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Ayinhual (completa)

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Cris Cam, 21 de Febrero de 2019. Respuestas: 0 | Visitas: 674

  1. Cris Cam

    Cris Cam Poeta adicto al portal

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    Hombre
    Tenaz llanura

    “Y (Zeus) allí subió y se durmió, y a su lado Hera de áureo trono.”

    Ilíada, canto I, 611. Homero


    Al alba, cuando las nieves caen en arroyos y el cóndor, que baja desde los picos, sobrevuela la infinita llanura, que se extiende como falda de mujer, que con su altiva trenza derrota, con su paz, el orgullo de sus ojos, que en fatua acción pretende con ellos capturar el lejano horizonte teñido de verde como los pinos, de amarillo como el puma y descansar su álgido vuelo.

    Allí Ngüenechén deja al ave volar, allá al puma cazar en montes y soledades que de su mano es, y sólo por ella perecerá. De su mano, su pueblo de toldos limpios, de yeguas de patas trashumantes, cortando el viento con sus grandes esperanzas, sus torbellinos de fe en la grama que lo alimenta en el cielo que lo cobija, en el día que lo espera, y en paz duerme y veloz sigue su vida.

    La felicidad de Ngüenechén se dispensa al manso hombre, la tenue gramilla, el duro cardo, la esforzada abeja y el pertinaz mosquito. El dulce vapor a tierra mojada; el feliz silencio de la madre tierra, las acuarelas del rojo crepúsculo. Las hadas ranqueles, que cantan en bosques, lagunas y vados, acarician al cuerpo y la mente dando a Sophia más razones bajo el ombú curtido de sol.

    Y vos, Michellangello de Adán, ¿darías tensión al músculo del querandí, vuelo a las crines del tehuelche, luz a la mirada del pehuenche? Y vos, Homero de Aquiles, ¿darías voz al lenguaje araucano, al dulce quechua, al ácido guaraní, al canto comechingón? Y vos, Plauto de la comedia, ¿podrías a la gracia del lenguaraz remedar, a su verdad superar? Y vos, Apolo de Casandra, que con tu rostro quemás pajonales para recrear la vida, iluminás al gallo que canta tu presencia, y traés el aroma de la hoja seca. ¿Darías al tullido andar, al ciego luz, a la viruela freno? ¿O al hombre conformarás con el azul del cielo, con el canto de la alondra, con el tronar de las tropillas, dando agua al sediento, y sombra al errante?

    Sopla el Pampero, que hamaca a las totoras, de suave lavanda, hierve en el calmo tilo, dando a la llanura su aspecto de mar. Hera, dueña del humus, calla un adiós de afable sonrisa. A veces, alegre y ufano, un potrillo canta su paz reclama la tierra feraz, Y en coro responden la núbil ternera, el ágil huemul, el peludo tapir, mientras el tero que cae en picada, cierra un lúgubre canto. El sol, sonrisa de gran padre, ilumina desde oriente, el Tronador se duplica en el lago, el ombú alarga su majestuosa sombra, y el pasto se vuelve áureo, prefigura de sus, quizá, voraces llamas.

    Aurora acaricia con dedos de rosa, al ya calmo ya feroz Apolo, ya nada queda de la noche, pálida está Selene, en su arco creciente, Véspera guía de estrellas, bosteza su adiós. Y allí, como el sonido, del cuerno soplado por el abuelo, o el tañido sobre el hierro de la abuela, que llama a comer, o al resguardo por tormenta, se oye la estrepitosa carcajada del tropel que cruza contenta la grama, dando alegría a la manada que lo expresa en el sacudir de sus colas; ya parece ser escuchado por los cardos que baten silbidos de placer.

    Una animada polvareda augura la vital ceremonia, las lanzas ayer en descanso hoy presiden el necesario sacrificio de la núbil yegua que dará su hálito de vida para bendecir la virilidad de los efebos que ayer recogían la leña que alumbra y calienta, que cuidaban el rebaño que abriga y alimenta, y mañana, puñal en mano, trozarán al venado, cazarán al ñandú y portarán la lanza defensora, atributos que dan el derecho de dormir junto a sus esposas, y contar las leyendas a los hijos. Esos son los que con su algazara despiertan a los pájaros esta mañana, que desafiarán la furia de las ventiscas.

    Allí se los ve, montando al ayer iracundo bronco y hoy, mérito de la palabra, domado corcel. Ahí van, regalando al viento los perfumes de azahar y limón de su larga y limpia melena haciendo menear el atavío que tiernas manos han tejido, antes del acto nupcial. Allí clavan la lanza sobre el feraz humus prefigura del vientre que les dará descendencia. Hay ímpetu, no ira, en la espuma con que regará su propia tierra fértil, carne con su carne.

    Por eso él va y viene, al potro, suave, taconea, su gozo de viento y sudor, con su cérvix cortando el aire la primicia que yacerá a su vera, sangre con su sangre, para la heredad que Ngüenechén, le entrega desde los tiempos del gran diluvio que deberá proteger de la voracidad de los elementos, y la destrucción que viene de Gualicho. Y así galopando y diciendo en domado potrillo deja crujir el pecho de la madre tierra que pletórica de dicha le devuelve su eco. Y el mediodía con su zenit calcinante derrama sus bienes.


    La ceremonia

    …y solamente lo que toco veo.

    Verde embeleso.
    Sor Juana Inés de la Cruz




    Mediodía, tiempo sin límites, donde se confunden el norte y el sur, el este y el oeste, cuando el horizonte baila con espejos, cuando el puma nada sobre nubes azules, Cuando se juntan, obra del Padre, sobre la infinita llanura, la luz de algún cielo, donde inefable Él reina. Allí cuando el grillo bate alas, y la cigarra canta su ópera, el chajá grita su pasión de serenata, el cuis asoma su leal hocico, al real concierto de animales, todos quienes en completa armonía, comparten el suelo. Es en este paraíso que la mansa estirpe, ha tomado la heredad que Ngüenechén le ha otorgado, que deja su orgullosa huella, domando al potro de céfiro porte, que lo ayuda con sus patas en la caza, con su lomo en la carga, para limpiar los caminos y hermosear la aldea. Fructífera la ronda ha sido, liebres, carpinchos, teros, moras, maíz, papa y zapallo, que de la mano del padre se multiplican y crecen.

    Allá, un lenguaraz, con un caballo atado habla, que más pronto que tarde, entiende que su libertad acaece, y el pienso se multiplica, cuando sin látigo ni vara, el lomo, inclina. Helio cruza con sus alados corceles, las nieves, en que allá, muy lejos, el cóndor anida. Y cae, al fin, la tarde; con su manto de purpurea seda. La núbil yegua, espera aún su cruel destino, atada a un alerce, y vestida de fiesta, mientras las niñas le rezan al gran padre, el volver a encontrarla, más fuerte y feliz que ahora. La noche de infinitas luces, arroja un rocío de frío matiz, y las ateridas pieles, hace un rato de sudorosa espalda, ahora buscan el concurso mutuo. Pronto se oyen sendos crepitares. La seca madera entrega su rítmico canto, y las llamas realizan un angélico baile, que transfigura los alegres rostros, aún sin el rastro de los oscuros fantasmas, que Gualicho, siempre al acecho, en el aguardiente esconde. La tribu celebra la noche, con multitudes de ¡Yapaí!

    Ya pronto, como vieja hecatombe, como que de aqueos se tratara, en torno a las llamas, ya parados, ya bailando, en cuclillas o sentados, honra al fuego tributan, uno removiendo las brasas, otro cuidando el agua, que dará al cebado un abrazo en guaraní, este en su caña cual trinchete, come las delicias de un conejo, pero aquel prefiere jabalí. Al fin, cuando la luna, de trajinado andar, descansa sobre unos pinos, justo cuando Véspera parece dormir en su regazo, es el turno de Chiway, la núbil potranca, que ajena a su sino, responde las palmadas de niñas y muchachos.

    Es tarea de pocos, el cuchillo que entra, y antes de regar la hierba, con su sangre vital, casi sin padecer tormento, exhala su ímpetu animal, para que los aún niños, sean, mojados y así iniciados, que la roja sangre de Chiway es de hembra pura, como puro será su ímpetu viril. Y, Chiway, Espuma del Mar, el sagrado banquete, será compartida por toda la aldea, sin que pelo, ojo, ni hueso, sea dejado a las alimañas, ya que lo el hombre no consuma, en cestas de cuero y mimbre, al puma de la sierra será dejado. Pero su corazón partido en partes iguales, sólo es privilegio de los que recién son, desde que la luna ya no los alumbra, parte de la tribu adulta. Así mientras guardan recoleto retiro, por el resto de la noche, sus prometidas, esperan ansiosas, en el otro lado del fogón.

    Del resto de los convidados, algunos duermen su temprana ebriedad, los más calmos, caminan hacia su querencia, pero, como siempre pasa, algunos se provocan, casi siempre porque sí, y disfrutan la pelea, hasta que, blandos por el alcohol, son reprendidos y golpeados, por sus mujeres, antes que la sangre de Chiway no sea la única en correr. Y así los encuentra el día, que no son raros sus lloros, ya por el recuerdo del hermano muerto, la mujer perdida a una caída de taba, pero más al saberse, sin que nadie se los diga, que es el aguardiente, quien los pasa de hombres a miserables bestias. Lo cual sólo sabrán cuando sus hembras, en sutil venganza, se los cuente. Que los ranqueles no deberían tener tantos epítetos para contarlo.

    Cuando Leruén, de voz ácida y estentórea, quiso cantar las alabanzas, en cantos de guerras pasadas. Sólo el pinar lo escuchó, que el dolor, el penar y la pérdida, se conoce desde que el Huinca, con muerte de fuego y hierro, llegó con sus mohosos barcos de la lejana y vieja Europa, siempre mintiendo, robando y matando, que si el indio mata, el huinca mata dos veces porque mata el cuerpo y mata el nombre. Que si un atrevido rancho huinca, cayó ante la llama del guerrero, fueron los niños de pecho, los que antes de matar a sus madres, los desollados por el látigo, y dejados vivos y llorosos para alimento de las ratas.

    Así Leruén, con gran aprensión, pero sin odio, porque era inútil, concluye su perorata. Cuando de las sobras que daba una noche sin luna, pero con la leve claridad del alba, observo como se acercaba un jinete. Que no era un huinca, claro, lo decían su falta de apero, que si había sandalias en sus patas, su lomo una fina camisa y en sus piernas un pantalón huinca de corte inglés y su porte, claro, señorial. Cuando pudo reconocerlo, le dio un abrazo, sin efusión pero con respeto, era Llancañir, capitanejo, joven y aguerrido. Su viaje había durado horas, y en el rostro se le veía el cansancio, y en el cuerpo el hambre. Alguien arrojó sobre los rescoldos, ya casi apagados, un trozo de venado frío, y una india le alcanzó un cuerno con agua.

    Llancañir, era joven, y la belleza de Ayinhual, hija de cautiva, no le era indiferente. Hacía ya un tiempo que se conocían, entre sus tantas idas y venidas. Ella, por su parte, aún núbil, sin indio que la corteje, lo venía esperando. Y si no se habían amancebado, era por el destino incierto del pueblo a causa de la guerra. Y si su llegada fue alegre, no lo era los gritos que ahora, cortaban el horizonte. Sin saberlo había sido seguido, y ahora al saber el lugar de las ceremonias, alejado muchas leguas de la toldería, las partidas podían atacar sin tapujos. Como de indio bravo se trataba, cayeron sobre él, y al grito de la muerte, sin atreverse a matarlo aún, lo engrillaron. No pudo Llancañir, desenfundar su cuchillo, que de hacerlo, haría pagar la deshonra. Salió, Miguel en su defensa, que si no con aprecio, sí con agradecimiento. Más no duró mucho su arrojo, un disparo le abrió la frente.

