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Verano del 67 (Segunda Parte)

Publicado por Melquiades San Juan en el blog Dibujando Voces. Vistas: 519

Nos quedamos en silencio.
###### de la primera parte.


Se quitó los zapatos, y sus dedos, medio flacos e irregulares, quedaron al descubierto. Seguro que no le gustaban, pues cuando se dio cuenta que los estaba mirando los cubrió de inmediato con la sábana.

Nos quedamos callados.
Yo le llevaba unos meses de edad.

Ambos estábamos en la misma escuela, aunque en grupos diferentes.

Sorbió más de mi chocolate y luego me convidó un trago.

Veíamos enternecidos la llovizna sobre toda la costa y el mar.

Abajo empezó a escucharse ahora el primer movimiento del "Concierto Andaluz". Satisfaciendo la incurable megalomanía del Abuelo.
Nos relajamos ambos con la música.
Luego, sin quitar la vista del horizonte, me preguntó, simulando en la pregunta, mera curiosidad, y una muy estudiada indiferencia.

-¿Es cierto que ya es tu novia “la Bety”?

- No, respondí de inmediato.

Y eso dio campo para que ella soltara un despectivo discurso:


-Es una boba, se ríe como guajolote, me choca… ¡y tiene un diente raro! ¿No se lo has notado?

Bety y yo compartíamos el mismo pupitre en el salón de clases, justo al centro y al frente de todo el salón, ya que era el límite de la división entre la sección de niños y niñas, y en esos tiempos dos niños usaban un mismo mesa banco.
Todos los que quedaban en la línea del centro tenían a un niño y a una niña de usuario.

No respondí porque Bety y yo éramos muy buenos amigos. Intercambiábamos lápices, sacapuntas; las tortas, los refrescos, los dulces; y muchas sonrisas, y charlitas breves durante todo el día; y muchas veces andábamos juntos a la hora del recreo.


Laurita se incorporó ligeramente en la cama, me miró de reojo y modificó la pregunta:

-¿Andan diciendo por ahí que ustedes son novios?...

-No, -respondí, intentando parecer muy ajeno al tema.


Me levanté para beber lo poco que había dejado de chocolate en la taza.

Se volvió a recostar sobre la almohada y se quedó con la mirada fija en el techo.

Abajo iniciaba ya, el segundo movimiento del “Concierto Andaluz”. Seguramente el abuelo ya había revisado todos los chismes del periodiquillo local y se aprestaba a pasar al desayunador.

Me volví a recostar sobre las sábanas desordenadas.

Sentí que su manita flaca sujetó suavemente la mía.
Me admiró su valor, porque, aunque yo había estado pensando hacer lo mismo, temí tomar su mano y hacerla ir de chismosa con la Tía, que seguramente me reprendería por más de una hora, como era su costumbre.

Algo sentí.
Algo nuevo: nervios, agruras, escalofríos.
Mi corazón latía apresurado mientras el tiempo de detenía.
La miré a los ojos y me sostuvo la mirada.
Me miró de forma extraña, como nunca me había visto.
Yo también la miré así. Era una forma de ver que hablaba, que decía cosas a través de sus destellos emotivos.
Una mirada que no me percibía como algo ajeno. Nunca más otra persona, otro ser.

Siguió sin apartar su mano de la mía.
Estuvimos agarrados de la mano mucho rato.
No quería mover los dedos por temor a que la retirara.

Ella entonces apretó la mía con más fuerza.
Me emocioné muchísimo y sentí que ella también se emocionaba.
Los dos nos hacíamos los tontos.

Muy nervioso.
Titubeante.
Sin verla a la cara por temor a una mala respuesta, le pregunté:

-Laura: ¿Quieres que seamos novios?

Ella, con la vista puesta en la ligera lluvia que acariciaba la costa sin robarnos la presencia del mar, me respondió casi impersonalmente:

-Sí. Pero sin besos. Advirtió.

Entonces nuestras manos se sujetaron más amorosamente.
Como estableciendo una posesión antes desconocida, del uno con el otro.

Y esa mañana.
Compartiendo la llovizna, y compartiendo un chocolate casi frío, en una mañana de domingo fresco y haragán, iluminados por una luz de tal ternura que nunca dejó de ser luz de un amanecer, hasta que regresó la noche.
Ella y yo nos convertimos, de alguna forma infantil e inocente, en pareja.

Nos llamaron al desayunador.
Nos soltamos las manos y descendimos por la escalera de madera.

Más tarde, la familia y nuestros vecinos más cercanos nos desayunábamos unos riquísimos tamales de bola, galletas hechas en el horno de la casa, y deliciosas tazas de chocolate de la mejor calidad, que solo se producen en la región. Alimentos preparados con la inigualable sazón de la tía, entremezclados con el aroma del inseparable café humeante del abuelo.

Charlas vestidas con los diversos temas cotidianos poblaban los sonidos del ambiente. Como fondo, el Concierto de Aranjuez, por enésima vez, a bajo volumen, mientras que afuera, la lluvia ligera se daba de besos con los alcatraces, los lirios y las piedras del río.

Laura y yo, en silencio.

Ajenos como siempre, al interés de los adultos, nos veíamos fijamente desde uno y otro lado de la mesa.
Por primera vez no estábamos atentos a la charla para entender el mundo emotivo de los mayores porque teníamos el nuestro.
Éramos cómplices de un bello secreto.
El primer gran secreto de nuestras vidas.

Todo esto sucedió hace mucho tiempo. No recuerdo la fecha exacta. Solo sé que fue en el verano de 1967.
Un verano como pocos han habido en mi vida.

Ciudad de México, verano de 2003. Melquiades San Juan.
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