Campanadas

Ya se va el 2017, un año fantástico que me ha traído las mejores experiencias y tal vez la mejor compañía. Un año en el que he sabido qué es la felicidad. Con circunstancias tan buenas que requerirían de muchas palabras de agradecimiento a mis padres y amigos.


A lo largo del día veo en las redes fotos y collages con textos muy emotivos. Resumen lo que las personas quieren recordar de este año. Voy leyendo también bellísimas cartas de despedida al 2017 en las que cada uno se acuerda de aquellos que han dejado huella, de la familia, de los mejores amigos, de personas que creíamos olvidadas y que han vuelto, y de los seres que nos han dejado... Todos tendrán hueco en nuestros pensamientos.


A las diez decido desconectar y apartar el teléfono para sentarme a la mesa con las personas que más quiero. Es entonces, ya sentado, cuando levanto la mirada y veo lo que va a ser la cena de esta noche. No sé por qué me estremezco, tal vez porque todo esto ha sido preparado por la mano extraordinaria de mi abuela a sus ochenta y ocho años.


Terminando uno de los platos mi abuela me observa y acto seguido me pregunta con su tono entrañable, ese que tienen solo las abuelas:


—¿Te has quedado con hambre, hijo? ¡Sírvete más!...


Se para el tiempo.


Es ahora cuando vienen a mi memoria personas que han sido determinantes en mi vida este año. Me remonto a un lugar en el que dejé parte de mi ser, un lugar en el que estuve con las personas más vivas que he conocido nunca, un lugar en el que aprendí lo que verdaderamente significa vivir. Me pregunto qué será de esas personas, qué estarán haciendo esta noche y qué estaría haciendo yo si estuviese con ellas. Y lo recuerdo hoy con emoción.


—No, abuela, muchísimas gracias, ya he comido suficiente.


Suenan las campanadas.


Por favor, no tiréis comida esta noche a la basura.