    El resto de la indiada, desarmada, como mejor resolución, con cuchillos pero sin lanzas, se batió en retirada, en busca de oportunidad mejor. A la distancia de una piedra, mientras la partida se servía, del suculento banquete, Leruén inició los debidos gritos, que al joven indio, se le debía un funeral. Ayudar a Llancañir debía esperar. A varias cuadras del lugar, Leruén pedía, gritando, llorar la muerte, del que aún no pudo, probar su valentía; a causa de sus pocas lunas. Todos callan, hasta se podían escuchar los grillos, que cantaban a la vera, y el lejano crepitar de los fogones. Allá, Leruén, nunca visto por sus ojos, veía que el joven Llancañir, como si de indio malevo se tratara, permanecía estaqueado, y ya uno, ya otro, se levantaba, caminaba unos pasos y lo pateaba en las costillas, y su alarido la Pampa cruza, y a los pájaros espanta.

    Mientras a los jóvenes, el odio los rebela, ¿Qué será del indio en sus manos?, Ganas de empuñar los cuchillos, si los tuvieran en demasía. Pero eso será en otro tiempo. Ni las sumisas cautivas, en otro momento rebeldes, dan crédito a sus ojos. Miguel con su sangre y sesos la grama riega Llancañir estaqueado y pateado. De pronto, Ayinhual, puso en su boca el peligro, rescatar a Llancañir. Sí, eso ya lo habían hecho, Isis con Osiris y Mamaquilla con Inti, pero ella ni era diosa, ni la estaca un eclipse. Ayinhual, que ignora, la abundancia de los viejos tiempos, previos al diluvio, ni las lluvias de los abuelos, y sólo la actual miseria, no sueña con acabar la bárbara fiesta, sólo a Llancañir rescatar.


    La doncella

    La hermosura de Eleonora recordaba la de los serafines, y era una doncella ingenua e inocente, como la breve vida que había vivido entre las flores. Eleonora.
    Edgar Allan Poe.


    Ayinhual, esperó, esperó a que amaneciera, esperó a que la partida, ahíta de carne, y ebria de aguardiente más que dormida pareciera muerta. Sólo Llancañir, pura ilusión, con los cueros lidia, en el vano anhelo, de zafar su destino de puñal, sentencia al que quiera componer, sentencia para el bravo condenado. Amparados en el poder, del vil Winchester, índice sobre el celoso gatillo, el sombrero sobre los ojos, el oído laxo pero atento, dejan que el silencio quebrado, por la grasa que frita, recuerde la infantil alegría, de horas pasadas. De pronto, con sonámbula abulia, uno de ellos, sin despertarse, repite el acre sonido, de un puñal sobre el gaznate, seguido del cruel chillido, de un borbotón que fluye, la garganta no grita, ni el cuerpo llama estalla. Y en esa paz de cementerio, delatada por su aroma a limón, la núbil figura de Ayinhual, temblando su porte por el miedo, que puñal en mano, busca concretar su hazaña.

    La larga trenza rubirroja, sangre ranquel, cabello de huinca, muestra la firme determinación. Ahí, va, respirando apenas, su grácil cuerpo atento, sobre la partida dormida, pasa, mira, escucha, respira. Camina y sus ojos, ya desorbitados, miran hasta el vuelo del mosquito, que en milenario enjambre, en la noche aciaga busca, también, las blancas yugulares. Allí está, como consultando con Yorik, sobre cual el puñal hundir. Alguien se mueve, rezonga, despierta. Y tomada por el coraje, sobre el cuello el filo pasa. El hombre, con gradas de teniente, ironía del destino en silencio muere, sin que su cuerpo llame a diana. La ninfa de allí, en su bautismo de sangre, con más sigilo su cuerpo mueve. El casual triunfo, que nunca hubiera buscado, que por su amado la impele, como la estrella madre, de poder se nutre, batiendo sombras con su luz.

    Llancañir la ve, creyendo en ilusiones, ya que eso que sus ojos cansados ven, no puede ser más que un sueño. La frágil Ayinhual, hacia él caminando, el cruel cuchillo como si Bruto de Lucrecia, aun goteando y caliente lo hubiera retirado, dejando a quien quita la vida a su diestra. Allí, al que, desoyendo consejos, que ranquel e hija de cautiva es mala mezcla, lo dicen los ancianos, lo afirman las estrellas, pero allí, aún atado a las cadenas del infierno, está el arcángel a quien le dirá Fiat. Llancañir, entre todos los mortales, mi querido, descansa el músculo, aplaca la respiración, que lo que ves, no es ilusión ni es sueño, que aquí entre esta gente adiestrada y asesina, a rescatarte venga, con mi trenza, mis sandalias, que el puñal pesa más que mis brazos. Pletórico de sanguinolentos magullones, una oreja partida por la suela de pesado calzado, pero animado, tan sólo de ver a su hada ranquel, que si su gracia de vivir, allí al instante acaba, y si lo vivido, en los mansos ojos de vaca, que Ayinhual, como toda gente buena, tiene.

    Sus captores, hoy jueces, carceleros, verdugos, recitaban su gloriosa pertenencia a la raza que mató a Moctezuma y empaló a Caupolicán, quemó a cien caciques y desmembró a Túpac Amaru. Ya pensaban los tormentos crueles y amargos que hicieran que Llancañir la muerte deseara, antes que la larga astilla bajo las uñas, o el rojo hierro sobre espalda, pecho, cara o lengua, mientras el sol, de áureo carro, avanza hacia el oeste, pero sus palabras seguían con la amenaza de acabar con la bastarda descendencia, imitando burdamente, el grito de un niño a quien la piel están desollando. Ya muchas veces lo han hecho en miles de años. Así el acérrimo Agamenón, jefe de reyes, de falsas lágrimas, a su hijita Ifigenia bajo el puñal sacrificó en busca de vientos, y al retoño Astianacte, vástago de Héctor y Andrómaca, arrojó sin piedad desde lo alto de la muralla, para más horror de los despavoridos troyanos, engañados por un regalo aqueo. Así la púber Juana, guerrera de Francia, conoció la hoguera. Los inocentes de Judea, capricho de Herodes, el filo de la espada. Y si a los propios niños eso hicieron, ¿qué podían esperar los invadidos hijos de esta tierra? ¿Qué otro destino tuvieron los infantes Quilmes, al no poder caminar al ritmo de los caballos, desde la hogareña aldea hasta las orillas del Plata, que ser abandonados en desconocidos desiertos, y ser devorados por el sol del mediodía?.

    Madres de piel lozana y útero latiente, que mojan sus prendas de vital leche, cuando el acero, las grebas y los rojos yelmos, asolan la inexpugnable ciudadela, o el caliente fusil, el filoso sable y el quepis la nutricia llanura de fértiles tierras, matando a sus defensores guerreros, arrancándoles de sus brazos a sus tiernos vástagos, que por todo signo de vida, todavía sólo lloran. Así pensaba el joven Llancañir, nieto de quien cargando pesada mochila, cruzó, por magra paga, las nieves eternas para liberar Chile y Perú, y ahora siente que la parca lo llevará sin que sus crines nieves aniden, ni su pecho haya sido desnudado, ni su simiente a mujer alguna fecundado. Priva el amor más que la venganza, sólo cortar los cueros quiere. Pero si una mano aciaga la aferra, será su mano que al cuchillo clave, sin alevosía pero con firmeza, en los blancos cuellos de los asesinos.

    Y si amorosa es su nombre, y parte de esta tierra su destino, ofrecerá su martirio de sangre pura, que fluya, si así los dioses lo dicen, como arroyo que baja del monte, para culminar en gozo de sangre, liberar al que sólo mira al cielo. No dejará, no quiere, ni puede, dejarlo al acecho de los buitres, y aunque atados sus miembros, no su espíritu indomable y libre, porque si los vientos la Pampa cruzan, sin pedir permiso a los hombres, Zorro Perlado, no puede perecer. Y la pérfida partida, ignorando estar sin jefe, duerme a pata ancha su segura borrachera y espera el día para cumplir con su alevoso designio, torturar al indio con método y correspondencia, tacazos a sus partes, culatazos a sus costillas, palazos a su lomo, el filo que desuella, la punta que atraviesa, la mordaza que asfixia, hasta que el necesariamente fuerte y joven corazón decline. Pero si del regodeo las babas afloran de sus pútridas bocas, no tocan, aún, del tenaz capitanejo el férreo y bello cuerpo.

    Allí, casi al alcance un respiro de golondrina, la ora tímida como conejo, ora audaz como puma, acera su oído para saber si aún hay suave jadeo. Y antes que el verdugo busque su fácil gatillo, su puñal, como hijo obediente, lacera los cueros, que a su amado retienen a la pérfida muerte a la que, ni vencido ni resignado, está destinado. Cree sentir las negras gotas en que Ngüenechén diseminará su cuerpo para volverlo a la tierra, el aullido de los lobos que auguran su festín, el revoloteo de los buitres para reclamar su pedazo. Pero al ver la grácil figura revierte su ensueño, para pensar en un hada que lo llevará en largo viaje. Y sólo al olisquear su intenso y áspero aroma, sin saber si de cadáver de flor o rezumo propio, alza sus lacerados ojos y disfruta de su sonrisa. Pretendió preguntarle de que cielo venía, cuando tocándolo la rubirroja trenza, supo que era mortal, ranquel y suya.

    No necesita la gallarda ninfa decir su nombre, que no es ángel intuye el indio cuando sin agua cercana, le ofrece, como otras veces, el dulce licor de sus pechos, poca cosa, para que no se rajen sus resecos labios. Ambrosía sutil que lo incorpora de la yerma gramilla, justo antes del nauseabundo despertar del guardia, a quien, juntos como en incalculada sagrada crueldad, con nervosos nudillos sobre las dulces manos, hunden el ya usado puñal sobre la tubular garganta, tomando la vida, antes de que el sol se desperece, de un tercer huinca parte de adocenada partida. Demasiada fortuna, opina, con inconfundible gesto, y en lugar de regodearse con otra justa muerte, la toma de una muñeca y salen con pasos de liebre.

    No a tiro de piedra, lanza ni honda, distancia nimia para el alcance y certeza del fusil, la dulce pareja, el renqueando, ella sosteniéndolo, cuando sus figuras recortan el horizonte, es ella quien enloquecida, por seguir viva y por tenerlo, se entrelaza como gladiador en la arena, con boca, dientes, pelo, manos, pies, ojos, rodillas, nariz, muslos, orejas, espalda, frente, que no es todo lo que aún tenía. No eran obstáculo las heridas y cardenales, que no había hueso que no gritara por sí mismo, para reciclar nueva y reconfortante correspondencia, con la soba de su palma como quien acaricia trigales, la humedad de su lengua como quien bebe arroyos, la cristalidad de sus ojos como quien derrite nieves. Deja que ella por él respire, por él camine, por el ría.

    ¿Acaso, dice interrumpiendo la tortuosa huida, hay hombre más dichoso que Llancañir en esta Pampa? A quien la mano de su amada, estando la suya atada, mató por suya propia. Arrojada a las fauces del huinca que escarnio, dolor y muerte, pudo haberle, en cuerpo tan magro y tierno provocado, cuerpo que si atrapado, lacerado y violado hubiera sido, yo, su hombre, hubiera recompuesto beso tras beso. No, no hay hombre, más feliz, indigno de tal amazona, que el triste capitanejo, hijo de la llanura, Zorro Perlado. Feliz ante tanto halago, advierte la mestiza, que de una huida la travesía se trata, ya tendrá el indio, cuando la piel se reponga, de solazarse palabra a palabra, piel con piel, que ahora el fusil aún los alcanza.

    Deja ya la perorata del lenguaraz, para ubicar un bosque donde el cuerpo ocultar, que de nueve aún se trata la cuarteada partida, que no volver al lejano fortín sin las dos cabezas, será parte de un apurado, asesino juramento. Y mirando a su princesa, a quien ya amaba, pero ahora más que al sol y luna, precisa, debe, aunque sus inflamadas partes lo entorpecen, buscar lugar donde las hienas de uniforme, no rocen ni hurguen el follaje y el olor a sangre detecten. Que el huinca tiene escuela y el ranquel amaneceres. Lloran, ahora que la sombra un álamo ofrece, la muerte de Miguel, a quien Leruén ofreció sus gritos, para que los potros del más allá de dócil lomo, corran con el que no conoció mujer, ni sonido de malón. Que el puma mata al conejo para saciar su hambre, pero el huinca mata al niño para robar sus tierras.

    Pero, aquí estamos, al amparo de la llanura, que donde el huinca ve desierto, nosotros edenes, que aunque los pies sin piel se queden, habrá fruta que arrancar y liebre que comer. Que con los sentidos absortos de inmensidad, ¿Quién necesita el ingenio de la máquina, si puede dormir bajo un manto de estrellas? ¿Quién agotarse cuando el ñandú te invita a reír?

