Con ojos de amor

Nuestra relación empezó como un juego de adultos inmaduros. Queríamos vivir la “vida”, ser valemadristas. Nos veíamos a escondidas. Nuestras respectivas parejas eran amigos de muchos años. Convivíamos en las fiestas de nuestros hijos, inclusive en los cumpleaños de algún familiar cercano. Pero todo se fue al caño. La adrenalina que nos llevaba a la cama se fue extinguiendo lentamente.

En una plática, después de la fiesta de cumpleaños de Nando, mi segundo hijo, pasamos de los clásicos logros de los hijos a temas de sexo. Prefiero dar placer, dije. Zaira arremetió: no te creo, los hombres son egoísta por naturaleza. La discusión iba y venía. Fernanda, mi esposa, llevó a Nando a dormir y Facundo, el esposo de Zaira, salió a la calle a fumar un cigarro. Al quedarnos solos la plática dio un giro. ¿Alguna vez has sido infiel?, me preguntó con malicia. Empecé a reír. No lo he sido, dije, pero no descarto la idea. Yo tampoco, arremetió sensualmente, e igual no lo descarto. Rozó mi mano con la suya. Me gustas, dijo susurrando. Me sonrojé. ¿Y si lo intentamos?, propuso. A quién le dan pan que llore, pensé y asentí con la cabeza.

Empezamos a enviarnos mensajes por el teléfono celular como un par de jóvenes enamorados. Claro que hubo mensajes más íntimos: me gusta estar arriba, leí. ¿Sexo oral?, escribí. Sin problema, respondió. Me escondía en el baño para contestar a sus mensajes, vivía pendiente del teléfono. Dos meses después, tuvimos nuestro primer encuentro sexual. Quisimos que fuera inolvidable, como un sueño que no tiene final. Ella llevó un vestido de tirantes, el cabello recogido con una cinta blanca y sandalias. Compré fresas, una botella de vino espumoso, chocolates y un par de velas aromáticas. Alquilé un departamento a las afueras de la ciudad. Romanticismo a todo vapor.

Titubeamos al encontrarnos solos en el departamento. Me acerqué y la besé en los labios. Una caricia llevó a la otra. Empezamos a jugar: le cubrí los senos con chocolate. Gimió un poco. Mordí una fresa y la otra parte se la di en la boca. Lentamente lamí el chocolate, dándole pequeños mordiscos en lo pezones. El cuarto se llenó con aroma a canela y vainilla. Bajé a su sexo rasurado. El aroma embriagador me excitó demasiado. La poseí desesperadamente, como si me jugara la vida en ello. La noche nos pareció corta, nos aferrábamos a la eternidad momentánea del tiempo. El vino espumoso nos apaciguó la sed.

Los siguientes encuentros fueron en distintos lugares. Experimentamos como adolescentes en brama. La adrenalina nos guiaba. Para ese entonces, era arreglista y compositor de un grupo de salsa cubana. Cada melodía que componía me la halagaba. Esa melodía está hermosísima, decía. En una ocasión le repliqué cariñosamente: es que me miras con ojos de amor. No es cierto, dijo dándome un beso, eres talentoso. Cuando miras con ojos de amor, dije, todos lo ves hermoso, pero ya se te pasará. Le di un beso en los labios y le abrí las piernas lentamente.

Pasaron las semanas, los meses y los años. Se hacía más complicado estar juntos. Nuestras vidas familiares se volvieron insoportables. Fernanda me reclamaba constantemente el poco tiempo que les dedicaba a nuestros hijos y a ella. ¡Prefieres tu asquerosa música que a nosotros! ¡Te crees una estrellita y disfrutas que las viejas, que van a verlos, te tiren el calzón! Nos divorciamos. Creí que al estar soltero de nuevo le daría más tiempo a los encuentros con Zaira, pero no fue así. El efecto adrenalina decayó de inmediato. Ella, por su parte, un año después de mi divorcio, hizo lo mismo. Ya no soporto a Facundo y sus constantes viajes de negocios, me dijo una noche. Alegó que ya no la tocaba y que prefería dormir. Ya nada nos impedía estar juntos y disfrutarnos sin complicaciones. La desesperación se disipó en ese forcejeo de la vida cotidiana y el hastío del deseo.

Nuestro último encuentro fue un desastre, digno de esas películas donde el sexo es más estresante que placentero. ¡No seas brusco!, reclamó, ¡no soy una puta! Sabes qué, dijo al cabo, es mejor que te vayas, Facundo viene por Isaías -, su único hijo que dormía en el cuarto contiguo -, y no quiero que te vea aquí. Me vestí con pesadumbre y me marché. El juego había terminado. La dejé de buscar y me dediqué más al grupo y a mi música. La olvidé en otras ganas. Jacqueline aún me ve con ojos de amor; sé que pasará y es mejor que lo disfrute el tiempo que dure, porque el amor dura, lo que dura dura.

 

Una exquisita narrativa inmersa en una dosis de erotismo que despierta la inquietud para llegar al final y comprobar que el amor dura lo que dura. Un placer leerte. Saludos cordiales.

Al verbo halagar se le escapó la "h".

 

Tienes razón, una relación es más que sexo. Pero a veces, la sumisión, de algunos de los dos, lleva al tedio y al hastío.

Saludos.

 

A veces, eso dura el "amor".

Agradezco tu observación del verbo.

Saludos.

 

Agradezco, de todo corazón, el galardón.

Saludos.