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Ayinhual (parte 3 de 8)

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Cris Cam, 16 de Febrero de 2019. Respuestas: 1 | Visitas: 474

  1. Cris Cam

    Cris Cam Poeta adicto al portal

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    Ayinhual (parte 3 de 8)

    La doncella



    “La hermosura de Eleonora recordaba la de los serafines, y era una doncella ingenua e inocente, como la breve vida que había vivido entre las flores.”
    Eleonora.
    Edgar Allan Poe.




    Ayinhual, esperó, esperó a que amaneciera, esperó a que la partida, ahíta de carne, y ebria de aguardiente más que dormida pareciera muerta. Sólo Llancañir, pura ilusión, con los cueros lidia, en el vano anhelo, de zafar su destino de puñal, sentencia al que quiera componer, sentencia para el bravo condenado. Amparados en el poder, del vil Winchester, índice sobre el celoso gatillo, el sombrero sobre los ojos, el oído laxo pero atento, dejan que el silencio quebrado, por la grasa que frita, recuerde la infantil alegría, de horas pasadas. De pronto, con sonámbula abulia, uno de ellos, sin despertarse, repite el acre sonido, de un puñal sobre el gaznate, seguido del cruel chillido, de un borbotón que fluye, la garganta no grita, ni el cuerpo llama estalla. Y en esa paz de cementerio, delatada por su aroma a limón, la núbil figura de Ayinhual, temblando su porte por el miedo, que puñal en mano, busca concretar su hazaña.

    La larga trenza rubirroja, sangre ranquel, cabello huinca, muestra la firme determinación. Ahí, va, respirando apenas, su grácil cuerpo atento, sobre la partida dormida, pasa, mira, escucha, respira. Camina y sus ojos, ya desorbitados, miran hasta el vuelo del mosquito, que, en milenario enjambre, en la noche aciaga busca, también, las blancas yugulares. Allí está, como consultando con Yorik, sobre cual el puñal hundir. Alguien se mueve, rezonga, despierta. Y tomada por el coraje, sobre el cuello el filo pasa. El hombre, con gradas de teniente, ironía del destino en silencio muere, sin que su cuerpo llame a diana. La ninfa de allí, en su bautismo de sangre, temblándole el pulo, con más sigilo su cuerpo mueve. El casual triunfo, que nunca hubiera buscado, que por su amado la impele, como la estrella madre, de poder se nutre, batiendo sombras con su luz.

    Llancañir la ve, creyendo en ilusiones, ya que eso que sus ojos cansados ven, no puede ser más que un sueño. La frágil Ayinhual, hacia él caminando, el cruel cuchillo como si Bruto de Lucrecia, aun goteando y caliente lo hubiera retirado, dejando a quien quita la vida a su diestra. Allí, al que, desoyendo consejos, que ranquel e hija de cautiva es mala mezcla, lo dicen los ancianos, lo afirman las estrellas, pero allí, aún atado a las cadenas del infierno, está el arcángel a quien le dirá Fiat. “Llancañir, entre todos los mortales, mi querido, descansa el músculo, aplaca la respiración, que lo que ves, no es ilusión ni es sueño, que aquí entre esta gente adiestrada y asesina, a rescatarte vengo, con mi trenza, mis sandalias, que el puñal pesa más que mis brazos.” Pletórico de ensangrentados magullones, una oreja partida por la suela de pesado calzado, pero animado, tan sólo de ver a su hada ranquel, que si su gracia de vivir, allí al instante acaba, y si lo vivido, en los mansos ojos de vaca, que Ayinhual, como toda gente buena, tiene.

    Sus captores, hoy jueces, carceleros, verdugos, recitaban su gloriosa pertenencia a la raza que mató a Moctezuma y empaló a Caupolicán, quemó a cien caciques en chozas de paja, y desmembró a Túpac Amaru. Ya pensaban los tormentos crueles y amargos que hicieran que Llancañir la muerte deseara, antes que la larga astilla bajo las uñas, o el rojo hierro sobre espalda, pecho, cara o lengua, mientras el sol, de áureo carro, avanza hacia el oeste, pero sus palabras seguían con la amenaza de acabar con la bastarda descendencia, imitando burdamente, el grito de un niño a quien la piel están desollando. Ya muchas veces lo han hecho en miles de años. Así el acérrimo Agamenón, jefe de reyes, de falsas lágrimas, a su hijita Ifigenia bajo el puñal sacrificó en busca de vientos, y al retoño Astianacte, vástago de Héctor y Andrómaca, arrojó sin piedad desde lo alto de la muralla, para más horror de los despavoridos troyanos, engañados por un regalo aqueo. Así la púber Juana, guerrera de Francia, conoció la hoguera. Los inocentes de Judea, capricho de Herodes, el filo de la espada. Y si a los propios niños eso hicieron, ¿qué podían esperar los invadidos hijos de esta tierra? ¿Qué otro destino tuvieron los infantes Quilmes, al no poder caminar al ritmo de los caballos, desde la hogareña aldea hasta las orillas del Plata, que ser abandonados en desconocidos desiertos, y ser devorados por el sol del mediodía?