    Ayinhual, ya viene la luz y vivos estamos, la reciben los ojos, la fronda, la piel, el toldo, lejos aún queda, que importa, si tengo tu perfume que alimenta mi espíritu. Que no hay cuerpo exangüe que no marche si tu trenza entre mis dedos compite con el canto de los búhos.

    Que esta tierra, nuestro mapu, fértil morada, llamada patria por otros que necesitan el fusil, mordaz cruel ingenio, para detentarla suya. Viviremos por ella o pereceremos juntos, que no hay escudo más tenaz que el arrojo que da poder contemplar el cuerpo de una mujer, cincelado supremo de los dioses. Es triste ilusión que de coraje viva el hombre, sin un blando pecho donde recostar la cabeza, sin el grito alegre de un niño que huye de la travesura, sin el sabio consejo de quien conoce todos los eclipses, del sabor del guisado de una vieja sin dientes, de la incansable boca del maduro lenguaraz que alza la mano para aprobar o negar un malón.

    Muerde Llancañir sus pavorosos dolores y alegres caminan para, a veces, pararse, para escuchar el canto de una alondra, o ver el cortejo nupcial de un petirrojo, que les muestran que hasta las piedras, gritan la libertad en esta milenaria llanura.

    Ahí van, que no es engaño de Gualicho, la flecha que Amor por orden de Afrodita envía. Sentimiento que derrota la sombra de los fantasmas e ilumina los campos donde anida la Luz Mala.

    Y si el sol nos niega un próximo atardecer, ninguno de estos cuatro brazos se entregará, que de lucha, el cardo es nuestro testigo, saben, que antes que el huinca nos degüelle, este puñal mostrará la sangre de nuestro destino.


    Luces del alba

    La aurora, de azafranado velo, se esparcía por la tierra.
    Ilíada, canto VIII, 1. Homero


    Sólo el abejorro zumbaba en los azules cardos, la tenue hoja dejaba oír su voz arrastrada por la brisa, el agudo oído creía oír como la hierba crecía majestuosa, y las flores gualdas, rosas, amarillas, anunciaban el día, y allá, al este, entre la fría neblina, despertado por el gallo, anunciado por Eos, la de dedos de rosa, llega su hermano Helio, conduciendo los cuatro caballos que arrastran su carro, su corona de fuego, que ciega los ojos, surge imponente. No se atrevía el tero a gritar el día hasta que un rayo lo ilumina, y de a poco, calandrias, martinetas, cardenales, suben la voz. Como tosco tenor, un potro, mientras trota, ensaya su relincho, y las yeguas de su harén, con ronco coro reclaman su presencia. Tarde y dormido corre un ñandú en busca de alguna fruta, mientras un chajá huye de un carpincho y miles de cuises. No hay holganza, pereza, ni parsimonia, todos en sus puestos, mientras Eos, la aurora, se va, el cielo de rosa a cian pasa. Y allá, por fin, Ayinhual divisa con esperanza y dulce sonrisa, los cuerpos dormidos de la feliz tribu que ajena a la amenaza, duerme, como siempre lo ha hecho, con sus cuerpos en paz e ignoran la tramada cruel venganza que nueve fusiles, que fundidos en crisol asesino, le tienen preparada.

    Antes que el colibrí, ajeno al hombre, dé un nuevo aleteo, el reflejo de un aún lejano acero sorprende a Llancañir, culata sobre el muslo, dedo en el gatillo, ojo al horizonte, dispuesto a acabar con pareja, tribu, especies y mapu. Sin tiempo, signo de vida, a un nuevo respiro, la sorprendida y siempre pacífica plebe se cubre de pánico. Como el antiguo arquero clavaba su saeta en el sutil venado, sin el menor gesto de piedad un índice se contrae, un cañón escupe fuego, el humo lo esconde, el estampido aterra, a dos yardas Huentemil, compañero de juegos del varón, pierde su pecho, escupe sangre, cae sobre la gramilla y muere, sin moverse por el pavor lo siguen Anuillan y Loncopan, y aunque de piernas veloces a las dulces Pichunlaf y Llanqueray, niñas que aún sus orejas tenían indemnes, les cruzan la espalda. Nueve disparos, cinco muertes, buena cosecha del cristiano.

    Trece sólo quedan de la nutricia noche de fiesta, sexo y alcohol, cinco aún sin el atributo que da la lanza probaron la sangre de la sagrada Chiway, y ahora es la suya propia la que riega el pingüe humus de La Pampa. Quince doncellas ayer niñas, de pechos aún no crecidos, los acompañan, en el aciago tránsito hacia las tupidas barbas de Ngüenechén. Veinte los bravos que, durmiendo un sueño de alcohol, sin despertar, recibieron los cobardes cortes de gañote o tiros de gracia en la nuca, pero aún, quince jóvenes indias que sufrieron el escarnio de la violación, palabra nueva para el ranquel que sólo conoce el acuerdo de los yuyos. Y los trece dispersos sin posibilidad de reunión y contraataque, para recoger, honrar y sepultar, con gritos a los dioses, a sus amigos.

    Sube, Llancañir, sobre Kiñelef el único potro sobreviviente, a Curipan, a su edad, gran amazona, y con ella a tres niñas pequeñas, y antes que el ojo vil lo note lo palmea y pone rumbo a la aldea. Luego, con enervada calma, busca a Ayinhual que no yace sobre el pasto, pensando huir con ella en dirección opuesta a las salvadas niñas, a fin de atraer hacia él la demencial furia homicida de la partida. Sonrisa en su rostro al ver a su princesa, golpeada pero viva. La toma de la mano y corren hacia el pequeño bosque, allí, a la vista, con la presteza que da el pánico y el entrenamiento, se cubren de hojas. Montículo difícil de ver para la poco conocedora vista del huinca, y allí, muerden los dientes presos de las voraces kollalla colli, que, alborotadas por la zambullida, defienden como ranquel su tierra.

    Buena, pero inútil estrategia, desecha por un inoportuno accidente. Küdell, la menor de las niñas, se cae al saltar, el ágil Kiñelef un vado, y aunque luego del grito, se mordió la lengua, y estaban ya lejos del lugar, donde el huinca en cruel cacería trajo su atroz y sangrienta weichawe, fue oída por uno de la partida, y montando a su malacara salió tras ellas. Oculto de la vista de Curipán, las seguiría para descubrir la toldería, espiar y llevar más partidas y con ellas más dolor, iniquidad y llanto.

    Luego de seis horas de intenso trote, sol, viento seco, polvo arenoso, sangrando sus piernas por el roce sobre el áspero lomo de Kiñelef, llegaron dando voces de alarma, por el fuego asesino del cristiano, con la esperanza de que la aldea se prepare para luchar o huir, ante los oídos atentos de capitanejo, viejas, guerreros y familia.

    No duró mucho la arenga, antes de ver y oír con ojos y oídos, los pies sintieron el ya conocido temblor de una maloca huinca. Una treintena de jinetes, armados y furiosos, con el filo en los sables, la muerte en los fusiles, pronto, este a la diestra y el otro a la siniestra. Separados, sin siquiera una lanza en el puño, vieron como los niños, unos treinta, que minutos antes, reían de alegría, sangraban ahora, por el cruel corte de los sables; caía una cabeza de madre desesperada, y mientras Kintuñanko, viendo lo inútil de la resistencia, ordena la huida, y de los cincuenta que eran veinte se pusieron fuera del criminal fuego. Allá sin haber podido desmontar, Curipán y sus amigas, taconeaba al flete, los huincas, aunque sus balas ya no mataban a nadie seguían gatillando.

    Kintuñanko, en un arrojo suicida, tomando su ajada pluma blanca; señal de un último acuerdo de paz y fronteras, se las muestra agitando, con voz firme dice: “Cristiano traidor, ¿hay algo más que robarnos? Te llevaste la hacienda, los mejores campos y ahora la vida de los niños”. No entendía la turba ignorante que el ruego era hacia una alegoría, y así, segundo pasado, segundo ganado, el desbande en la pampa soplaba. Los guerreros, en otro momento, brazos altivos, resistiendo la matanza, fieles a la orden del capitanejo, lo dejan, sin mirar su entrega.

    La partida, en ominoso triunfo, sin saber porque, lo deja con su pluma, y conforme con su botín de sangre, dejó la tierra hecha un camposanto. No respetó el filo ni la blanca piel de una cautiva, quien por no matarse, fue considerada, prostituta por unos, bastarda o sangre sucia por otros.


    La levedad del cardo

    En un lugar de la mancha cuyo nombre no quiero acordarme.
    Don Quijote de La Mancha, Cap. 1, Verso 1. Miguel de Cervantes Saavedra.




    Y la unida pareja, aún no concretada su unión, a pesar de que Llancañir ya era guerrero y Ayinhual tenía ya las orejas perforadas, a pesar de las oportunidades en que Llancañir pensó en tomarla, incluso antes de ser declarada mujer, sin saber porque no lo había hecho, y ella, pensó, sentiría lo mismo. Pero, como los dioses, sin saber el hombre como, envían luces a los ojos y palabras a los oídos, volvió a reflexionar, ¿Podrían estar ahora huyendo con dos o tres hijos en sus espaldas, como Eneas con su padre Anquises a sus espaldas y su hijo Ascanio de la mano, o como Isis juntando los pedazos de Osiris en el fondo del rio Nilo? Si mañana vivirían, él no lo pude saber, pero por algo Ngüenechén, los mantiene, de su férrea y dulce mano, con vida en el día de hoy.

    Y si huían del salvaje fuego del huinca, tenían la ventaja de conocer la extensa llanura. Pues, si para un beduino una duna luego de la gran tormenta de arena, no es igual a la otra. Para un ranquel un cardo que crece, una alondra que canta, una nube que pasa, son su brújula en el mar, sus estrellas en la noche, su sol naciente en el horizonte, su lucero en la tarde.

    Llancañir, sabía que no podían montar, el baqueano que la partida llevaba, un indio del asqueroso traidor Coliqueo, podía leer las huellas de la más liviana de las yeguas, del más suave calzado humano, de modo que dejarían de correr, ya que el talón se hunde en la suave gramilla y aunque difícil, tampoco lo harían en puntas de pie. Le explicó las veces que fue necesario, caminar apoyando punta, planta y talón en forma plana, elegir las matas más duras que como rocas sobre un río les indicaban un camino posible. Así huyeron con los ojos que da la esperanza sobre la verde y fresca llanura.

    Felices de no portar una bala en la espalda, la noche se les hizo breve. Y así hallaron un oasis sobre el oasis, el más grande sembradío que Ayinhual, corta en lunas, había visto, porque no era un reino de cardo sino del mejor adorador del sol, como que lo sigue hacia donde vaya, toda una llanura, según contaban los ranqueles, desde la vista hacia todos los horizontes, una interminable cofradía de monjes amarillos. Una fresca abadía donde sus pies, sangrado por aquí, espinados por allá, podrían descansar. Llancañir, sabía que tanta extensión, crecida sin la industria y cuidado del hombre, tendría en sus entrañas algún arroyo, una fuente de agua por más pequeña que fuera para sus secas gargantas.

    Ayinhual, exhausta pero conforme, tenía las pantorrillas, obligadas a caminar en planta, duras y acalambradas. Llancañir, como premiándola, la alzó en brazos y batiéndose de espaldas con los altos girasoles la llevó hacia adentro, feliz como Bavieca cuando llevaba a su jinete a la victoria, como Bucéfalo, herido de muerte, sacando al lanceado Alejandro de ser aplastado por las patas de los elefantes; que a ese que los huincas llaman Ángel de la guarda.

    Y, si como los lenguaraces dicen, en la lengua reside el espíritu, fuente de vida, músculo tenaz que agradece el despertar a los pájaros, saborea el sabor de un tomate, la sangre de una yegua, le dice dulzuras a su huala mientras ella le regala su sabor a fruta madura entre los altos pastos. Que si la tienen los pájaros, el puma y la perdiz, el hombre la tiene más, porque en su lengua radican las historias del pueblo, el recuerdo de los muertos, el llanto de los niños, el grito de las parturientas, el consejo de los ancianos. Que el hombre no es eterno pero la palabra sí, que es su simiente le trae infinitud, cuando se humedece en todos los labios de una mujer.

