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Cuento Homenaje A Gabriel García Márquez

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por D. A. Vasquez Rivero., 17 de Marzo de 2017. Respuestas: 0 | Visitas: 476

  1. D. A. Vasquez Rivero.

    D. A. Vasquez Rivero. Poeta recién llegado

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    EL DIÁLOGO DE LOS SILENCIOS

    Por D. A. Vasquez Rivero.

    Bajo la copa esquelética del antiguo castaño, sentados sobre petates que flotaban a varios metros de una espesa niebla, tres fantasmas aprovechaban su eterno tiempo libre para conversar.

    - ¡No hay comparación que valga! -exclamó Prudencio Aguilar-. A diferencia del mío el de Melquíades fue un luto magnífico. Por otro lado, el tuyo, Buendía, el tuyo fue sencillamente milagroso: ¡Una tormenta de flores amarillas cayendo del cielo toda la noche! ¿Quién lo diría, eh? De haber sido yo el homenajeado seguro llovían guacales o plumas o…

    - O cagantinas de gallo -agregó risueño Melquíades-.

    - O lanzas cebadas -dijo José Arcadio Buendía en tono burlón-. Melquíades contuvo la risa y en seguida, para disimular, comenzó a tararear una extraña melodía; Prudencio en cambio decidió pasar por alto la broma de mal gusto y continuó.

    - ¿Recuerdas el olor de esas flores? Era bastante fuerte, permaneció en el pueblo durante meses.

    - ¿Que si lo recuerdo? -respondió Buendía. Se cruzó de brazos y permaneció callado un instante, contemplando la niebla y el rocío matutino que aún cubrían a Macondo como un gigantesco velo nupcial. Cerró los ojos, inspiró embriagado el melífero aroma a gramilla y tierra mojada y finalmente contestó-. Desde ese día tengo perfumadas el alma y la memoria.

    Apenas dijo esto, acaso motivado por la nostalgia o el fastidio, se incorporó y levitó hasta una roca cercana cubierta por trinitarias. Allí intentó tocar una de las flores, pero su mano temblorosa y transparente atravesó los pétalos, incapaz siquiera de desprenderlos. Consternado, empuñó al vacío con fuerza y lo estrujó. Aunque no recordaba cómo hacerlo, Buendía tuvo unas ganas tremendas de llorar; pues ese acto lo empantanaba en la confirmación inequívoca de su enorme desdicha: jamás volvería a sentir ni a alterar al mundo. Comprendió entonces que aquella insignificante flor seguía siendo algo en la tierra, mientras que él no era nada, ni un soplo de viento, ni una brizna de voluntad.

    - Bueno -prosiguió, visiblemente decepcionado-, supongo que la naturaleza es tan sensible como caprichosa a la hora de llorar a sus muertos.

    - Supones mal, Buendía -replicó Prudencio-, una plañidera enjuga lágrimas más sinceras que las de la naturaleza.

    - ¿Cómo es eso?

    - Lo que escuchaste. Tu muerte en realidad no le movió el pelo a nadie. La verdad del asunto es que este viejo -señaló a Melquíades- sobornó al clima con sus brujerías; y seguro que también… también embrujó a tu mujer para que penara frente al ataúd. No creo que Úrsula te amara tanto.

    Apenas sus oídos bebieron el veneno rancio de aquel comentario, Buendía se volvió hacia Prudencio, sacó un tapón de esparto que guardaba en sus pantalones y agitándolo enérgico al aire gritó:

    - ¡Vas a tragarte este pasto por insolente!

    - ¡Somos fantasmas, idiota, ya no te tengo miedo! Puedes hacerme tragar un puñal si te place -contestó Prudencio-. Si bien por fuera destilaba coraje, por dentro se le estaban retorciendo las tripas que no tenía. Buendía comenzó a acercarse, bufando de rabia como un toro bravo, la tierra se estremecía y partía bajo su figura al pasar.

    - O te callas, marica, o te ganas un collar de agujeros en la garganta.

    A pesar de su atávica cobardía, Prudencio logró levantarse en actitud desafiante, dispuesto a ametrallarlo con la filosofía aprendida en el más allá.

    - ¿Qué podría sentir, eh? ¡Contesta! ¿La carne cediendo al metal? ¿Los nervios rompiéndose? ¿El ardor de la piel cuando se raspa o se estira o se corta? ¿El último aliento helado que nos priva de la vida? ¿La rigidez paulatina que pronto nos entumece el corazón? Si serás bruto, Buendía. “Dolor”, “escalofríos”, “calambres”, no son más que palabras para nosotros. Todo eso ha quedado atrás.

    Buendía se detuvo en su lugar, Prudencio tenía razón. Resultaba inútil e incluso aburrido luchar sin transpirar, mancharse con sangre o causar moretones; el dolor seguía suponiendo un ansiado privilegio reservado para los vivos.

    - ¡Me importa un carajo si no tiene sentido! ¡Te mataré las veces que sean necesarias!

    - ¡Basta, los dos! -irrumpió la voz quejumbrosa aunque todavía potente de Melquíades-. Sabemos que Prudencio murió por lenguaraz, pero me temo que ahora no está mintiendo.

    - ¿Qué quieres decir?

    - Yo no soborné al clima -aclaró el anciano-, al menos no del todo. Ahora les explicaré. Mientras tanto, por favor, vuelvan a sus lugares y cumplan el imperativo de nuestras lápidas: Descansen en paz.

    Buendía asintió con la cabeza, guardó el tapón de esparto en el bolsillo, volvió a acomodarse lentamente sobre el petate flotante como si nada hubiera ocurrido e hizo señas a Prudencio de que lo acompañara.

