Desde que empecé a amarte

Desde que empecé a amarte, el agua bautismal al fin empapó mis pecados y fue el momento de emprender el respiro de este nacimiento, porque el pecado es no amar cuando se nace.


No puedo traerte el mar, por ser inconmensurable y ecuménico, pero te traigo mis labios, y aunque sean diminutos, son únicos y tan salados para suplir aquel narcisismo.


Qué si nos tildan de locos ¿y qué hay con eso?, que nos coloquen cualquier tilde que vaya sobre sus cabezas y así turbemos de una vez por todas tanta monotonía.


No te ofrezco un ramo de flores, porque sería una estupidez desmatarlas de los jardines y no llevarte a oxigenar a sus pabellones cuando están aglomeradas, pues hablan mejor con sus aromas reunidos.


¿Sabes qué es mejor? Una noche sin luna, sin estrellas que nos iluminen, que sentados, uno al lado del otro, solo reluzcan nuestras ilusiones.


El ayer, el ayer es una antigüedad que vemos de soslayo para entender que el ahora es una primavera en la que hay que claudicar hasta que sus pámpanos, tan frágiles como una andanza, se extingan en un furor de otoños.


Hagamos con nuestras manos, los linos, hilemos cada una de sus costuras, para que al desabrigarnos, cuando el azul no sea un color sino una mariposa, la desnudez que desvelemos, venga de un germen doméstico y no del oscurantismo de otros.


Desde que empecé a amarte, casi todo cambió: mirarte a los ojos fue una tarea, no para desmontar ventanas, sino para toparme en ti en un lugar en la que nadie nos estorbara; el jugar con tus manos no fue más objeto simple, al contrario, se complicó mi temor en perderlas con la imprudencia que suele terminar el retozo.


Batallemos en esta cruzada que sí ostenta un león en los escudos, oigamos al error errando por la mesura de encontrarnos, que nuestro amor no se gaste en un «érase una vez» sino que se mantenga en un «hágase todo de una vez».​