    Medrosos del fuego huinca, sintieron que esos monjes amarillos les darían agua y descanso, y cuando la luz no delatara las columnatas de humo, fuego y alimento para el estómago, y para alejar a la fría muerte, consumar, por fin, esa tan esperada unión. No le importaba al rudo lomo del ranquel que los recios mosquitos, capaces de desangrar a un toro, buscaran la suya, porque estaba conociendo el cielo que por años se había demorado. En eso estuvieron desde que las moradas nubes anunciaban el descenso del carro de Apolo, que surgiera Véspera imponente y la Cruz del Sur se mostrara, allí, bien alta.

    Agotados pero hondamente satisfechos en cuerpo y alma, sintieron los aguijones del hambre, que ya hacía, desde las moribundas brasas, robadas por la partida, casi todo un día, que no comían. La habilidad que toda mujer huinca debía tener, les procuró tres liebres, que como si de yegua se trataran sacrificaron a Ngüenechén y pusieron a la voraz llama de unos troncos secos del amable girasol. Para mayor gratitud Ayinhual le ofreció unas gotas de su sangre mezclada con la abundante simiente de Llancañir que crepitaron, junto a la carne como fumarolas de un volcán.

    Era el centro del verano, cuando hasta las alondras cantan en la medianoche, cuando el sol que calienta las fraguas de Hefesto, quema los pastos de aquí y allá, cuando seca al hediondo pantano, cuando los peces buscan otras aguas, surgen los mosquitos como imponentes ejércitos de Anubis, daban cuenta de la potencia de la vida, donde otros sólo veían desierto. Allí, en la oscura noche, el cuervo caza su rata, el búho algún cuis y hasta los rosados flamencos que parecen dormir, a veces se retuercen con un pez en el pico. Es en ese edén, marcado por la noche, iluminada por infinitos faroles sostenidos por los espíritus de los indios muertos por la implacable muerte huinca desde que un tal Colón puso sus sucios pies sobre esta sagrada tierra, que ya los vikingos lo habían hecho sin robarse nada más que para el sustento diario. A falta del ridículo reloj blanco, Ayinhual, sólo mirando las estrellas, sabía que pronto el este se blanquearía, y ya comidos y bebidos debían, ya descansados, recomenzar el camino. Que allí se quedarían a contemplar tanta vida, pero el fusil los buscaba

    Curiosa ventura los acompaña, tener el mejor recuerdo cuando la muerte los buscaba. No era ilusión, fantasía o cosa de Gualicho. Porque a la amarga, triste y hedionda muerte, ellos le habían arrancado la vida de una larga noche de amor, ofrendando semen, flujo y sangre. Si acaso se hundieran en el pantano más lóbrego, lo mejor ya lo habían vivido, allí en la pampa fecunda, de luminosos llanos, robustos álamos, ensordecedores teros, rápidos ñandúes, alegres calandrias, escurridizos ratones, melancólicos lobos, despreocupadas vacas, que todo lo tiene, que todo lo espera.

    Susto bravo el de Ayinhual al ver a su lado que Llancañir no respiraba. ¿Venir hasta aquí sólo para morir? Sus ojos firmes y vidriosos, fijos en un punto del espacio. Hasta que levantando su dedo índice hacia el cielo, le dice: “Si hacemos silencio podemos escuchar el zumbido de un colibrí que pelea con un abejorro por el néctar de un monje amarillo”. Tras lo cual la bella hembra lo zamarreó y golpeó por haberla asustado tanto. El mozo ranquel le dice que muerto él hay muchos otros. Enojo de la huala al decir, igual que todo hombre de aquí, allá, o cualquier parte, una vez conseguida la gracia de su amada. Y Llancañir le aclara que él es su hombre y siempre lo será, pero si acaso el acero, fuego, o viruela huinca lo abatieran, ella no debería llorarlo ni un solo minuto, que él no lo haría por ella. ¿Cómo llorar ante el recuerdo de tanta belleza y alegría? Que los hombres y mujeres no debieran necesitarse, sólo amarse y vivir cada minuto, como hace la piedra que cae al fondo de un pozo donde nadie más la verá.

    No sabría Ayinhual replicarle, por haber nacido en una toldería sin maestro ni escuela, donde no se conoce letra ni escritura, pero sabía, como todo ser pensante, del poder actuante de la palabra, porque con la palabra Ngüenechén, dicen las chamanes, creó el mundo. Porque el cuerpo muere pero la palabra, subsumida en el recuerdo no. Que como dicen los lenguaraces, alguien deja de existir cuanto ya nadie lo recuerda, cuando nadie supo que caminó la llanura. Por eso las largas noches antes las altas llamas del fogón, contando las infinitas historias de los antepasados, de las aventuras de los padres, de las actitudes de los presentes. Que deben los hombres rendir tributo a la tierra, a la belleza, a la vida, que como flor efímera y delicada crece entre las piedras y le roba otro suspiro a la muerte.

    Pero ya el alba nuevamente iluminaba el horizonte, el estómago ahíto, los ojos abiertos, el músculo descansado. Era hora de reemprender la huida, de bosque en bosque, de mata en mata, pajonal en pajonal. Salieron sigilosos olisqueando el olor a pollo mojado del huinca, no fuera que emboscados les dieran caza. Caminaron casi una legua atravesando sus amigos girasoles y al salir, allá como a 10 cuadras se veía el siguiente bosquecito. Lento pero incansable fue el trote que Llancañir le impuso a la animosa Ayinhual, hasta que llegando a la sombra de los álamos, antes de oír sonido alguno, la rodilla derecha de Llancañir sintió como una viajera bala disparada desde donde no se ve, se incrustaba en ella, volando la tapa y quedando entre hueso y hueso.

    Llancañir supo que sólo la suerte fue la que desde tanta distancia acompañó al fusilero, parte de un grupo que ni siquiera se dignó a perseguirlos. Por el catalejo el jefe de la partida pudo ver, o tuvo que hacerlo, como el indio se revolcaba entre los altos y secos pastos, entregándolo a la cercana parca. Ayinhual que no oyó el tiro pero sí el grito, paró su carrera y volvió ante su amado. Maldijo a Gualicho, conductor de balas, y tomándolo de los hombros lo arrastró hacia adentro, fuera de la hipotética vista del fusilero.

    Magra superficie la del bosque, que dejaba a otras tantas cuadras al siguiente oasis. Pero aunque aún niña y menuda, lo carga en sus hombros y a paso lento hacia allá lo lleva. Protesta su amante ante tamaña hazaña, diciendo que aún le queda una pierna sana y, aun pareciéndose a una garza puede caminar. Nada escucha la doncella quien como tortuga, curvada su espalda por la carga de quien la doblaba en peso avanza con paso lento pero seguro y si bien el sol parecía avanzar más rápido que ella, sin medir el tiempo, que pudo ser el del aleteo de un colibrí a la larga siesta del puma, pronto o demorada, no tenía conciencia, llegó hasta él, espantando a dos cuervos, pájaros de mal agüero, según los ranqueles. Llancañir ya que no tuvieron la oportunidad de taponar la herida, llevaba perdida mucha sangre y sufre un desmayo.

    Llora Ayinhual como lo hacen los ranqueles, en agudos gritos que hieren la garganta, pidiendo ayuda al creador y maldiciendo al malo, convencida que hasta allí había llegado la suerte. Pero, ya fuera por recobrarse o a causa del dolor, Llancañir se despierta entre quejidos de dolor y protestas de sentirse desobedecido por una mujer. “¡Ay, mi huala! Que ahora soy carga, debés hacerle caso al destino, dejarme, no sin antes de un beso, aquí y seguir sola la fuga, que yo sabré enfrentar la oscuridad de los muertos”. Pero Ayinhual le responde: “Sé lo que pensás pero de tu vida es mi vida, buscaré agua para que tomes, si no la encuentro, te daré de mis aun no crecidos pechos, y si nada fluye, cortaré una de mis venas para que como yegua sagrada mi sangre te alargue la existencia”

    Tuvo suerte la huala que a pocas cuadras un mísero arroyo, más bien una escasa línea de agua surgiera del suelo desapareciendo su curso bebido por la sedienta tierra. Llenó su cuerno, que siendo poco, era más que el cuenco de sus manos. El capitanejo, viendo alejarla, pero sabiendo que la tozuda volvería, desgarró su camisa huinca, vestida por él para la sagrada ocasión, quitó una manga y se hizo un torniquete, viendo con contento que la hemorragia se detenía, sin saber por cuanto tiempo. Dejando de quejarse como un niño, como lo hacen los hombres cuando nadie los escucha, cuando la falda de áspera arpillera se para a su lado, volcando los pocos sorbos que el cuerno contiene. Llancañir que no es huinca ni médico, sabe que el agua lo ayudará a no volver a desmayarse y deja que la joven haga varias veces su recorrido entre fuente y bosque.

    Pero pronto la detuvo, diciéndole que reconocía la próxima alameda, que crece al costado de un viejo jagüel, lo cual hace que ella lo vuelva a cargar, esta vez a medio cuerpo y caminan las cuadras que le faltan. Apenas llegan, con inocencia sólo guiada por el instinto mujeril, le lava la profunda herida, y aunque parecía que la larga bala estaba al alcance de sus uñas, no se atrevió a tocarla. Sólo lavó la sangre negra y sintiendo la pierna caliente e hinchada, más que sumergirlo lo arroja en las frescas aguas, para que la fiebre se vaya. Y como no se veía por allí el hongo negro, buscó hojas de álamo, verdes y jugosas por la acción del verano con las que con el vital lodo hizo un emplasto con el que cubrió la herida y acomodando el torniquete, le robó otra de las mangas para vendarla. Fue cuando se toma un respiro y blandiendo una fresca y larga rama, que rama y puñal son las únicas armas que tiene, y sale a buscar alimento.


    La hora de los rezos

    Antígona: “… no cejaré en mi empeño, mientras tenga fuerzas”
    Antígona, Sófocles



    La noche, que ayer le pareció límpida y alegre, le era ahora triste y oscura, la que antes era cobijo ahora era amenaza. Y, ella como toda mujer, propensa a las cosas del espíritu, pensó sino eran en realidad “esos” verdaderos monjes disfrazados de girasoles amarillos los que velaban, y ahora lejos sus preces no son escuchadas. Si hasta el amable lucero, parece declinar más aprisa que otras noches. Atenazado por el sufrimiento, Llancañir, busca dormir sobre la fresca gramilla y minutos allí, minutos en el frescor del agua, prueba su vida por todo movimiento, y fue cuando sintió la tibieza de una nueva hemorragia. Y si sus muslos ayer parecía roca de Los Andes, ahora tierna arcilla del alfarero. Ayinhual, con las manos ensangrentadas, vuelve con dos presas animales cazadas a los ramazos y muertas con el puñal, y un enorme melón que crecía de la mano grata de la Madre Tierra. No quiso dudar si su amado llegaría a probarlas y pronta, chispó dos piedras y encendió el fuego.

    Espera firme y esperanzada, sin alejarse de su lado, pidiendo a las estrellas que dejen surgir una nueva aurora, que si su adorado compañero vive, le parecerá la más hermosa y rutilante. Y como mujer más espiritual que térrea, se deja llevar por la pasión y sin saber cómo comienza a rezar. “Padre de todas las criaturas, animales, plantas y rocas, dale a mi amor la vida, la mía te entrego y, si fuera tu deseo, la vida de ambos, te prometo, llenar tu tierra bendita de numerosa prole, algunas de trenzas amarillas, otros de cuerpos de acero, que proclamen esta raza sobre esta tierra”. Y mientras Llancañir, dormido, desvanecido o camino a la muerte, yace sobre el humus, Ella que hace horas era una niña de sólo sueños con arrollador anhelo, se asoma al oscuro jagüel a quien usa de espejo y se dice, vas a ganar y con vos ambos llegarán a la victoria.

    Baja la vista hacia el cuerpo, ahora espantapájaros inanimado de su varón, sin permitirse pensar en su dolor. Le niega a la parca su omnímodo poder, que si todo lo vivo debe morir, él no lo hará ni esa noche ni ese verano. Que si lo hace ella lo irá buscar para volver a tenerlo. Que la tenacidad es virtud más alta que la fe para los perseguidos, la determinación más alta que la razón, la voluntad más que las fatigas del cuerpo, la esperanza más que un fatuo destino.

