Día LXXVIII o leer arabescos

Tanta carne de libro comí, carne triste, carne alegre,
huí tantas veces por no vomitar una verdad, una mentira.
Ebrio, no necesito una sonrisa cuando el cielo se vuelve de espuma,
voy a beber las aves literales para mantener mi ego flotando y nunca más en pie.

El reflejo de los ojos es un azar mundano que no renueva lo viejo,
el jardín se queda sin duendes, nada existe, nada existió si las hojas se guardan,
si la poesía no es madre ni amante, si los versos no dan leche al niño que llora
que asustado es toda la armonía que la soledad ampara.

Ni la noche con su metrónomo de luz sobre la cama,
ni el difundir la palabra entre los ojos que escriben en el pecho,
ni la albura de un corazón entregado al tácito placer de desaparecer,
ni el mar que hundido aclama su voz con una ola gigante de espacio, de tiempo.
Nadie llega, nadie alcanza a partir tan lejos como el silencio,
como ese segundo en donde todas las eternidades eclosionan.
Ciegos, ciegos, ciegos, el fin de la incógnita es respirar profundo.

¡Yo me iré! Un libro será mi pañuelo y mi esperanza,
por unas horas los ojos blanco,
por unas horas una posible jauría de pasiones irreales.
Yo me iré porque irse es oír la voz del interior,
para ser al fin una lontananza del cuadro que todos quieren, o pueden mirar.