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Laguna de Bacalar

Tema en 'Poemas Generales' comenzado por Flavio Hugo Ruvalcaba, 5 de Octubre de 2007. Respuestas: 2 | Visitas: 3116

  1. Flavio Hugo Ruvalcaba

    Flavio Hugo Ruvalcaba Poeta adicto al portal

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    19 de Enero de 2007
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    En mil novecientos ochenta y cinco,
    el año medular del sismo inolvidable,
    de la Ciudad de México a Chetumal
    enviados por la Secretaría de Gobernación
    dos horas de vuelo machucan la distancia.
    La capital de Quintana Roo es diminuta,
    herbácea, inocente,
    se afianza con un pie en el estribo del caribe
    y toca la epidermis boreal de Centroamérica.
    La calle Héroes es una fiesta tropical
    salvo de una a cinco de la tarde
    en que el calor arrecia y se hace siesta.
    La ciudad ejerce las prebendas
    de una zona comercial libre de impuestos
    y es el paraíso de los que compran.
    Gozo recorriéndola de extremo a extremo
    por ambas aceras, hasta el malecón.
    Las casas son de baja armadura
    y muchas fueron árboles en su pasada vida.
    Tras sus cercas penden los cítricos y las hamacas.
    Las mecedoras ventean hacia la calle.
    A diez kilómetros están los hitos de Belice
    apenas a mitad del río Hondo
    que en esta época moja un agua navegable.
    Por la misma carretera a Cancún
    unos minutos ven al norte y surge Bacalar,
    la espléndida laguna de los siete colores.
    Aún conserva el fuerte San Felipe
    construido para detener a los corsarios
    que Inglaterra mandaba a robar palo de tinte.
    Esto despierta mi incredulidad
    y debo descubrir que no es laguna
    sino una lengua que paladea el mar.
    Un hotel ribereño nos hospeda
    y allí juntamos colores a las cinco de la mañana
    durante los siguientes días.
    Desde un trampolín nos sorbe la laguna.
    El fondo debe ser profundo
    pues a pesar del brillo no se asoma.
    Unos kilómetros al poniente,
    por la carretera a Escárcega,
    acaba el pavimento y sigue la terracería
    blanca y reseca, rectilínea,
    partiendo en dos la alfombra esmeralda de la selva
    hasta llegar a Los Lirios,
    el campamento de refugiados guatemaltecos
    que son las columnas de nuestro destino.
    A las diez de la mañana
    llegamos al lunar de la barriga
    del que se prenden los módulos y las casas
    en sus maderos sin barniz ni cepillo.
    Infantes y mujeres rodean la camioneta
    y nos saludan con sus dientes tímidos.
    Siento la importancia de estar allí
    y una emoción eléctrica al ver la bandera
    colgar del asta en la explanada
    con sus colores íntegros bajo el soleado lunes.
    Era como entrar a México
    desde un país extranjero,
    el origen de la expulsión de los indígenas
    incendiado por la guerra civil que no termina.
    Las instrucciones son directas: vamos
    a registrar a los hijos de los dos mil refugiados,
    niños de leche y hasta de tres años
    nacidos en suelo patrio
    y que tienen doble nacionalidad
    de acuerdo al artículo 30 de la Constitución.
    En unas semanas arribará el Alto Comisionado
    de las Naciones Unidas para Refugiados
    y el gobierno quiere dar un buen ejemplo.
    Al equipo de la Secretaría acompaña
    Saúl de León Ross,
    director del Registro Civil quintanarroense,
    un hombre de carácter liso y de mediana edad
    que en noches de coyotes
    escribe canciones y toca la marimba.
    Juntos seremos responsables del acto jurídico
    y honraremos a Benito Juárez
    y a las Leyes de Reforma.
    Doce días duró nuestra labor,
    un tiempo en que fuimos lápices de la selva
    anotando los padres, las madres, los abuelos,
    los nombres de pila y un lugar mexicano.
    Combinando las estirpes
    dimos constancia de los apellidos correctos.
    Con un poco de práctica hubo curiosidades:
    Juan Juan Juan,
    María Pedro Simón,
    usos y costumbres de los mayas
    entrelazados a las prácticas mestizas.
    Durante las tardes en el salón comunal
    de sillas de sedosa caoba en carne viva
    escucho las historias del miedo y del coraje:
    mientras dormíamos llegaron los caibiles
    y lanzaron granadas a los ranchos,
    luego vino la matazón,
    murieron nuestros padres,
    los hermanos, tus hijos pequeños,
    algunos de quienes corrimos nos salvamos
    pero la mayoría se murieron de tiros
    o quemados, los sobrevivientes
    caminamos noche y día disfrazados de muertos
    sin pan, sin agua
    hasta llegar a México,
    a cada rato preguntábamos
    ¿Cuánto falta para llegar a México?
    ¿Ya estamos en México? ¿Es aquí México?
    Y cuando al fin tuvimos la respuesta
    nos sentamos a lamernos las rodillas,
    apretamos las manos de los niños
    y nos pusimos a llorar lo que faltaba.
    Aquí estamos aún con el pendiente
    de que vuelvan a cruzar los soldados
    como lo hicieron en Chiapas hace meses,
    tenemos temor de que nos maten
    no por nosotros sino por los patojos
    que ninguna culpa tienen.
    No lo permitiremos, —me envalentono y les digo—,
    aquí están bajo la protección de México.
    Me sorprende la fuerza de la boca
    y me doy cuenta de que es el corazón.
    En la viveza de sus ojos
    siento que confían en mi país
    y que les ha curado un poco la esperanza.
    Cuando pronuncio la palabra México
    por primera vez me suena diferente,
    es algo más que un eufónico vocablo,
    encuentro una trinchera y un escudo,
    una metralla y un obús calibrado.
    En tan pocos días pasaron doce años lentos:
    cambié pesos por quetzales,
    compré una camisa tradicional en algodón policromo,
    que todavía conservo;
    jugué futbol entre las piedras con jóvenes quichés,
    comí un pan colectivo
    que me trajo el recuerdo de Tata Vasco
    y de las misiones jesuitas del sur de Brasil;
    me bauticé en la laguna de los siete colores,
    donde terminé siendo otro refugiado;
    comí armadillo a la naranja
    (que habíamos atropellado en la terracería),
    conocí el Cenote Azul
    junto a Bacalar
    y que es oscuro, de una garganta cruel,
    y tiene un restaurante donde se come el cielo;
    compré una figura de coral negro
    que es un buzo buceando en mi vitrina;
    oímos por las noches Radio Sandino
    convocar a cosechas colectivas de tomate,
    en una grabadora Sony que entró por Panamá;
    un viernes el delegado de la Comisión Mexicana
    de Ayuda a Refugiados nos llevó a conocer
    un cabaret atestado de marinos ingleses
    que reían en el sueño de un edén en las ceibas
    rodeados por venerables diosas resplandecientes;
    fuimos invitados por Saúl de León
    a comer comida china en la costa de Belice,
    junto a un aeródromo
    donde vimos alzarse extraterrestremente
    un Harrier de la reina.
    Conocí el desgarramiento de una madre
    que vio morir a su hijo en los frágiles brazos
    enfermo de bronquitis,
    mientras los conducíamos en camioneta
    a un hospital de Chetumal que nunca vimos.
    Y un día antes de regresar a casa
    eran las once de la noche
    en el reloj de la alberca
    mientras mirábamos nadar la luna en la laguna
    y unos extraños ruidos segaron la conversación.
    Eran las agonías, los pulmones,
    de una mujer y un hombre
    que morían aterradoramente
    en el acto de amor
    dentro de una recámara del ala norte
    con la ventana abierta
    y un huracán soplando desde adentro.
    Me quedé absorto colgado en aquel himno
    que era un tótem y una danza.
    Mis compañeros murmuraron bromas
    y prefirieron huir.
    Como un búho me mantuve
    en la rama de la noche, hipnotizado,
    fijo en la égloga del amor.
    Esto lo explica todo, pensé:
    las fuerzas para llegar a México
    y no morirse en la serpiente de la selva,
    su sonrisa esencial y la salud de sus ojos
    no obstante la terquedad del sufrimiento,
    y también los cuatrocientos niños,
    muy por encima de la media nacional,
    que habíamos registrado, uno a uno,
    hijos también del miedo y del coraje
    pero más que nada de ese amor
    que exacerba la muerte
    y los peligros.
    Ante las amenazas y la mala fortuna
    el amor saca la casta, tira zarpazos,
    pelea y nos defiende como gato bocarriba,
    muerde como perro
    y se vuelve una mujer que cuida a sus cachorros.
    Entonces caí en la cuenta
    de que los anotadores del Registro Civil,
    desde Benito Juárez
    hasta el más humilde juez del más pobre municipio,
    no sólo da fe
    de que ha nacido un niño y se le pone nombre,
    sino de que unos meses antes
    de aquella intervención
    un hombre y una mujer han sido amenazados,
    perseguidos, humillados, heridos
    por el imperdonable delito de ser humanidad
    y han sacado las uñas,
    pelado los dientes
    y se han armado de amor
    para ladrar
    y ahuyentar
    y matar
    a los violentos demonios de la vida
    y a los mansos obispos de la muerte.
     
