Cuando llueva

Hay almas que aparecen como un presagio,
silenciosas, imprevistas,
y traen consigo un temblor que no se nombra.
Tú llegaste así —
como una grieta hermosa
en el muro que yo había aprendido a sostener sin ayuda.

Desde entonces, algo en mí se desordena cuando te pienso,
una calma extraña que sangra por dentro,
una ternura que duele como las cosas verdaderas.
No entiendo por qué confío,
por qué mi pecho se abre sin permiso
ante alguien que aún no conoce mis sombras.
Quizás porque tus ojos tienen la tristeza
de quien ya ha visto derrumbarse el mundo
y aun así sigue de pie,
desafiando la ruina con las manos vacías.

No hace mucho que te conozco,
pero hay algo en tu forma de existir
que me arrastra con suavidad hacia el abismo,
un abismo tranquilo,
de esos que no asustan,
porque al caer se siente paz.

No has visto mis días rotos,
ni las sombras que me habitan cuando el cuerpo duele
y la voz se vuelve hueca.
No sabes cuántas veces he tenido que fingir claridad
mientras me ahogaba en mi propia lluvia.
Y aun así —sin entender por qué—
tu presencia tiene ese filo extraño
que corta el silencio sin lastimarlo.

Si un día el mundo te muerde,
si la noche se cierra sobre ti
y todo se tiñe de ese gris que oxida los pensamientos,
no me pidas que sea tu sol.
Yo no sé brillar,
no sé salvar.
Pero puedo quedarme.

Puedo ser el paraguas viejo,
rasgado, tambaleante,
que apenas te cubre del aguacero,
que se quiebra contigo
pero no te deja solo.
Y si el viento lo arranca de mis manos,
si la tormenta nos deshace las palabras,
entonces me sentaré a tu lado,
dejando que el agua nos atraviese la piel,
que nos lave hasta doler,
hasta que el cielo se aburra de llorar.

Porque hay vínculos que no nacen para sanar,
sino para sostener la herida sin miedo,
para mirar de frente lo que duele
y quedarse ahí, respirando entre ruinas.
Y si tú me dejas,
yo quiero ser eso:
la sombra que no huye,
la presencia que arde bajo la lluvia,
la certeza muda
de que incluso en lo más oscuro,
no estás solo.​