    - Ven, Prudencio -le dijo-, ya está, ya está, la cólera dura poco cuando no tiene de qué agarrarse-. Aunque dubitativo y receloso, Prudencio obedeció; y ambos quedaron sentados como niños en el parvulario, atentos a la próxima instrucción de su maestro. Melquíades prosiguió.

    - Simplemente usé vapores de cadmio y cromo para generar una reacción inicial en las nubes, digamos que debía “despertarlas” para poder hablarles. Luego, leí en voz alta un pergamino escrito en arameo preguntándoles de qué manera podrían honrar tu entrada a los cielos, José Arcadio, y entonces las nubes respondieron con flores amarillas; del mismo modo que respondieron con sábanas y escarabajos aquella vez que nos arrebataron a la bella Remedios.

    Prudencio meneó la cabeza, chasqueó la lengua y dijo:

    - ¡Bah! Si tan poderosa es la alquimia, ¿por qué no la usan para resucitarnos?

    - Hoc est simplicisimum – respondió Buendía-. La alquimia transforma la materia, Prudencio, y nosotros somos seres inmateriales.

    - Así es -acotó Melquíades-. Quieras o no, somos uno con el todo, estamos condenados a una unidad indisoluble con Macondo.

    De repente, el clamoreo lejano de una guacamaya los sacó de sus reflexiones. Los tres entendieron aquel sonido como un llamado de atención y miraron por primera vez en mucho tiempo el panorama de desolación abrumadora que se extendía a su alrededor: árboles famélicos asiéndose como podían al páramo sin nutrientes, aljibes secos, ídolos y estatuas sin cabeza, hogares con telarañas por muebles y ratones por habitantes; y donde antes había una casa solariega, blanca como una paloma, ahora yacían montañas deformes de adobe encalado, puntales y horcones carcomidos por termitas; entre los ranchos abatidos por la hiedra o el moho podían verse múcuras destrozadas y palmatorias sin luz, camándulas hipócritas y totumas resecas, ollas y alcuzas oxidadas, pescaditos de oro chamuscados y toda clase de mamotretos inservibles; en el único redil que aún permanecía demarcado como un laberinto del olvido, camuflados por el aura nauseabunda de la putrefacción, se diseminaban costillares, omóplatos y cráneos de animales cuyas bocas exageradamente abiertas eran símbolos de súplica o desesperación; dentro de los corrales no había ni huevos ni gallos de pelea, ni cerdos, ni ovejas, ni sombras domesticadas; por detrás del castaño, algunos petirrojos chapaleaban en el tremedal nostálgico de aquel río de aguas diáfanas que ya no era ni sería jamás. La tierra permanecería infértil por ser una mezcla desangelada de ceniza y arcilla, de lamentos guerrilleros y de pestes sin explicación.

    - Este lugar está más muerto que nosotros -sentenció Prudencio-.

    - Te equivocas -corrigió el anciano-. Macondo aún vive. Presten atención a aquel almacén abandonado que está por allá, cruzando los corrales, el de tejas verdes. ¿No escuchan nada?

    Prudencio y Buendía aguzaron sus oídos en la dirección mencionada sin percibir más que el parloteo remoto de la solitaria guacamaya. Melquíades volvió a tararear una melodía extraña, perdido en cierto compás pegadizo que acompañaba con su pie. Solo después de un grande esfuerzo fue el dúo capaz de escuchar lo que él escuchaba.

    - ¿Un acordeón?

    - Así es, Prudencio.

    - Pero, ¿quién está…?

    - Pietro Crespi.

    - ¿Pietro Crespi? -preguntó Buendía-. No entiendo, ¿qué hace ese remilgado tocando el acordeón?

    - Yo tampoco lo entiendo. Vengo escuchándolo hace tiempo y generalmente toca la cítara o la pianola. Sin embargo, por algún motivo ha modificado su triste melodía: Lo que ayer comenzó como un oscuro réquiem por el amor no correspondido, hoy terminó siendo un alegre vallenato. Quién sabe qué estará pasando por la cabeza de esa pobre alma en pena.

    - Quizás por fin se ha olvidado de Amaranta.

    - Eso es imposible – dijo Melquíades-, el amor no se olvida. En su espíritu errante permanecerá por siempre aquel rostro de mujer indómita y serena, la boca tierna y los besos virginales; porque en realidad ese es el único tesoro que se nos permite traer a este mundo: los recuerdos. No hay enfermedad del insomnio que nos haga olvidar a un ser amado.

    - Pobre Pietro. Deberíamos llamarlo para que nos alegre un poco la mañana -sugirió Prudencio-. Hasta me están entrando ganas de bailar un vallenato.

    - No podemos. El desgraciado se suicidó en el almacén, y por eso el almacén será su prisión eterna. No podrá salir de ese perímetro, ni tampoco podremos entrar. Del mismo modo, este viejo castaño es nuestra prisión, por más que venga una legión de humanos a intentar contactarnos, se desgastarán los sesos con tablas de ouija, fábulas de ectoplasmas y visiones paranormales antes de lograr comunicarse con nosotros.

    - ¿Entonces qué? ¿Debemos quedarnos aquí para siempre?

    - Así es. Ustedes dos deberán llevarse bien, tienen tiempo de sobra para resolver sus diferencias. En la vida y en la muerte, el corazón duro se ablanda hablando.

    - O gritando -aclaró Prudencio-.

    - Como gusten -dijo Melquíades-, sus gritos no serán sino susurros imperceptibles al oído de los mortales. Sépanlo desde ahora, amigos míos: El nuestro es el diálogo de los silencios, por mucho que hablemos nadie nos escucha. Así está escrito en el universo y así será por los siglos de los siglos.

    FIN​
     
    #1

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