que juega a las vencidas con las ruedas.
Desvanecidas casi, la siluetas intangibles, hacen su rutina.
Terry está, como en aquéllos años infantiles, echado a un lado de mí.
Son siluetas fantasmales que pronto dejarán de existir.
Es quizá el encuentro final. El maquinista viene y me saluda. Veo manchas de grasa desvanecidas sobre su nariz, y entre sus manos la inseparable estopa. Tiene ojos tristes, casi llorosos. Sufre, como todos esos fantasmas a los que se les ha destruido todo su mundo. Extiende la mano y le pago con unos billetes de 100 no me olvides por hacer volver las imágenes de mis recuerdos.
Se va.
La tarde vaporosa, por las primeras lluvias, me invita a oler al naranjo, que ha entrado en celo.
Unas moscas zumban cerca de mí, arrullándome para la siesta.
Me dejo ir con la esperanza de volver.
Al volver es que te lo cuento: un cuento de trenes.
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