A Lisi

No puedo, Lisi mía,
sino cantar en esta estiva hora
la profusa belleza que atesora
tu impar fisonomía.
Cada menudo poro de tus sienes
presta morada al lilio y al dondiego,
mientras despide la exquisita rosa
un aroma de fuego
en el rico pensil de tus mejillas
y califica la perpetua hermosa
de tus labios lascivos las orillas.
Refulgen los cristales de tu frente
tan gentil, atractiva y dulcemente
que no hay quien al momento de atisbarlos
no suplique a los cielos
con calmo ímpetu y sutil violencia
le concedan la suerte de ganarlos.
Carpe, en fin, los flagelos
la divina inocencia
que, como el agua fresca de la fuente,
mana con suave y lábil contundencia
de tu nunca anublada
y siempre azul mirada,
tras lo cual, tu sonrisa
con la urdimbre tejida de la nieve
depara una brisa
que en el alma promueve
la oliva más acérrima y segura.
¿Habrá de ser, entonces, cosa extraña
que sin ponderación ni desmesura
como un magno prodigio de natura
te definan los cálamos de España?
Mas no se alongue más mi humilde canto,
que impropio de un cumplido caballero
fuera herir el silencio sacrosanto
que abrazas al llegar el resistero.
Duerme en su compañía
sobre un mullido y verdinoso manto,
y no olvides, amor, que cada día,
sin descaecimiento ni quebranto,
más mi batiente pecho te desea
de lo que los alumnos de las musas
la alible miel hiblea.​