    Madres de piel lozana y útero latiente, que mojan sus prendas de vital leche, cuando el acero, las grebas y los rojos yelmos, asolan la inexpugnable ciudadela, o el caliente fusil, el filoso sable y el quepis la nutricia llanura de fértiles tierras, matando a sus defensores guerreros, arrancándoles de sus brazos a sus tiernos vástagos, que, por todo signo de vida, todavía sólo lloran. Así pensaba el joven Llancañir, nieto de quien, cargando pesada mochila, cruzó, por magra paga, las nieves eternas para liberar Chile y Perú, y ahora siente que la parca lo llevará sin que sus crines nieves aniden, ni su pecho haya sido desnudado, ni su simiente a mujer alguna fecundado. Priva el amor más que la venganza, sólo cortar los cueros quiere. Pero si una mano aciaga la aferra, será su mano que el cuchillo clave, sin alevosía pero con firmeza, en los blancos cuellos de los asesinos.

    Y si amorosa es su nombre, y parte de esta tierra su destino, ofrecerá su martirio de sangre pura, que fluya, si así los dioses lo dicen, como arroyo que baja del monte, para culminar en gozo de sangre, liberar al que sólo mira al cielo. No dejará, no quiere, ni puede, dejarlo al acecho de los buitres, y aunque atados sus miembros, no su espíritu indomable y libre, porque si los vientos la Pampa cruzan, sin pedir permiso a los hombres, Zorro Perlado, no puede perecer. Y la pérfida partida, ignorando estar sin jefe, duerme a pata ancha su segura borrachera y espera el día para cumplir con su alevoso designio, torturar al indio con método y correspondencia, tacazos a sus partes, culatazos a sus costillas, palazos a su lomo, el filo que desuella, la punta que atraviesa, la mordaza que asfixia, hasta que el necesariamente fuerte y joven corazón decline. Pero si del regodeo las babas afloran de sus pútridas bocas, no tocan, aún, del tenaz capitanejo el férreo y bello cuerpo.

    Allí, casi al alcance un respiro de golondrina, la ora tímida como conejo, ora audaz como puma, acera su oído para saber si aún hay suave jadeo. Y antes que el verdugo busque su fácil gatillo, su puñal, como hijo obediente, lacera los cueros, que a su amado retienen a la pérfida muerte a la que, ni vencido ni resignado, está destinado. Cree sentir las negras gotas en que Ngüenechén diseminará su cuerpo para volverlo a la tierra, el aullido de los lobos que auguran su festín, el revoloteo de los buitres para reclamar su pedazo. Pero al ver la grácil figura revierte su ensueño, para pensar en un hada que lo llevará en largo viaje. Y sólo al olisquear su intenso y áspero aroma, sin saber si de cadáver de flor o rezumo propio, alza sus lacerados ojos y disfruta de su sonrisa. Pretendió preguntarle de que cielo venía, cuando tocándolo la rubirroja trenza, supo que era mortal, ranquel y suya.

    No necesita la gallarda ninfa decir su nombre, que no es ángel intuye el indio cuando sin agua cercana, le ofrece, como otras veces, el dulce licor de sus pechos, poca cosa, para que no se rajen sus resecos labios. Ambrosía sutil que lo incorpora de la yerma gramilla, justo antes del nauseabundo despertar del guardia, a quien, juntos como en incalculada sagrada crueldad, con nervosos nudillos sobre las dulces manos, hunden el ya usado puñal sobre la tubular garganta, tomando la vida, antes de que el sol se desperece, de un tercer huinca parte de adocenada partida. Demasiada fortuna, opina, con inconfundible gesto, y en lugar de regodearse con otra justa muerte, la toma de una muñeca y salen con pasos de liebre.

