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Verano del 67 (Primera Parte)

Publicado por Melquiades San Juan en el blog Dibujando Voces. Vistas: 391

Ayer, inmerso en este verano de 2003. El día nublado trajo a mi alma evocaciones de ternura, y recordé.

Recordé aquella mañana de 1967 en la finca del abuelo, en las faldas del Volcán Tacaná.
Era uno de esos días en que el Sol no asoma nunca. Espesas nubes poblaban el cielo y no acertaban a descargar de una vez por todas, sus aguas torrenciales sobre la tierra.
Nada se podía hacer con ese tiempo, más que tomar un aromático café, un chocolate espumoso, leer un periódico viejo, escuchar la radio o el tocadiscos Telefunken con esa enorme bocina que el abuelo (orgulloso de su compra) había traído en su último viaje a la ciudad de México.

Allá afuera reinaba la humedad. La suave y permanente llovizna parecía no tener ninguna prisa. Era una de esas brisas constantes que no entorpecen la visión, antes la adornan, la hacen acogedora, romántica, y tremendamente perezosa.

Ese domingo del verano de 1967. Alojado en la recámara del segundo piso de la finca, me quedé en la cama hasta muy entrado el día. Mi abuelo, procurando que me levantara, me abrió las amplias cortinas de la habitación; y sin hacer ruido, esperó a que la tierna luz me despertara suavemente.

Abajo, en la sala, puso en el tocadiscos su acetato preferido (y el mío también) "Aranjuez," de Rodrígo, interpretado por las pulcras manos de Narciso Yepes.
Al terminar se dejaría escuchar " Fantasía para un Gentil Hombre”.
Siempre he relacionado este recuerdo con ese Concierto.

Desperté. Me acomodé las almohadas y me quedé mirando la inmensidad del paisaje selvático que aparecía a través del enorme ventanal panorámico.

A lo lejos apenas se distinguía el mar, gracias a esa cintilla blanca espumosa con cuerpo de víbora inquieta y mutante, que distinguía, como olas, el inmenso azul celeste en el que se confundían cielo y mar, a la vista. Persistentes olas, en su perenne intento de remontar sus límites naturales, desafiando a las costas.

Las costas... Ahí estaban las costas, verdes, derrotadas por la vegetación que las cubría como si fuera una cabellera esmeralda.
Luego, como tejoncitos colorados, los poblados: barro vuelto teja protegiendo de las lluvias y del sol inclemente del trópico al barro vuelto hombre, del que nos hablan todas las leyendas.
Barro desafiando a la selva: la reina de todos los espacios, con su color esmeralda de irregulares matices, que la hace parecer a la distancia, como una alfombra remendada o desteñida.

La llovizna bañaba cariñosamente a toda la tierra que mis ojos veían, como un maná cristalino del cielo.

Mi tía Clemencia, que se auto nombraba "La Solterona". Con su rostro difícil, como lleno siempre de ira, que matizaba con una permanente sonrisa, para equilibrarlo, ya que según ella “el gesto” no le ayudo para pescar marido, llegó y me consintió con una taza de chocolate espumoso y tibio, para que no me quemara la lengua. Acompañó su maternal gesto con un: "eres un “güevón" primero; y luego: "estos días son como para ti".

Acto seguido me empezó a hacer cosquillas en las plantas de los pies, provocando mi risa y algunas patadas defensivas pero siempre afectuosas, con las que trataba de hacerlas desistir de su travesura.
Solo me dejó en paz cuando sonó la campana de la entrada de la casa, anunciando, por lo insistente del tañido, que quien llamaba era una visita conocida, cercana a la familia.

Escuchamos. a través de la puerta entre abierta, que llegaban unos amigos muy queridos.


Mi Tía bajó los escalones con la alegría dibujada en su raro rostro, mientras gritaba y gritaba:

-¡Aquí estoy Bere! ¡Ya voy! ¡Ya voy!

Los saludos afectuosos se dejaron oír.
Imaginé una escena llena de abrazos y besos.

Se escuchó el castigo apresurado de los tacones sobre las duelas de madera de la sala, y también unos pasitos que venían subiendo velozmente por la escalera hacia mi cuarto.

Apareció Laurita en la puerta. También me llamó "güevón", palabra muy de moda ese día, por cierto.
Se abalanzó sobre mi cama con las negras intenciones de quitarme cobijas y sábanas.
Tuve una reacción tardía y defendiendo lo único que me quedaba, empezamos a luchar por la sábana.

Laurita y yo habíamos jugado juntos desde niños. Algunas veces nos habíamos liado a golpes por cualquier motivo: dulces, juguetes, papeles protagónicos en los juegos…

Últimamente, había notado que tenía unos ojos muy grandes, una nariz muy dibujadita, delgadita y exquisitamente breve; y que sus labios eran como los de una de sus muñecas, parecían un corazoncito, siempre húmedos. A escondidas se ponía el lápiz labial de su madre. De repente me gustaba mucho su voz; y a veces repetía constantemente las palabras más chistosas de su repertorio, esas que no completaba por pereza o descuido, o aquéllas que eran de uso muy particular en su núcleo familiar.

Le gané la contienda por la sábana y, atándola con ella, la hice estar inmovilizada un buen rato bajo el peso de mi cuerpo.

Primero asimiló su derrota (con alguna resistencia, claro); y luego, cuando ya no había motivo para que la continuara sujetando, empezó a moverse compulsivamente, sin disputar la sábana, indicando con ello, que el juego había terminado.

Conociendo su carácter y lo chismosa que era con mi Tía, que la adoraba como su madrina que era, la dejé en libertad.

Reacomodé las almohadas debajo de mi cabeza y hombros.
Recogí el cobertor y me quedé mirando a través de la ventana la costa y el mar.

Ella –abusiva- sorbió un poco de mi chocolate, que ya se enfriaba, y se acomodó a mi lado quitándome bruscamente una de las almohadas.

Sentí que también le gustaban los días así.

Nos quedamos en silencio.

######## a la segunda parte
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  • Melquiades San Juan
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