    Y si fue a causa de su rezo, al elevar la vista le pareció que el cielo tenía más estrellas que la noche anterior, muchas que se arrojaban en llamas a la madre tierra, como indicándole una bendición del universo. Y una de mayor porte allá, en su inmolación de blanca y larga línea blanca convierte su celestial sustancia en los rojos del azufre, naranjas del fósforo, amarillos del sodio, azules del potasio, en carnavalescas pirotecnias como si aguas danzantes fueran y del no muy lejano cráter las especies fundidas alcanzan a la verde mar que pronto acompañan al dantesco infierno terrenal. La pequeña que ya había conocido el avance de la quemazón en otros veranos, no había visto, sin embargo un origen tan cósmico. Las estrellas caídas sólo eran para pedirles deseos, no para temer su poder. Si antes, en su infantil ignorancia, creía que eran rayos de hielo ahora sabe que traen fuego y cataclismos.

    La tierra no dejaba de temblar, como lo hace el cuero del parche con que el músico trata de alejar los malos espíritus, en oleadas de distinto vuelo. La primera intensa que parecía venir del cráter, otras que como las olas de un estanque donde se arroja una piedra, se entrecruzan unas con otras, y ellos allí a poca distancia, y Llancañir dormido por la fiebre, y ella allí mordiendo su pánico. Y al sonido de la tierra le siguió el de millones de pájaros que huyen, garzas, flamencos, teros, ñandúes, jabalíes, conejos, cuises, pumas. Toda la fauna pone sus patas de espaldas al fuego, y el verde que no tiene patas, entrega su savia para acrecentar la llama. Así la dulce llanura de solaz paz se disfraza de fragua de Hefestos. Y si el viento, primero acude para conformar el fuego, ahora se expande hacia las cuatro direcciones, huracanado. Allá un ombú es arrancado de cuajo, los alerces tocan el suelo con sus penachos, millones de semillas de girasol son arrastradas como mosquitos, el blanco humo es teñido por los cambiantes rojos de los destellos y hacia ellos camina con el paso firme y voraz del puma.

    La doncella ya conocedora de los efectos de las llamas sobre las alucinadas pupilas animales: pánico, desesperación, espanto; pero luego les sobreviene la ira, la furia, la violencia; como les sucedió desde los tiempos sin memoria, en que recién salidos de las manos de la Madre Tierra, trotaron la gramilla; se preparó, empuñando su puñal en la elevación del lucero, de modo que si alguna fiera se abalanzara, se ensartaría por su propio peso en el doble filo del largo puñal. Mientras rezaba, ahora con fiereza: “Ngüenechén padre, primero la partida, la bala que lacera, y ahora hasta las estrellas nos persiguen” Odiseo, el pavoroso, creador de ingenios, que doblegaron las murallas de Troya, azotado por las tormentas de Poseidón, no gritó con mayor ímpetu, en su largo derrotero.

    Ya se sentía el calor que crecía y agobiaba, se olía la cenicienta sequedad del verdor arrasado, que apenas aspirado robaba la respiración, y el viento que arremolinado formaba densas espirales, que Ayinhual sólo vio durante los tornados, altas columnas, torvas y danzantes, que crecían, devoraban, desaparecían de aquí para reaparecer por allá. Más distante un cuervo de potentes alas era chupado por la nada como si Gualicho lo tomara con mano invisible, y allí, en pleno vuelo, como el Ave Fénix, sus alas se prendían fuego.

    Con el cuerpo mórbido de Llancañir que poco podía hacer, se sumergió profundo en el jagüel, viendo como el fuego, como si de un ser fantasmagórico se tratase, danzaba por encima de la superficie hasta que de pronto se hizo la oscuridad. Diez tiempos de respiro contó, o creyó contar la niña, en que incluso la fresca agua se entibiaba. Sólo por instinto, Ayinhual prefirió que fuera el agua quien entrara a sus ya reventados pulmones, que salir a la superficie y respirar fuego o ese aire que los ancianos llamaban viento del volcán. Pero cuando ya no sólo le sangraban las narices sino los oídos y los ojos, pegó un talonazo sobre el fondo de piedra del pozo y emergió con el ya algo ahogado ranquel.

    Virtudes luego del pánico, tras el vórtice de fuego que todo lo consumió, llegó, viniendo de donde no se sabe una ráfaga caliente pero no quemante que a ella le pareció frescura. Boquearon tres veces y se volvieron a sumergir otros diez respiros. Y lo mismo hicieron varias, no saben cuántas, veces, hasta que ella sintió que la temperatura descendía y aunque la llanura sólo era un campo blanco, pura ceniza y por lo tanto, aún difícil de respirar, se alejaba la amenaza de morir calcinados, la muerte preferida por el cruel Gualicho.

    No podía saber Ayinhual se era una dulce broma de Ngüenechén o un efecto de la vorágine de fuego, pero le pareció que las densas columnas de las candentes piritas, que llevaban consigo desde ceniza vegetal y millones de cadáveres de insectos, de pronto, como accionados por un rayo, trajo una espesa lluvia negra, seguida de lluvia blanca y por fin la ansiada lluvia de agua pura y cristalina, que no duró mucho pero apagó la llanura cercana, mientras el fuego seguía avanzado hacia la puesta del sol.

    Ayinhual como hija de piadosa cautiva que era había escuchado sus terribles historias de un Armagedón, donde cuatro jinetes esparcían peste, dolor, muerte y espanto. Ese largo día los estaban viviendo desde la aparición de la asesina partida, así que la menuda indiecita ya no tenía de que preocuparse.

    Mientras, como sucia nieve, la ceniza les cubría cabeza, torso y espalda. Ayinhual vuelve su grandes ojos al sufriente Llancañir que aún cree en una larga y siniestra pesadilla, primero la herida, luego el fuego, la lluvia y ahora el vestigio de lo que fuera verde vida. Y la que hace sólo instantes enfrentaba, puñal en mano, fieras, fuego y muerte, ahora vuelve su sonrisa dulce. Llancañir, que si morir debía, ya había visto, según cuentan las viejas chamanes, el rostro de las hadas ranqueles, no en la otra vida, sino allí a su lado con agitado jadeo, reponiéndose de la lucha. Sin fuerzas para hablar, Llancañir le palmeó el dorso de una mano, invitándola a dormir y que el dulce sueño le traiga a ella paz y a él restaño de su dolorida herida.

    Fuego, pasión, temple.

    “… no habrá sol que oscurezca tu fuego de estrellas.”
    La antorcha viviente. Las Flores del Mal. Charles Baudelaire



    Despertó la princesa cuando un rayo de sol, que atravesaba las únicas totoras que quedaron indemnes, le iluminó los bellos ojos. Antes de refregarlos para alcanzar con ellos el estado de la hasta ayer viva pastura, alzó la cabeza y giró su cuello para ver como seguía su amado, que de la fiebre daba cuenta su mano que no soltaba la suya, temiendo, quizá, que ella, obedeciendo su orden, lo abandone para salvarse. Su cuerpo era arroyo tras arroyo de largos febriles sudores, su pierna amoratada, sólo sujetada por el pantalón de corte huinca que el presuntuoso joven, como cualquier otro de cualquier lugar, hacia oriente, tras los andes, en la vieja Europa, la ignorada África o la exótica Asia, hace, como cuando el pavo real alza su imponente cola para impresionar y seducir a su hembra.

    Ayinhual con un rápido corte de puñal desgarra la fina tela y Llancañir, liberada su amoratada pierna, responde con un lacerante y áspero grito. Toma aire, traga seca saliva y mirándola a los ojos, no sin pensarlo dos y mil veces, le dice: “Hay que cortarla”. El pavor inundó la pálida cara de la huala. Pero el guerrero le vuelve a decir: “Si hay una pizca de sal en el Vutalaunquen esa es como la esperanza que tengo de vivir con ella puesta, no es mejor sin ella, pero si quiero ver otro día tus luminosos ojos, es cortándola”

    La menuda hualita, consternada y temblando, primero se arrodilló, luego se sentó sobre sus talones, mirando hacia el amanecer; y como cuando su madre le mostraba las estampas dibujadas de la menuda María, mayor entonces que ella, ante el Arcángel Gabriel, giró sobre si misma, y le dijo: “Sí”. Llancañir a falta de aguardiente que duerma los sentidos, usó lo que les vio a otros, el cuerpo de un cadáver de cuis, que salvado del fuego, no pudo vivir quizá, por no tener aire que respirar. Con la otra manga del pantalón se hizo un apretadísimo torniquete. Y si eso es de un dolor inenarrable, él no quería que su amada lo viera flaquear.

    El rostro de la niña era otro, y sin mirarlo, para que él no viera el río de lágrimas que surcaban sus rosadas mejillas, hundió, fingiendo no tener piedad alguna, el azuzado filo. Sintió que algo se rompía y como su mano no era lo suficientemente fuerte, primero la ayudó con la otra y después empujó con el vientre. Por fin el acero afloró por el otro lado, cuando Llancañir, sin saber ella si muerto, dejó de gritar. Pero como ya le habían enseñado, sangre que fluye es señal de vida, quitó el acero y volvió a hundirlo, dos, tres, siete veces, hasta que pie, tobillo, empeine, canilla, pantorrilla, en un todo hinchado quedaron a un lado. Y como lo último que le quedaba de su elegante vestir europeo era la espalda de la camisa, vistiendo ahora como un ranquel que montado en su yegua sale a maloquear, la usó para mojarla en el nuevamente fresco jagüel, para lavar la vívida carne, señal que allí no había muerte y el blanco hueso. Esperó a que la roja sangre se volviera coagulo espeso y con temor se atrevió a aflojar el torniquete y ya fuera que el lancero ya no tenía sangre en su cuerpo o, mejor, que el corte sanaba la herida no sangró. Así que lavando la manga, le hizo un nudo y se la enfundó como si fuera un guante y a la otra la mojaba en el frío estanque y se lo pasaba por frente, pecho, espalda, la pierna sana y las partes con las que pensaba volver a disfrutar, ahora contraídas a causa de dolor. Y si dormía o agonizaba, ella, durante ese tiempo no lo supo.

    Cinco días fueron de larga agonía, inacabable fiebre, lacerantes dolores en que Llancañir, sin lograr despertarse, durmió una mona de muerte. Asistido por la dulce mano de su amada que no dormía para enfriarlo como hacen las chamanes ante la mortal viruela. Y cuando durante la quinta tarde Llancañir quejándose del dolor, abrió los ojos, ella le comunicó que si hacía cinco días que no comían y sólo bebían agua del jagüel, mientras él, mentira claro, dormía plácidamente, a ella se le retorcían las tripas. De modo que lo dejó con la palabra en la boca y salió a cazar.

    Ahora estaba sin rama, con su mano izquierda de balanceo y su derecha empuñando el puñal, que si lo hundió en carne amada, lo haría nuevamente en carne enemiga o en la necesaria del animal, que luego de muerto ella bendeciría como todo ranquel hace. Dejó pasar Ayinhual, a varias liebres, conejos, un suculento chajá, un jugoso cachorro de jabalí, y sin esperarlo, el fatum le trajo una pieza tan inesperada como digna. Era una joven puma adulta que dejando a sus cachorros en la cueva, salió como ella en busca de alimento. De modo que ambas hembras se enfrentaron a valor y verdad, la una con sus garras, en busca de presa mayor que llevar a su madriguera, la otra con el filo que le daba el ingenio del hombre. No fue corto el duelo, una usando su agilidad y astucia, la otra su inteligencia y su filo. Se rodearon, se gruñeron, se amenazaron, se miraron, se azuzaron, moviendo, garra y mano, mostrando, colmillos y dientes. Hasta que Ayinhual, previendo que los rugidos de la puma, atrajeran a otras hembras al duelo, tomó la osadía de atacar. Primero hundió la joven bestia su garra en el adelantado muslo de la joven mestiza, y ésta aprovechó el impulso para atravesarle el corazón con el largo puñal. Cayó la joven madre, sobre la quemada gramilla, y la nulípara se arrodilló diciéndole, mientras la remataba: “La vida te pido, tu espíritu a la madre tierra devuelvo. Perdón te pido, alabanzas te doy”.