    No a tiro de piedra, lanza ni honda, distancia nimia para el alcance y certeza del fusil, la dulce pareja, el renqueando, ella sosteniéndolo, cuando sus figuras recortan el horizonte, es ella quien, enloquecida, por seguir viva y por tenerlo, se entrelaza como gladiador en la arena, con boca, dientes, pelo, manos, pies, ojos, rodillas, nariz, muslos, orejas, espalda, frente, que no es todo lo que aún tenía. No eran obstáculo las heridas y cardenales, que no había hueso que no gritara por sí mismo, para reciclar nueva y reconfortante correspondencia, con la soba de su palma como quien acaricia trigales, la humedad de su lengua como quien bebe arroyos, lo diáfano de sus ojos como quien derrite nieves. Deja que ella por él respire, por él camine, por el río, que ya, más pronto que tarde en los placeres de la carne se fundirán.

    ¿Acaso, dice interrumpiendo la tortuosa huida, hay hombre más dichoso que Llancañir en esta Pampa? A quien la mano de su amada, estando la suya atada, mató por suya propia. Arrojada a las fauces del huinca que escarnio, dolor y muerte, pudo haberle, en cuerpo tan magro y tierno, provocado, cuerpo que si atrapado, lacerado y violado hubiera sido, y que yo, su hombre, hubiera recompuesto beso tras beso. No, no hay hombre, más feliz, indigno de tal amazona, que el triste capitanejo, hijo de la llanura, Zorro Perlado. Feliz ante tanto halago, advierte la mestiza, que de una huida la travesía se trata, ya tendrá el indio, cuando la piel se reponga, de solazarse palabra a palabra, piel con piel, que ahora el fusil aún los alcanza.

    Deja ya la perorata del lenguaraz, para ubicar un bosque donde el cuerpo ocultar, que de nueve aún se trata la cuarteada partida, que no volver al lejano fortín sin las dos cabezas, será parte de un apurado, asesino juramento. Y mirando a su princesa, a quien ya amaba, pero ahora más que al sol y luna, precisa, debe, aunque sus inflamadas partes lo entorpecen, buscar lugar donde las hienas de uniforme, no rocen ni hurguen el follaje y el olor a sangre detecten. Que el huinca tiene escuela y el ranquel amaneceres. Lloran, ahora que la sombra un álamo ofrece, la muerte de Miguel, a quien Leruén ofreció sus gritos, para que los potros del más allá de dócil lomo, corran con el que no conoció mujer, ni sonido de malón. Que el puma mata al conejo para saciar su hambre, pero el huinca mata al niño para robar sus tierras.

    Pero, aquí estamos, al amparo de la llanura, que donde el huinca ve desierto, nosotros edenes, que aunque los pies sin piel se queden, habrá fruta que arrancar y liebre que comer. Que, con los sentidos absortos de inmensidad, ¿Quién necesita el ingenio de la máquina, si puede dormir bajo un manto de estrellas? ¿Quién agotarse cuando el ñandú te invita a reír?

    Ayinhual, ya viene la luz y vivos estamos, la reciben los ojos, la fronda, la piel, que si el toldo, lejos aún queda, que importa, si tengo tu perfume que alimenta mi espíritu. Que no hay cuerpo exangüe que no marche si tu trenza entre mis dedos compite con el canto de los búhos.

    Que esta tierra, nuestro mapu, fértil morada, llamada patria por otros que necesitan el fusil, mordaz cruel ingenio, para detentarla suya. Viviremos por ella o pereceremos juntos, que no hay escudo más tenaz que el arrojo que da poder contemplar el cuerpo de una mujer, cincelado supremo de los dioses. Es triste ilusión que de coraje viva el hombre, sin un blando pecho donde recostar la cabeza, sin el grito alegre de un niño que huye de la travesura, sin el sabio consejo de quien conoce todos los eclipses, del sabor del guisado de una vieja sin dientes, de la incansable boca del maduro lenguaraz que alza la mano para aprobar o negar un malón.

    Muerde Llancañir sus pavorosos dolores y alegres caminan para, a veces, pararse, para escuchar el canto de una alondra, o ver el cortejo nupcial de un petirrojo, que les muestran que hasta las piedras, gritan la libertad en esta milenaria llanura.

    Ahí van, que no es engaño de Gualicho, la flecha que Amor por orden de Afrodita envía. Sentimiento que derrota la sombra de los fantasmas e ilumina los campos donde anida la Luz Mala.

    Y si el sol nos niega un próximo atardecer, ninguno de estos cuatro brazos se entregará, que de lucha, el cardo es nuestro testigo, saben, que antes que el huinca nos degüelle, este puñal mostrará la sangre de nuestro destino.
     
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  2. Maramin

    Maramin Moderador Global Miembro del Equipo Moderador Global Corrector/a

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