    #1
  2. Rosario Martín

    Rosario Martín .

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    Estimado poeta ,me tomé el lujo de leerte y como si de un libro se tratara me tomé mi tiempo,naturalmente algunas palabras se escapan a mis conocimientos pero hice contigo ruta ¿ ? viví experiencias exóticas ¿ ? y ,sobre todo, me enteré de lo dificil que resulta amanecer cada día ,para seres humanos que deverían tener la misma suerte que yo.Una cruel realidad que aquí en nuestro " desarrollado" mundo, pensamos por desgracia,que todo ocurre más allá.No soy buena en sacar conclusiones y tampoco en ortografía,pero resumiendo ,fue un placer escuchar tu grito.Un besazo
     
    #2
  3. Flavio Hugo Ruvalcaba

    Flavio Hugo Ruvalcaba Poeta adicto al portal

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    Calorcito de Julio: Un honor que pases tu lectura por estos versos libres y sueltos. Efectivamente, en este poema, que resulta más épico que lírico, trato de recrear una experiencia real que viví siendo un jovenzuelo; todo lo que narro es real, incluyendo la anécdota final (que fue lo mejor del viaje, jajajaja). En realidad fue muy contradictorio, pues hubo cosas satisfactoras, pero también algunas bastante tristes, como darse cuenta de todo lo que sufrieron los refugiados guatemaltecos, indígenas mayas. Si los conocieras, seguramente te conmoverían su fragilidad, su debilidad ancestral y su ternura; en los días que viví con ellos me contaron historias escalofriantes de la guerra que padecieron. Por eso es que quise preservar esos testimonios en estos versos. Ojalá te hayan gustado. Gracias por tu lindo mensaje.
     
    #3
    A Rosario Martín le gusta esto.

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