    Descansó unos respiros, la cargó sobre sus hombros y caminó las tres cuadras hasta donde Llancañir nuevamente dormía. No se preocupó del humo del fuego, todo el campo aún lo hacía, y tomándose el tiempo que la heroica pieza merecía, la asó a fuego lento. Y dejándola por un momento, porque su fino olfato no le podía mentir; rodeó el estanque y en un lugar de eterna sombra descubrió a un Curi Ketrawa, un hongo que no es venenoso pero que no se puede comer, que, según dicen las viejas, cura las heridas, baja la fiebre, purga las tripas, pone al varón brioso y la mujer melosa, propiedades propias de la exageración de las ancianas. Y así fuera cuentos de viejas o verdad del cielo lo tomó como avariento al oro. Y aprovechando que su amado dormía, más por fiebre que por sueño, apretó al hongo que como barro húmedo se escurrió entre sus dedos y así quitando la cofia de su muñón, se lo untó y luego la volvió a colocar, sin que Llancañir, hiciera gesto alguno.

    Recién cuando el sol estaba por sobre sus cabezas, la carne estuvo lista. El joven capitanejo, olisqueando, quizá, la sabrosa carne, que aparentaba tierna, como sólo ella sabía que lo era en vida, despertó con algo menos de fiebre, dando su cuerpo señales de ir ganando, de momento su lucha contra la parca. No tuvo que meditar mucho el muchacho para ver que semejante animal, sin saber de cual era, había sido grande, cruel y contundente, y aunque pálido y convaleciente, se atrevió a gritarle loca, y otras palabras que todo huinca o ranquel le dice a quién pone en riesgo su vida en una hazaña desmedida. Pero Ayinhual, riéndose de su aventura, le acercó, espetada en un palo, el primer trozo de jugosa carne, que con cruel chorro, lo invitaba a ocupar su boca sólo en comer. El reto quedó para otra ocasión, si por algún vuelco de la fortuna salían de allí. A causa de la persistente fiebre y la cantidad de la buena carne asada, sin necesidad de ningún Yapaí, el mozo entró en un sopor, y entre sueño y vigilia, lo abrumaron, gratamente, algunos recuerdos.

    ¿Cuántos otoños habían pasado? Para contarlos le sobraban los dedos de una mano. Ayinhual, temprano, teniendo en cuenta ser hija de madre huinca, tuvo su sangre primera. Y él tuvo que agacharse para que ella le mostrara, orgullosa sus orejas perforadas, sustitución de los antiguos ritos, a causa de la influencia huinca. Llancañir, no lo sabía aún, pero la niñita ya lo había elegido, en su infantil fantasía, como su futuro esposo, o según las costumbres huincas, su príncipe azul. Antes de cautivar a su madre, ésta ya había yacido con un ranquel, un ranquel de poca monta en la lucha, pero muy hábil y necesario, para la siembra y recolección de frutas y verduras, y uno de los primeros que se adentró en el oficio huinca de la carnicería. Quizá por eso, uniendo su bravía ranquel con su ansia de conocimiento de lo blanco, es que la núbil doncella se dejó seducir. Si hubo secuestro o entrega, sólo lo saben los que maloquearon esa noche. Sólo meses después Ayinhual de férreo carácter, piel blanca tachonada de millones de pecas, ojos verdes y lo que serían largas trenzas rubirrojas, nació en el toldo más pulcro de la aldea. Hace ya, ¿Cuánto? Once, no, doce otoños. Así que pensó, ufano, desde sus orejas perforadas, permiso para intimar con varones, y por esa extraña costumbre blanca de entregarse sólo al hombre de su vida, como lo hizo su madre, es que lo esperó hasta hace apenas horas, bajo la tutela de los monjes amarillos. Y luego la firmeza de hundir el filo en su pierna para salvarle, al menos por ahora, la vida. ¿Qué hombre, ya no ranquel o huinca, se merece una huala así?

    La carne de la valiente felina duró tres días y como el hambre es amo, se comieron no sólo músculo, sino entrañas, tripas estómago, sesos, sólo dejando sus pulmones que una vieja superstición decía que traía mala suerte, para no decir que era como comer cuero.

    Se alegró Ayinhual de verlo, quién sabe porque, sonreír, y en medio de dementes soliloquios. Señal de que mejoraba o se hallaba al borde del mismísimo abismo del lugar de los muertos. Y tras la mala estrella, que caída, trajo fuego y mortandad, volvió a pensar que antes que los álamos entreguen sus hojas, el mar verde volverá a crecer, hundida la raíz de la gramilla en el rico humus. Así que nada de estar abrumada por la tristeza de su amado cojo. Que cojo estaba, le leía Leticia, su madre, el pirata barbarroja y dormía con una doncella cada noche, que manco estaba el que escribió el Quijote y ciego Homero. Sordo Beethoven de quien nunca escuchó su música y loco, bueno, loco hay por todos lados. Que es un invierno cuando más se adora al sol, durante la sequía cuando más se ansía la lluvia. Que de la roja arcilla surgen los hermosos cuencos, del humilde junco tejidos que adornan, embellecen, toldo y periferia. Que el tierno potrillito, portará cuando su cruz levante hacia el cielo, al altivo guerrero, al tenaz viajante, al poderoso cacique. Así que vestirá cuando el curtidor se la prepare, el cuero de la joven puma, a quien honrará portando la belleza de su piel. Que si adverso hubiera sido el duelo, hubiera deseado que su trenza la puma luciera.

    Sale Llancañir de su risueño letargo, no olvidando el dolor de su pérdida, pero negándose a meditar su porvenir de indio rengo, que eso haría cuando el resto de su cuerpo escape de la mortal guadaña. Y aunque el ranquel no cría bello en el rostro, se puso a pensar, como admirador de lo bueno del huinca como se vería su larga trenza azabache con una larga, tupida y peinada barba, una levita francesa y un bastón inglés hecho de quebracho guaraní. Y aunque no sabe como sí Ayinhual, leer ni escribir, le hará leerle esas historias de caballeros, rengos, mancos, ciegos o jorobados. Que sus días de gloria de lancero ranquel aún no han pasado. Y cuando se lleva la mano a su frente ardiente y vuelve a dudar de su destino, se regocija en la vista de las dulces caderas de la núbil que hace apenas unos despertares le entregó su primicia. ¿En qué estará pensando su tesoro? No en espinas, que las únicas que por allí se ven, son del amigable cardo, que en vertiginoso ciclo, crece al amparo de la lluvia y así le entrega nueva vida a la vasta Pampa, fértil, dulce y sabrosa, como mullido cuenco de mujer. Y con la inconstancia de la fiebre o su pensado futuro paso claudicante, vuelve a pensar. Pero, ¿qué espera esta hualita? ¿A ser presa de alguna partida, sólo por cuidarme? ¿No sabe, acaso, que destino le esperan a las hijas de las cautivas? ¡Bastarda! ¡Huinca y ranquel! ¡Qué ignominia!

    Se turba Ayinhual cuando lo escucha, meditando casi a los gritos, y así lo detiene con sólo hacerle, como su madre le habrá enseñado, revoleando sus ojos antes de depositarlos en su rostro. Y es cuando le dice al bravo pero inculto jinete de lanza firme, que eso que están pasando se llama “Luna de miel”. Aprovecha el aludido, sintiendo esas palabras, como dulce molicie donde apoyar su cabeza, para comenzar, al modo del lenguaraz, con su voz en canto sagrado, y al no poder golpear el suelo con su calcaño, golpeaba sentado con una vara de alerce, su letanía de lamentos. Y aunque Llancañir, no creía en Ngüenechén, ni Gualicho, lo hacía en la forma tradicional, que así lo hacían para espantar los malos espíritus.

    ¿Qué haremos, princesa, con mi hombría menguada, sin mi talón de espoleo, para montar mi yegua y ganarle al ñandú, mezclando las crines de mi Sayen con mi aún negro cabello, fundiéndonos yegua y hombre para ser parte del viento? ¿Qué haré si ya no podré pararme en su lomo, cuando como El Pampero, me lleve a maloquear y que mi lanza llegue más lejos para clavarse en los duros pilotes de los fortines del cruel y asesino invasor? ¿Quién al decir mi nombre recordará al valiente guerrero que hasta que esa fatal bala se incrustó en mi rodilla, era? ¿Quién por mí, trepado en lo alto de un alerce, verá la polvareda que trae la muerte vestida de azul?

    ¡Ay!, Mi querida Sayen, hija de Manque, que montó mi padre, Huenchumán, que fue hija de Ayínir que montó mi abuelo Quintún. Hembras ágiles para indios bravos, no llores con tus ojos de noche azabache, no sentir mi palma, ni tus laderos mis jóvenes talones, que aún me siento con vida para volver a montarte. Pastoreá tranquila en el valle de tiernos tréboles donde te dejé ese día que aún no se marchita pero que me parece del tiempo en que las piedras estaban calientes. Más bien reíte con tu dentadura de blanca porcelana, de este hombre que caminará a los saltos para montarte y salir en busca de las rojas nubes que traen el aguacero del verano. Mejor levantá tu altiva cola para seducir con tu aroma a hembra en celo para que Quidel el gran padrillo, semental de primer otoño, riegue tu fértil jardín y nos traigas nueva prole, si hembra como vos mejor, mientras mi muñón se vuelve callo. Que nunca seas del huinca ladrón, que vendrá a ponerte manta, monta, freno y brida, para lastimar tus costillas con la cruel espuela de dientes filosos, tacones dolorosos. Que no venga huinca a domarte con su látigo con trenzar de seco cuero y alma de alambre, azotándote hasta que tus rodillas mojen de rojo la verde pastura. ¿Acaso no salimos, vos y yo, de doma, yo contándote historias de plumas gallardas, suavizando tus corcoveos, premiándote con cubos de azúcar y sal? ¿No fue de mi mano que probaste la más rica avena y la nutricia alfalfa, para salir por las tardes a conquistar los montes que inician Los Andes?

    ¡He, eimi ñañay, Ayinhual! La más bella de las ranqueles, la más orgullosa de las hembras que nutren de sudor la gramínea llanura. Compitiendo con la sagaz zorra, la rápida gacela, la audaz tigresa, la escurridiza perdiz, la amorosa vaca o la vistosa cigüeña. Que me diste tu primicia, en esta misma luna, sólo para que esa bala me quite rodilla, andar y orgullo. Mirá que de zorro volador en la maloca, quedé atado y hundido en la terrea madre, y no podré valerme para mi propia venganza, ni vencer al astuto fusilero a quien no pude ver la cara como solemos hacer los que puñal en mano nos batimos con el tenaz agresor, a quien nunca pude llamar cobarde. Que con más fuerza y determinación que el halcón que cae sobre su presa, me salvaste del abandono, el fuego y la gangrena, con el filo, siempre hiriente, ayer curador. No veas lo que yo ya sé: dejar la lanza y tomar el cayado que me sostenga en pie. Ah, dulce doncella, que sueña, poblar Pampa y Patagonia, ella sola. Que planea parir un hijo como la garza sus huevos. Que sea yo el hacedor de esos sueños.


    ¡Ay, lanza mía! Que te fui, pesado machete en mano, a buscar al bosque de tacuaras más gruesas, largas y duras, que crecen, cuando cesa el desierto y surgen los arroyos. Recuerdo, doce lanzas, para doce bravos, con las que defendimos la tierra, atravesamos pechos y vientres, cayendo nueve, ante el lejano fusil, esa misma tarde. Pero no vos, pero no yo. Allí te dejé clavada, con su penacho de arpillera roja, cuidando la entrada del toldo, durmiendo su paz, firmada con pluma de cóndor por el lenguaraz letrado. Ahora sé, lanza mía, que ha llegado el tiempo de las últimas trenzadas, donde cada gota de esta, nuestra sangre, dejará testimonio de la derrota. Y cuando el último ranquel, caiga de su monta, no caerá con él, el nombre de su estirpe.

