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Ayinhual (parte 4 de 8)

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Cris Cam, 17 de Febrero de 2019. Respuestas: 0 | Visitas: 466

  1. Cris Cam

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    Hombre
    Ayinhual (parte 4 de 8)

    Luces del alba


    “La aurora, de azafranado velo, se esparcía por la tierra”
    Ilíada, canto VIII, 1. Homero




    Sólo el abejorro zumbaba en los azules cardos, la tenue hoja dejaba oír su voz arrastrada por la brisa, el agudo oído creía oír como la hierba crecía majestuosa, y las flores gualdas, rosas, amarillas, anunciaban el día, y allá, al este, entre la fría neblina, despertado por el gallo, anunciado por Eos, la de dedos de rosa, llega su hermano Helio, conduciendo los cuatro caballos que arrastran su carro, su corona de fuego, que ciega los ojos, surge imponente. No se atrevía el tero a gritar el día hasta que un rayo lo ilumina, y de a poco, calandrias, martinetas, cardenales, suben la voz. Como tosco tenor, un potro, mientras trota, ensaya su relincho, y las yeguas de su harén, con ronco coro reclaman su presencia. Tarde y dormido corre un ñandú en busca de alguna fruta, mientras un chajá huye de un carpincho y miles de cuises. No hay holganza, pereza, ni parsimonia, todos en sus puestos, mientras Eos, la aurora, se va, el cielo de rosa a cian pasa. Y allá, por fin, Ayinhual divisa con esperanza y dulce sonrisa, los cuerpos dormidos de la feliz tribu que ajena a la amenaza, duerme, como siempre lo ha hecho, con sus cuerpos en paz e ignoran la tramada cruel venganza que nueve fusiles, que, fundidos en crisol asesino, le tienen preparada.

    Antes que el colibrí, ajeno al hombre, dé un nuevo aleteo, el reflejo de un aún lejano acero sorprende a Llancañir. Culata en el hombro, índice en el gatillo, ojo al horizonte, dispuesto a acabar con pareja, tribu, especies y mapu. Sin tiempo, signo de vida, a un nuevo respiro, la sorprendida y siempre pacífica plebe se cubre de pánico. Como el antiguo arquero clavaba su saeta en el sutil venado, sin el menor gesto de piedad un índice se contrae, un cañón escupe fuego, el humo lo esconde, el estampido aterra, a dos yardas Huentemil, compañero de juegos del varón, pierde su pecho, escupe sangre, cae sobre la gramilla y muere, sin moverse por el pavor lo siguen Anuillan y Loncopan, y aunque de piernas veloces a las dulces Pichunlaf y Llanqueray, niñas que aún sus orejas tenían indemnes, les cruzan la espalda. Nueve disparos, cinco muertes, buena cosecha del cristiano.

    Trece sólo quedan de la nutricia noche de fiesta, sexo y alcohol, cinco aún sin el atributo que da la lanza probaron la sangre de la sagrada Chiway, y ahora es la suya propia la que riega el pingüe humus de La Pampa. Quince doncellas ayer niñas, de pechos aún no crecidos, los acompañan, en el aciago tránsito hacia las tupidas barbas de Ngüenechén. Veinte los bravos que, durmiendo un sueño de alcohol, sin despertar, recibieron los cobardes cortes de gañote o tiros de gracia en la nuca, pero aún, quince jóvenes indias que sufrieron el escarnio de la violación, palabra nueva para el ranquel que sólo conoce el acuerdo de los yuyos. Y los trece dispersos sin posibilidad de reunión y contraataque, para recoger, honrar y sepultar, con gritos a los dioses, a sus amigos.

    Sube, Llancañir, sobre Kiñelef el único potro sobreviviente, a Curipan, a su edad, gran amazona, y con ella a tres niñas pequeñas, y antes que el ojo vil lo note lo palmea y pone rumbo a la aldea. Luego, con enervada calma, busca a Ayinhual que no yace sobre el pasto, pensando huir con ella en dirección opuesta a las salvadas niñas, a fin de atraer hacia él la demencial furia homicida de la partida. Sonrisa en su rostro al ver a su princesa, golpeada pero viva. La toma de la mano y corren hacia el pequeño bosque, allí, a la vista, con la presteza que da el pánico y el entrenamiento, se cubren de hojas. Montículo difícil de ver para la poco conocedora vista del huinca, y allí, muerden los dientes presos de las voraces kollalla colli, que, alborotadas por la zambullida, defienden como ranquel su tierra.

    Buena, pero inútil estrategia, desecha por un inoportuno accidente. Küdell, la menor de las niñas, se cae al saltar, el ágil Kiñelef un vado, y aunque luego del grito, se mordió la lengua, y estaban ya lejos del lugar, donde el huinca en cruel cacería trajo su atroz y sangrienta weichawe, fue oída por uno de la partida, y montando a su malacara salió tras ellas. Oculto de la vista de Curipán, las seguiría para descubrir la toldería, espiar y llevar más partidas y con ellas más dolor, iniquidad y llanto.

    Luego de seis horas de intenso trote, sol, viento seco, polvo arenoso, sangrando sus piernas por el roce sobre el áspero lomo de Kiñelef, llegaron dando voces de alarma, por el fuego asesino del cristiano, con la esperanza de que la aldea se prepare para luchar o huir, ante los oídos atentos de capitanejo, viejas, guerreros y familia.

    No duró mucho la arenga, antes de ver y oír con ojos y oídos, los pies sintieron el ya conocido temblor de una maloca huinca. Una treintena de jinetes, armados y furiosos, con el filo en los sables, la muerte en los fusiles, pronto, este a la diestra y el otro a la siniestra. Separados, sin siquiera una lanza en el puño, vieron como los niños, unos treinta, que minutos antes, reían de alegría, sangraban ahora, por el cruel corte de los sables; caía una cabeza de madre desesperada, y mientras Kintuñanko, viendo lo inútil de la resistencia, ordena la huida, y de los cincuenta que eran veinte se pusieron fuera del criminal fuego. Allá sin haber podido desmontar, Curipán y sus amigas, taconeaba al flete, los huincas, aunque sus balas ya no mataban a nadie seguían gatillando.

    Kintuñanko, en un arrojo suicida, tomando su ajada pluma blanca; señal de un último acuerdo de paz y fronteras, se las muestra agitando, con voz firme dice: “Cristiano traidor, ¿hay algo más que robarnos? Te llevaste la hacienda, los mejores campos y ahora la vida de los niños”. No entendía la turba ignorante que el ruego era hacia una alegoría, y así, segundo pasado, segundo ganado, el desbande en la pampa soplaba. Los guerreros, en otro momento, brazos altivos, resistiendo la matanza, fieles a la orden del capitanejo, lo dejan, sin mirar su entrega.

    La partida, en ominoso triunfo, sin saber porque, lo deja con su pluma, y conforme con su botín de sangre, dejó la tierra hecha un camposanto. No respetó el filo ni la blanca piel de una cautiva, quien por no matarse, fue considerada, prostituta por unos, bastarda o sangre sucia por otros.
     
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