    ¿No era el indio manso, conforme con su vida, viviendo de producto de sus manos; aquí pescando, allá cazando, acá bajando frutos, ahí recolectando verduras? ¿No vestían sus mujeres coloridos vestidos, cocinaban aromáticos menjunjes, traían fuertes vástagos y le dedicaban las mañanas, tardes o noches, según lo pedían sus sentidos, para gloria de la mecánica del universo? ¿Quién trajo al malón? No el indio, que lo necesitó para rescatar sus bienes, robados de la tierra por el ladino usurpador, cuando con hierro, fuego y caballos, lo empujaron hacia donde la tierra sólo es sal y arena. Donde a trepar sólo se atreve la cabra, donde a dormir el huemul con su mullido tegumento. ¿Acaso un niño puede descansar sobre arena, roca y hielo? ¿Puede comer espinos, magras aves y amargos peces? Por eso el manso indio se volvió terco guerrero, cuando la alta polvareda del regimiento, y el tronar de los cascos de sus caballos, trae muerte y exilio.

    ¿Y qué del pueblo ranquel? Ayer disfrutando la paz, y hoy huyendo de Colt, Remington y metralla, como el lobo que huye con la oveja, con la gallina el zorro, con el ratón la serpiente, como ladrón, saqueador o asesino. Que no es ladrón quien vive de la tierra, ni saqueador quien duerme bajo las estrellas, ni asesino quien defiende el alimento de sus hijos, robado por el uniforme que duerme caliente y al cobijo de una cocina en un fortín. Que no tiene el indio huevo para cocinar, ni puede escuchar el crepitante sonido del cerdo en el aceite.

    ¡Ahhh! La aldea, la hermosa y limpia toldería, regada de sangre infantil. Los defensores guerreros, tomados dormidos, ni a estirar sus brazos en busca de pica dejaron, oyéndose como un solo estampido, el falaz fusilamiento. Luego todo fácil, sablear a la vieja, destripar al viejo, violar mientras se degüella a la adulta, a la núbil, a la niña. Matar sin piedad, al joven, al púber, tomar al niño como a mujer. Sangre, escarnio, dolor, grito, muerte. Al padre, al hermano, al hijo, al tío, al abuelo, nieto, amigo, refugiado, cautivo. A la prima, cuñada, nuera, la de ubres secas, de pechos lechosos, la nodriza, la acunadora, la fértil, la estéril. Matar al anciano que ya no camina, a la anciana que ya no ve, al niño que apenas recién camina, al bebe que aún no ve. Valiente excursión de las partidas, que mata, degüella y se persigna.

    Venga mi Sayen, mi lanza, mi puñal, que si no tengo pierna, que si no tuviera ambas, ni tuviera brazos, lo haría con mis dientes, mis orejas mi pecho, mi sexo inhiesto. Que arrojaran al fuego mi cuerpo pero no huirá mi espíritu. Montemos cuerpo, crines, lanza, fiebre, gusanos, sangre, hediondez, que en un todo lucharemos por la vida, merecida vida de quienes han caminado, cazado, pescado, dormido, copulado, parido, muerto. Existido. Antes, mucho antes que los hielos del glaciar, sobre esta gloriosa llanura, ese espinoso y dulce pajonal, este fresco y vivo jagüel. En las cuevas de la montaña, debajo de la sombra del ombú, al amparo del lucero, bajo las rojas y cirrosas tardes, el quemante sol, la nieve congelante. Venga mi Sayen que este pueblo aún respira.

    Se calló de pronto Llancañir, ganado por la súbita fiebre de la tarde. Un viento fresco del sur anunciaba una larga lluvia. Traía la brisa, aroma a seca tierra lejana, perfume a flores no ganadas por la quemazón, olor a pasto quemado, una agradable fragancia a lavanda, trigo y manzana. Se mordía el ranquel la ardorosa picazón de su herida sabiendo lo que debía hacer, que ya lo había visto otras veces. Se quitó la manga enfundada y con su propias uñas comenzó a escarbar la carne. No tardó la huala en comprender la cosa: El gusano devorador de lo muerto, no debía avanzar sobre los vivo. De modo que fueron sus manos, sus sutiles y largas uñas al estilo de moza europea, las que retiraron gusano a gusano, engolfados y ahítos de carne y sangre muerta, llegando, al parecer, a dejar al muñón como piel de bebe. Si era obra de Ngüenechén como ella sostenía o de la porfiada naturaleza y el conocimiento chamán, como decía el enfermo, no importaba. La pierna, lo que de ella quedaba, parecía sanar.

    Ayinhual, que no era lenguaraz, pero tampoco analfabeta, y que había escuchado con atención y memoria. Ensayó humilde una réplica. Poniendo luz donde había escuchado sombras, paz donde violencia, perdón donde venganza.

    ¡Verde gramilla! Por la estrella inmolada, que no flaquee tu ímpetu de vida, y que sea pronto que el cardo luzca sus penachos violetas, la lavanda sus encrespadas guirnaldas, las margaritas sus soles, naden el aire los dientes de león, naufraguen en tierra las semillas del alejado tilo. Grite de alegría la gallareta, pie de pasión la torcaza, husmee la liebre, corretee la ardilla, amenace el águila, se empache el buitre, nade el carpincho, aletee el tero.

    Te voy a decir, mi gallardo guerrero, que haremos sin tu talón, tobillo, pierna. Que sólo necesita el jinete para montar un yegua fiel más que su susurro, su silbido, su canto. No necesita el ranquel dura montura, plateada brida, ni molesto freno, sino sólo cerrar sus puños en las crecidas crines de su baguala, y así, ganarle al tero, al ñandú y al Pampero. Cierto ya no vas a ser parte del malón, ni pararte sobre su brioso lomo, para acabar con el cruel invasor. Pero no ha habido ranquel que muerto en la batalla no tenga un recuerdo entre sus mujeres, su familia, su pueblo. Que no te impedirá tu muñón treparte al alerce y gritar sobre el polvo que levanta el azul regimiento.

    Será tu hembra quien montada sobre Sayen, hija de Manqué, hija de Ayínir, acompañará a los bravos estandartes, con su trenza como bandera, su vientres como testimonio. Que coma la ligera Sayen del pasto que crece allá antes de que las piedras se sientan calientes. Para dejarse preñar por el inefable Quidel, padrillo de excelencia, cautivado al ladrón. No dejaré que sea montada por huinca cruel, y seré yo, también quien de mi mano te de ricos cubos de sal, azúcar, te alimente con la rica avena y la nutricia avena, para poder contar el número de gaviotas sobre las olas del mar.

    ¡He, eimi chacha, Llancañir! El más viril de los hombres de la mapu, el más altivo de los ranqueles que mojan con su resudor la negra tierra que alimenta a la lombriz y enaltece el trabajo de la hormiga. Compitiendo con el astuto zorro, el incansable guanaco, el intrépido lobo, el sanguinario tigre, el innumerable cuis, el noble caballo, el bravo toro. Que a fuerza de susurros doblegaste mi vientre para que te regale mi primicia, durante la luna llena, antes que el fuego del odio huinca te robe una rodilla, que no te ha quitado el ímpetu y el orgullo. Mirá que de zorro perlado en el esforzado malón, hundió su estaca en la terrea madre de mi vientre, y no podrá la venganza robarte la sonrisa, de dientes blancos e inhiesto puñal. Que con la fuerza y determinación con que el zorro arrastra a su cría cuando el fuego arrasa los pajonales, me llevaste hacia el interior donde rezaban los monjes amarillos, dos soles antes que esa bala te quite el andar. Que yo seré el cayado donde apoyarás tus días. Ah, viril macho, con quien poblaré esta mapu de negras crines y rubias trenzas. Que pariré tus hijos como la gaviota se hunde en busca de su presa. Que serás el realizador de mis sueños.

    ¡Ay, defensora tacuara! Hachada del rizoma por el fuerte brazo de mi amado, allí en el vasto cañaveral cuando termina el desierto y empiezan los ríos Que no se compara tu firmeza con la pesada lanza de mi Llancañir. Recuerdo, doce hermosos ranqueles, tres hijos de cautivas, rodearon mi trenza en busca de mi segunda sangre, pero yo, como en los cuentos europeos ya había elegido a mi príncipe azul y no dejé que ninguno abonara mi tierra. Sólo fueron su pecho, su boca, sus manos, su lanza y mi jardín que aún no conocía varón. Allí quedé extasiada con el aroma a su penacho de arpillera roja, la misma que viste su lanza, la que cuida la entrada de su toldo, la que cuidará las inocencias de mi rosal, durmiendo a mi lado, velando mi sueño, defendiendo mi tierra. Ahora sé, tacuara, el impío fuego huinca lo dejó saber, que ha llegado el tiempo de las últimas batallas, donde, quizá, sea cada gota de ésta, nuestra sangre, la que regará los arenales. Pero no habrá derrota. Porque no habrá muerto la estirpe si un solo ranquel, a caballo o a pie, galope, trote, corra o camine por esta bendita tierra. Tierra dada por Ngüenechén al ranquel.

    Que siempre fue el indio, hombre de paz, agradecido del sol, la luna, la tierra, el mar y las estrellas. Cazando, pescando. Que siempre vestimos las hualas estridentes colores que agradan a la luna. Que cuando cocinamos el sol se dormía más tarde para disfrutar del aroma. Dejamos a nuestros hombres agotados de nuestro amor femenil, para que los hijos nazcan duros como el alerce y las hijas dulces como el caldén. Para que los dioses eleven al sol cada día. Que no tuvo el indio otro camino que el malón para defenderse del robo, el despojo, la tortura, el homicidio, del malvado usurpador, cuando con pólvora y acero lo arrinconaron en la falda de la montaña donde la tierra sólo es roca y granito, hacia la salina, el arenal, donde no crece ni el álamo ni el tomate. Donde sólo se ver al guanaco, donde sólo duermen los jabalíes. Haciendo que los niños duerman sobre la dura roca al acecho del hielo, sin poder comer más que carne de amargos espinos y repugnantes alimañas. Así fue como el manso hombre de esta fértil mapu se volvió intrépido lancero, terco en la lucha cuando la alta polvareda que trae el uniforme azul lo obliga a la pelea, brazo contra brazo, tajo contra tajo, diente por diente, en un tronar de cascos y herraduras, regando la tierra de sangre, trayendo a la inicua muerte, al atroz exilio.

    ¿Qué de los pueblos de la gran mapu que duerme a la sombra de la cordillera, las sierras, las grandes sierras, la alta puna, el inmenso Amazonas, todos compartiendo el mismo destino: muerte para el quechua, para el guaraní, el querandí, el diaguita, el araucano de donde proviene la estirpe ranquel? Todos huyendo de la esclavitud, la mita, los mosquetes, los sables, la horca o el cañón. O resignándose como la gallina ante el zorro, la perdiz ante el búho, el pejerrey ante la anaconda. Que no es de Gualicho vivir de la tierra, ni haragán pernoctar bajo las estrellas, ni bando inicuo quien defiende el abrigo de sus hijos. Que el saqueador duerme caliente en invierno y el indio no puede oír el crepitar de la rama seca sin que una bala le atraviese la rodilla

    ¡Ay!, La toldería, por la mañana, vestida de blanco por las blancas manos de las ancianas. Cuando salen las niñas a buscar leña, los niños a cazar liebres, las hualas peinan sus trenzas y los muchachos aventuran con cuál de ellas retozaran en los yuyales. Mañana de alegría, cantos a los dioses. Donde la única guerra que se escucha es a los impertinentes piojos. La niña que aprende como de la grasa se hace jabón, qué se debe masticar para que la boca se ponga, blanca y fresca. Cómo hacer cuando la sangre de lunas no quiere parar o qué cuando, sin causa, no quiere venir. Y ellos, a la escucha de los más experimentados, de cómo cazar en grupo al peligroso jabalí, a como lanzar lejos la lanza o ver quien lanza su semilla de estirpe más lejos y abundante que los otros. Necesario, según algunos para impresionar a las hualas, otros se apegan al canto de los lenguaraces. Y por la noche, todos al fogón, para que los ancianos, riéndose, cuenten cuántos de ellos y ellas faltan para retozar durante las noches.

    Aquí estamos, eimi chacha, tu yegua, tu lanza y tu huala. Que te sostendrán durante las noches de luna llena, que si no tenés tu pierna, tenés tu sonrisa, tus brazos fuertes, tu pecho y su sexo inhiesto que me acerca a las nubes. Que no hace falta que digas que le temés más a la cobardía que al fuego. Seamos todos uno solo, que de rosas y estiércol está hecha la vida, para el que con manos limpias se atreve a vivirla. Como ha sido desde que el pez dejó el mar para caminar el prado y trepar la montaña. Vamos, mi varón, que aún falta por vivir.

    Quiso la niña continuar su largo discurso que venía, como sus pálidos ancestros, los payadores, pensando; porque primero el relámpago iluminó el campo, el horizonte y se diría que su luz llegó hasta Kuyen, luego el sonido que hizo temblar las cenizas del suelo que les dejó los oídos zumbando y por fin luego de unos respiros un viento primero fresco y luego frío.

    Llancañir más experimentado comenzó a mirar hacia los cuatro horizontes cuando observó que el estanque ya no sólo recibía el agua de un arroyuelo sino que, como él sabía otras aguas subterráneas que hacían rebullir su superficie, señal de que la lluvia ya había ocurrido en las nevadas montañas que apenas dejaba ver la neblina durante el día. No se necesitaba saber leer los libros para darse cuenta que ese rizoma que forman los arroyos subterráneos pronto desbordarían. Y si el cielo trajo el fuego, la tierra le respondería con la inundación. De modo que incorporándose oteó esos horizontes en busca de una loma de unos escasos nudos de tacuara, según su saber dos veces los dedos de su mano, si más alta mejor para no ser arrastrados por la corriente que aún no existía. Y cuando un nuevo relámpago iluminó nuevamente hasta parecer que encendería las hojas de los álamos, vio que a unas pocas cuadras se elevaba una de la altura deseada.

    La marcha que fue dura, sin embargo les provocó risa. Ayinhual se preguntaba si así, como su amado, saltarían esos raros animales que su madre le mostraba en un libro, que vivían en una colonia inglesa llamada Australia. Pero el muchacho ajeno a esas palabras seguía saltando a falta de cayado en que apoyarse y alegrándose de que apenas a cuatro días de haber su corajuda amante cercenado su parte muerta el muñón ya no le dolía hasta hacerlo gritar como hasta ayer. O quizá, volvió a pensar, era la necesidad de salvarse, nuevamente, de morir ahogado. A mitad de camino el cielo les cayó encima. El chubasco, en forma de aguacero, parecía una infranqueable pared de agua y aunque fuera la lluvia ayudaba a la noche cerrada más por instinto que por vista lograron llegar y trepar la suave pendiente de la loma que tenía algo que desde la distancia no se podía ver un mangrullo huinca que hacía a la loma tres hombres más alta y como los huincas no ahorran a la hora de la guerra, pero sí en sus comodidades, el mangrullo tenía unas tablas donde subirse pero no un techo que los cobije del vendaval.

    La lluvia aunque intensa no duró más que hasta el amanecer y el agua de lento correr llegó casi hasta la base del mangrullo. Observó el indio que serían tres días sin comer y bebiendo agua algo insana. Pero se equivocó, por de pronto se sintió el desesperado corcoveo de tres enormes bagres que lejos de su río o laguna, arrastrados por la suave corriente peleaban contra el fango. Fue rápido el mozo que zambulléndose en el barro los atrapó con sus propias manos y descabezándolos contra un tronco que flotaba los puso bajo su axila y arrastrándose volvió al mangrullo que si estaba a pocas varas, para él fueron leguas. Y como la niña lo miraba sin atreverse a decirle nada, él dijo, este para hoy, ese para mañana y el otro para el siguiente. Y como no había madera seca ni piedra que chispar él le tuvo que decir que lo harían como el lobo de la laguna, crudo y rápido pero descamado. Cuando mordió su parte, Ayinhual notó que si bien crudo no era sabroso se lo podía tragar.

    Aunque la comida fue escasa duró hasta que las aguas lentamente se escurrieran y así Llancañir concluyó que debajo de la gramilla, luego de la tierra negra y antes de la arcilla habría un gruesa capa de arena. Así que no era seguro andar por allí por el riesgo de ser tragado por un pozo de arena movediza. Antes de descender el bravo quitó dos de los troncos que sostenían al mangrullo que tenían un remate con forma de horqueta y luego de golpearlas entre sí como si fuera la una hacha de la otra, se hizo su primer par de muletas. Y si su primer paso fue fallido ya que cayó de jeta contra el barro, se levantó y con hidalguía reemprendió la marcha.

    Era la tarde, fresca, luminosa, roja cuando Llancañir con gesto triunfal llegaba nuevamente al jagüel sin la amorosa ayuda de la huala. Allá se veían parejas de gamas, guanacos, huemules, lobos, que lejos de su época de celos, sólo se dedicaban a trotar sobre el barro por allá blanqueado por la ceniza, por acá negro por las carbonizadas ramas y por no muy pocos lugares volvía a surgir la obstinada gramilla. No faltaban los cuervos, buitres, búhos, caranchos que aprovechando la mortandad de fuego y agua, llenaban la llanura de gritos mientras se peleaban por la carne podrida que surgía por todos lados.

    Misteriosa naturaleza, pensaba el indio, que tiene métodos terribles para continuar la vida. Y donde otros ven el triunfo de la muerte, él ve como la vida se abre paso, como el cervatillo que apenas escupido por el sangriento vientre de su madre ya retoza en su entorno. Y con voz pausada y firme, le dice a su huala que no sabe si en esas estrellas se alzan seres como ellos pero que aquí la muerte los alcanza más tarde o más temprano, a todos. Que la muerte al poderoso y al pobre, al bueno y al malo, al viejo y al joven, al valiente y al medroso, al cacique y al raso, al rey y al esclavo, macho y hembra, mujer y varón, todos vuelven su cuerpo a la tierra, que la vida sólo es prestada. Que yo puedo decir estar en las dos partes, aquí, mi corazón latiendo, allá mi pierna muerta, de alimento, eso espero, de los ratones o los cuises. Que la muerte me cobró esa parte para que yo siga en libertad. Que este desierto no es páramo, sino gloria para la vida que le da amparo al débil y sombra al fuerte. Por eso el ranquel a su lanza adorna con la pluma del cóndor, la cola del lobo, las tripas del tigre, según su sigilo y sus agallas luego de haberlos cazado. Que este indio, si morir joven debe, lo hará en la maloca que defienda a mapu. Que tuve gloria galopando entero y la tendré sin una parte de mí. Que con esa pierna adherida en mí, ha temblado el huinca traidor, y con ella he correteado a tantas hualas como totoras crecen a la vera de los arroyos. Que no fue por la vana gloria, efímera como el humo de una fogata, como el aire que escapa del vientre, que sólo para defender vida y tierra el ranquel sale a maloquear. Que no soy tan viejo como para no recordar mi primera batalla que no fue malón, sino defensa ante el artero ataque huinca durante la noche en que todos dormían, que muerto hubiera sido de no ser por los ladridos de los famélicos perros. Doce eran en la partida, sólo nueve los defensores, seis por bando murieron hasta que la trompeta llamó a retirada. No había vello aún en mi sexo cuando vi, ojo a ojo, frente a frente, la cara a la muerte que no viene de la justa naturaleza sino de la iniquidad de la ambición.


    El éxtasis de la huala

    “No nací para compartir el odio, sino el amor”.
    Antígona. Sófocles.


    Feliz estaba la doncella de ver que su hombre, hasta hace una faz de luna, hombre muerto y ahora colgando sus hombros sobre dos horquetas se animaba a mirar al sol con esperanza. Pero mucho más cuando supo como toda mujer sabe que en su vientre había nueva vida. Motivo más que suficiente para arrancarle más vida a la vida. Y así luego de toda una luna en que se refugiaron entre jagüel, loma y bosque de alerces, viendo que Llancañir ya podría, con sus muletas caminar las diez leguas de regreso a la toldería, se lo planteó seriamente.

    Allí va con su rengo amante, su viril esposo en honda y viva luz hacia aquel horizonte, llevando sus pasos consuelo, vientre fecundo, contento el corazón y la sonrisa que hacían de sus hoyuelos, y sus colmillos, aún infantiles una imagen de dicha para cualquier hombre de la tierra.

    No va solo su espíritu, lleno ya de los placeres que da la juventud y la carne, sino la certeza de la doble alegría que sentirá la aldea al saber que viven los que creían muertos y, de yapa, nueva estirpe. Que su humano corazón que sobrepasa mapu, mar y universo, tiene el mayor tesoro que hace del súbdito soberano, del esclavo amo, de la agonía pletórica vida. Que es en la humilde semilla donde reside la potencia inaudita del álamo.

    Le parece más diáfano el mañana de puro y claro cristal de quien no conduce al cadáver de un guerrero sino al padre vivo y reluciente del fruto de su vientre. De a ratos, Ayinhual se arrodillaba, para besar la tierra, morder el pasto fresco, alejada ya para siempre la tristeza y derrotado el dolor.

    Liberada su trenza, cae su largo y rubio cabello sobre su blanca espalda, un mar de piel y estrellas, sobre sus aún pequeños y dulces pechos. Se confunden sus ojos con verdor de las acacias que llenas del vigor del verano extrañan las nevadas del largo invierno.

    No hay tiempo para el llanto, porque luego de verle la cara, ojo sobre ojo, a la muerte todo lo que queda sólo es contento. Y deja que el fuerte brazo del rudo ranquel se cobije en su desnuda espalda, mientras ensaya sus largas preces al cielo. Que si de improviso desde atrás de un monte surgiera la muerte vestida de quepis azul ella ha vivido los días más intensos.

    Vos, padre Ngüenechén, que permitiste que mi amado viviera, no sin antes probar su acero como hace el herrero entre fuego y agua que antes de llevarnos a la entraña de la tierra como a todos nos toca, le permitiste derrotar y aplazar el largo sueño. Que aún no conoce esta amante pareja lugar donde cavar su tumba que será poblada, a su momento, por la dicha de esta juventud.

    Que será tu deseo y no el nuestro que nuestra lozanía se convierta en vejez. Arrugada la frente del lancero, caídos sean mis pechos aún no debidamente crecidos, que habrán alimentado de leche y miel, a fuertes lanceros y rubias doncellas. Y cuando mi cabello, ya blanco y mi espalda ya encorvada de tributo a tu nombre desde la sagrada tierra, ellos poblaran el mapu para proclamar la gloria del universo.

    Y para mostrar y mostrarse que aún era niña, alzó, una a una sus rodillas para, sin dejar de caminar y cesar su canto, besárselas. Baja y con su pie, como bailarina de fogones que se ofrece a los guerreros, apunta con él al sol que se posa en la cima de un cerro, y con alegre y despreocupado paso sigue hacia él, con el corazón en la aldea y sus pies en el sendero.

    ¡Ja!. Allí se ven, la bella estrella de la noche, la ausente luna que apenas dibujada por un fino cincel, parece indicarle el camino. La noche es tibia, el aire fresco, y su amado hunde sus muletas en la mullida hojarasca, riendo contagiado de tanta vida a su lado. Hasta pronto, fresco jagüel de las aguas claras, hermoso y vasto plantío de monjes amarillos, dulce pajonal de llamas fulgurantes, testigos necesarios de nuestra aventura

    Llegó, al fin, la dulce pareja, luego de tres días de camino, a la dulce aldea que los creía muertos y sin esperar la orden del cacique, un capitanejo, ordena carnear un joven ternero. Salen de los toldos, incrédulas, las mujeres, admirados los varones, de risas y gritadas carcajadas las niñas, los niños, los viejo.

    Se preguntaban cómo, con un mísero puñal, sobrevivieron a las fieras, cómo el mozo se hizo su par de muletas, que aún el muñón luce rosado. Un grito de asombro, cuando saben que fue el arrojo de la niña el que logró el corte. Allí en la pulcra aldea tuvieron, antes de pasar ocho inviernos, muchos hijos, que Ngüenechén, que asistió a su coraje y valentía, la bendijo con partos dobles.

    Y cuando el cruel ejército derrotó, uno a uno a cada lancero. Al darse por derrotados por el cruel usurpador, sumaron sus yeguas, su caballo, sus ovejas, a las columnas que Ramón formó para salvar lo poco que quedó.

    Años, pasarán para que la huala, nacida de cautiva en un toldo pampeano, muera a la orilla del mar chileno. Porque para Ngüenechén, todo es parte del universo.
     
    #1

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